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Capítulo Siete
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Libro electrónico335 páginas5 horas

Capítulo Siete

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Capítulo Siete es un relato verídico y tragicómico de las experiencias vividas durante las trece temporadas en las que su autor trabajó como guía turístico en catorce países de Europa. Es un capítulo de su vida, pero también una visión de algo que a todos, de una forma u otra, nos afecta. El mundo del turismo es cruel y generoso, amargo y dulce, un reflejo de lo peor y lo mejor que hay dentro de nosotros. La verdadera historia que encierra, quizá una gota de agua en el océano, arroja la luz cegadora de la honestidad sobre un mundo de hipocresía y codicia donde, sin embargo, no podemos evitar intentar ser felices.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 mar 2017
ISBN9788417023119
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    Capítulo Siete - Pedrojuán Gironés

    Primera edición digital: febrero 2017

    Composición de la cubierta: Thierry Torres

    Diseño de la colección: Jorge Chamorro

    Corrección: María Baz

    Revisión: Alexandra Jiménez

    Versión digital realizada por Libros.com

    © 2017 Pedrojuán Gironés

    © 2017 Libros.com

    editorial@libros.com

    ISBN digital: 978-84-17023-11-9

    Pedrojuán Gironés

    Capítulo Siete

    A la amistad forjada en las trincheras.

    Índice

    Portada

    Créditos

    Título y autor

    Dedicatoria

    Nota del autor

    Capítulo Siete

    Epílogo

    Agradecimientos

    Mecenas

    Contraportada

    Nota del autor

    Este escrito es totalmente ficticio. Todo lo que en él se describe es producto de la imaginación del que suscribe. Cualquier parecido entre los hechos narrados y la realidad, así como los nombres de empresas y personajes a los que se refiere, son pura coincidencia. Todo en él es falso, menos alguna cosa, como diría Rajoy.

    I

    Si la vida es un libro, está dividida en capítulos. No son como los de un libro convencional en que uno acaba y otro empieza, son capítulos que a veces se solapan, se superponen en la línea de tiempo, algunos de los cuales empiezan a escribirse el día en que tus padres se echan ese polvo proverbial del que vienes y no vislumbran el punto final hasta que expiras y tu último aliento te abandona para que retornes a ese otro polvo proverbial, de constitución bien diferente.

    Hay otros capítulos, sin embargo, que tienen un claro principio y un claro fin como son el colegio, la universidad, esa época de tu vida en que trabajaste en una u otra empresa, o el tiempo en que viviste en este o aquel lugar, o los días, meses o años en que tu pareja fue Fulanito o Menganita. Hay algunos que no sabes muy bien cuándo o dónde empiezan, ni tan siquiera si acaban o acabarán antes de que el tiempo termine de escribir el libro de tu vida.

    No sé exactamente por qué este es el Capítulo Siete, pero es el número que le ha tocado. Recuerdo con meridiana claridad el día que comenzó y vislumbro su final, aunque esto, todo sea dicho de paso, me ha pasado en otras ocasiones. Sí, tú, el rubio del fondo, te puedes reír todo lo que quieras. Yo también me río, por no llorar. Desde el mismo año en que empecé, 2002, con una periodicidad anual casi sistemática, cada mes de septiembre hasta el año 2009 decidía que sería el último año de mi vida en que trabajaría como guía turístico, y de eso hace ya trece temporadas, trece años en los que sin excepción he pasado por lo menos una semana viajando en autobús con un grupo de turistas por algún lugar de Europa. Hace cuatro años, cuando empecé a trabajar en SATO, dejé esa mala costumbre de engañarme pensando que cada año era mi último año; supe cada otoño que el siguiente sería igual, pero hoy sé que es el final. Mi alma está exhausta de hacer algo que no le sienta bien.

    Hasta ayer tenía un motivo para hacerlo. Ya no. Es el fin.

    Quizá sea para conjurar el final del propio capítulo para lo que, acostado en mi cama de un hotel de lujo de Moscú, comienzo a describir este capítulo por cerrar. Tengo planes, tengo unos planes tan interesantes que confío en que me ayuden a dejar este trabajo, un trabajo que «engancha», tal y como me advirtió en el último día de mi primera temporada una chica cuyo nombre era probablemente Inés, a la que sólo vi esa noche, y a cuyas advertencias no hice el caso adecuado.

    Ante el tropel de sensaciones que me produce el enfrentarme al texto que ha de fluir de mis dedos en las próximas semanas, creo que lo mejor para poner orden es empezar por el principio.

    Corría el final del invierno del año 2002, un invierno madrileño con soleados mediodías de primavera. Hacía un año que yo había abandonado un más que flamante empleo en una consultora americana que operaba en Alemania y en Suiza para tomarme un año sabático a bordo de un viejo barco de acero con mi hermano. Nuestras andaduras marítimas acabaron de forma un tanto precipitada y a renglón seguido yo me había matriculado en una escuela de teatro de Madrid, renunciando así, por el momento, a regresar a un mundo de afluencia económica y éxito social en cuyo terreno mi camino parecía dibujado como una autopista ante mis pies. Me lo parecía a mí, se lo parecía a los que me rodeaban, lo deseaban mis jefes, sólo era cuestión de dejarse llevar. Pero no me dejé llevar por lo que parecía «razonable» y dejé aquel camino. Con el cambio de vida mis ingresos mensuales reales se habían divido por un factor de veinte, y de poder viajar por el mundo y no reparar en gastos a la hora de darme los lujos que se me antojasen, algo en lo que no me he prodigado nunca, me encontraba calculando si podía o no permitirme tomar una caña después de mis clases de teatro. Algo a lo que afortunadamente tampoco he tenido que acostumbrarme aunque me haya vuelto a suceder en un par de ocasiones.

    Por aquellos días yo iba todos los domingos a correr detrás de un balón con mi cuñado en una pachanga que él organizaba en Entrevías. Él es arquitecto y entre los que iban a jugar se encontraba otro arquitecto, José López, alias ‘Feto’, a quien yo había conocido brevemente en la adolescencia y quien, aunque algunos años por delante de mí, había ido a mi mismo colegio…

    Perdón si interrumpo. Los puntos suspensivos son de hoy, 4:41 a.m., aeropuerto de Domodedevo, Moscú. Sería mejor una foto para ilustrar el caos que reina a mi alrededor. En una exigua sala se encuentra el pasaje que abordará cuatro vuelos en la próxima hora. Unas mil personas de pie, en filas gordas como morcillas. El aeropuerto es moderno, pero claramente no fue diseñado con mucho tino.

    Ayer tuve que interrumpir mi escritura porque tenía que dar salida a la visita de Moscú iluminado. Katja, la guía local, se fue sola con ellos. A las 9:30 p.m. debían haber salido, pero ella llegó algo tarde y me dio un pequeño susto. Un escalofrío me corrió por el cuerpo al pensar lo que habría de ocurrir si por alguna razón ella no llegase. Hacer yo mismo de guía local durante la visita a Moscú con un conductor español que no lo conoce y sin haberme preparado de antemano hubiese sido una forma curiosa de terminar el viaje, aunque no hubiese sido, por increíble que parezca, lo más disparatado que he tenido que hacer en este oficio. Pero Katja llegó, algo tarde pero llegó, y yo subí al autobús para despedirme del grupo.

    Este ha sido un viaje complicado pero ha terminado bien. Las abundantes propinas que hemos recibido, que últimamente escaseaban, son una mezcla de suerte y reconocimiento al trabajo «bien» hecho. Katja espera impaciente por acabar junto a la puerta del autobús mientras los aplausos y las risas que me impiden bajar contrastan con la tensión que impregnaba todo en el autobús hace quince días. El grupo estaba destinado a tener problemas, porque el autobús estaba completamente lleno. Demasiado lleno para un viaje de semilujo, con algunos de los mejores hoteles de Rusia y Escandinavia en el programa. A pesar de las palabras que normalmente consiguen evitar chiquillerías de este tipo, pronto empezaron a pelearse por los asientos del autobús y, al cabo de tres días, dos largas filas se estiraban desde sendas puertas cerradas, veinte minutos antes de que la abriésemos, mientras que Corcho y yo contábamos y cargábamos las maletas antes de salir de Bergen hacia el paraíso de los fiordos.

    Pero no es del principio de este viaje de lo que toca hablar, sino del principio del otro viaje, del principio del Capítulo Siete una mañana soleada de primavera en Madrid, después de un partido de fútbol en el que me encontré con Feto. No sé por qué lo llamaban así, pero es algo que se quedó en el colegio. Su nombre era José López y era arquitecto. Tampoco sé por qué o cómo había acabado un arquitecto en este gremio del autobús, pero siendo yo ingeniero tampoco soy quien para hacer preguntas. Supongo que empezó, de una forma o de otra, y se enganchó. Porque este trabajo engancha más que el tabaco, aunque a diferencia de este al menos tiene un lado bueno. Rectifico, tiene muchos lados buenos. Es importante subrayarlos, porque los malos van a salir sin esfuerzo a la superficie en esta fase de agotamiento espiritual en la que escribo estas líneas.

    Después del partido era costumbre ir a echar unas cervezas, una reconfortante jarra de medio litro de clara con limón, mucha gaseosa y poca cerveza, antes de pasar a las cañas y las tapas. Feto y yo nos pusimos rápida y brevemente al día de nuestros pasados. Yo había viajado mucho, conocía Noruega y, desde los diecisiete años, conocía la cultura escandinava por mis antiguos compañeros de colegio en París, había trabajado un mes en Dinamarca y veraneado otro en Suecia, tenía experiencia manejando grupos de niños y adolescentes. Era carne de cañón.

    No sé con exactitud cómo habían llegado a ello, pero había un grupo de guías en una empresa que se podía llamar Terra Joven —o algo así—, que había permanecido más o menos unido cuando esta quebró y pasó a llamarse Unijoven. Eran empresas que trabajaban con un perfil de turista joven y poco afluente que viajaba a la frontera norte de Europa, a Escandinavia, un lugar casi totalmente desconocido para los españoles de entonces y, en cierta medida para los de hoy, aunque no tanto. Unijoven había quebrado también y Travelplan, una empresa muy joven pero con todo el capital de Globalia a sus espaldas, había decidido hacerse con el negocio de Unijoven. Contrató a las personas que llevaban la operativa escandinava de Unijoven y estos contaron con el mismo grupo de guías.

    No era un grupo de guías al uso. En realidad no he conocido ni oído hablar nunca de un grupo de guías como aquel. Hay guías locales que se organizan en cooperativas apoyados por las regulaciones municipales, pero los guías correo o guías acompañantes que he conocido han sido siempre individuos aislados sin ninguna capacidad de negociación colectiva ni ninguna autonomía con respecto a los operadores mayoristas. Aquel grupo era diferente, aunque yo no lo conocí tal cual, porque ese domingo de primavera en el que me encontré con Feto el grupo estaba a punto de desaparecer.

    Feto era en cierta medida jefe de aquel grupo de guías, o al menos uno de los tres encargados de organizarlo. Él, Nacho y Ramiro organizaban «el cuadrante» de cada año, asignando a cada guía una serie de viajes para satisfacer las necesidades de la operadora de turno. Unijoven quebró durante la temporada del año 2001, cuando casi todos ellos se enteraron a mitad de viaje de que la empresa había quebrado y tuvieron que salvar el circuito haciendo pagar a los pasajeros por segunda vez sus alojamientos y comidas, aun sabiendo que ellos mismos nunca llegarían a cobrar. The show must go on. Ramiro, que ya hacía algunos años estaba dejándolo para dedicarse a una vida más tranquila con la que el destino le sonrió, se había apeado del carro; Travelplan iba a ampliar ligeramente el negocio y entre pitos y flautas necesitaban algún nuevo guía. «El próximo domingo hablamos más y tranquilos», me había dicho Feto, pero el próximo domingo nunca llegó, no para él. Murió en un accidente de moto. Me enteré por mi cuñado o por alguno de mis hermanos mayores.

    Yo vivía de las clase particulares, mis ingresos se limitaban aquel primer año a ochenta mil pesetas al mes; pagaba veintitrés mil de matrícula en la escuela de arte dramático, cinco mil del abono transporte, y si no llega a ser por la hospitalidad de mi hermana no sé dónde hubiese vivido.

    Hay tanta gente en la sala de embarque de Domodevo, por causa de un vuelo retrasado, que para encontrar un lugar en el que sentarme he tenido que meterme bajo una escalera. No soy el único, a mi lado dos chicas rusas se refugian del gentío. Si hubiese ahora un incendio sería un desastre. Rusia me sorprenderá siempre: algunas avenidas de Moscú tienen hasta nueve carriles en cada dirección y uno de sus aeropuertos más modernos no tiene espacio no ya para que se sienten los pasajeros, sino para que quepan de pie haciendo fila para embarcar. Se me escapa. Pero bueno, al viajar se ven muchas cosas que no se entienden, como la práctica incapacidad de los pueblos escandinavos para hacer duchas medianamente funcionales y cosas así… Quizá llegaremos a eso. De alguna forma esta espera en la que el vuelo no está oficialmente retrasado, pero de la que ya se deduce que no saldremos con menos de media hora de retraso, me hace pensar en la incertidumbre de los días que siguieron a la noticia del accidente.

    José me había dicho que trabajando sólo unos meses conseguía mantenerse todo el año. Eso era exactamente lo que me hacía falta: tener tiempo para ensayar, para mis clases, para mi formación como actor a tiempo completo durante el año. No es que me apeteciese conocer Escandinavia; ya conocía casi todos los lugares a los que iría en esos primeros años, ni me apetecía especialmente la idea de viajar.

    Para mí la idea de viajar nunca ha sido atractiva, como para ti la idea de respirar no te parece atractiva. He viajado siempre, por una razón o por otra, de un país a otro y precisamente cuando llegué a Madrid había decidido intentar guardar mi residencia en esa ciudad durante al menos cinco años. Lo que me apetecía era tener cierto desahogo económico y poder permitirme dedicarme al teatro, decisión que había tomado muchos años después de planteármela seriamente por primera vez a los 19 años y sobre la que no me quedaba ningún resquicio de duda. Feto me había puesto la miel en los labios y había desaparecido de la forma más brutal. Pero me había dado suficiente información para que la puerta no se cerrase totalmente con su desaparición. Ramiro era del mismo colegio al que habíamos ido José y yo, su hermano estaba en mi curso y a través de alguna cadena de compañeros de colegio sabía que podía localizarlo. La cuestión es, ¿quería? Me daba un terrible apuro llamar a Ramiro y decirle «hola, justo antes de morir, José me habló de este trabajo». En el fondo de mi mente estaba que él había dejado una vacante que alguien tenía que ocupar; «el muerto al hoyo y el vivo al bollo», me decía, y me sentía muy incómodo con la idea, pero tres semanas después logré tomar la decisión.

    Ya son tres chicas las que se han refugiado bajo esta escalera y empieza la confusión porque sale otro vuelo a Barcelona desde la puerta 18, también de Vueling. Probablemente mi equipaje se quedará en el Prat en vez de llegar a Mallorca conmigo. En fin, no será la primera vez que se me pierde la maleta.

    Cuando por fin localicé a Ramiro me dijo por teléfono que él lo había dejado, que ese año ya no «subiría» pero que me pusiese en contacto con Nacho. Ramiro me había conocido en la adolescencia. Aunque no me recordaba muy bien, me podía localizar en su memoria en relación con mis hermanos mayores y con los fines de semana de actividades con una organización pacifista internacional llamada CISV en la que Feto también participaba. Para Nacho, sin embargo, tal y como me confesó años después, había muerto su amigo y había aparecido una especie de doble, de aspecto semejante, del mismo colegio, con la misma forma analítica de enfrentarse a los problemas e incluso con la misma risa. No fue el único que tuvo esa sensación. Nuestra «entrevista» de trabajo fue con unas cañas en la plaza de Olavide. Lo pongo entre comillas porque la confianza de Nacho en el criterio de José era total. Si era él quien que me proponía desde la ultratumba ya estaba todo decidido, así que aquella entrevista se convirtió básicamente en mi primera clase de turismo. José acababa de publicar un libro, el Manual del guía turístico del que Nacho me regaló una copia. También me contó cómo se trabajaba, las cosas más importantes.

    A quien me pregunta por él le respondo con la boca llena que Nacho me ha enseñado todo lo que sé de este oficio, lo cual evidentemente no puede ser verdad, porque la mayor parte del tiempo uno lo pasa solo frente al grupo y aprende más de la experiencia y de sus propios errores. Quizá sea más exacto decir que me enseñó casi todo lo que me han enseñado. A día de hoy mi forma de trabajo tiene poco o nada que ver con aquellas nociones y conceptos que él me inculcó, pero gracias a ellas tuve una base sólida sobre la que empezar a desempeñar la función de guía sin grandes traumas, lo cual, dicho sea de paso, no es moco de pavo.

    II

    ¿Cuál es la función de un guía? La función de un guía local está muy clara, en uno o dos días han de mostrar, describir, contextualizar las bellezas de una ciudad. Su trabajo es fundamentalmente informativo. Al terminar la faena se van a dormir a su casa y a menudo no vuelven a ver al «grupo» ni siquiera una segunda vez. Casi nada de lo que hagan tiene implicaciones serias, aparte de un comentario más o menos favorable en las «encuestas». Ser guía local debe de tener otras dificultades como, por ejemplo, la de repetir incesantemente el mismo recorrido por las calles de tu ciudad, contar la misma historia, describir los mismos monumentos y, por supuesto, a veces aguantar al pesado de turno. Gestionar al pesado de turno es relativamente sencillo, aunque hay pesados muy pesados, pero incluso si esto significa cortarlo en seco o si lleva al guía local a perder los modales, al final del día, o quizá dos días después, el pesado de turno junto con el resto del grupo, divertido e interesado o apático y poco respetuoso con el trabajo del guía, va a desaparecer.

    La vida del guía acompañante es radicalmente diferente. Todo, prácticamente todo lo que hace o dice puede tener consecuencias. Esas consecuencias pueden ser buenas o malas, y si son malas pueden llegar a ser terriblemente malas. Al cabo de una, dos o tres semanas el Sr. Fleischmann se habrá ido a su casa, a su puta casa, y el circuito se habrá terminado, pero aparte de que esas dos semanas se hayan podido convertir en un auténtico infierno, no es demasiado improbable que al llegar a su casa el Sr. Fleischmann ponga una reclamación de tres pares de narices, describiendo con originales y a menudo poco veraces palabras los hechos acontecidos, incluyendo en el relato irrelevantes rasgos de tu aspecto físico, subjetivas y cuestionables opiniones sobre tus modales, tu dominio de este o aquel lenguaje y sobre todo las cosas que hiciste mal o las que dejaste de hacer.

    Dependiendo de tu posición en una empresa dada, una de estas reclamaciones puede tener mayores o menores consecuencias. En mi vida profesional no he oído ni he sabido de nadie que haya llegado a perder el trabajo como resultado de una solitaria e injustificada queja. Yo mismo he recibido alguna reclamación disparatada que una vez debidamente comentada ha sido enviada a la basura directamente por una jefa que conocía mi trabajo. Es decir, si realmente el problema lo tiene el Sr. Fleischmann y no tú, una vez que se ha ido a su casa, a su puta casa, el efecto de su airada queja en tu vida puede llegar a ser nulo en la práctica. Pero si eres nuevo en una empresa, o si tu jefa es una psicópata, o ambos, las cosas pueden ser muy diferentes. La última reclamación a la que yo tuve que hacer frente, cuyos motivos aún se me escapan, me costó la friolera de entre cinco y ocho mil euros. Al principio de esta andadura tú no sabes nada de eso, sólo temes la posible reacción de la jefa que puedes no saber siquiera si es psicópata, no te sientes suficientemente seguro en la empresa como para saber que quizá nadie va a hacer caso al Sr. Fleischmann y, lo que es mucho peor, su sola presencia en el autobús puede realmente hacerte la vida insoportable a ti y al resto del pasaje durante esas dos semanas que va a estar ahí. Una manzana podrida pudre el cajón, y los gruñidos a tus espaldas del descontento pasajero pueden provocar un efecto de bola de nieve que, en determinados caldos de cultivo, puede generar un auténtico motín en el autobús. Literalmente.

    Bueno, podría uno pensar, al final los hoteles son los que son, las comidas son las que son, el autobús es el que es, si están contentos o descontentos con lo que la empresa —que no tú— les ha dado por su dinero, viene a ser su problema. Pero no. Por un lado está que no todos somos capaces de mantenernos emocionalmente estables rodeados de gente que nos grita y nos acusa de ser responsables de sus miserias, porque para ellos, que no tienen a quién chillar sino a ti, tú eres la empresa, independientemente de que la empresa no se digne a hacerte un contrato, independientemente de que no sepas a ciencia cierta si la próxima temporada va a contar contigo o no, independientemente de que la empresa no vaya a querer correr con los gastos en los que has incurrido para salvar un viaje según tu mejor criterio cuando nadie en la oficina contestaba al teléfono. Independientemente de que a la empresa tú le importes una puta mierda, para el cliente tú eres la empresa.

    Trabajar para el público es complicado, quien lo ha hecho o lo hace, lo sabe, y las emociones que produce trabajar con gente son bien diferentes de las que produce trabajar con objetos, máquinas o diseños. Todo trabajo tiene un componente humano, pero cuando tus clientes van a estar a tu alrededor una media de doce horas al día durante siete, catorce o incluso veintitrés días, ese factor humano toma dimensiones descomunales. Según Nacho, José López tenía el estómago de acero inoxidable. Podía escuchar impertérrito las quejas de los clientes si sabía que no había nada que él pudiese hacer al respecto. ¡Qué envidia! Yo sufro de un exceso de empatía natural que sólo la experiencia ha podido moderar con el tiempo, pero mi estómago es de cualquier material menos de acero inoxidable. Pero la cosa no acaba aquí, va más allá de lo emocional.

    En la mayor parte de los circuitos que he guiado, una mayor o menor parte de los ingresos totales posibles depende de la capacidad del guía para vender excursiones opcionales. Es decir, si no mantienes al Sr. Fleischmann bajo control, la mala leche del Sr. Fleischmann puede implicar que en esa semana dejes de ganar una cantidad que puede variar entre cero y dos mil euros, puede que más. Incluso si eres guía vocacional porque te gusta, trabajas por dinero, el trabajo es agotador, estás fuera de casa en ciudades que ya no te sorprenden pero en las que no conoces a nadie y lo menos que esperas es ganar toda la pasta que sea posible. La pasta, la pasta. Así que si por culpa del Sr. Fleischmann el grupo pierde la confianza en ti resulta que cuando al grupo le aconsejes esta o aquella actividad puede que la gente no esté dispuesta a vaciar sus bolsillos en tus manos para hacer algo que, según el Sr. Fleischmann, no merece la pena, es demasiado caro, lo pueden hacer por su cuenta más barato y un largo etcétera que además suele ser verdad, una verdad a medias, pero si el Sr. Fleischmann consigue minar tu credibilidad su verdad se hará más verdad y una cantidad mayor de dinero dejará de llegar a tus manos.

    El método de trabajo de Nacho en aquellos días, elaborado durante catorce años junto con José y Ramiro, reducía al mínimo la posibilidad de que un pasajero medianamente normal se convirtiese en el Sr. Fleischmann y disminuía los efectos de un Fleischmann natural en el grupo, pero nada puede evitar que el Sr. Fleischmann, el auténtico ofuscado por la lentitud del portero de noche que no da abasto para hacerle el checkout a todo el grupo que, desoyendo las indicaciones del guía, ha dejado para esa madrugada el pago de sus facturas pendientes, empiece a gritar como un descosido que él de eso te culpa a ti, porque debías haberte asegurado de que había más personal en la recepción. Resulta evidente que todos los guías acompañantes tenemos un peso importante en la elaboración de los horarios de trabajo de los recepcionistas de los hoteles. Eso, como dicen los franceses, va de soi.

    A lo largo de los años todos los que trabajamos en esto aprendemos, de una forma o de otra, aplicando un método u otro, a controlar en mayor o menor medida el efecto Fleischmann en el grupo, eso implica un desarrollo personal importante porque conlleva un conocimiento intuitivo de algunos aspectos de la naturaleza humana que no dejan de ser útiles fuera del autobús. Como les encanta repetir a los viajeros, «para ser guía hace falta saber mucha psicología». No es que necesariamente puedas elaborar un compendio de los principios y efectos psicológicos que tienes en cuenta para controlarlo, pero una parte de ti los conoce y los controla. Consciente o intuitivamente tu comportamiento se moldea de forma que te conviertes en lo que el grupo necesita que seas, su guía.

    Hablar del grupo puede parecer una idiotez; uno podría suponer que más bien habría que hablar de veinte o cincuenta personas diferentes, pero el que trabaja con grupos sabe que eso no es verdad. Cada grupo tiene su propia personalidad, su propia fisionomía y sus propias características. Aunque en un grupo hay veinte o cincuenta «pax» —abreviatura de pasajero en la documentación técnica de un servicio turístico—, individuos con voluntad y motivaciones personales diferentes, el grupo tiene personalidad propia. Esa personalidad está constituida por la de esos individuos que se despersonalizan ante tus ojos para convertirse en pax. Entre nosotros podemos hablar de un grupo puntual o uno que no lo es, uno al que le interesa todo lo que oye y otro que prefiere dormir. La persona que se interesa rodeada de dormilones que ignoran el paisaje más maravilloso del mundo sufre un fenómeno de contagio incentivado por tu apatía, tu falta de motivación ante todos aquellos que duermen mientras te esfuerzas en contar cosas que les deberían parecer interesantes, pero que tú relatas por enésima vez. El grupo se duerme, el grupo es apático. Al revés, el que intenta dormir pero está rodeado de espíritus curiosos que lo quieren saber todo sobre lo que ven, sobre la gente que habita esas casas, los tipos de cultivos, la historia del país o si los noruegos son o no felices, se impregna de su interés y presta atención, incluso llega a preguntar cosas. El grupo está interesado. Pero ojo, que el grupo tenga personalidad propia no quiere decir que los pax no tengan también su propio papel diferenciado en el grupo. Hay una serie de roles que alguien tiene que desempeñar. El que siempre llega el último, aunque el grupo sea puntual, por ejemplo. Pero hay un rol fundamental que alguien tiene que desempeñar, porque de lo contrario tu vida podría incluso llegar a ser agradable, este es el papel que Nacho designa como «frente palizario».

    El frente palizario intenta sentarse justo detrás de ti. No es como los que luchan por la primera fila para sentirse privilegiados —el paisaje se ve prácticamente igual, sobre todo desde detrás del asiento del conductor con su mampara ahumada—, pero estar delante es tan especial. El frente palizario se sienta detrás del guía en el autobús si puede, al lado del guía en las comidas, hace las fotos pegado al guía, le pide al guía que le haga una foto en cada parada, pero lo que los identifica de forma unívoca es que sus integrantes, normalmente una pareja, puede que dos, son los primeros que te preguntan qué haces en invierno, si tienes novia, cómo puedes

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