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Los grandes asesinatos en la historia de la humanidad
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Los grandes asesinatos en la historia de la humanidad
Libro electrónico401 páginas6 horas

Los grandes asesinatos en la historia de la humanidad

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Rigurosa descripción cronológica y analítica de los magnicidios mas impactantes en la historia de la humanidad, desde los inicios de las civilizaciones hasta 1963 con la absurda muerte del popular presidente estadounidense John F. Kennedy. A lo largo del texto el autor describe crimenes de Estado, regicidios y asesinatos de importantes personalidades políticas acaecidos en diversas etapas de la historia de la humanidad en cada uno de los cinco continentes y deja a la consideración del lector importantes enseñanzas de historia, geopolítica, luchas polítias, pasiones internas, abusos de poder, ambicones de poder y en general elementos claros para comprener las maas bajas pasiones de los odios partidistas en el ejercicio de la política y el gobierno de los pueblos.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 ene 2018
ISBN9781370139651
Los grandes asesinatos en la historia de la humanidad
Autor

Jacques Chabannes

Periodista, historiador y escritor francés, famoso por la rigurosidad en sus investigaciones especializadas sobre crímenes e intrigas políticas en diferentes épocas de la historia de la humanidad.

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    Los grandes asesinatos en la historia de la humanidad - Jacques Chabannes

    Índice

    1 Los tiempos legendarios

    2 Roma

    3 El reino franco

    4 Al otro lado de la Mancha

    5 La Liga y los españoles

    6 Los zares

    7 Y algunos otros

    8 Luis XVI

    9 Varios fracasos

    10 Primeros magnicidios norteamericanos

    12 La anarquía

    12 El siglo XX

    13 Varios fracasos más

    14 John Kennedy

    Cronología

    Los grandes asesinatos en la historia mundial

    © Jacques Chabannes

    © Ediciones LAVP

    Tel 9082624010

    New York City

    ISBN 9781370139651

    Smashwords Inc.

    Todos los derechos reservados. No se puede reproducir esta obra por ningún medio impreso, reprográfico, de texto, de audio, electrónico o cualquier otra forma de comercio de libros. Hecho el depósito de ley.

    1 Los tiempos legendarios

    Agamenón, de regreso de Troya

    Vencida y destruida Troya, los reyes griegos regresan a su patria. El atrida Agamenón, rey de reyes, navega hacia Argos NA1 con velas desplegadas.

    NA1. ¿Se decidió realizar la expedición únicamente porque el apuesto París, hijo del rey de Troya, Príamo, había raptado a la mujer del rey Menelao, la bella Elena? Lo cierto es que la expedición se llevó a cabo y que los reye eligieron a Agamenón, rey de Argos, como rey de reyes y general en jefe. El ejército griego contaba con cien mil hombres y mil doscientas naves, suministrados por cincuenta y siete Estados.

    Durante mucho tiempo se creyó que la guerra de Troya pertenecía a la leyenda, pero el historiador Schliemann descubrió, hacia 1870, la patria de Héctor y hasta el tesoro de Príamo NA2. Por consiguiente, el primer magnicidio de que se tiene noticia se sitúa en los confines de la mitología y de la historia, en el siglo XIII antes de J.C.: Agamenón es asesinado por su mujer, Clitemnestra, y el amante de ella, Egisto.

    NA2 Posteriormente, Schliemann hizo excavaciones en Micenas y descubrió los sarcófagos de los atridas, esqueletos, máscaras de oro y joyas pertenecientes a estos soberanos. En virtud de ello, podemos considerar histórico el asesinato de Agamenón.

    Ya sabemos por las primeras páginas de la Odisea que Zeus en persona había intentado disuadir a Egisto de su sombrío proyecto:

    «¡Ved a los mortales' culpar a los dioses! Dicen que sus males les vienen de nosotros cuando, en verdad, son ellos mismos, con sus propias necedades, los que agravan las desdichas dispuestas por la suerte. Como este Egisto. Quiso esposar a la mujer del atrida y dar muerte al héroe en cuanto éste volviese a su hogar. Hermes, buen consejero, le habló en cumplimiento de nuestras órdenes. Pero nada logró doblegar a Egisto.»

    Algo más adelante, Néstor cuenta a Telémaco cómo fue seducida la reina Clitemnestra:

    "Este Egisto engatusó a la mujer del atrida. Al principio, ella rechazó al infame. Pero llegó el momento en que el sino impuso su yugo. Todo lo que Egisto quería, también ella lo quería. Egisto se la llevó a su casa. ¡Qué derroche de oro, de bordados desplegados en ofrenda, para celebrar la hazaña que nunca había esperado lograr su voluntad!"

    Proteo relata la llegada de Agamenón a Argos:

    "Pisó con gozo la tierra de sus mayores. Besó el suelo de su patria. ¡Qué pruebas de amor a su país! Pero fue visto por un vigilante desde lo alto de la atalaya. Egisto había colocado allí a este hombre, prometiéndole un sueldo de dos talentos de oro. Y el hombre no quiso perder el paso del atrida. Corrió a la casa para dar la noticia de la llegada de aquel que el pueblo llamaba su pastor.

    "Egisto fraguó inmediatamente la asechanza. Escogió a veinte asesinos en la ciudad y los escondió junto a la sala donde se preparaba el festín. Luego, acudió en persona, con sus carros y caballos, a invitar a Agamenón. No sabía el rey que se encaminaba hacia la muerte. En la mesa, Egisto le dio muerte como a una res. De todos los hombres que Agamenón había llevado consigo, ni uno solo salió vivo. Tampoco se salvó nadie de la gente de Egisto. Todos fueron muertos."

    En fin, durante la corta estancia que Ulises pasó en los Infiernos, se encontró con Agamenón mismo:

    "El atrida, lloroso y gemebundo, bañado en lágrimas, me tendió las manos queriendo tocarme.

    ¡Oh, atrida glorioso, jefe de nuestros guerreros, Agamenón! —pregunta Ulises—, dime, ¿qué parca te sumió en la muerte?"

    Agamenón responde:

    —En la mansión de Egisto, adonde fui invitado, fue él quien me dio muerte, él y mi mujer maldita. De esa muerte infame he perecido. Y, en torno de mí, degollaron a todos mis hombres, sin perdonar a uno solo, como se hace con los cerdos de dientes blancos que los días de boda o de grandes festines se matan en las casas de los ricachones o de los grandes señores. Se te hubiera estremecido el corazón a la vista de aquello. Alrededor de las mesas puestas, yacíamos esparcidos por la gran sala─

    ─El suelo humeaba de sangre. Pero lo más horrible que oí fue el grito de Casandra, la hija de Príamo, que la ruin Clitemnestra degollaba sobre mi cuerpo. Quise proteger a Casandra con mis brazos, pero una cuchillada acabó conmigo. La perra me mandó al Hades sin dignarse siquiera cerrarme los ojos o los labios─

    ─Nada es más horrible que la bestialidad de las mujeres en cuyo corazón anidan fechorías semejantes. ¡Mira lo que había preparado aquella infame que mató al esposo de su juventud! ¡Y yo, que pensaba encontrar, al volver a mi casa, el amor de mis hijos y de mis sirvientes! ¡Qué porvenir de vergüenza para ella y para las pobres mujeres, aun las más honestas!─

    —Y —termina Ulises—, así hablamos tristemente, cara a cara, y seguimos gimiendo, derramando abundantes lágrimas.

    No hay duda de que la guerra había sido demasiado larga y que había circunstancias atenuantes en favor de Clitemnestra por no haber esperado el regreso de su marido, siguiendo el ejemplo de Penélope, tejiendo telas. NA3

    NA3 Clitemnestra podría gozar de una circunstancia atenuante: su marido había sacrificado a su hija mayor, Ifigenia, para conjurar los vientos contrarios que impedían zarpar a la flota griega. Los crímenes en serie que siguieron al asesinato de Agamenón les dieron los atridas una reputación sangrienta; su nombre se ha incorporado al idioma para caracterizar a una familia en la que el crimen tiene algo de trivial.

    Pero la reina, tras haber dado muerte con sus propias manos a su marido, coronó a su amante. Fue, pues, un regicidio por ambición, unido a un amor ilícito, como más tarde habrá de darnos la Historia muchos ejemplos y que servirá para inspirar a Shakespeare una nueva versión, tres mil años después aproximadamente: Hamlet.

    La mística Judit

    Tendremos que esperar seis siglos para que la Biblia nos de cuenta del primer regicidio místico (672).

    Holofernes, general de las tropas de Nabucodonosor, rey de Nínive, somete a Mesopotamia, Siria y Libia. Con doce mil hombres y veintidós mil caballos (sin contar sirvientes y cautivos), inicia el cerco de Betulia.

    Decidida a defenderse del invasor, Betulia cierra sus puertas.

    Holofernes corta los acueductos. Los habitantes mueren de sed y la ciudad se dispone a rendirse, cuando Judit resuelve sacrificarse.

    Judit, viuda, muerto su marido de insolación, es mujer de gran belleza.

    Después de cubrirse la cabeza de cenizas e invocar repetidamente al Señor, se lava, se unge, vuelve a arreglarse el cabello, se pone sandalias, pulseras, pendientes, sortijas; en una palabra, se adorna con todas sus alhajas. Así, rumbosamente engalanada, carga a su sirvienta con un odre de vino, una tinaja de aceite, pasteles, una cesta de higos, pan y queso, y ambas salen de la ciudad.

    Al llegar a la vanguardia de los asirios, Judit les dice que huye de sus conciudadanos que se niegan a rendirse y que está dispuesta a revelar sus secretos al general Holofernes.

    La conducen inmediatamente en presencia del general que la recibe sentado en una alfombra recamada de esmeraldas y piedras preciosas. Escucha con interés cuando Judit le expone que los habitantes de Betulia se ven obligados a matar el ganado para beber su sangre. Holofernes la lleva personalmente a la habitación donde Judit habrá de pasar tres días y tres noches.

    Halagado por tan bella conquista, Holofernes suplica a Judit que figure a su lado durante un gran festín en el que la mujer provoca la admiración de todos los oficiales. En la velada, Holofernes bebe, al parecer, más vino que en todo el resto de su vida. Gran error: cuando todos se retiran de la tienda del general doblemente victorioso, éste se queda dormido en el acto y empieza a roncar. Judit desenvaina entonces la espada colgada a la cabecera de Holofernes. Le asesta dos violentos golpes en la nuca. Luego, le cercena cuidadosamente la cabeza, envuelve el cuerpo en una alfombra, mete la cabeza en un saco que lleva consigo y, cargada con ella, despierta a su sirvienta.

    Ambas mujeres salen rápidamente del campamento y vuelven a entrar en Betulia donde son acogidas en triunfo. Clavan la cabeza de Holofernes en las murallas de la ciudad. En fin, según el Libro de Judit, los asirios, privados de su jefe, son derrotados.

    La Biblia nos presenta a Judit como mujer que actúa bajo la protección divina. El gran sacerdote de Jerusalén le hace una visita para bendecirla y proclamar su gloria.

    Muere a edad muy avanzada, colmada de bienes y honores. Lo que no se sabe es si volvió a casarse y tuvo muchos hijos.

    La historia de Judit, sacrificándose para salvar a sus compatriotas, fingiendo traicionarlos, inspiró a muchos escritores, pintores y agentes dobles. Su ejemplo ha exaltado a innumerables magnicidas y criminales políticos: tal fue el caso notorio de Carlota Corday, si bien Marat, en su tina de baño, no pudo permitirse el menor gesto privado antes de encontrar la muerte.

    He ahí, pues, los dos tipos característicos de magnicidas.

    Magnicidas y magnicidios

    Nos dicen los diccionarios que el magnicidio es el «asesinato o muerte violenta dada a un magnate, soberano o personaje».

    ¿Qué es un rey? Bajo el reinado de Childerico, el último merovingio, Pipino preguntó al papa Zacarías cómo debería definirse a un rey. El papa respondió que el título pertenecía al que ejerce la autoridad. La respuesta no cayó en saco roto. Decidió el fin de la dinastía de los merovingios (en 751), pues Pipino encerró a Childerico en un monasterio.

    El magnicidio es, por consiguiente, el asesinato del personaje que ejerce la autoridad, sea rey, emperador, tirano, dictador, cónsul, jefe de Estado o similar.

    Magnicida es el individuo que comete magnicidio.

    En el curso de la historia, el asesinato del hombre que ejerce el poder ha sido juzgado desde puntos de vista totalmente contradictorios. En las repúblicas de Grecia y de Italia, la doctrina del tiranicidio formaba parte del derecho público: «En Roma —dice Montesquieu—, desde la expulsión de los reyes, la ley era precisa: la república armaba, para su defensa, a los buenos ciudadanos. Los filósofos daban su adhesión a esta misión».

    Esta idea de «deber» sirvió de mucho. En el Bajo Imperio habrá de llegar muy lejos: Veremos a los soldados otorgar a su general la púrpura imperial para, luego, enviarlo a mejor vida a poco que se niegue a dejarles pillar y matar a su gusto.

    Según las circunstancias, el magnicidio fue considerado, alter-nativamente, un crimen abominable o un acto heroico, una fechoría inexpiable o la consumación de una misión necesaria de carácter saludable.

    Los historiadores de todos los colores han exaltado o vilipendiado los magnicidios. Todo dependía de quién fuese la víctima.

    Cuando los reyes lo eran por «derecho divino», los regicidas eran castigados con refinadas torturas.

    Por el contrario, durante la Revolución francesa (a partir de 1790), leemos en el periódico Les révolutions de París, número 74:

    "Se organiza una legión de Brutos para librar a Europa de tiranos». Esta hoja invita con toda seriedad a «que los voluntarios tiranicidas vengan a ofrecerse ante el altar de la patria".

    "¿No afirmó Lamartine, por su lado, que Carlota Corday, generosa tiranicida, era el ángel del asesinato"?

    Por nuestra modesta parte, estimando que un rey o un dictador, es más, un tirano, no deja de ser un hombre, seguiremos considerando al magnicidio como un acto criminal; no pensamos que Carlota Corday o Bruto, como tampoco Jacques Clément o Ravaillac, deban ser tenidos por héroes legendarios.

    A lo largo de tres mil años de historia, nos encontramos con tres tipos de magnicidas. Limitémonos a mencionar los que el doctor Régis califica de falsos. Se trata de locos, como Gorgulov, asesino del presidente Paul Doumer, o Roderic Mac Lean que hizo un disparo contra la reina Victoria (el 2 de marzo de 1882), porque vestía de azul para molestarle a él. Dejando aparte el hecho del atentado que les dio mayor o menor celebridad, en nada se distinguen de los dementes.

    Los más interesantes son los magnicidas «místicos», cuyos rasgos comunes han sido minuciosamente investigados por el doctor Régis. Casi todos ellos son individuos inestables. Están convencidos de que su vida, hasta el día del crimen, ha sido una vida vacía, frustrada. Están seguros de que tienen que cumplir una misión que, si es bien cumplida, se verá coronada por el martirio, como los santos.

    Se ven impelidos por el fanatismo: religioso, como en el caso de Jacques Clément; político, como en el de Bruto, o social, como en el de los anarquistas del gran período (1890-1900).

    Muchos de ellos son víctimas de alucinaciones, de apariciones. Sueñan despiertos, son comparables en ciertos aspectos a los místicos religiosos.

    Ejemplo: Plutarco recuerda que Bruto, antes del asesinato de Julio César, había tenido una aparición que le hizo ver con toda precisión cuál era su deber: tenía que abatir al tirano que man-tenía aherrojada a Roma.

    Y también, alrededor de 1900, un anarquista contó a los policías, estupefactos, que una noche, en medio de un círculo de luz, se le había aparecido un ser sobrenatural, con la forma del arcángel san Miguel, esgrimiendo en la mano una espada llameante.

    —Yo soy —le había dicho—, el genio de la revolución. Es preciso que mueras por tus principios, como Jesucristo y Pranzini.

    Jacques Clément, antes de dar muerte a Enrique III, manifestó a sus amigos que Dios le había enviado un ángel que, mostrándole una espada desnuda, le había dicho:

    —El tirano de Francia será muerto por ti.

    A menudo, se resisten a la imperiosa tentación de matar. En su interrogatorio, Ravaillac, el asesino de Enrique IV de Francia, insistió en los esfuerzos que tuvo que hacer en varias ocasiones para dejar París y volver a Angulema.

    Guiteau, asesino del presidente norteamericano Garfield (1881), declaró que, para cometer su atentado, tuvo que ejercer sobre sí mismo la más fuerte presión. Durante seis semanas, pidió a Dios que lo librara de aquella obsesión. Por fin, el 1 de junio de 1881, supo que iba a actuar en nombre de una inspiración divina y ya no se resistió más.

    Nunca actúan impremeditadamente. Muy al contrario, preparan minuciosamente su crimen. Por lo general, matan a la luz del día, públicamente, de forma teatral. Asestan el golpe con violencia increíble. Ravaillaic se arrojó sobre Enrique IV como quien se lanza sobre un montón de paja. El cuchillo desapareció dentro de la herida. Cometido el crimen, se mantuvo erguido, con el sombrero puesto, para ser reconocido.

    Durante su interrogatorio, dijo:

    —No soy un loco; si lo fuera, se hundirían los principios.

    A la hora de recibir el castigo, casi todos son valientes. Ravaillac, en el momento en que se le tuesta la mano, sacude la cabeza para alejar una pavesa que se le prende en la barba, al tiempo que invoca a Judit y a Bruto.

    Asemejan el martirio que les aguarda al de los primeros cristianos: al igual que éstos, ellos servirán de ejemplo. Pero los tiempos cambian. Lo mismo habrá de suceder durante la gran oleada anarquista. Kropotkin declara que un acto hace más propaganda que miles de folletos y Vaillant lanza una bomba en la Cámara de Diputados francesa (9 de diciembre de 1893). Un periódico anarquista comenta en estos términos el atentado: El proletario Vaillant ha cometido un acto de magnicidio al lanzar su bomba contra los magnates de la república. Al encarnar sus víctimas el Estado, o sea, la tiranía, el asesinato, individual o colectivo, se convierte en una de las bases de su doctrina.

    Un buen número de ejecutores místicos fueron previamente acondicionados: Bruto por Casio; la duquesa de Montpensier, resuelta a que Enrique III expiase con la muerte el asesinato del duque Enrique de Guisa, catequizó a Jacques Clément; para impedir que Enrique IV emprendiese la guerra en los Países Bajos, los españoles hicieron actuar a Ravaillac... Añadamos, coincidiendo con Edgar Faure, que, aun cuando no haya sido acondicionado, el fanático vive, por lo general, en un medio del que está saturado. Va arrastrado por cierta corriente que lo enajena. Su acto casi nunca es fortuito.

    Los magnicidas del tercer tipo sólo son criminales de derecho común, ambiciosos sin escrúpulos, que su situación social ha puesto al alcance del poder. Por desgracia, son los más numerosos.

    El Antiguo Testamento

    Antes del sangriento fin de semana de Judit, el Antiguo Testamento nos relata horribles historias de sucesión al trono que nada tienen de místicas.

    Recordemos las circunstancias que hicieron de David rey de Judá en el año 1055 a. de J.C.

    Los sacerdotes adversarios de Saúl (indisciplinados, verosímilmente) deciden destronarlo y sustituirlo por David, joven pastor que tocaba el arpa y que el rey había hecho escudero suyo. David alcanza popularidad al enfrentarse al gigante Goliat y abatirle de un hondazo antes de cortarle la cabeza (1062). Saúl y su hijo Jonatán perecen en la batalla de Gelboé y David es aclamado como rey por los judíos de la tribu de Judá (en 1055), gracias a la traición del general Abner.

    El segundo hijo de Saúl, Jonatán, heredero del trono, considera más prudente huir. Pero lo persiguen dos benjamines celosos, lo decapitan y llevan su cabeza a David. Disgustado por este exceso de celo, el nuevo rey de los judíos ordena ejecutarlos (1049).

    Posteriormente, uno de los hijos del rey David viola a su hermana. David se ve obligado a liquidar al criminal heredero antes de consagrar a su otro hijo, Salomón, y entregarle los planos del templo de Jerusalén y el oro necesario para su construcción.

    Unos años después, un general da muerte a Viadar, hijo de Jeroboam, para adueñarse del poder. (Jeroboam, por su parte, había expulsado del trono al hijo de Salomón.) A continuación, Ela, que había sucedido en el trono de Israel a su padre (909), es asesinado por uno de sus generales, Zamri, que se hace proclamar rey, tras matar prudentemente a toda la familia de Ela, excepción hecha de su hijo Osias que más tarde se sienta en el trono de sus mayores.

    Joaquín (607 a. de J.C.) comete el gran error de perseguir al profeta Jeremías y de quemar sus libros. Al cabo de once años de reinado, es asesinado por órdenes de Nabucodonosor II el Gran-de, rey de Babilonia y Nínive, que conduce al cautiverio al pueblo judío.

    Después, el hijo de Nabucodonosor, Evimerobach, es asesinado a su vez, según nos dice Eusebio, por su cuñado Neriglisar (559).

    Tiro, Arcadia, Persia

    En aquellos tiempos...

    Tampoco a los soberanos de otros Estados, considerados de «alta civilización», les faltaron sus desgracias. ¿Habrá sido el más famoso de ellos Pigmalión, rey de Tiro, que ascendió al trono a la edad de once años? Tenía que compartir el poder con su hermana Dido, pero prefirió reinar solo. Hizo asesinar al marido de Dido, Siqueo. Aterrorizada, Dido huyó de Tiro pero sin olvidarse de llevar consigo el tesoro real.

    Llegó a tierras de África donde fundó Cartago (hacia el 867 a. de J.C.). Probablemente Pigmalión no fue mejor marido que cuñado, por cuanto fue envenenado por su esposa, Astarbe, en el 827. Pensando que era muy lenta la acción del brebaje ponzoñoso, Astarbe aceleró el fin de Pigmalión estrangulándolo con una banda.

    El primero de los Aristócrates, reyes de Arcadia, violó (en 719) a una joven sacerdotisa de Diana, llamada Himnia, en el mismo templo de la diosa. Fue lapidado por los fieles, tras lo cual se adoptó la inteligente medida de que, en lo sucesivo, todas las sacerdotisas de Diana fuesen mujeres casadas.

    En cuanto a Aristócrates II, nieto del anterior, se dejó corromper por los espartanos, traicionó a sus aliados, los mesenios, en la batalla de la Gran Fosa, y los arcadios, justamente indignados, lo lapidaron y aprovecharon la ocasión para abolir la realeza (667).

    Vayamos a Persia. Jerjes, hijo de Darío I, era un gran capitán. Después de someter a Egipto sublevado, prosiguió la empresa de su padre contra Grecia. Tras verse detenido algún tiempo en las Termopilas por Leónidas y sus trescientos espartanos, Jerjes incendió Atenas. Pero su ataque a la flota griega en el estrecho de Salamina le acarreó el desastre. Huyó a Asia donde fue asesinada por uno de sus oficiales, el patriota Artabán, que no le perdonó haber perdido la batalla de Salamina (465).

    Pero también Artabán fue asesinado a su vez por el hijo de Jerjes, Artajerjes, a quien apodaban Mano larga por tener la mano derecha más larga que la izquierda.

    Su biznieto, Artajerjes III, subió al trono (en 362) tras liquidar a la mayor parte de su familia, principalmente a su hijo Darío, Tuvo la fea ocurrencia de esposar a sus propias hijas, Amestros y Astos, lo que disgustó a su único hijo superviviente, Oco, que lo mató y le sucedió en el trono.

    Evagoras I, rey de Salamina (385), fue asesinado, así como Nicocles, su hijo mayor (375), por un eunuco que, obligado a huir, se refugió en Chipre donde fue capturado y muerto.

    Harmodio y Aristogitón

    En Grecia, cinco siglos antes de Bruto, nos encontramos con uno de los más famosos tiranicidios: se aprende en todas las escuelas que Harmodio y Aristogitón libraron a Atenas del tirana Hiparco, en el año 514 a. de J.C.

    Cuando aparece Pisístrato, Atenas está en situación anárquica. Pero Pisístrato es inteligente, hábil, elocuente y, por añadidura,, rico. Se convierte en jefe del partido popular. A pesar de los esfuerzos del sabio republicano Solón, Pisístrato sube al poder el 560 a. de J.C. Es lo que se considera uno de los buenos tiranos-que más tarde desearía Marat.

    Habilidoso maniobrero, Pisístrato se gana a Solón, le consulta continuamente y mantiene vigentes la mayor parte de las leyes del célebre legislador.

    Quizá no fuese un tirano de gran solidez por cuanto en 560 es expulsado del poder por primera vez por los partidos adversos coligados. Gracias a una hábil maniobra política, regresa en el 556. Exiliado de Atenas por segunda vez en 552, vuelve a aparecer tras un exilio de once años y muere apaciblemente en 527 al frente de la ciudad.

    Administró con destreza los asuntos de la república, protegió la industria y la agricultura, embelleció Atenas con diversos monumentos, dio orden de que se alimentase a costa del público a los heridos de guerra, fundó la primera biblioteca e hizo reproducir las obras de Hornero,

    Por desgracia, este buen tirano, al morir, deja el poder a sus dos hijos Hiparco e Hipias.

    Así como no se sabe bien hasta qué punto Hiparco e Hipias trataron mal a los griegos, tampoco se conoce nada sobre el verdadero motivo del crimen de Harmodio y Aristogitón. ¿Se trataba, como después se dijo, de restablecer la libertad en Atenas? ¿Sería verdad que Hiparco había insultado a la hermana de Hermodio?

    Algunos historiadores atribuyen el crimen a los celos. Según éstos, Aristogitón había inspirado una ardiente pasión a su amigo Harmodio y también al tirano Hiparco. ¿Crimen pasional homosexual?

    Como su padre, Hiparco gustaba de las letras y las artes. Atraía a su corte a los poetas. Tal fue el caso de Anacreonte. Por consejo suyo, Pisístrato editó a Hornero.

    Parece que los dos hermanos gobernaban con inteligencia y discreción, terminando los edificios iniciados por su padre, erigiendo otros nuevos y protegiendo las bellas artes. Sea como fuere, Harmodio y Aristogitón escogieron, para llevar a cabo su crimen, el día de la fiesta de las panateneas cuyo ceremonial exigía que todos los atenienses acudiesen armados. Los dos asesinos llegaron portando sus espadas entrelazadas con ramas de mirto: signo de júbilo. Súbitamente, se desenmascararon y acometieron. De hecho, sólo se lanzaron sobre Hiparco que cayó bajo sus golpes.

    La multitud dio muerte a Harmodio en el acto, mientras Hipias se ponía a salvo. En cuanto a Aristogitón, detenido, denunció taimadamente, como cómplices del crimen, a todos los amigos íntimos de Hiparco. Hipias dio orden inmediata de que se les ejecutara. Al preguntar luego a Aristogitón si aún quedaban más, éste respondió, antes de morir:

    — Sólo quedas tú.

    Los atenienses elevaron después estatuas a los dos tiranicidas y los poetas cantaron su memoria. Pasaron a ser no símbolos de sodomía sino de sacrificio patriótico.

    Hipias, ya solo en el poder, no tardó en hacerse aborrecer. El pueblo oprimido lo empujó al hundimiento. Se refugió en la Acrópolis, dispuesto a resistir, pero sus hijos cayeron en manos de los asediadores. Para salvarlos, convino en abdicar y dejar el Ática. Huyó a Persia e incitó insistentemente a Darío a invadir Grecia. Participó incluso en la expedición y resultó muerto en la batalla de Maratón luchando contra su país.

    En suma, Harmodio y Aristogitón habían dado muerte al buen tirano.

    Macedonia

    Entre el mar Egeo y el mar Jónico, Macedonia, montañosa y boscosa, cuyos reyes pretendían ser descendientes de Hércules, fue durante mucho tiempo un país bastante pobre, ocupado en defenderse de las intrusiones de los bárbaros.

    Pero Filipo tenía mucha ambición y energía. En el año 360 a. de J. C., tras suceder a su hermano mayor Pérdicas, reorganizó el gobierno y el ejército, fundó la célebre falange y conquistó pacientemente Grecia, tanto por las armas como por la corrupción.

    Cuando asistía a los misterios de Samotracia en plan de iniciación, se encontró con una joven, Olimpia, descendiente, al parecer, de Aquiles. Se decía de ella que practicaba el culto de Baco en las montañas de Tracia y Epiro, ejercía la magia y jugaba con serpientes amaestradas. Filipo no vaciló en casarse con ella.

    En el otoño del 356 a. de J. C., nació su hijo Alejandro, el futuro Alejandro Magno.

    Filipo dio a su hijo un austero preceptor, Leónidas. Parece que el libro preferido del joven Alejandro era la Ilíada, en la que se exaltaban las hazañas de su antepasado Aquiles. Al llegar a los trece años, el padre encomendó a Aristóteles que completase la educación del muchacho. Y el joven príncipe pasó tres años en compañía del gran filósofo.

    Sin embargo, descontento Filipo de Olimpia y su magia, la rechazó al volver de su expedición a Grecia (en el 338) y esposó a Cleopatra, sobrina de uno de sus generales.

    Alejandro se disgustó sobremanera del mal trato dado a su madre.

    En vísperas de partir a la guerra en Asia, Filipo dio en matrimonio a su hija Cleopatra al rey de Epiro. La boda se celebró con gran solemnidad en la antigua capital de Macedonia. Se trasladaron con gran pompa, del palacio al teatro, las doce estatuas de los dioses, y una más que representaba al rey Filipo. Este mismo avanzaba a continuación, ataviado de blanco y en medio de los aplausos y el alegre griterío de gran multitud de macedonios y visitantes.

    Para que pudieran verlo mejor, había apartado a los soldados a su paso. Llegaba al umbral del teatro cuando un joven noble, llamado Pausanias, se abalanzó sobre él y le hundió la espada en el pecho. Pausanias fue muerto en el acto por los oficiales de la guardia.

    Parece ser que el asesino fue impelido al crimen a causa de una ultraje que le hizo el general Átalo, tío de la reina Cleopatra. Pero había cómplices, entre ellos un familiar de Alejandro, llamado Alejandro de Lincestides. Se sospechó que la rencorosa Olimpia —rencorosa y algo hechicera— no era ajena a la muerte de su ex marido. Los cómplices de Pausanias fueron ejecutados, excepto Alejandro de Lincestides que, en medio del tumulto que siguió al asesinato, había sido el primero en saludar a Alejandro como rey de Macedonia (336).

    Y he aquí el trágico destino de la dinastía macedonia de los selúcidas, fundada por Seleuco I el Vencedor, uno de los mejores capitanes de Alejandro Magno. Perteneciente a una de las principales familias macedonias, conquista Babilonia, y las regiones comprendidas entre el Éufrates y el Indo. En el año 307 a. de J. C., toma el título de rey. No tarda en incorporar a sus Estados Siria, Frigia, Armenia y Mesopotamia. Dos años después funda Antioquía y establece en ella su capital.

    Tras cuarenta años de guerra, es dueño de la mayor parte del imperio de Alejandro. Finalmente (en el 283), es proclamado rey de Macedonia, de Tracia, del Asia Menor entera y saludado con el título de Vencedor de vencedores.

    Aparece entonces Tolomeo Cerauno. Seleuco le había prometido colocarlo en el trono de Egipto, pero se retracta, negándose a ayudarle en esta conquista. Irritado por la negativa, Tolomeo Cerauno apuñala a Seleuco y se corona rey de Macedonia (282). Pero las hordas bárbaras invaden el Oriente europeo y Tolomeo encuentra la muerte en una sangrienta batalla.

    El biznieto de Seleuco, Seleuco III, rey de Siria, apodado el Rayo, muere envenenado por dos de sus generales galos, tras un reinado de tres años, en el año 222.

    Seleuco IV muere envenenado por su ministro Helidoro (174).

    Seleuco V, rey de Siria, es asesinado por orden de su madre Cleopatra, en el 123.

    Seleuco VI pierde la vida en una rebelión de los habitantes, en el 94.

    Seleuco Cibiosacto, llamado a suceder en el trono de Egipto a Tolomeo Auletes, se casa con Berenice, la hija de éste. Indudablemente no fue una pareja feliz. Esta Berenice carece de la dulzura de la heroína de Racine, por cuanto, dos años después, manda estrangular a su regio esposo (56).

    Y algunos otros

    Si hemos de creer a Tito Livio, el pícaro y cobarde Prusias, rey de Bitinia (que reinó de 192 a 148 a. de J. C.), aliado, primero, de Aníbal y, luego, lacayo de los romanos, envía a éstos a su hijo Ni-comedes como rehén y, celoso de él, da orden de aprovechar la situación para asesinarlo. Pero Nicomedes, advertido de los planes paternos, vuelve a Bitinia y hace degollar a su padre (91). El reinado del parricida transcurre felizmente.

    Cuando Yugurta se coronó rey de Numidia, tras el asesinato de su primo Hiempsal, heredero legítimo del trono, y, seguidamente, de su otro primo Adherbal, salió para Roma para justificarse ante el Senado. Salustio admira "su fuerza, su belleza y su firme carácter: no se dejaba corromper por el lujo y la molicie. Practicaba todos los ejercicios habituales de su país, y se entregaba

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