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Goldenblood
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Libro electrónico465 páginas7 horas

Goldenblood

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Información de este libro electrónico

“Cuando la vida te apresa la única escapatoria es el sueño”.

Si pudieras vivir en una realidad diferente, ¿lo harías?

Piratas, nahuales y guerreros se enfrentan no sólo entre ellos para lograr escapar

de una trampa, sino también contra el frío, la pobreza y la soledad que viven al

despertar.

Entre pistolas y espadas, entre barcos piratas y guaridas de ladrones, entre humo

de cigarrillo y cañones, Wolf, que viviendo una vida tranquila junto a su madre

cocina entre los muros del palacio, se ve inmiscuido entre una guerra que lo

separa de lo conocido y de lo seguro, adentrándolo en el mar y más allá entre

callejones oscuros y selvas peligrosas.

De la mano del capitán Kidd aprenderá que a veces todo es un espejismo, y que

su gran amor quizás no es realmente una chica como pensaba y que una guarida

de ladrones puede ser también un lugar cálido al cual llamar hogar.

Dos mundos, una sola realidad. Kidd, Wolf, Ojel… cada uno decidirá cuál es el

sueño y cuál es el mundo real. Todos se unen en un mundo mucho más benévolo,

mucho más amigable y hermoso aunque siempre, en algún momento, tendrán

que despertar y recordar que la magia sólo existe en sueños.

Acción, aventuras y romance peculiar que sobrepasa los límites de la realidad.

IdiomaEspañol
EditorialGRP
Fecha de lanzamiento1 abr 2017
Goldenblood

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    Vista previa del libro

    Goldenblood - Ismael Hernández Valencia

    © Ismael Hernández Valencia.

    © Grupo Rodrigo Porrúa S.A. de C.V.

    Lago Mayor No. 67, Col. Anáhuac,

    C.P. 11450, Del. Miguel Hidalgo,

    Ciudad de México.

    (55) 6638 6857

    5293 0170

    direccion@rodrigoporrua.com

    1a. Edición, 2017.

    Características tipográficas y de edición:

    Todos los derechos conforme a la ley.

    Responsable de la edición: Rodrigo Porrúa del Villar.

    Corrección ortotipográfica y de estilo: Graciela de la Luz Frisbie y Rodríguez /

    Rodolfo Perea Monroy.

    Diseño de portada: Gonzalo Gabriel Muñoz Morales.

    Diseño editorial: Grupo Rodrigo Porrúa S.A. de C.V.

    A todos los que nos refugiamos

    en los sueños

    para poder librarnos

    del mundo real

    I

    El frío de la calle contrastaba fuertemente con el calor

    de la cocina. La nieve se amontonaba bajo las casas y

    hacía que los pasos de Wolf fueran húmedos y pesados. Apenas había salido de la cocina y en unas pocas horas tenía que volver para comenzar el turno de la mañana. Dobló a la izquierda y caminó por el centro del pueblo. No había ni un alma en las calles, bien podría ser la última persona de Blackwater sin saberlo, pero en los muros de piedra colgaban antorchas encendidas y tras andar un rato se topó con un guardia que masticaba una manzana. Al verlo, lanzó el corazón mordido al suelo y mostró la hoja de su espada.

    —¿Qué haces afuera a esta hora? ¡Vuelve a tu casa! —le gruñó mientras se acercaba con paso decidido. Wolf retrocedió con las manos levantadas.

    —Acabo de salir del palacio, no estoy haciendo nada, iba directo a mi casa, ¡lo juro!

    El guardia se le acercó más. La nieve había cubierto un agujero en la calle que ni Wolf ni el guardia habían visto y cuando este dio un paso, su bota se hundió hasta la rodilla y cayó hacia enfrente. Wolf no se quedó a reír, pues tenía miedo de que el guardia se levantara y corriera tras él.

    Se metió entre los callejones de la ciudad, esquivando barriles y andamios, brincando cajas de fruta y rollos de tela. Poco a poco el frío fue abandonando su cuerpo y el miedo de ser interrogado por el guardia se ocultó bajo la felicidad que le daba correr en el frío.

    Por fin, llegó a los límites de Blackwater rodeados por la muralla. Fuera de ellos sólo existían los campos de cultivo, las granjas y las atalayas de los guardias, todo absorbido por un inmenso bosque de ramas tan oscuras que parecían negras.

    Wolf pateó la nieve de la puerta de su casa para poder abrirla y sacudió sus maltrechas botas antes de entrar.

    Dentro se sentía tibieza de nuevo. No era como el calor sofocante de la cocina del palacio, llena de hornos y fuego, sino una tibieza sutil, como agua que poco a poco lo absorbía y lo inundaba de paz.

    Vio a su madre cubierta con una manta raída e inclinada frente a la chimenea revolviendo el contenido de una olla.

    —Ya llegué, madre —saludó Wolf tratando de esconder su emoción.

    —Qué bueno, Wolf —respondió ella tranquila—, ¿cómo te fue?

    Wolf se acercó a su madre y la abrazó por la espalda. El corazón se le encogió al sentirle los huesos de los hombros y las costillas.

    —Conseguí trabajo en la cocina del palacio.

    —¡Oh Wolf, es maravilloso! —se dio vuelta y lo miró antes de llenarlo de besos—. Qué felicidad. ¿Serás el cocinero de Cole?

    —No, no —rió él—, los que cocinan para el príncipe son otras personas que están lejos de nosotros. Hasta en la cocina del palacio hay clases. Pero planeo llegar a ese nivel. ¿Te imaginas, ma? Wolf Heart, cocinero personal del príncipe —extendió sus manos como si estuviera viéndolo en un cartel.

    —Claro que me lo imagino, y claro que llegarás a ese puesto. Tan segura como de que la nieve es blanca.

    —Pero primero debo ser ayudante de cocinero. Hoy sólo pelé papas, pero ¡Ah!, qué manera de pelarlas. Mientras unos llevaban cinco yo ya llevaba diez.

    —Me imagino, Wolf, me imagino —en sus ojos se reflejaba el fuego de la chimenea. Su piel se jaló hacia arriba, llenándose de arrugas. Sonrió al preguntar—: Oye, ¿y cómo es?

    —¿Cómo es qué? —dijo Wolf corriendo el seguro de la puerta. No olvidaba al guardia que, seguramente, estaría buscándolo para darle una paliza por hacerlo quedar como un tonto.

    —El palacio, Wolf. ¿Es tan grande por dentro como se ve por fuera?

    —Oh, eso —tardó unos segundos en contestar—. Es sólo lo más hermoso que he visto en mi vida.

    —¿De verdad?

    —Sí. El piso está tan lustrado que parece que caminas sobre agua, en las esquinas de los techos hay cabezas de león talladas en piedra que parecen rugir siempre y tiene unas escaleras tan largas que parecen subir al cielo. Te lo juro, madre, cuando menos te lo esperes te llevaré a vivir ahí. Hay un ala para todos los sirvientes y trabajadores del príncipe. Tendremos una habitación ahí y ya no tendremos que sufrir el frío como los demás mortales —sonrió Wolf y sacudió su largo cabello.

    —Bueno, bueno, pero antes de llegar a eso tienes que comer.

    —No tengo hambre, ma, si quieres come tú.

    —¡Wolf! No empieces con que no tienes hambre, siempre llegas diciendo eso y crees que me lo voy a…

    —Madre, comí en la cocina. Otra de las ventajas de trabajar en el palacio —dijo con una voz petulante fingida—, sólo tomaré una hogaza de pan.

    —Bueno, más te vale que sea cierto —contestó su madre y quitó la olla de la chimenea. La puso sobre la mesa de madera y sirvió un poco en un cuenco—, le guardaré tu porción a tu hermano.

    —Madre, te dije que te la comieras tú, no ese bueno para nada que se la pasa de borracho en El Último Sol.

    —¡Wolf!

    —Es cierto, lo sabes. Deja de sacrificarte por él, no lo merece. Sólo viene a comer y se larga de nuevo. No aporta una sola moneda a la casa, quien sabe en qué trabaja, ¡No hace nada por nosotros! Déjalo a su suerte.

    Pero ella, como siempre que hablaban de su hermano, se quedó callada. Miró su plato y comenzó a comer en silencio mientras la vela se consumía frente a ella. Wolf tenía ganas de sacudirla de los hombros, de que viera a su hermano como realmente era en lugar de lo que fue. Pero obviamente eso era imposible. Una madre nunca iba a ver a un hijo como lo que es realmente, y menos si es un borracho bueno para nada.

    —Bueno —suspiró Wolf—, me voy a la cama. Mañana tengo que estar temprano en el palacio y no quiero llegar tarde. Buenas noches.

    —Buenas noches, Wolf. Que descanses y… felicidades —contestó su madre como si nada hubiera sucedido.

    Wolf se tragó las ganas de repetirle que no le diera nada a su hermano y subió los escalones de madera. Se recostó sobre la paja cubierta de tela que era su cama y comió el pedazo de pan con avidez. Desafortunadamente no fue suficiente. Su estómago gruñía y se retorcía. Podía percibir el aroma de la sopa que subía por las escaleras. Pero cada vez que sentía la tentación de bajar recordaba a su madre, delgada como una espiga y con los huesos notándosele por todas partes.

    Wolf cerró los ojos y trató de dormir.

    Cuando comenzaba a perder la realidad y su respiración se volvía pausada y periódica, despertó de golpe, no por un ruido fuerte o porque alguien lo despertara a propósito, sino algo mucho más sutil, más tenue. Una voz que le llegaba desde la cocina, temblorosa y arrastrada.

    —Dame más —ordenaba su hermano.

    Había aprendido a odiar su voz, a odiar el olor de la cerveza al que siempre apestaba, a odiar su recuerdo, a odiar todo lo que fuera él o le recordara a él. Él se había acabado a su madre, la había consumido con tantas noches en vela esperándolo, noches en las mazmorras rogando que le dejaran libre mientras juraba que no volvería a tomar ni a pelearse. La había consumido cada vez que le había pedido dinero para arreglarse y buscar trabajo, y ella, ingenua o permisiva, se lo daba y no se sabía nada de él por muchos días, o por lo menos, hasta que necesitaba dinero de nuevo.

    Wolf se quitó la cobija de encima y, con extremo cuidado, se puso en cuclillas. Miró entre las maderas del suelo y cerró un ojo.

    Ahí estaba su hermano mayor, Fox. Sentado con su gordo cuerpo sobre la única silla, donde hasta hacía unos minutos su madre dormitaba. Tomaba la sopa como un cerdo, salpicando todo a su alrededor y tragando sin saborear. Wolf sintió como lágrimas de frustración corrían por sus mejillas. Sacudió la cabeza y volvió a la cama, resignado a que su madre estaría siempre ahí para él aunque no lo mereciera.

    **

    Al día siguiente, Wolf se levantó antes que el sol. Se puso su túnica blanca, unos pantalones y se enfundó sus botas. El aire se colaba por los huecos de la madera, haciéndolo tiritar.

    Bajó las escaleras y, con tranquilidad, se dio cuenta de que Fox se había ido. Su madre estaba recostada sobre sus brazos, en la mesa. Se veía agotada, quizás le habría rogado a Fox que se quedara a dormir o que consiguiera trabajo.

    —Cómo si ese malnacido supiera hacer algo que no sea causar problemas —susurró Wolf. Dudó por unos segundos en despertar a su madre para que durmiera en la segunda cama del piso de arriba, pero seguramente ella no se volvería a dormir y se pondría a trabajar.

    Wolf la dejó ahí y salió con cuidado de la casa. Caminó bajo los techos de las casas para evitar pisar la nieve y que se mojaran sus botas. Después de treinta minutos caminando, la nieve dio paso a la piedra, por fin había llegado al palacio, el cual era un mastodonte de tantos pisos y tantas torres que no se alcanzaba a descifrar qué tan alto era. La piedra blanca apenas contrastaba con el cielo gris. Wolf no dejaba de contemplarlo, de admirar su grandeza, de desear quedarse ahí para siempre. Estaba tan ensimismado que no se percató cuando las enormes puertas de ébano se abrieron y de ellas salió un pequeño escuadrón liderado por un caballero de armadura carmín.

    Alguien lo había jalado un segundo antes de que lo arrollaran los cascos de los descomunales caballos, sus jinetes ni siquiera se habían percatado de la presencia de Wolf, quien yacía en la nieve.

    —Cole Arnes no se detiene ante nadie —dijo su salvador—, cree que por ser príncipe tiene el derecho de atropellar a los demás… literalmente.

    Wolf escupió la nieve que había entrado a su boca y se incorporó. Se limpió su túnica, que ya comenzaba a tener manchas grandes por la nieve derretida, y miró a su interlocutor.

    —Gracias por eso —extendió su mano y se saludaron—. Son las ventajas de ser un Goldenblood, puedes hacer lo que te plazca cuando te plazca a quien te plazca. Soy Wolf, Wolf Heart, por cierto.

    —Mucho gusto, Wolfie. Soy Isaac Beorhtwulf.

    Hacía años que nadie le decía Wolfie. Eso lo hizo sentirse pequeño ante su salvador quien lo miraba fijamente con unos ojos tan azules como su armadura. No era mayor que él, pero sí mucho más alto y fuerte. Seguramente era parte de la nobleza de Blackwater. Ningún plebeyo tenía una armadura del color del cielo; de hecho, ningún plebeyo tenía ningún tipo de armadura. No se necesita para pelar papas ni para coser vestidos.

    —¿Oye… estás bien? —preguntó Isaac tronando los dedos.

    —Ehm… sí, sí. Es que… el color de tu armadura es hermoso, nunca había visto una de ese color.

    —¿Te gusta? Es del mismo material que la del príncipe, quien casi te atropella, por cierto. Metal solar. Nunca hay dos armaduras iguales.

    —Es increíble —Wolf extendió su mano, pero se detuvo antes de tocarla. No era correcto tocar la armadura de ningún noble.

    Comenzaba a retirarla, pero antes de hacerlo Isaac la tomó en su mano enguatada y la pego a su metálico pecho.

    —Con confianza —dijo guiñando un ojo.

    Wolf sintió el metal. A pesar del frío, este estaba templado, ni muy caliente ni muy frío. Era liso y se sentía delgado, pero seguramente era más fuerte que cualquier escudo de roble.

    —Parecen escamas de dragón, ¿cierto? —dijo Isaac mirando al pequeño Wolf, pero él seguía embobado con la armadura.

    —Nunca he visto a un dragón, señor, no sabría decirle.

    —¡Señor! ¡Señor! —se burló Isaac—, no me hagas sentir viejo. Si tenemos casi la misma edad, ¿no? ¿Cuántos años tienes?

    —Diecisiete.

    —¡Mira!, que tú tengas una túnica y yo una armadura no nos hace diferentes.

    —Ah, pero claro que nos hace diferentes, claro que sí —dijo Wolf y retiró la mano.

    —Tristemente. ¿Trabajas en el palacio?

    —Sí, en la cocina. Soy ayudante de cocinero —al recordar el tiempo, Wolf abrió los ojos y salió corriendo— ¡Voy a llegar tarde!

    Tenía que rodear todo el palacio para entrar en la parte trasera, pues ahí estaba la puerta que daba directamente a la cocina. Pero para eso tenía que cruzar los jardines, los pasillos entre el palacio y la muralla, y subir las escaleras de servicio que parecían ser infinitas.

    Con el corazón en la garganta, Wolf aceleró al darse cuenta de todo lo que tenía que recorrer. Algo lo detuvo de la manga, impidiendo que avanzara más rápido, él jaló para continuar, pero la voz de Isaac lo detuvo.

    —Tranquilo, detente un segundo.

    —No puedo, si pierdo este empleo, estoy perdido. Mi madre y yo dependemos de él.

    —Espera, déjame llevarte, no te pasará nada. Te lo juro.

    Wolf no quería detenerse, quería llegar y comenzar a trabajar, producir y saber que alguien al final le pagaría, que tendría algo que darle a su madre y quitarle una carga de encima; pero la voz de Isaac tenía algo, algo delicioso como el olor de la menta que Wolf quería investigar. Poco a poco se fue frenando hasta quedar quieto.

    —Vamos, sin prisa, no pasará nada —dijo Isaac y acarició los hombros de Wolf—, tranquilo, relájate, respira, respira… eso es, inhala… exhala. ¿Mejor?

    —Mejor.

    —Ven, vamos. Si haces todo a la carrera, lo harás mal —dijo Isaac y, para la sorpresa de Wolf, lo tomó de la cintura como si fuera una cortesana.

    Wolf abrió mucho los ojos. El corazón que se le había agitado en la carrera no había descendido su velocidad, ahora por el nerviosismo. No era normal que dos muchachos caminaran así. Nadie hacía eso, ¡nadie!

    —Creo que te estoy incomodando, ¿cierto? —dijo Isaac sin soltarlo.

    —No… no, señor.

    —No me digas, señor, dime Isaac. Y sí, te estoy incomodando. Lo siento. Así es como sostenemos a los amigos en mi ciudad, Blackblood. No pienses nada malo de mí, te lo ruego.

    —¿Es usted… eres de Blackwater? —preguntó Wolf sorprendido.

    —Así es. Nacido y crecido en Blackblood. Sólo vine a tratar algunos asuntos con el príncipe Cole y regreso a mi ciudad.

    Wolf se sintió triste sin saber por qué. No tenía amigos en Blackwater, de hecho, no tenía amigos en ninguna parte del mundo. La única persona a la que le contaba su vida era a su madre e incluso él sabía que era patético. Y ahora que por fin encontraba a alguien de su edad que no fuera un completo imbécil como un asno, era de Blackblood.

    —Pero me gustaría quedarme un poco más —continúo Isaac mirando de reojo a Wolf—, quisiera saber que más secretos esconde esta bella y endemoniadamente fría ciudad.

    —¡Sí, quédate! —dijo Wolf sonriendo. Isaac sonrió de lado—. Perdona mi emoción.

    —Eres una personita muy curiosa —contestó Isaac y lo acercó más a su cuerpo. Apretó su cintura y la bajó un poco más—. ¿Dónde está la cocina?

    —Es… aquella… aquella puerta —señaló nerviosamente Wolf señalando la puerta de madera sobre las escaleras.

    —Bueno, te dejo aquí. Soy muy flojo para subir escaleras —lo soltó por fin y se despidió—. Espero verte de nuevo, Wolf Heart.

    —Igual yo Isaac Beorhtwulf, espero encontrarme de nuevo contigo. Gracias por salvarme, por cierto.

    Isaac hizo un ademán con la mano y sonrió. Wolf se dio la vuelta y comenzó a subir. Iba en el cuarto escalón cuando sintió la mano de Isaac de nuevo.

    —Tienes un buen culo —dijo y cuando Wolf lo volteó a ver, agregó—: lo siento, no pude resistirme. Además, creo que es buena idea que suba contigo y le diga a tu jefe que por mi culpa llegaste tarde, ¿no crees?

    —Sí, sí, de hecho. Buena idea —Wolf se sentía como aquella vez que había caído al lago congelado. Se sentía pesado, con frío y como si mil agujas lo picotearan una y otra vez. A diferencia de esa vez, ahora se sentía muy agradable.

    Abrió la puerta de madera y ahí estaba su jefe —con el gorro caído y el mandil manchado de grasa—, como si estuviera esperándolo.

    —¡¿Dónde demonios estabas?! Es tu primer día y llegas tarde, debería… —alzó la cuchara de madera que tenía en la mano derecha, pero al ver quién venía detrás de Wolf, la cuchara se le cayó y poco a poco comenzó a palidecer.

    —Le ruego me disculpe, pues fui yo quien dilató a Wolfie en su camino al trabajo. Toda la culpa debería recaer en mí.

    Wolf quería mirar a Isaac, pero lo primero con lo que se topó fue con una espada del mismo color que la armadura de metal solar. Estaba apuntada al cuello del cocinero.

    —Baje, la espada, por favor —contestó el cocinero levantando las manos.

    —Déjeme presentarme, soy Isaac Beorhtwulf, príncipe de Blackblood. Si quiere ponerle alguna falta a Wolfie aquí presente, mándela a mi ciudad.

    —Pero usted no tiene competencia aquí, no sin el apoyo del príncipe Cole —argumentó el cocinero. Isaac levantó la ceja y sonrió.

    —¡Una persona culta! Me alegro. Pues fíjese que no, no tengo competencia en los asuntos políticos de su ciudad, pero…. pero, soy un agente diplomático y por el simple hecho de haber sido bienvenido por el príncipe Cole, tengo inmunidad y esa inmunidad le corresponde también a Wolfie, ¿cierto, Wolfie?

    Wolf miró a su jefe y asintió nerviosamente. No sabía qué demonios estaba sucediendo. ¿Isaac era un príncipe? ¿Qué hacía un príncipe con un Don Nadie como él? ¿Por qué los estaba protegiendo? Y sobre todo, ¿por qué no dejaba de sostenerlo de la cintura?

    —Así que baje la cuchara la próxima vez que vea a Wolf, o de lo contrario estará poniendo en riesgo los lazos diplomáticos entre Blackwater y Blackblood.

    —Está… bien.

    —Perfecto —Isaac bajó la espada y la guardó en su funda, miró a Wolf y le dijo—. De verdad espero que nos veamos de nuevo, pequeño lobo.

    Wolf se quedó parado en las escaleras, mirando como Isaac bajaba con elegancia y brincaba los últimos cuatro escalones haciendo volar su capa azul detrás de él. Caminaba como si fuera normal que un noble, que un Goldenblood, defendiera a un plebeyo como él, como si fuera su trabajo. Wolf esperaba que lo volteara a ver una última vez para despedirse, pero justo cuando pensó que lo haría, el cocinero lo tomó de la túnica y lo introdujo en la gran sala que era la cocina.

    —Vas a pelar papas, después pica la cebolla y cuando hayas acabado con eso, búscame para que te dé algo más que hacer —hablaba con él sin mirarlo a los ojos.

    —Sí, señor. ¿Cuánto quiere que pique de cada uno?

    —Dos costales, ¿o es mucho? —preguntó el grasiento cocinero dándole la espalda.

    —Es poco, señor.

    —Entonces que sea tres de cada uno.

    Wolf se mordió la lengua. Suspiró y corrió a su zona de trabajo que era un banco de madera en una esquina oscura, lejos de los hornos y los calderos que no dejaban de hervir. El ambiente olía a grasa quemada y a carne hervida mientras caminaba. Se sentó en el tambaleante banco y comenzó a pelar las papas con un viejo cuchillo con mango de madera, el cual mucho distaba de ser la espada de metal solar de Isaac.

    Isaac… Todo el día, por más que lo quisiera, Wolf no pudo sacar de su cabeza a Isaac. Cada vez que su mente se concentraba en algo más, instintivamente volvía a él, como si no quisiera separarse. Tanto pensaba en él que, cuando menos se dio cuenta, ya había terminado con todas las papas y las cebollas de la cocina.

    Cuando salió de trabajar, la nieve había vuelto a caer sobre Blackwater. Los techos de paja goteaban pequeñas estalactitas de color blanco. Todo estaba quieto y el golpe de frío que recorrió la ciudad chocó contra los huesos de Wolf, quien sintió que una ola marina lo abrazaba. Se calentó los brazos frotándolos varias veces mientras bajaba las escaleras. Su aliento hacía nubes de vapor en el aire como el de los toros de los establos. Recorrió el mismo camino que el día anterior y, de la misma manera, se encontró con el guardia, quien ahora masticaba una caña.

    Para evitar una afrenta, Wolf evitó la calle principal y se fue por los callejones de la ciudad. Cruzó entre las cabañas y las tiendas hasta llegar a la panadería. El olor del pan recién horneado que sería vendido al día siguiente lo hizo olvidarse momentáneamente del frío. Se acercó al muro de piedra y sintió en él una cierta tibieza producida por los hornos calientes. Recargó su congelada espalda en el muro y se sentó sobre las cajas vacías junto al callejón. Cuánto deseaba tener unas monedas para comprar una hogaza y comérsela ahí mismo.

    Pensaba en lo crujiente que debería estar la coraza dorada de los panes cuando un esplendor azulado cruzó su campo visual. Ahí, en uno de los grandes balcones del palacio estaba una sombra que sostenía algo que emanaba vapor en sus manos. Bien podría haber sido un guardia con una pipa llena de tabaco, o uno de los sirvientes con alguna sustancia para limpiar, pero para Wolf no había duda: era Isaac que bebía té, no jugo tibio de uvas, ni pócimas, sino té.

    Pensó de nuevo en Isaac. En cómo le gustaría ser su amigo, o ni siquiera eso, quizás su criado. No importaba, con tal de estar cerca de él. Era una persona agradable de… de ver, de escuchar. Wolf fantaseó con estar con Isaac, ambos montados a caballo camino a Blackblood.

    Te enseñaré mi palacio, seguramente te encantará, diría él, tiene salas enormes para los bailes, una cocina llena de carne de jabalí, de toros salvajes, de conejo, queso, cerveza, vino, té… lo que quieras. Y ¿sabes qué? No serás un ayudante de cocinero, serás mi chef personal, ¿qué te parece?.

    Ah, pero si nunca has probado nada de mi comida, quizás ni siquiera es de tu agrado, contestaría Wolf.

    No importa, no necesitas cocinar. Quiero que estés en mi palacio, no importa qué hagas. Verás… la verdad es que yo… bueno, no tengo muchos amigos y cuando te vi, me sentí reflejado y por eso te intercepté.

    Podemos ser amigos. Bueno, si tú quieres.

    Claro que quiero, Isaac se emocionaría y sonreiría, es más, cuando lleguemos te enseñaré mi cuarto de armas, escogerás una e iremos a cazar, ¿sí?.

    Claro, Isaac, eso me gustaría mucho.

    Pero para eso debes dejar de soñar despierto, ¿sí?, porque ahí viene un guardia y si te ve ahí te dará una paliza de aquellas.

    Wolf sacudió la cabeza con fuerza y se levantó de su improvisado asiento. Miró a la izquierda, al final del callejón y la cálida luz de una antorcha que se acercaba le reveló la presencia de un guardia. Se calentó las manos y echó andar de nuevo a casa. Cuando miró de nuevo al balcón, estaba vacío. Tan vacío como el cielo mismo, sin estrellas, sin luna.

    Cuando llegó a su casa, su madre estaba dormitando en la silla. Sobre sus manos descansaba la ropa que remendaba a la luz de una vela tan tenue que sus manos se confundían con la misma tela, la cual tenía pequeñas motas oscuras que Wolf supuso eran sangre.

    Entró de puntillas, pero una ráfaga de viento entró con él y despertó a su madre quien tiritó y abrió los ojos.

    —¡Wolf! Llegaste, te estaba esperando despierta. ¿Quieres sopa? Hice un poco, no es casi nada pero está caliente.

    —No te levantes, no te levantes, madre, en serio.

    Pero ella ya estaba de pie y caminaba a la chimenea donde los tizones de la leña, casi apagados, apenas calentaban el caldero que estaba sobre ellos. Wolf sabía que ella no se tomaría la sopa, era para su hijo; ella la había hecho para él. Quiso negarse, pero su estómago gruñó en ese instante, alborotado por el olor de la panadería.

    —Quizás sólo un poco —dijo con remordimiento y ella sonrío. Sirvió todo el contenido en un cuenco de madera, el cual no se llenó ni a la mitad y se lo acercó—. Gracias —agregó Wolf tomándolo en sus manos.

    —Bueno y cuéntame cómo te fue hoy. ¿Qué dice la ajetreada vida del palacio? —Wolf abrió mucho los ojos al recordar el día.

    —¡Hoy vi al príncipe Cole en el castillo! Llevaba su armadura carmín e iba escoltado por un escuadrón de soldados.

    —Mhm… seguramente es por el inicio del invierno. La primera caza del oso. Es todo un evento, Wolf, qué bueno que lograste verlo.

    —Sí, aunque casi me arrolla con su corcel de no haber sido por…

    —¿Por?

    Wolf dejó la cuchara en el cuenco mientras lo miraba. Dentro, un pedazo de zanahoria flotaba sobre el líquido amarillento que comenzaba a enfriarse. No quería hablar de Isaac. Algo envolvía todo su recuerdo con culpa, como si supiera que haberlo conocido estuviera mal. Es decir, ningún plebeyo se juntaba con los Goldenblood, mucho menos platicaba con ellos ni caminaba como si fuesen amigos. Mucho menos de esa extraña manera en que Isaac decía que era tradicional en su ciudad.

    Wolf se mordió la lengua. No quería que su madre comenzara a pensar cosas malas de él. No quería ser una carga más sobre su fatigada espalda. No iba a ser como su hermano.

    —Por mis buenos reflejos, me tiré a la nieve antes de que cruzaran a toda velocidad y logré evitarlos. Pero vi de cerca su armadura de metal solar —se comió la solitaria zanahoria y agregó—: algún día tendré una de esas.

    —Ay, Wolf —rió ella y se recargó en la pared—, tú naciste en la cuna equivocada. Tú debiste ser un Goldenblood. Tienes tantos sueños, tanta energía… —señaló la cabaña completa con sus flacos brazos—, ¿y qué te doy yo? miseria. Te corto las alas con las que podrías volar lejos de aquí.

    —¡No digas eso, madre! Tú no haces nada de eso. Si tengo algo es gracias a ti. No necesitas darme más.

    —De verdad quisiera.

    —Ya, ya. Mejor vamos a dormir —dijo Wolf levantándose y estirando los brazos.

    —Tengo que terminar este vestido —contestó su madre sentándose—, pero ve tú a dormir. Mañana tienes que madrugar de nuevo.

    —¿De verdad? ¿No te molesta?

    —No, Wolf, ve, ve. Yo no tardo.

    —Bueno, descansa pronto, madre.

    Ella asintió y pegó sus ojos a la casi consumida vela que descansaba en medio de la mesa. Wolf subió los peldaños de madera y se echó sobre su cama. Cruzó los brazos detrás de su cabeza y cerró los ojos. Sus pensamientos corrieron con libertad.

    Él, un Goldenblood. Una armadura de metal solar.

    Y en la privacidad de su imaginación fantaseó, imaginó y creó un mundo donde él era lo que quería ser y no lo que debía ser.

    **

    Los días pasaron y Wolf se despertaba siempre con la misma ilusión, día tras día: encontrarse de nuevo con Isaac Beorhtwulf. Y cada noche se acostaba repitiéndose la misma consigna: mañana me toparé con él, eso seguro. Mañana nos encontraremos.

    Pero no sucedió y cada día esa ilusión se fue haciendo más y más pequeña hasta convertirse en un vago recuerdo que se escapaba de su mente con la facilidad con que se ahuyenta una mosca.

    Llegó la fiesta del invierno, la que se celebraba justo a la mitad de la temporada y la cocina estaba más ajetreada que nunca. Los platos salían llenos y entraban vacíos y los barriles de vino rodaban y rodaban. Wolf necesitaba ocupar toda su energía para cuidarse de no chocar con nadie y de lavar los platos para que estos fueran utilizados de nuevo. Todo era un caos, pero paradójicamente, en el caos había orden. Un orden precario que en cualquier momento podía desmoronarse, pero orden al fin.

    Con las manos adoloridas y frías por el agua, Wolf lavó los últimos platos que llegaron. Se secó y se tumbó en una esquina a recuperar el aliento. Sólo faltaba el postre que consistía en una monumental tarta de arándano y durazno, pero por esos platos se preocuparía más tarde. Por el momento, quería recuperar la movilidad en sus congelados dedos.

    Los nobles de Blackwater se habían sentido tan satisfechos que habían pedido a los cocineros y a los chefs que fueran al salón para agradecerles personalmente. Wolf se había emocionado y por primera vez en mucho tiempo recordó a Isaac y su hermosa armadura.

    Comenzaba a acomodarse el cabello y a sonreír cuando su jefe, grasiento como siempre, lo detuvo con la cuchara que parecía una extensión de su brazo.

    —Tú no. Tú eres ayudante, un simple mozo.

    —Pero quiero ver a los nobles —pidió Wolf, pero los ojos del cocinero se cerraron con amargura.

    —Pues yo quiero largarme a mi casa de una vez y no puedo. ¡Aquí no hacemos lo que queremos! Pensé que eso lo sabías —el cocinero caminó a la salida donde ya estaban los chefs y demás cocineros y antes de salir agregó—: limpia los platos del postre.

    Wolf miró con odio la puerta que se cerraba, pero no pudo hacer más que eso: mirar. Apretó tanto los puños hasta que los nudillos se le pusieron blancos y sus fríos huesos se entumieron. Respiró y comenzó a lavar. Pero, cuando levantaba el primer plato, del cual aún escurría salsa dulce, notó que el agua en el cubo se sacudía creando largos círculos que nacían del centro, donde pequeñas gotas descendían desde su cara, desde sus ojos.

    Se limpió con coraje las lágrimas y talló con fuerza el plato. Luego, el siguiente y el siguiente y el siguiente gritándose mentalmente: Isaac no está en la mesa, no son Goldenblood, son sólo los nobles de esta ciudad de mierda. Y aunque estuviera, no se acordaría de mí.

    Pero por más que se tallaba los ojos con sus mangas, las lágrimas no dejaban de caer.

    **

    Los cocineros regresaron sonrientes y hablando entre ellos de quien estaba sentado al lado de quien y de que bien iban vestidos todos. A Wolf se le revolvió el estómago de envidia mientras barría la cocina.

    —¿Ya me puedo retirar, señor? —le preguntó a su jefe quien le sonreía como estúpido a otra de las cocineras.

    —¿Lavaste los platos que te dije? —preguntó.

    —Sí.

    —¿Limpiaste la cáscara de las papas?

    —También. Y las de las cebollas y las zanahorias, también barrí y acomodé las ollas.

    —Muy bien. Pues creo que…

    Estaba a punto de dejarlo ir cuando uno de los sirvientes del palacio metió la cabeza por la puerta y anunció:

    —Al príncipe Cole le hizo daño el vino. Alguien llévele pronto un té de hojas de menta.

    El cocinero miró con malicia a Wolf y señaló la puerta con su cabeza.

    —Te toca, chico. Es tu oportunidad de lucirte con el príncipe.

    —Pero… —comenzaba a quejarse Wolf, pero se calló de inmediato. Tomó un pequeño caldero y resignado, vertió agua dentro de él para hacer el té. Los demás tomaban sus abrigos de los percheros en la pared y, uno a uno, abandonaban la cocina.

    Cuando Wolf se quedó solo, negaba con la cabeza. Él no quería lucirte ante el príncipe Cole, quería irse a casa a dormir. No necesitaba ver al Goldenblood que casi lo había arrollado hacía unas semanas.

    Respiró profundamente y buscó las hojas de menta para el té.

    Uno no hace lo que quiere, sino lo que debe.

    Salió con la taza en sus manos y siguió al sirviente que lo llevó por un laberinto de pasillos y escaleras.

    —Ahm… ¿no debería dárselo usted?—preguntó al sirviente quien negó con la cabeza.

    —No, debe ser uno de los miembros de la cocina. Si no le agrada a Su Majestad, él despotricará contra ti y no contra mí.

    —¿Ya te ha pasado entonces?

    El sirviente rió y continuó guiándolo por los pasillos. Sobre las paredes colgaban cuadros de toda la dinastía Arnes. Desde Baltim El enorme hasta Saraí La celestial que de celestial sólo tenía el apodo pues era una matrona de cien kilos y un metro noventa de altura. Si algo distinguía a la dinastía Arnes, era lo temibles que eran, y cuando el sirviente le señaló el pasillo que debía seguir Wolf para ver al príncipe, este no podía estar más nervioso.

    Llevó la taza temblorosa hasta el final del pasillo custodiado por las armaduras solares de sus antepasados hasta una puerta de madera con leones tallados en ella. Wolf no sabía si tocar o si sólo dejar la taza en el suelo, y cuando volteó para preguntarle al sirviente, este había desaparecido.

    Respiró profundo y se tranquilizó, o trató de hacerlo. Decidió que lo correcto era tocar, pero su mano no se movía para hacerlo.

    Se reprimió por ser un cobarde y alzó la mano, pero cuando esta descendía para tocar la fina madera, la puerta se abrió de golpe y del interior de la alcoba del príncipe salió una figura semidesnuda. Su piel era tan blanca como la nieve que cubría la calle y tan suave como el terciopelo de los tapetes. Esta se puso un dedo en los labios indicando silencio, mientras trataba de cubrirse el cuerpo con lo que traía en las manos.

    De reojo Wolf alcanzó a ver dentro de la habitación la pierna tendida del príncipe y parte de su nalga derecha. Al inicio pensó que estaba muerto, que la figura desnuda lo había matado, pero cuando intentó encarar al asesino, sus ojos se nublaron por completo pues tenía los labios de la extraña figura pegados a los suyos. El beso fue rápido, pero delicado, y Wolf se sintió sobresaltado de besar a una cortesana del príncipe justo afuera de su alcoba.

    Pero grande fue su sorpresa al notar que la supuesta cortesana se cubría la piel con una armadura solar azul celeste y que no era ninguna cortesana, sino Isaac quien le soplaba un beso sin dejar de caminar a lo lejos del pasillo.

    —Ni una palabra a nadie, Wolfie —susurró antes de desaparecer en la esquina poniéndose una bota.

    Wolf se quedó perplejo. Su cabeza estaba llena de pensamientos que zumbaban como un avispero. Nada tenía sentido, nada podía haber sido real.

    No supo cuánto tiempo se quedó así, mirando al pasillo vacío, esperando que alguien lo despertara, que le dijera que todo era mentira, que era falso.

    —¿Ese es mi té? —preguntó una voz a sus espaldas. Wolf tardó en reaccionar y cuando lo hizo miró al príncipe Cole con toda su desnudez.

    Wolf soltó un gritito, se disculpó inmediatamente y entregó la taza que no dejaba de salpicar por el temblor de sus manos. El príncipe estaba tan adormilado —o ebrio— que no prestó atención y lo bebió. Notó que Wolf no le quitaba la mirada de encima y dijo:

    —¿Qué? ¿Nunca habías visto a un hombre desnudo? —pero la palabra hombre no le sentaba muy bien pues como Wolf —o cómo Isaac—, no tendría más de veinte años, y a diferencia de sus antepasados, el príncipe Cole era mucho más pequeño y menudo. Se rascó una nalga y miró al final del pasillo mientras bebía su té.

    —¿No viste a nadie cruzar por aquí, cierto?

    —No, Su Alteza —dijo tajantemente Wolf. No iba a arriesgar su cabeza al decir que sí. No era… no era correcto.

    —Mmm… —bebió su té y pasó su mano por unas manchas blancuzcas resecas sobre su abdomen—. Tuve la mejor cortesana del mundo y se me escapó. Era una mujer hermosa, de ojos azules tan hermosos como el cielo —dio un último sorbo a su té y le dio la taza a Wolf—. En fin, gracias por el té. Ahora vete.

    El príncipe se pasó la mano

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