Los terneros
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Impecable y magistral en sus cuentos, Rodrigo Blanco Calderón construye un retablo de personajes nocturnos, que se convierten en víctimas y verdugos de un sacrificio, de la expiación que es la vida en cualquier momento, en cualquier espacio, en la que todos somos "terneros".
"Uno de los grandes nombres de la actual literatura venezolana, una literatura que suele ahora dar lo mejor de sí misma fuera de sus fronteras"
Juan Ángel Juristo, La Vanguardia
"El estilo de Rodrigo Blanco es admirable"
Arturo García Ramos, ABC Cultural
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Los terneros - Rodrigo Blanco Calderón
Rodrigo Blanco Calderón
Los terneros
Rodrigo Blanco Calderón, Los terneros
Primera edición digital: febrero de 2018
ISBN epub: 978-84-8393-611-5
© Rodrigo Blanco Calderón, 2018
© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2018
Colección Voces / Literatura 254
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Para Luisa Fontiveros,
de nuevo, mi ofrenda
Todo sacrificio es un barco dirigido hacia el cielo.
Roberto Calasso
Petrarca
En el metro, Petrarca y yo vemos algo curioso: tres ciegos, encadenados a la altura de los codos, como los vagones de un tren ebrio, siguen a un funcionario que los guía a lo largo del andén hacia la superficie.
Cuando terminan de alejarse, Petrarca me cuenta una de sus historias.
Ocurrió en 1998 en Ciudad de México. Ese año, finalmente, había culminado el bachillerato. Ser bachiller a los veintiuno fue su título de chico problemático. Un reconocimiento a la anacronía que desde siempre había marcado su destino. Su nombre tan de Baja Edad Media y tener desde muchacho el cabello blanco, por ejemplo.
Último de nueve hermanos, su nacimiento fue una suma de errores ancestrales y la promesa de un cambio. Su madre tenía cuarenta y seis años, pero el deseo de tener un hijo poeta que se llamara Petrarca pudo más que cualquier advertencia médica. De ese modo le dio la ofrenda de conocerla como solo él la conoció y también le obsequió su pérdida («infarto fulminante») cuando contaba once años.
Cuando decidió irse a México, Petrarca llevaba un lustro siendo escalador y montañista. El D. F. y sus estribaciones rocosas ofrecían las condiciones ideales para hacer de estos deportes un oficio. Martín, su hermano mayor, le pidió que además estudiara o trabajara en algo. Petrarca recordó que Aquiles, un viejo compañero de colegio (de uno de los colegios por los que transitó en su adolescencia) vivía allá y quizás podía ayudarlo. Y así fue. Apenas al llegar, se incorporó en condición de pasante al canal de televisión donde Aquiles trabajaba como diseñador de sonido de telenovelas mexicanas.
–Una telenovela es su sonido y sus voces. La gente en realidad no ve las telenovelas. Las oye mientras friega los platos, o pone a lavar la ropa o lee el periódico –dice Petrarca.
Las voces, pienso. Petrarca contándome de la voz de su madre leyéndole a los ocho años el Cancionero. Entonces supe que él había vivido hasta esa edad en Capaya, un pueblito de Barlovento en el que su padre tenía una finca. De aquella estancia le quedó el gusto por la poesía, el vínculo entre la filosofía y la naturaleza y la pasión por los cuchillos. Su padre, trujillano hasta la médula («te voy a rajar la ollita», lo amenazaba de vez en cuando), le heredó el carácter atravesado y la afinidad por zanjar las discusiones con un pedacito de metal.
–Además de poeta, mi mamá quería que yo fuera pastor. Por eso me compró una cabra, para que la paseara y la llevara a pastar por el pueblo. Pero Capaya era un peladero, el único sitio en el que crecía algo de grama era el cementerio. Hacia allá íbamos mi madre y yo, vestidos con túnicas de trenza a la cintura, con la cabra hacia el cementerio. Y en el cementerio ella me leía el Cancionero de Petrarca.
Al volver de México, se reencontró con Yana, su mejor amiga de la infancia, en la Escuela de Filosofía de la Universidad Central. Petrarca había dejado la escalada y Yana se había divorciado. A partir de entonces, hicieron de su reencuentro una versión romántica de El Ser y la Nada.
Pero antes de la filosofía estudiada vino la filosofía práctica.
–Los montañistas y los escaladores son filósofos –dice Petrarca–. Todo lo piensan en términos abstractos. Escalar el Everest o tomarse treinta cervezas en una noche es igual. Al día siguiente se fuman un porro y se olvidan del absoluto y de la resaca.
En un principio, Petrarca comenzó a escalar para, literalmente, mantenerse a flote. Tenía dieciséis años. Su madre había fallecido cinco años atrás, su padre se había regresado a Trujillo envuelto en una bruma de alcohol y ahora Martín y su esposa Jimena, que desde entonces habían sido sus padres adoptivos, se marchaban para Nueva York.
Él debía quedarse en Caracas, con alguno de sus otros hermanos, pero la sensación era de que en realidad se estaba rezagando en la carrera de la vida, de que se estaba quedando en ese último lugar que es el de la más absoluta soledad.
–En esa época, cuando Martín y Jimena se marcharon, estuve a punto de que todo se me fuera a la mierda –dice Petrarca.
Para no llegar de último, decidió cambiar drásticamente las coordenadas. Sustituir la horizontalidad de la «x» por la verticalidad de la «y». Abandonó el colegio y comenzó a subir montañas y a escalar.
Ignoro el contenido de su vida entre los dieciséis y los veintiún años. Entre la decisión de escalar y la de escalar aún más alto. La desesperación puede ser un pozo, pero también puede ser una cima. Pongamos a Petrarca entre ambos puntos, tanteándolos como cartas en las que estaba cifrado su futuro.
Imaginemos esto, hagamos un corte y vayamos a finales del año 1998 en Ciudad de México. Cerca del Zócalo, Petrarca busca una dirección.
–¿La Ópera, me dice? ¿Algo así como el teatro? –pregunta el taxista que lo ha llevado hasta el centro.
–Bar La Ópera –precisa Petrarca.
–Hombre, no sé. Yo soy de Toluca.
Petrarca pagó y empezó a caminar. Preguntó a un señor mayor quien, después de rascarse la cabeza, le confesó que era de Querétaro.
–Yo lo llevo, joven –dijo una voz.
–Una hermosísima voz de hombre –me dice Petrarca–. Una voz como de actor de telenovelas.
Cuando volteó, se llevó la sorpresa. Lo pensó unos segundos, pero el brazo del ciego, alzado y tratando de mantenerse recto en el aire, no permitía mayores dilaciones.
Así, guiado por el ciego, se fueron caminando hasta La Ópera.
La Ópera es un bar que parece una cantina de película de vaqueros. Puertas batientes, barra de madera, techos de madera, piso de madera. Mucha madera.
Una vez instalados en la mesa, el ciego se quedó mirando hacia el suelo. Segundos después levantó la mirada, husmeó con los ojos blancos el aire denso y llamó al mesonero:
–¿Cómo vas, Miguelito? Aquí el joven quiere ver los balazos.
–Cómo no –dijo Miguelito y señaló con el brazo un punto que se perdía en la trama oscura del techo–. ¿Qué van a tomar?
–Yo quedé nocaut –me dice Petrarca.
Al parecer, en la calle el ciego había reconocido el acento y como también era venezolano, decidió ayudarlo. Pero, cuando le habló al mesonero, lo hizo como si fuera mexicano.
–Dos Negras Modelo, Miguelito.
–Además, no sé cómo supo que yo quería ir a La Ópera para ver los balazos que supuestamente allí había tirado Pancho Villa –me dice Petrarca.
–¿Qué? ¿Te sorprende? Todos los turistas vienen a ver lo mismo y se llevan el mismo chasco –dijo el ciego.
–¿Y usted cómo se llama?
En el camino, Petrarca se había presentado, pero el ciego aún no le decía su nombre.
–Tiresias –dijo el ciego.
–¿En serio?
–No. Es joda. Me llamo Juan.
Aunque no se llamara Tiresias, el ciego parecía saberlo todo de él y de Francesco Petrarca. A medida que le daba una clase magistral de poesía lírica, el