Cielo de otoño: Segundas oportunidades
Por Laurie Paige
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Julianne Martin había ido a Nuevo México a entregar algo, pero el agente Anthony Aquilon acusaba a la compasiva comadrona de querer robar unos valiosos objetos indios. La detenida de Tony no era una delincuente común, sino una extraordinaria mujer con el poder de despertar sentimientos que él creía dormidos para siempre. Tony era un guerrero moderno, un hombre dispuesto a defender hasta las últimas consecuencias a aquellos a los que amaba… un hombre que deseaba poder confiar en Julianne... y quizá también amarla.
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Cielo de otoño - Laurie Paige
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2006 Olivia M. Hall
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Cielo de otoño, n.º 1676- febrero 2018
Título original: Under the Western Sky
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-782-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
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Capítulo 1
JULIANNE Martin comprobó la dirección que aparecía en la etiqueta de la caja de cerámica que estaba a punto de entregar y vio que estaba en el lugar adecuado.
Quizá fuera el mal estado en que se encontraba el edificio lo que le indicaba que tenía que tener cierta precaución.
Aquella no era la mejor zona de la ciudad para tratar de vender recuerdos turísticos. Chaco Trading Company era un lugar mucho mejor, al que acudían muchos viajeros que se dirigían al Grand Canyon y a otros parques naturales, y también residentes en la costa oeste que se dirigían al este a visitar a sus familiares o a hacer turismo en Four Corners o en Mesa Verde.
Pero eso no era asunto suyo. Al fin y al cabo, ella no era más que la encargada del reparto.
Su trabajo real consistía en ayudar a traer niños al mundo. Era a lo que se había dedicado durante los tres últimos años. Al pensar en ello, sonrió. Trabajar como matrona le resultaba gratificante y maravilloso.
Dos días antes, cerca de Hosta Butte, había ayudado a nacer al hijo de una pareja indio-americana El padre le había pedido que llevara su cerámica a la ciudad y la dejara en una tienda situada en una calle de Gallup, Nuevo México. Y ella había aceptado, puesto que vivía muy cerca de la ciudad.
En aquella parte del país la gente se ayudaba entre sí todo lo que podía. Era sábado, uno de octubre, y el primer momento que ella tenía libre para poder cumplir su promesa. Se detuvo junto a la puerta entreabierta de la tienda y dijo:
—¿Hola? —entró y esperó un instante, para que sus ojos se acostumbraran a la penumbra.
El lugar estaba lleno de mantas indias, cestas y artesanía. Todo lleno de polvo y un poco desordenado.
—¡Uf! —exclamó al dejar en el suelo la caja pesada—. ¿Hay alguien aquí?
—Por supuesto.
Un hombre apareció detrás del mostrador. Parecía tener más o menos su edad. Veintiséis.
«Un poco mayor», decidió cuando él se acercó un poco más. Tenía el cabello oscuro y los ojos negros. El rostro de facciones marcadas y el cuerpo atlético y musculoso. Vestía pantalones vaqueros y una camiseta con la publicidad de un bar de la zona.
—¿Puedo ayudarte? —preguntó él, y la miró de arriba abajo.
Se fijó en su blusa blanca de algodón, en los pantalones cortos, y en las sandalias de cuero que llevaba. Ella notó que se le aceleraba el corazón y que también aumentaba su inquietud. Él la ponía nerviosa y no sabía muy bien por qué.
Entonces, él sonrió.
Asombrosa fue la palabra que apareció en su mente. Su dentadura blanca contrastaba con su piel bronceada. La sonrisa hacía que le brillaran los ojos y la expresión de su rostro se relajara.
El hombre arqueó las cejas y miró la caja que ella había dejado en el suelo.
—Tengo una caja de objetos de cerámica para usted. ¿De Josiah Pareo? —añadió al ver que él no respondía.
—Ya veo.
Ella percibió algo extraño en su tono de voz. No sabía qué era, pero hizo que mirara a su alrededor. No había nada extraño. Cuando él rodeó el mostrador y frunció el ceño al mirar la caja, ella dio un paso atrás.
—Estaba esperando el envío, ¿no es así?
—Sí —dijo él—. Vamos a llevarlo al despacho. Allí podemos hacer el inventario, y le pagaré.
Ella asintió y esperó a que levantara la caja. Después, miró el reloj. Eran las doce del mediodía pasadas. Estaba cansada y necesitaba dormir una siesta, puesto que la habían llamado para atender un parto a las cinco de la mañana.
Los niños siempre elegían los peores momentos para nacer, pero todo había salido bien. Deseaba irse a casa. Comer y dormir. No pudo evitar un bostezo.
—Siéntese —dijo él, interrumpiéndole el bostezo y mirándola fijamente.
—Lo siento —se disculpó ella—. He madrugado mucho —añadió, sin poder evitar bostezar otra vez.
El hombre la miró de arriba abajo una vez más y después comenzó a abrir la caja. Sacó el contenido y dejó las vasijas sobre el escritorio.
Julianne se fijó en sus manos. Tenía los dedos delgados pero fuertes. Hábiles. También se notaba sensibilidad en su forma de tratar las vasijas, como si fuera consciente de que estaba ante una creación producto de la mente y del corazón de otra persona, de algo que había que tratar con sumo cuidado.
Observaba cada pieza como si fuera única. Había seis en total.
Ella miró la mercancía con más atención. Eran piezas negras con muchos detalles grabados, algo que ya no se hacía porque llevaba mucho tiempo.
—¿Cuánto quiere por esto? —preguntó él.
—No lo sé —ella pensaba que eso ya estaba acordado. Josiah no le había mencionado ningún precio—. ¿Cuánto cree que valen?
—Mil.
—¿De veras? Me parece mucho. Pero en realidad, no lo sé —añadió. No quería poner en duda el trabajo de Josiah.
No había imaginado que él pudiera cobrar esas cantidades, y menos en un lugar como aquel. Miró a su alrededor y se encogió de hombros. El negocio de los souvenir debía ser más lucrativo de lo que ella imaginaba.
—¿Te hago un cheque o te pago en metálico?
Se quedó pensativa un momento. Estaba casi segura de que la pareja no tenía cuenta bancaria. A ella le habían estado pagando veinticinco dólares al mes durante ocho meses para que atendiera su parto.
—En metálico.
Él contó los billetes y se los entregó. Cuando ella se disponía a tomar el dinero, él adelantó la otra mano y le colocó una esposa en la muñeca.
Ella se quedó helada. Imágenes de una película de terror invadieron su cabeza. Al momento, recordó todo lo que había aprendido en un curso de autodefensa y superó el miedo. En lugar de tratar de liberarse, se lanzó contra el hombre y le dio un cabezazo en la barbilla.
Ella giró la mano, y le retorció el brazo, de forma que a él no le quedó más remedio que soltar el otro extremo de las esposas. Con el talón de la mano izquierda, le golpeó en la nariz y notó el crujido del cartílago.
—¡Ay! —exclamó él, y dejó caer el dinero.
Cuando trató de agarrarle la mano otra vez, ella le dio una fuerte patada en la espinilla y salió corriendo.
Tony Aquilon blasfemó al sentir que le salía sangre por la nariz y salió corriendo tras la mujer. Podía oír que iba gritando por la calle.
—¡Fuego! ¡Fuego!
Un mecánico apareció en la puerta de su taller y una pareja se asomó por la puerta de una tienda de muebles, pero nadie hizo nada.
Tony hizo una mueca al ver cuál era la intención de aquella mujer y continuó corriendo tras ella.
—Llamad al servicio de emergencias —gritó.
Nadie se inmutó.
—Detente. ¡Es una orden! —gritó él.
Ella volvió la cabeza para mirarlo un instante y siguió corriendo.
Él la alcanzó justo cuando estaba a punto de subirse a un coche.
—Te tengo —murmuró, agarrándola del brazo.
Una vez más, ella se resistió y se abalanzó contra él, tratando de soltarse.
—Sabes muchos trucos, ¿no? —dijo él, agarrándola con fuerza.
Le dio la vuelta, de forma que quedara de espaldas a él y así poder reducirla.
Tuvo un instante para fijarse en cómo su trasero encajaba en su entrepierna, antes de que ella levantara los brazos y tratara de estrangularlo con las esposas.
Él la agarró por las muñecas y le obligó a bajar los brazos, apresándoselos al rodearla a la altura de la cintura. La sujetó mientras ella se retorcía.
Ambos jadeaban mientras trataban de pensar. Ella en cómo escapar, él en cómo sujetarla para que no pudiera hacerle más daño, ni en la nariz, ni en su orgullo, ni en otras zonas vulnerables.
—De acuerdo —dijo él—. Voy a soltarte. No quiero trucos —le advirtió y se separó de ella un poco, fijándose en las curvas femeninas de su cuerpo. La tenía atrapada entre el coche, su cuerpo y la puerta abierta.
Ella se giró y trató de meterle los dedos en los ojos.
—Eso no es de señoritas —dijo él. Agarró las esposas y le ató ambas manos.
—Por favor, llamad a la policía —gritó ella, dirigiéndose a unos hombres que estaban en la terraza de un bar.
—Por el amor de Dios —dijo Tony—. La policía soy yo.
—¿Cree que voy a creérmelo?
—Está detenida.
—¿Por qué?
—Por un lado, por resistirse a la autoridad. Por otro, por vender bienes robados. Agredir a un agente, abandonar el lugar del delito… —sonrió—. Le caerán entre veinte años y cadena perpetua, bonita.
—Resistencia… Bienes robados… Agresión… —dijo con incredulidad—. Fue usted quien me agredió. Yo sólo me defendía. Además, no tiene aspecto de policía.
Con la otra mano, Tony sacó la placa y se la mostró.
Anthony Aquilon, Inspector de policía, Servicio de Parques Nacionales.
Julianne leyó en voz alta y dijo:
—No estamos en un parque nacional. No tiene autoridad para detener a nadie.
—Seguro. Esas eran piezas robadas del nuevo yacimiento que se ha encontrado en Chaco Canyon. Son de los indios americanos —sonrió y guardó la placa. Después presionó un pañuelo contra su nariz.
Sacó el teléfono y pidió refuerzos a través de Chuck Diaz, su homólogo en la policía local.
Chuck era uno de los buenos. Tenía cuarenta y seis años. Fumaba a escondidas cuando creía que nadie lo estaba mirando. Le preocupaba que su mujer lo abandonara y que su hija adolescente se mezclara con gente problemática. Y hacía su trabajo a conciencia.
Tony suspiró. Con aquella mujer, podía necesitar todo el ejército de caballería.
Después de realizar la llamada, miró a un lado y a otro de la calle. Una vez que el peligro había pasado, los vecinos observaban lo que sucedía desde sus casas.
Suspiró de nuevo. Era sábado, y esa noche tenía una cita con una atractiva mujer que le había presentado un amigo. Tendría que cancelarla, o le causaría muy mala impresión si acudía a la cita con los ojos y la nariz hinchada.
Miró a Julianne fijamente y ella lo miró de igual manera.
El sonido de las sirenas interrumpió el intercambio sensual de miradas que se estaba produciendo entre ellos. Ambos estaban acalorados, y las gotas de sudor rodaban por sus rostros, mojando la camiseta de él y la blusa de ella. Tony mantuvo una mano sobre la espalda de ella por si decidía hacer un movimiento inesperado.
Intensificado por el calor de ambos, el aroma de la loción de afeitar que llevaba él, se mezcló con el perfume que se había puesto ella. El olor hizo que él inhalara con fuerza. El refuerzo llegó antes de que pudiera controlar las imágenes que se formaron en su cabeza y que, desde luego, eran completamente inapropiadas para la situación.
—Menos mal —murmuró la prisionera—. La policía de verdad. Ahora lo aclararemos todo.
—Eh, ¿qué pasa aquí? —preguntó Chuck al bajar del coche. Había aparcado bloqueando al