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Los Vientos de Kedem
Los Vientos de Kedem
Los Vientos de Kedem
Libro electrónico468 páginas6 horas

Los Vientos de Kedem

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Desquite y castigo divino en Oriente Medio. Nada más que un solo hombre puede salvar a Israel de un holocausto nuclear.

El agente del Mossad David Katri se debate entre el deber hacia su país y la conciencia, mientras batalla para impedir un complot terrorista árabe para destruir la Casa de Israel. Su implacable enemigo, Rashid Sedaui, está decidido a provocar el fin del Estado judío. La acción alterna entre el cuartel general del Mossad en Tel Aviv y el desierto sirio, entre los pululantes suburbios chiiitas de Beirut y la base nuclear secreta de Pakistán cerca de Islamabad. Las calles de Estocolmo y de la Viena aislada por la nieve también quedan empapadas en sangre cuando Katri se encuentra enredado en una telaraña de engaños tejida por árabes, cristianos y judíos. Una telaraña donde hasta el amor tiene precio.

Los Vientos de Kedem es una narración infartante de venganza, coraje, amor y traición

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento2 ene 2018
ISBN9781547513154
Los Vientos de Kedem

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    Los Vientos de Kedem - Roger Radford

    LOS VIENTOS DE KEDEM

    Por Roger Radford

    Descripción del Libro:

    Desquite y castigo divino en Oriente Medio. Nada más que un solo hombre puede salvar a Israel de un holocausto nuclear...

    El agente del Mossad David Katri se debate entre el deber hacia su país y la conciencia, mientras batalla para impedir un complot terrorista árabe para destruir la Casa de Israel. Su implacable enemigo, Rashid Sedaui, está decidido a provocar el fin del Estado judío. La acción alterna entre el cuartel general del Mossad en Tel Aviv y el desierto sirio, entre los pululantes suburbios chiitas de Beirut y la base nuclear secreta de Pakistán cerca de Islamabad. Las calles de Estocolmo y de la Viena aislada por la nieve también quedan empapadas en sangre cuando Katri se encuentra enredado en una telaraña de engaños tejida por árabes, cristianos y judíos. Una telaraña donde hasta el amor tiene precio.

    Los Vientos de Kedem es una narración infartante de venganza, coraje, amor y traición.

    Biografía del autor:

    Roger Radford  también es el autor de Schreiber’s Secret, Cry of the Needle y High Heels & 18 Wheels: Confessions of a Lady Trucker (con Bobbie Cecchini).  Antiguo corresponsal de Guerra en Oriente Medio, Radford ahora vive con su esposa en Londres.

    Traducción de las diez primeras páginas del libro

    Para mi esposa Yael, eshet jail[1], mujer de valía, y para mis hijos, Max, Karen y Dan.

    Con amor imperecedero.

    Elogios de la crítica para Roger Radford

    Los Vientos de Kedem

    Nada en la zona peligrosa de Oriente Medio es simple, mucho menos es lo que parece y mucho de ello es potencialmente letal. La fuerza de la novela de suspenso de Roger Radford que es tema de titulares, Los Vientos de Kedem, está en que su trama, basada sobre una carrera contra el tiempo, es, además, un manual sobre odios y vendettas ancestrales que se extienden desde la antigua Arabia hasta el moderno Israel. Sedaui, un extremista cuya base está en Líbano, planta un dispositivo nuclear debajo del desierto de Siria, contando con los vientos estacionales para volver inhabitable Israel. Únicamente David Katri, judío sirio fugitivo criado en un kibutz y veterano del Ejército convertido en agente del Mossad que puede pasar por árabe, podría estar en condiciones de detener a Sidaui.

    Antiguo hombre de Reuters al igual que el ex corresponsal Frederick Forsyth antes que él, Radford conoce la gente, los lugares bien por dentro, así que a la tensión normal se la nutre con detalles y percepciones fascinantes y fundamentados.

    Shaun Usher, Daily Mail

    LOS VIENTOS DE KEDEM es el primer libro de Roger Radford, que se publicó en forma privada. Es un novela de suspenso sobre espionaje internacional que se iguala a cualquiera publicada por las grandes editoriales comerciales.

    Ubicada en el Oriente Medio de hoy, está poblada por tipos malos y tipos buenos. Los malos son los fanáticos terroristas árabes y los buenos son los israelíes, en especial el Instituto de Inteligencia y Operaciones especiales, también conocido como el Mossad. La acción es rápida y temeraria. El trasfondo es preciso y realista. Y el clímax es poderoso.

    Ahora casado con una israelí, Radford, que es inglés, pasó muchos años en Tel Aviv absorbiendo la atmósfera del Oriente Medio, al tiempo que estuvo dedicado a una carrera como periodista. Este libro, cargado con tensiones y odios nacionalistas y étnicos, es el imaginativo resultado final de su período de servicio militar aquí...atrapante novela de espionaje.

    Jeff Green, Jerusalem Post

    ...la trama de pesadilla, en la que un agente israelí lucha contra extremistas que pretenden desencadenar un holocausto nuclear, hace que el lector se coma las uñas y esté preso de la tensión.

    Bernard Josephs, Jewish Chronicle

    Personajes principales

    DAVID KATRI: judío de Damasco reclutado por el Mossad, el servicio secreto de Israel, para que se infiltre en un grupo terrorista libanés que planea aniquilar Israel en un holocausto  nuclear.

    RASHID SEDAUI: extremista árabe decidido a destruir la Casa de Israel.

    ABU MUSSA: caudillo militar cristiano maronita, proveedor de drogas y secretos.

    FATIMA FADAS: una hermosa hija del Islam que ama dos hombres, ambos enemigos de su pueblo.

    MEHDI LAHAM: tío de Fatima y líder espiritual de la célula terrorista.

    ARIK BEN-AMI: el amigo íntimo de David Katri en la guerra y en la paz.

    IARIV COHEN: director del Mossad, el Instituto de Inteligencia y Operaciones Especiales.

    RAHAMIM BEN-IAACOV: director de asuntos árabes y mentor de Katri en el Mossad.

    LOS VIENTOS DE KEDEM

    Roger Radford

    Y aconteció que cuando el sol sí salió, preparó Dios un viento abrasador desde el este, y el sol hirió la cabeza de Jonás, de modo tal que él se desmayó y deseó su propia muerte, diciendo: Mejor sería para mí morir que seguir viviendo.

    (Jonás 4:8)

    Por consiguiente sacaré fuego de en medio de ti, el cual te consumirá, y te pondré en ceniza sobre la tierra a los ojos de todos los que te miran.

    (Ezequiel 28:18)

    Prólogo

    El Desierto Sirio, 1990

    Al principio, Hamed no supo cuánto tiempo había yacido inconsciente. Al girar los ojos echó una mirada fugaz al ardiente globo que se alzaba en el cielo y conjeturó que debieron de haber sido dos horas como mínimo. Los hamsá los habían atacado cuando el sol se estaba acercando a su cenit.

    Beni el kalb—escupió. Verdaderamente eran hijos de perros.

    Todavía tendido de espaldas, el beduino giró la cara desde el horno que había en el cielo y la volvió hacia la destellante arena. Se pellizcó la sangre seca que se le había coagulado en la mejilla y la despegó, dándose cuenta de modo gradual de que la bala que le había hecho un surco en la sien le había salvado la vida.  Al tiempo que se apoyaba con cautela sobre el codo izquierdo, adaptaba los ojos a la luz y examinaba la escena de masacre que lo rodeaba: Selim, su hermano menor y más amado, yacía con brazos y piernas en cruz, como si hubiera sido el Nasrani[2] mismo, en su frente la entrada de un agujero de bala. Que Dios les mancille la cara, dijo con desprecio, pues al muchacho se lo había circuncidado nada más que dos temporadas atrás. Maldición sobre todos los beni sadr: que la leche de su madre los envenene a todos ellos.

    A su izquierda yacía su tío. No había señales externas de lesiones; sin embargo, los ojos vidriosos de Ahmed  decían su mensaje con suficiente elocuencia. El taparrabos del anciano se había torcido, haciendo que el miembro quedara expuesto. Hamed se arrastró la corta distancia que los separaba y restauró la dignidad de su tío. Con delicadeza cerró los párpados del hombre al que había amado como padre, un hombre que le había enseñado la sabiduría tradicional sobre el badiiat-as-sham, el desierto sirio. Había sido verdaderamente bendecido por Dios y un gigante entre los beduinos. El anciano lo había instruido sobre cómo discernir entre miembros de su propia tribu o de otras, por las huellas de sus camellos; cómo, a partir del estiércol, era posible deducir dónde había estado paciendo un camello o, inclusive, dónde había abrevado por última vez. Lo más importante, recordaba cómo les había encantado salir juntos de cetrería. El espíritu de la cacería estaba en la sangre de ellos y, oh, cuán excitados habían estado cuando sus halcones se lanzaban en picada para matar las avutardas. Las torpes infelices no habían sido rival para la astucia de hombre y halcón.

    Tendido en ángulo recto respecto de su tío yacía uno de los malditos beni sadr, la empuñadura de una janyar sobresaliendo de su pecho desnudo. Hamsá. Cinco: habían sido cinco de ellos. Hamed se volvió y vio otros dos beni sadr que se habían desplomado juntos, el cabello pegoteado con sangre. Un cuarto estaba a corta distancia, inmóvil como el aire del desierto antes del shurqíia, el viento frío que soplaba desde el este. El quinto debió de haber huido, pues Hamed vio algunas huellas de camello que iban hacia una duna cercana. El beduino se sentó sobre los talones y meditó sobre su difícil posición. Alá, no estaba bien: como mínimo eran tres días en camello hasta el pozo más cercano con agua y el quinto beni sadr se había ido llevándose todos los camellos y los odres con agua. La garganta de Hamed ya estaba reseca y se dio cuenta de que su situación era desesperada.

    Fue entonces que oyó un sonido. No fue más que un murmullo, pero en el silencio del desierto sonó como el trueno de las Grandes Lluvias. Mientras aferraba la empuñadura de su cuchillo curvo hasta que los nudillos se le pusieron blancos, Hamed se levantó y arrastró sigilosamente en dirección del sonido, el cuerpo tan tenso como el de un gato que percibe el peligro. Los beni sadr eran famosos por lo traicioneros y Hamed no debía correr riesgos. Se acercó al hombre que yacía al lado de su tío. Los opacos ojos del hombre le suplicaban, ¿pero estaban implorando misericordia o anhelando el fin para sus dolor y sufrimiento? La mirada del hombre primeramente se convirtió en una de reconocimiento; después, en una de resignación. Los ojos de Hamed, penetrantes como los de un halcón, se achicaron por el desprecio. No había duda en su mente:

    —¡Que Dios les mancille la cara, beni sadr!—escupió.

    Se arrodilló al lado del hombre malherido. No era cuestión de torturarlo, pues ésa no era la forma de actuar de los beduinos. Sacó su janyar de la vaina y cortó la garganta como había hecho muchas veces antes, tanto con hombres como con animales.

    El movimiento de Hamed había sido veloz y ya estaba echándose atrás elásticamente  mientras el cuchillo completaba su letal arco. El pulso del beni sadr debió de haber sido débil, porque no se produjo la usual salida de sangre a borbotones. El sobreviviente limpió la hoja en la arena y se sentó a esperar, consciente de que el quinto beni sadr regresaría con otros chacales de su tribu para enterrar sus muertos. La de ellos había sido una enemistad de larga data y ninguna de las partes daba cuartel a la otra. El tío de Hamed, el mejor dahm que hubiera vivido jamás, a menudo le había relatado la leyenda de la enemistad. Le dijo que había comenzado mucho tiempo atrás, durante el reinado del Gran Turco. Había empezado por el robo de un camello, un enorme macho negro. No era una bestia común y corriente sino que verdaderamente había sido un ata’Alá, un regalo de Dios. Siempre brillaban los ojos del tío Ahmed y una sonrisa le curvaba la boca, cuando hablaba de las hazañas sexuales de ese macho:

    —Alá sea loado—decía—, si solamente hubiera tenido yo la fuerza de ese macho, le habría arrebatado el serrallo a un sultán.

    Y después de decir esto, el anciano prorrumpía en carcajadas. Resultaba cómico ver ese rostro arrugado y áspero con ese único diente frontal que se bamboleaba mientras hablaba, pero Hamed siempre se había reído con su tío, no de su tío: su respeto era demasiado grande, y su afecto demasiado profundo, como para burlarse de un hombre así. El gigantesco macho negro había servido las hembras tan bien, que los dahm se volvieron ricos en camellos. Prontamente se corrió la voz por el desierto y siempre hubo aquéllos cuya envidia no se podía moderar. Los dahm siempre tuvieron que estar en guardia, en especial contra los beni sadr, que eran famosos por su codicia.

    Inevitablemente, la guardia se bajó un día. Un gazu, una partida de incursión de los beni sadr, apareció con el sol a sus espaldas, levantando cinco hembras y el macho negro. También habían disparado y matado a dos dahm, uno de los cuales era el venerado sheik Musallem. Fue el comienzo de una enemistad que había durado muchas estaciones, y que habría de durar para siempre, pensaba Hamed.

    Temblando por el frío del atardecer reunió lo poco que le quedaba de saliva y escupió en la arena. Dentro de poco se pondría el sol, cubriendo la tierra con una gran mortaja. Hamed estaba a salvo hasta el amanecer. En ese momento vendrían por él y él iba a matar a tantos de ellos como pudiera.

    Estaba imaginando su batalla final cuando oyó otro sonido. Era un sonido que le era más familiar que la voz de su madre: era un sonido que significaba vida.

    Ata’Alá—musitó. El camello era una vieja jazmia, una hembra que hacía mucho que había pasado la plenitud de su vida. Era evidente que pertenecía a los beni sadr y que debió de haber vagado fuera de su campamento en busca de un sitio para pacer. La prolongada sequía la había dejado flaca y desgastada y Hamed observó que renqueaba levemente. Sus ubres estaban secas y resultaba claro que no iba a durar mucho. Hamed rezó porque lo llevara hasta el pozo. Iba a viajar de noche utilizando las estrellas como guía, al modo de sus ancestros. Aferró el ronzal de la vieja camella y cayó de rodillas mientras el sol empezaba a ponerse. Se inclinó hacia adelante, la frente tocando la superficie de la arena, que rápidamente se enfriaba, y dos veces recitó la plegaria del creyente:

    La ‘ilaja ‘ilá I-Lá; Mohammedun rasulu I-lá. No hay otro dios más que Dios; Mahoma es el profeta de Dios.

    Mantuvo la frente tocando la arena fresca unos instantes más. Después se levantó para inspeccionar la vieja jazmia: en verdad se hallaba en estado lamentable. Los beni sadr la habían cabalgado intensamente hacía poco, pues tenía úlceras en la joroba y la cruz. Nuevamente sacó el cuchillo, pero esta vez no con ira: cortó y quitó la carne supurante y nociva, a sabiendas de que el camello no iba a padecer dolor alguno. Ella, al igual que él, estaba más preocupada por otra clase de sufrimiento, el dolor más insistente y más intolerante de la sed.

    Los pensamientos del beduino retornaron al pozo de agua. Sabía que sin la vieja camella estaba condenado. Iba a alcanzar el pozo aun si tenía que tirar del animal parte del camino. Advirtió un odre vacío para agua atado con cuerda de palmito y unido a la montura del animal. Si tan sólo el odre para agua hubiera estado lleno, pensó Hamed, y durante un breve momento pudo sentir el néctar que lujosamente se derramaba a borbotones en su boca. En el desierto, el agua era un elixir tan embriagador como el vino. Su lengua algodonosa y su saliva seca la ansiaban.

    Hamed bajó la cabeza de la jazmia y le colocó el pie derecho sobre el cuello. En un solo movimiento elegante, la camella levantó la cabeza y el beduino se deslizó dentro de la montura. Iba a tener que tratar al animal con delicadeza, pues la suave planta de las patas estaba desgastada. Hombre y animal no tenían más que un objetivo: encontrar agua. La sequía había sido dura durante siete estaciones y los pocos pozos diseminados por las grandes arenas eran la savia vital de las tribus. En épocas normales., pensaba Hamed, los pozos serían propiedad conjunta de las tribus, como lo era con los al-saq y los muyarrá, pero un beni sadr nunca permitiría un dham cerca del pozo que estaba usando, y viceversa. Hamed no cuestionaba la forma de actuar de la Jaueitat, la gran nación beduina, pues todo en  la vida estaba decretado por Alá. Hamed iba a organizar un sulja, un banquete de reconciliación que, de tener lugar, iba a ser uno de los más grandiosos de la historia de las tribus.

    Insh’Alá—dijo con vos ronca. En verdad se iba a necesitar la ayuda de Dios.

    Hamed acicateó la jazmia con los talones y, guiados por la Estrella del Norte, hombre y animal se desplazaron con lentitud a través de las dunas silenciosas. Las luces del firmamento eran como los granos de arena sobre los cuales cabalgaba Hamed. Siempre se había preguntado si era verdad que, tal como le había dicho el tío Ahmed, cada estrella era un ser humano en el Jardín del Paraíso. Si el tío Ahmed lo había dicho, entonces debía de ser cierto, pues él había sido el más sabio de los hombres.

    Al cabo de varias horas, Hamed decidió hacer que la jazmia se tendiera y trató de dormir un poco él mismo, antes de que regresara el horno de la liz de día. La escasa ropa que llevaba le proporcionaba muy reducido abrigo en la fría vaciedad. Su sueño fue irregular, pero estaba tan endurecido por las condiciones de vida diaria que la incomodidad poco lo molestaba.

    Cuando despertó al amanecer, la vieja camella ya estaba de pie. El hambre y la sed debían de estar atormentándola también, pensó Hamed, mientras cabalgaban en dirección al norte. Los rayos del sol, trémulos en su resplandor dorado, los saludaron con un calor que Hamed sabía que se mantendría benigno durante nada más que unos instantes. La salida y la puesta del sol eran asuntos que duraban poco en el desierto, pero eran los mejores momentos de todos.

    Al cabo de tres horas de lento avance, Hamed se dio cuenta de que pronto iban a llegar a la región de las dunas altas: iban a representar el desafío más grande para la hazmia y rogó que ella las sobreviviera. Él tendría que recurrir a toda su habilidad para salvar las pendientes. El sotavento no era escalable por lo general porque la arena era demasiado blanda, pero también había rugosidades que brindaban un punto más firme de apoyo para su cabalgadura. Hamed iba a tener que elegirlas con cuidado. Era cuestión de juzgar lo escarpado de las pendientes, pues había algunas que el animal nunca podría superar. Jadeante por el esfuerzo excesivo, convenció a la camella para que subiera y pasara la primera gran duna. Iba a haber muchas más y sabía que cada una los agotaría aún más a ambos. Rogó porque el animal lo transportara a través de las dunas, porque sabía que la muerte de la camella también significaría la de él mismo.

    El desierto era mayormente llano, pero había bolsones de dunas y cada gran duna producía su propio tormento. La pendiente en descenso proporcionaba algo de alivio, pero siempre parecía haber cada vez más laderas para sortear. Después de cuatro horas, o más, tanto hombre como animal estaban totalmente exhaustos. Hamed se dejó caer al suelo, el cuerpo quebrado por el dolor y la garganta tan reseca como bosta de un día de antigüedad. Su mente era como un nido de avispas y decidió que debía descansar hasta el ocaso. Hizo que la vieja camella se tendiera y él se acostó a la sombra de ella. El abrasador disco en el cielo pronto alcanzaría su cenit, torturándolo aún más. Se envolvió en sus harapos y esperó hasta una hora antes de la puesta de sol, apenas moviéndose nada más que para rezar. Estimó que solamente debían de quedar unas pocas dunas altas más a las que superar, antes de que llegaran a la gran llanura que conducía al pozo de agua. Probablemente arribarían a él hacia la mitad de la tarde del tercer día.

    Pero para el anochecer del tercer día, Hamed aún estaba lejos del pozo y la hazmia ya no podía soportarle el peso. El beduino sabía que iba a tener que hacer a pie el resto del camino, y cada tranco le iba a consumir la poca energía que le quedaba. Intentó maldecir a los beni sadr, pero todo lo que salió fue un murmullo ronco que lo asustó. Con cada tortuoso paso se alejaba más y más de la realidad, las alucinaciones volviéndose cada vez más coloridas, cada vez más fantásticas: se imaginaba a sí mismo en el oasis de Uadi Laui, bebiendo a sorbos la leche fresca de los cocos y comiendo con placer los suculentos dátiles que crecían ahí en tremenda abundancia. Es acá donde me pondrá Dios cuando yo muera, fantaseó. El oasis ahora era el nirvana. No estaba solo, pues lo podía ver al viejo tío Ahmed que le sonreía, primero a su derecha y después a su izquierda. El tío Ahmed estaba por doquier, el único diente refulgiendo como un faro en la traviesa boca.

    Para cuando el sol volvió a salir, ya no estaba consciente de su terrible sed y fue así que se acercó al pozo. Estaba a nada más que unos pasos del agujero dador de vida, cuando recuperó el sentido. De pronto se dio cuenta de que estaba caminando solo, porque la vieja hazmia se había rendido ante la desigual lucha algún tiempo atrás: simplemente se había dejado caer de rodillas y muerto de puro agotamiento. El beduino aferró la albardilla de la parte superior del pozo. Recordó que estaba sólidamente construido con mampostería de piedra y que había soportes para pies y manos en la mampostería para permitir que descendiera un hombre. El hecho de que alguien hubiera procurado pintar el borde del pozo de verde luminiscente generó en Hamed nada más que una leve curiosidad. Las maneras de actuar del desierto y de sus moradores eran innumerables en cuanto a lo misteriosas y, de todos modos, la mente del hombre estaba absorta por el inminente aplacamiento de su sed.

    Hamed acababa de levantar una pierna por sobre el parapeto, cuando el instinto lo hizo detenerse de golpe. Cada nervio hormigueó en su cuerpo torturado por el dolor. Entrecerró los ojos y miró furtivamente hacia el oeste: allá, discernible en el horizonte, había dos puntos. Dos hombres. El beduino se agachó junto a la albardilla. Estaba seguro de que no lo habían visto porque tenían el sol en los ojos. A medida que se acercaban, Hamed se pudo dar cuenta que eran beni sadr por su forma de caminar. Debían de haber acampado en las cercanías, pues estaban de a pie. Era probable que vinieran a explorar el pozo para asegurarse de que no estaba ocupado por enemigos.

    Hamed se arrastró hacia la albardilla, desplazándose en el sentido que lo alejaba más de la dirección según la cual los hombres se acercaban. Sabía que su única ventaja sería la sorpresa. Empujó el dolor de sus extremidades y la furia de su sed, hacia su inconsciente. Los sustituyó una emoción mucho más fuerte que el dolor o la incomodidad: la voluntad de sobrevivir. Se tendió boca abajo y se mantuvo inmóvil durante lo que pareció una eternidad, mientras ambos beni sadr se acercaban al pozo. Los oyó discutir sobre una incursión, una incursión contra los dahm. Hablaban con altanería sobre la cantidad de hombres de la tribu que habían matado y la cantidad de camellos que habían levantado. Pues bien, Hamed de los dahm iba a vengar a sus hermanos ese día, juró. Mientras yacía inmóvil oyó un odre que se hacía bajar hacia el interior del pozo, la cuerda de palmito raspándose contra el borde de la albardilla. Al sentir que uno de los beni sadr se estaba inclinando sobre el parapeto, Hamed se arrastró lenta, silenciosamente hacia el hombre. Entonces, con un solo movimiento veloz, arremetió hacia adelante y levantó al beni sadr por los tobillos. Hubo un grito agudo cuando el hombre se precipitó de cabeza dentro de la negrura.

    Antes de que el otro beni sadr pudiera reaccionar, Hamed ya estaba encima de él con el cuchillo desenvainado y acometiendo con furia el pecho del hombre. Pero el segundo beni sadr era rápido y ágilmente se hizo a un lado, aunque la sorpresa lo forzó a dejar que cayera su rifle. Hamed jadeó cuando se golpeó contra el suelo. Ahora era puro instinto animal lo que lo guiaba y giró sobre sí mismo cuando el beni sadr, sus dientes de oro refulgiendo bajo la anaranjada luz del sol, apunto su propia hoja. Los dos hombres se pusieron prontamente de pie. Cada uno describía círculos en torno del otro con cautela, como un par de escorpiones, el brazo derecho extendido y los cuchillos prontos para hendir. El beni sadr hizo el primer movimiento, la hoja embistiendo con un silbido el abdomen de Hamed. El dahm contrajo el vientre y sintió la punta rasgarle la parte de arriba del taparrabos. Al sentir que el beni sadr había perdido el equilibrio, y reuniendo la poca fuerza que aún poseía, Hamed se lanzó como un rayo hacia adelante y golpeó a su acérrimo enemigo, haciéndolo caer al suelo. Pudo oler el aliento fétido de su oponente cuando se subió sobre él. Los ojos del hombre se abrieron desmesuradamente por la sorpresa cuando Hamed le hundió el cuchillo en el corazón desde debajo del esternón. El beni sadr gimió y murió.

    Durante unos instantes Hamed permaneció tendido sobre su víctima, demasiado exhausto como para moverse. En ese momento regresó el tormento de la sed. El agua, una vez más, se convirtió en la preocupación preponderante. Apartó el cuerpo girándolo a un lado y fue a los tropezones hacia la abertura. El odre y la cuerda habían desaparecido por sobre el costado, con el primer beni sadr. Hamed palpó cautelosamente en busca de los soportes para pies y manos que había en las esquinas de la mampostería interior y descendió con lentitud. En el fondo su pie rozó el cuerpo del primer beni sadr. Ya estaba frío. En la oscuridad, Hamed palpó alrededor del cadáver. El alma se le vino a los pies: el piso del pozo estaba completamente seco. Raspó la tierra con los dedos y después usó el cuchillo para cavar a más profundidad en busca de alguna humedad reveladora por debajo de la superficie, pero cada puñado de tierra estaba seco y deleznable.

    De pronto se oyó un sonido retumbante cuando la hoja golpeó metal. Hamed pudo sentir que el objeto era curvo. Debía de ser una antigua olla, pensó. Lo que fuese que era, no le servía para nada ahora. Al dejarse caer al lado del cuerpo, la negrura preció brindarle consuelo de la realidad de la esfera llameante de arriba. Sabía que su situación no tenía esperanzas. Sin la hazmia no tenía posibilidad de alcanzar el siguiente pozo, que estaba a tres días más a lomo de camello. Su opción sería la forma de morir: o bien podía vagar por la dilatada vaciedad que estaba más allá para morir de sed, una muerte lenta y torturante, o bien aguardar a la rápida justicia de los beni sadr, que dentro de poco iban a venir en busca de sus hermanos.

    Hamed trepó cautelosamente la pared. Se sentó con la espalda apoyada contra la albardilla, del lado más alejado del sol, y esperó. Después de lo que pareció una eternidad sintió un sutil cambio de clima que rozaba su deshidratada piel. Un frío penetrante empezó a calarlo hasta los huesos. Un beduino siempre sabía cuándo estaba por desencadenarse el shurquiia. Los jinns, los espíritus del desierto, ya estaban despertando. El despiadado viento del este apresuraría su muerte, insh’Alá.

    Capítulo 1

    Damasco, 1969

    David Katri pugnaba por controlar sus emociones. Era factible que las lágrimas que asomaban en sus ojos generaran preguntas de preocupación en otros miembros de la familia agrupados en torno de la mesa de Pésaj[3]. Las preguntas exigirían respuestas y un poco de información resultaba peligroso para los judíos de Damasco.

    David escuchó a su hermano menor, Naftalí, recitar el antiguo catecismo judío: "¿Por qué esta noche es diferente de todas las demás noches? ¿Por qué en todas las demás noches podemos comer pan leudado o matzá[4], pero esta noche únicamente matzá? ¿Por qué en todas las demás noches podemos comer cualquier clase de hortalizas, pero esta noche solamente comemos hortalizas amargas?? ¿Por qué en todas las demás noches no mojamos un alimento en otro ni siquiera una vez, mientras que esta noche lo hacemos dos veces? ¿Por qué en todas las demás noches podemos comer, ya fuere sentados, ya fuere recostados, pero esta noche todos nos recostamos?

    El pequeño Naftalí le sonrió con timidez al hermano mayor, al que veneraba. Las respuestas a las preguntas se podían hallar en la Biblia, pensó David, pero ¿quién iba a darle las respuestas a Naftalí cuando preguntara ¿Por qué me dejó mi hermano? ¿Quién iba a explicar en términos que  un niño de nueve años pudiera comprender, que era posible que nunca lo viera a su hermano otra vez? ¿Se iba a sentir abandonado? ¿Iba a sentir un resentimiento tan fuerte como el de David contra el país de nacimiento y sus gobernantes?

    David suspiró, el sonido y el gesto perdidos en el bullicio general de la oración y la recitación. Lo miró al padre, un anciano profundamente ensimismado en la maravilla de la leyenda de Pésaj. Macilento y doblado por su trabajo como artesano del cobre, el padre de David parecía ser tan frágil, aunque debajo del cuerpo cansado había una determinación y una voluntad que eran su legado para el hijo mayor. Mordejai Katri iba a entender. Barruntaría la verdad casi de inmediato. Otros hijos habían escapado y a la congoja de la separación la había suavizado saber que un ser querido había paladeado la libertad.

    A edad muy temprana David había entendido por vez primera lo que significaba ser judío en Damasco: las pullas de sus pares musulmanes habían sido crueles, inclusive usando el dialecto palestino: iajud rud, mono judío; Falistin biladna ual iahud klabns, Palestina es nuestra y el judío es nuestro perro[5]. El diminuto barrio judío despoblado de árboles era al mismo tiempo un refugio y un blanco de ataques. Entonces, dos meses después de su bar mitzvá[6], estalló la Guerra de los Seis Días y, con ella, la furia de las masas árabes. La violenta retórica que se oía en la radio era aterradora: Hermanos árabes, álcense y empujen al enemigo sionista al mar. Beban la sangre de los hijos de ellos. Maten a todos los judíos. Los judíos del gueto se habían encogido por el miedo, pero no Mordejai Katri:

    —Debemos rezar por la victoria de Israel, hijos míos—había aconsejado—: los árabes respetan la fuerza y no se nos habrá de dañar en tanto Israel sea fuerte. Si, Dios nos libre y guarde, Israel es derrotada seremos como corderos que se lleva al matadero.

    Pero en verdad sus plegarias fueron respondidas y lo irónico fue que a la Mujabarat, la Policía secreta, se la envió al gueto para proteger a los judíos de los enfurecidos palestinos.

    Para los judíos de Damasco, empero, la vida se volvió aún más restringida después de la guerra. Ahora David estaba en una edad en la que podía entender que había un mundo fuera de los confines del gueto, un mundo que David  desesperadamente quería investigar. El sueño de libertad lo atormentaba, pues a ningún judío se le permitía viajar más que a cuatro kilómetros de su hogar. Más tarde, la Mujabarat emitió pases especiales, pero únicamente para los adultos.

    La lista de restricciones parecía interminable: los judíos tenían completamente prohibido emigrar y esto regía inclusive para los que tenían pasaportes extranjeros. Se impuso toque de queda a las diez de la noche. Al tío Salomón se lo había agarrado una noche en las calles del gueto y  apaleado severamente. Los judíos estaban excluidos de los empleos y del servicio público, y de los bancos y de la administración pública, y el personal militar tenía prohibido comprar en tiendas judías. A los judíos también se les vedaba la posesión de radios o de teléfonos o el mantenimiento de contacto postal con el mundo exterior. Su aislamiento se volvió casi total, aunque algunos hallaron el modo de burlar las nuevas leyes a pesar de los peligros. Lo más difícil de aceptar fue el decreto que establecía que las posesiones de judíos fallecidos habrían de ser confiscadas por el Estado y que los herederos después debían pagar por el uso de esa propiedad. Si no podían hacerlo, entonces los bienes se entregaban a los palestinos que vivían en Damasco.

    —Estoy trabajando por nada, si no puedo proveer para mis hijos cuando yo muera—, se lamentaba Mordejai.

    En la escuela de David, la Talmud Torá, una de solamente dos escuelas judías a las que se permitía operar en Damasco, se había nombrado un director musulmán: cualquier mención de Israel, con la salvedad de un contexto bíblico, quedó estrictamente prohibida.

    David recordó con amargura cómo se los había tratado a él y a tres amigos de la escuela cuando osaron visitar la piscina de Sariani, cerca del hermoso predio para día de campo de Arabué, al oeste de la ciudad. ¡Cuán emocionados habían estado por ver árboles, por sentir el sublime placer del agua fría envolviéndoles el cuerpo caliente y seco! Aquel día había muchos niños en Sariani, pero ninguno estaba más feliz que los cuatro amigos del gueto.

    El sabor de la libertad, empero, había tenido un precio. A la mujabarat se la había informado de la aventura y los cuatro habían recibido invitaciones para asistir al centro de interrogatorios de Rouda. Ahí los apalearon y les afeitaron la cabeza para disuadir a otros jóvenes judíos. Tal como ocurría en la mayoría de los casos de adversidad, las víctimas recurrieron al humor para mejorar el aprieto en el que habían estado: cada uno bromeaba de que el siguiente sería su turno para recibir una invitación. A veces las invitaciones se recibían por los motivos más absurdos. David recordó cómo su primo Avner había criado pollos en la azotea de su casa. La mujabarat lo acusó de usar esto como pretexto para hacer señales a los aviones israelíes. El pasatiempo de Avner la había costado una paliza en el centro de interrogatorios de Talet el Hayará. A los pollos, que protestaban a voz en cuello, prontamente se los transfirió al nivel del suelo.

    —¡Lejáim, David, Lejáim!

    David, perdido en sus recuerdos, súbitamente se dio cuenta de que las plegarias habían concluido y que su padre lo estaba ordenando celebrar lo que era primordial para la vida de cada judío. Todos estaban de pie alrededor de la mesa con las copas en alto. Se levantó con lentitud y levantó la suya:

    —Lejáim—brindó, sonriendo a todos los presentes por orden: su padre, su madre, su hermana Rachel y el pequeño Naftalí. Ésta podría ser la última vez que volviera a beber vino con ellos alguna vez:

    —A la mejor familia de todo el vasto mundo—dijo, el néctar produciéndole una sensación instantánea de bienestar, un respiro temporario para su abatimiento.

    La mañana siguiente, el primer día del feriado de Pésaj, David se levantó temprano. El sol apenas comenzaba su ritual cotidiano y David sabía que tendría que actuar con rapidez para evitar una confrontación con su padre, que pronto se iba a levantar para asistir a los servicios en la sinagoga de al- Raki.

    Le dolía no poder despedirse de todos. Era mejor que no supieran adónde se dirigía, porque la mujabarat no los iba a tratar con delicadeza en los interrogatorios, en especial si la familia tenía algo para ocultar. Un lapsus linguae y David podría no tener éxito en llegar a la frontera. Sabía que iba a tener que viajar con nada más que la ropa que llevaba, porque una valija podría despertar sospechas. Había ahorrado veinte libras durante los últimos meses

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