Espacios de saber, espacios de poder: Iglesia, universidades y colegios en Hispanoamérica, siglos XVI-XIX
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Espacios de saber, espacios de poder - Bonilla Artigas Editores
Espacios de saber, espacios de poder.
Iglesia, universidades y colegios en Hispanoamérica.
Siglos XVI-XIX
UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO
INSTITUTO DE INVESTIGACIONES SOBRE LA UNIVERSIDAD
Y LA EDUCACIÓN
Colección Real Universidad
Bonilla Artigas Editores
Iberoamericana Vervuert
OTROS LIBROS
DE ESTA COLECCIÓN
1. Un clero en transición. Población clerical, cambio
parroquial y política eclesiástica en el arzobispado de México,
1700-1749
Rodolfo Aguirre Salvador
ISBN: 978 607 7588 66 5
2. Espacios de saber, espacios de poder.
Iglesia, universidades y colegios
en Hispanoamérica siglos XVI-XIX
Rodolfo Aguirre Salvador (coordinador)
ISBN: 978 607 7588 92 4
3. Universidad y familia. Hernando Ortíz de Hinojosa
y la construcción de un linaje, siglos XVI-XX
Clara Inés Ramírez González
Coordinación editorial
Dolores Latapí Ortega
Edición
Juan Leyva
Diseño de portada
Teresita Rodríguez Love
Primera edición en papel: 2013
© D.R. 2013, Universidad Nacional Autónoma de México
Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación,
Centro Cultural Universitario, Ciudad Universitaria,
Coyoacán, 04510, México, D. F.
Tel. 56 22 69 86
Fax 56 64 01 23
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ISBN: 978-607-02-4181-9 (UNAM)
ISBN: 978-607-7588-92-4 (Bonilla Artigas Editores)
ISBN: 978-84-8489-781-1 (Iberoamericana Vervuert)
ISBN edición digital: 978-607-8348-19-0
Se prohíbe la reproducción, el registro o la trasmisión parcial o total de esta obra por cualquier medio impreso, mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético u otro existente o por existir, sin el permiso previo del titular de los derechos correspondientes.
Hecho en México
INDICE
Presentación
I. Universidades, colegios y proyectos políticos
Pocos graduados, pero muy elegidos
: la universidad del convento de los predicadores en la isla de Santo Domingo (1538-1693)
Una reyerta historiográfica
Una tierra difícil
El fin de una concordia
El estudio conventual
Una bula problemática
Proyectar una universidad
Del dicho al hecho
El colegio de San Pablo y la universidad de San Marcos
1. Los años iniciales del colegio de San Pablo
El conflicto con la universidad
La concordia de la discordia
Conclusión
La fundación del seminario conciliar y el fortalecimiento de la jurisdicción episcopal (Lima, 1564-1603)
El fortalecimiento de los estudios catedralicios
Los primeros intentos de creación del seminario conciliar
Dos proyectos en conflicto
Los primeros años del seminario.Entre la autoridad virreinal y el cercado de Lima
De seminario conciliar a universidad: Un proyecto frustrado del obispado de Oaxaca (1746-1774)
Planteamiento general
El obispado de Oaxaca y sus colegios
Las razones de un obispo
La oposición de la Real Universidad de México
Nuevos intentos en Oaxaca: el cabildo eclesiástico y el ayuntamiento civil
A manera de conclusión
II. La formación del clero secular y sus carreras
La formación de los sacerdotes de la diócesis de Nicaragua y Costa Rica (1534-1821)
Introducción
El seminario tridentino de San Ramón Nonato
La preparación de los obispos
La educación y las redes sociales en los nombramientos del clero secular
Las capellanías
Los centros de estudios en Guatemala
A manera de conclusión
Generación tras generación. El linaje Portugal: genealogía, derecho, vocación y jerarquías eclesiásticas
Juan Jazo de la Mota Osorio y Portugal: el clérigo rentista
Pedro de Valdés y Portugal: de clérigo y abogado a inventor. Entre el mundo jurídico y la aptitud técnica
El clero secular en la universidad de San Felipe de Santiago de Chile (siglos XVIII y XIX)
Introducción
Algo de historia sobre los estudios universitarios en Chile, siglos XVII y XVIII
La cátedra y la prebenda
La cátedra y el servicio en curatos
La cátedra y las canonjías de oficio
Prebendados rectores de la universidad
Las oposiciones a las cátedras durante la época colonial
La Universidad de San Felipe ante el proceso independentista
Conclusiones
III. La fundación de centros educativos ante la sociedad
Cuánto importa a la sociedad la educación de la juventud
: Iglesia y educación en la Nueva Vizcaya
Introducción
Escuelas de primeras letras
Escuela de gramática
Colegio seminario tridentino, 1705-1715
Colegio seminario de San Pedro y San Javier, 1715-1767
Otras instituciones educativas
Después de la expulsión de los jesuitas
La educación femenina
Restablecimiento de la Compañía de Jesús
Conclusiones
Para lo divino y para lo humano: los colegios jesuitas de Yucatán
Los colegios de Yucatán: educar en letras y virtudes. El colegio de San Javier (Mérida)
El seminario de San Pedro (Mérida)
La residencia San José (San Francisco de Campeche)
Para el universal consuelo de las almas
Reflexiones finales
Ilustración, educación y secularización: Las escuelas parroquiales del obispado de Michoacán (1765-1767)
La política de castellanización y las escuelas de castellano
El ilustrado Gerónimo López de Llergo y sus escuelas parroquiales de primeras letras
La difusión de las escuelas parroquiales y sus primeros nombramientos
La reglamentación de López de Llergo y el financiamiento de las escuelas parroquiales
A modo de conclusión
IV. Luego de la expulsión jesuita: represión, censura y reajustes
La expulsión de los jesuitas y la represión del jesuitismo en Nueva España
El poder. La expulsión
El pueblo. La general conmoción que han padecido las conciencias
Extinción de la Compañía de Jesús, 21 de julio de 1773
Conclusión
La cancelación de lo escrito: Prácticas de censura libraria y documental en la universidad de Córdoba durante las direcciones jesuita y franciscana
La llegada de la imprenta y los primeros productos de sus tórculos
La censura de lo escrito
Formando ministros útiles: Inculcación de hábitos y saberes trasmitidos en el colegio de San Ildefonso (1768-1816)
Inculcación de hábitos
Saberes, métodos y exámenes
La distribución del tiempo
A manera de conclusión
V. Transiciones del periodo colonial tardío e independiente
El proyecto educativo en Yucatán a fines del siglo XVIII y principios del XIX: el seminario y la casa de estudios
El seminario conciliar
El proyecto de la universidad
La casa de estudios
Reflexiones finales
Los ámbitos de la educación como enclaves de poder: Córdoba del Tucumán entre la colonia y la Independencia
Los espacios de formación de la juventud en Córdoba
La universidad como ámbito de encuentro de las élites regionales
Refundación de la universidad: el triunfo de los Funes
Sobre el autor
Presentación
Es de sobra conocida la presencia de la Iglesia y sus instituciones en las sociedades coloniales de Hispanoamérica. A ella le fue delegada, desde el siglo XVI, autoridad espiritual, gubernativa e incluso política, dado que la monarquía la consideró uno de los principales apoyos para su dominio imperial. De ahí la influencia que alcanzó en múltiples aspectos, dos de ellos, sin duda, la educación y la formación intelectual de varios sectores sociales. En este sentido, la meta de la presente obra es hacer una revisión de las instituciones y los recursos de que dispusieron la Iglesia y sus miembros para incidir en la educación de las élites coloniales, en comparación con otros sectores menos favorecidos, como los pueblos de indios. Igualmente, ha interesado analizar el vínculo que se dio entre la adquisición de saberes y la búsqueda de poder. Así, la obtención de los grados académicos, de una identidad intelectual-corporativa, la consolidación de un colegio o la dirección de una universidad se tradujo también en la capacidad del clero secular o regular para formar letrados, quienes a su vez influirían en los destinos de la sociedad a la que pertenecían.
Durante la colonia, la Iglesia tuvo un doble compromiso: formar un buen clero, por un lado, y educar a la juventud seglar, por el otro. Pero la educación de esta última significó, ante todo, formar buenos cristianos, fieles al catolicismo y a la corona. De ahí que la fundación de establecimientos educativos estuviera entre las principales preocupaciones de los poderes públicos, pues era un asunto que no podía dejarse a la deriva. Dado que los saberes y los grados académicos daban prestigio y autoridad en sociedades altamente jerarquizadas, sus destinatarios debían ser bien seleccionados, según los principios políticos de cada época. De ahí que los centros educativos no fueran inamovibles, sino que cambiaran de acuerdo con los intereses de la monarquía, de la Iglesia o de la sociedad. En ese sentido, ESPACIOS DE SABER, ESPACIOS DE PODER… es un trabajo colectivo que atiende la necesidad de profundizar en el conocimiento de las múltiples relaciones de la Iglesia hispanoamericana con las instituciones educativas, no sólo desde la óptica de trasmisión de saberes, sino también buscando clarificar los vínculos con los poderes públicos, desde el monarca, pasando por los virreyes, hasta las audiencias y las élites urbanas. Aunque los trabajos no necesariamente guardan continuidad espacial o temporal, el lector puede hallar temas transversales que subyacen a lo largo de las secciones; por ejemplo, la presencia jesuita como modelo educativo de referencia, de imitación o de rechazo; los intentos del clero secular por tener su propio modelo educativo, o la autarquía educativa del clero regular, por mencionar los más sobresalientes.
De esa forma, el libro se ha dividido en cinco secciones, buscando una mejor exposición de los resultados obtenidos por los autores. En la primera sección, "Universidades, colegios y proyectos políticos", compuesta de cuatro capítulos, se da cuenta de la estrecha relación entre los intereses políticos de la Iglesia y sus empresas educativas. El trabajo de Enrique González, por ejemplo, nos muestra cómo el clero regular no fue ajeno al interés mostrado en otros sectores de la Iglesia por gozar del prestigio docente y el privilegio de otorgar grados, más allá de los objetivos propios de la vida conventual. Tal fue el caso de los dominicos de la isla de Santo Domingo, quienes, en medio de una población y una economía inestable, lograron en 1538 una bula del papa que les dio derecho a erigirse en universidad y conferir grados. En este detallado estudio se da cuenta de las difíciles circunstancias en que los religiosos comenzaron a otorgar grados, aun sin haber consolidado un estudio general, pues sólo enseñaban artes y latín. Con todo, como sugiere el autor, y a pesar de que no fue sino hasta el siglo XVII que se consolidaron más cátedras, la universidad de los dominicos ejerció el privilegio de otorgar grados, incluso de medicina; es decir, se trató de una universidad, sin estudio general de facultades, que intermitentemente concedió títulos de doctor. Los frailes de la isla vincularon la suerte de su universidad a la del convento, que nunca fue boyante. Peor aún, en la medida que jamás se configuró el proyectado cuerpo de doctores, el prior se limitó a usar la facultad de graduar como quiso o pudo, sin preocuparse por dar forma a una auténtica universidad. Es cierto que muchas universidades peninsulares de reciente creación hacían otro tanto; es decir, usaban de una bula para graduar, previo pago de derechos, y no para coronar la dedicación al estudio. En 1679 el arzobispo Fernández de Navarrete se quejó de la facilidad grande
con que los dominicos otorgaban grados. A más de siglo y medio de erigida, y en vísperas de grandes conflictos con los jesuitas, la universidad de los dominicos seguía graduando sin mayor autoridad que la bula, al margen de todo control real, y para facultades en las que no impartía docencia, pues el único factor determinante seguía siendo la voluntad del prior.
Caso diferente fue el de los colegios jesuitas, instituciones que muy pronto arraigaron en las sociedades coloniales, provocando recelos de otras entidades previamente instituidas, como lo expone Pedro Guibovich en su estudio sobre el colegio jesuita de San Pablo y su disputa con la Universidad de San Marcos. Lima, como capital del virreinato que dominaba la escena en la América meridional, fue indudablemente el centro de poder y de cultura. En la época del virrey Toledo se sentaron las bases para ese poderío, y en ese contexto es que debemos entender los conflictos entre el colegio jesuita y la universidad. En este sentido, el autor nos presenta una explicación detallada sobre el conflicto en el que se jugaba la primacía docente y la concesión de los grados. Tanto los jesuitas como el claustro de doctores de la universidad buscaron ambas cosas, cada uno echando mano de los mejores resortes políticos a su alcance, por lo que intervinieron los poderes públicos del virreinato y de España. Esto debe llevar a preguntarnos cuál era la importancia de los estudios mayores y los grados para las sociedades del siglo XVI. El autor nos da elementos valiosos para entenderlo: cada cátedra, cada curso, cada grado o evento académico tenía, además del obvio valor intelectual y académico para los estudiantes, un valor social intrínseco; es decir, los conocimientos de latín, humanidades, filosofía o teología adquiridos en las aulas se traducían en prestigio y fundamento de poder y autoridad para las familias españolas de Perú, en una época en que nacía un nueva sociedad. Por otro lado, la formación de letrados, teólogos y clérigos que reafirmaran el poder hispánico en América era crucial para la corona, de ahí que se buscara que los mejores educadores, doctores universitarios y jesuitas llegaran a acuerdos sobre el rumbo que debían seguir los centros educativos. La corona no podía prescindir de ninguno de ellos, por eso buscaba equilibrios, sobre todo cuando se llegaba a conflictos como el que explica el autor. La concordia a la que llegaron finalmente, siguiendo la experiencia mexicana, a principios de siglo XVII, garantizó una coexistencia provechosa para las partes, especialmente para la corona y la élite peruana.
En contraste respecto a la consolidación de los colegios jesuitas, la fundación de seminarios conciliares, ordenada por el concilio de Trento, no fue fácil en Hispanoamérica, como lo demuestra el hecho de que muchos de ellos tardaron en abrir, y cuando alguno lo hizo tempranamente llegó a tener serios obstáculos para consolidarse. Tal fue el caso del seminario conciliar de Lima, como nos explica Leticia Pérez, quien detalla el contexto de esa fundación, a la que se opusieron no sólo los religiosos y los jesuitas, sino los mismos prebendados de catedral. Sin duda, detrás de cada fundación se hallaban intereses políticos, culturales y hasta económicos. Este trabajo demuestra que no debemos entender al clero secular como un todo uniforme; también, que la creación de seminarios tridentinos, en la que teóricamente debía estar interesado el mismo clero secular por ser una fuente para su propia reproducción, en la práctica podía convertirse en una manzana de la discordia, al ser entidades que rivalizaban con otras instituciones que ya satisfacían esa formación clerical, como las universidades y los colegios jesuitas. Por ello, cuando el arzobispo Mogrovejo se propuso abrir su seminario varias fuerzas se opusieron: los jesuitas, la universidad, el alto clero y los doctrineros, cada uno por sus propios motivos. Las fuentes económicas para el sustento de los seminarios conciliares estuvieron entre los principales problemas para su creación, pues si bien el concilio de Trento estableció que dichas fuentes serían las rentas eclesiásticas de cada obispado, los prelados indianos carecían de la fuerza política suficiente para hacer efectivo su cobro. Otros obstáculos fueron la renuencia de la clerecía a contribuir con el seminario y la expansión de los colegios de la compañía.
Sin duda, los elementos que condicionaron la creación de seminarios conciliares en Indias remiten al proceso de establecimiento de la Iglesia diocesana, pues, más allá de ser tan sólo centros destinados a la formación de la clerecía, los seminarios serían puntales para el fortalecimiento de la jurisdicción episcopal. Así, señala la autora, la fundación del seminario de Lima correría en paralelo con la del asentamiento de la Iglesia secular. Para 1590 varios eran los seminarios conciliares del Perú que, luego de haberse creado, se vieron obligados a cerrar por falta de rentas, o bien fueron dejados a la administración jesuita.
Para el siglo XVIII, el contexto en que se desenvolvieron los seminarios conciliares ya era diferente, en el sentido de que tenían el apoyo de la monarquía para su desenvolvimiento normal, a tal punto que algunos intentaron convertirse en universidad. Así, Rodolfo Aguirre explica los intentos de un obispo de Oaxaca de mediados del siglo XVIII para convertir el seminario conciliar de Santa Cruz en universidad, a raíz de lo cual los involucrados discutieron sobre el papel de los grados, del clero secular, de la docencia jesuita y el futuro de la juventud de una región periférica de Nueva España. El autor señala que los seminarios conciliares de esa época no formaban solamente clérigos, sino también a muchos seglares que no tenían como destino la Iglesia, sino la abogacía, los tribunales u otras ocupaciones; en otras palabras, ayudaban a la educación en general de los hijos de familia. Sin duda que el estar bajo el patronato real los hizo partícipes de las obligaciones más amplias de la corona. De ahí que Carlos III mostrara interés por abrir una universidad en Oaxaca, a pesar de la oposición de la real audiencia y de la Universidad de México.
Con todo, el intento oaxaqueño se frustró. Aunque la Universidad de México fue tomada en cuenta por la corona, ello no fue el principal obstáculo, sino otros de índole local. De todas las diócesis novohispanas, la de Oaxaca era la cuarta en cuanto a ingresos de diezmos, muy por atrás de Puebla, Valladolid y México, por lo cual no quedaba claro si tendría suficientes recursos para fundar más cátedras para la universidad. El obispo promotor de la fundación no precisó los recursos para ello ni tampoco definió el siempre importante asunto de en qué instancia recaería el patronato de la nueva universidad o quién elaboraría sus constituciones. Este punto fue evidenciado por la Universidad de México, señalando que era impropio que un obispo gobernara una institución de ese tipo. Otro asunto que quedó sin resolver fue el de cómo se aseguraría la formación de clérigos al desaparecer el seminario. Finalmente, otro problema que el proyecto oaxaqueño no pudo acabar de resolver fue la lentitud de la procuración, pues entre un informe y otro que se pidiera en Madrid pasaban años enteros. Carlos III dio prioridad a otros asuntos educativos, como el futuro de los antiguos colegios jesuitas o la apertura del colegio de minería, el jardín botánico y las cátedras de anatomía y cirugía en la capital. En 1778, un nuevo obispo de Oaxaca se olvidó del asunto, mostrando así los límites del clero secular para crear universidades.
Para la Iglesia secular nunca fue fácil hacerse cargo de la formación y promoción de clérigos, dada la gran dependencia que desde el siglo XVI tuvo de los colegios jesuitas. Así se muestra en la segunda sección de este libro, La formación del clero secular y sus carreras
. A diferencia de los religiosos, que siempre podían contar con sus escuelas y noviciados para su propia preparación, quienes aspiraban a ser clérigos no siempre tenían esas facilidades, por lo que para su educación debían depender de centros educativos a veces insuficientes y salir incluso de su obispado para graduarse. Un ejemplo de los obstáculos que debían vencer los clérigos para iniciar una carrera eclesiástica es el de la diócesis de Nicaragua y Costa Rica. Gracias al trabajo de Carmela Velázquez es posible conocer los caminos que debían recorrer los clérigos de ese obispado para estudiar y graduarse. El seminario conciliar allí no se fundó sino hasta 1680 en León; en tiempos anteriores las familias debían enviar a sus hijos a Guatemala.
Con la fundación del seminario de San Ramón se garantizó entonces la formación de un clero nativo, que por lo regular descendía de las familias poderosas de la región. Quienes quisieran graduarse, no obstante, debían acudir a la Universidad de San Carlos o al colegio jesuita de Guatemala. Otro factor que posibilitó la generación de clérigos fue, como indica la autora, la fundación de capellanías, con cuyas rentas se facilitaron los estudios y la ordenación de varias generaciones de sacerdotes. No obstante la final consolidación de centros para educarse y graduarse, varios de los clérigos que ocuparon altos cargos carecieron de grados, contando en su lugar con buenas relaciones sociales y recomendaciones que pasaban por alto sus carencias. Sin duda que en ese obispado el factor familiar pesaba más en la carrera eclesiástica.
Hacer carrera en la Iglesia, sobre todo en diócesis con una gran población clerical y, por tanto, con mucha competencia, podía convertirse en una empresa por demás difícil, aun cuando se fuera miembro de una familia prominente y rica. Tal nos demuestra Marcelo da Rocha en su estudio sobre dos clérigos del rancio linaje Portugal, de la ciudad de México: Juan Jazo de la Mota y Pedro Valdés y Portugal. Ambas trayectorias clericales son, sin duda, un contrapunto a los modelos de carrera que en la primera mitad del siglo XVIII se desarrollaban en el arzobispado de México, y cuyo fracaso para ascender a las prebendas eclesiásticas muestra la importancia de contar con relaciones en el alto clero. El caso de Juan Jazo ilustra muy bien a ese sector del clero sin una vocación sacerdotal clara y que buscaba solamente vivir de una renta eclesiástica. Más compleja es la trayectoria de Pedro de Valdés y Portugal, descendiente de un linaje de primer orden en el mundo hispánico, quien sin embargo no logró acceder a los curatos y prebendas del arzobispado de México. Contando con grandes e innegables méritos familiares y con el hecho de haber promovido una técnica exitosa para el desagüe de las minas de Zacatecas, que hizo valer ante el virrey, sin embargo el clérigo Valdés no pudo hacer carrera en la Iglesia. Según el autor, ello se debió, por un lado, a que los méritos de la ascendencia familiar estaban siendo deslegitimados como vía de promoción y, por el otro, a su lejanía de los grupos clientelares que dominaban el ascenso dentro de la jerarquía eclesiástica.
Por otro lado, si deseamos profundizar hasta qué punto la educación y el futuro del clero secular iban de la mano debemos entonces voltear la vista al caso de Chile. Lucrecia Enríquez nos plantea dos etapas sobre la formación del clero secular de esa región: antes y después de la apertura de la Real Universidad de San Felipe en 1756. Si bien en el siglo XVII y primera mitad del XVIII los colegios dominico y jesuita pudieron conceder grados de bachiller, licenciado o doctor, según privilegio pontificio, a partir de 1756 la universidad monopolizó la graduación. Para el clero secular chileno las cátedras y los grados dinamizaron su carrera, facilitando su inclusión en las élites a fines del periodo colonial. Para las familias, la universidad ayudó a consolidar su poder a través de las cátedras y los altos cargos eclesiásticos de sus descendientes. Además, destaca la autora, la creación de esa universidad formó parte de un más amplio proyecto de la corona española, propio del siglo XVIII, de apoyar la consolidación del clero secular y disminuir la presencia de los religiosos. No obstante, con la independencia, en 1813 se creó el Instituto Nacional, en donde se reunió a los centros educativos, incluyendo a la Universidad de San Felipe. Cuando en 1814 las tropas españolas reconquistaron Chile, se restableció la universidad. No obstante, luego de la victoria del ejército de los Andes en Chacabuco, en febrero de 1817, el nuevo gobierno restauró el Instituto Nacional.
Otro actor fundamental en el desarrollo de las instituciones educativas regidas por la Iglesia en Hispanoamérica fue, sin duda, la misma sociedad en sus diferentes regiones. En la tercera sección, La fundación de centros educativos ante la sociedad
, es posible advertir cómo el factor social podía ser determinante también en el devenir de la educación. En este sentido, Leticia Magallanes nos presenta una visión de conjunto de las institucio-nes educativas en el obispado de Nueva Vizcaya, en el norte novohispano, en donde se puntualizan cuatro etapas: el establecimiento de las primeras escuelas de primeras letras en el siglo XVI, la creación en el siglo XVII de la escuela de gramática latina jesuita, la fundación del seminario conciliar a principios del siglo XVIII y los esfuerzos por crear un colegio de monjas, así como los desajustes provocados entre la expulsión de los jesuitas y la independencia de México. La constante en Nueva Vizcaya fueron los repetidos esfuerzos de varios obispos, prebendados, jesuitas y religiosos por fundar y consolidar sus centros educativos ante una serie de obstáculos a veces insalvables, como la falta de financiamiento permanente, el visto bueno de la monarquía o el desinterés de una sociedad de frontera, que muchas veces estaba más preocupada por salvaguardar sus propiedades y su integridad que por la educación. En el caso de Nueva Vizcaya es claro que sólo la Iglesia y sus corporaciones podían hacerse cargo de la educación, pues fuera de ella difícilmente se pensaba en algo así; en especial los jesuitas, columna vertebral
de la educación en esa región.
La huella jesuita en una zona de frontera debe compararse con la que dejaron en otras zonas alejadas de la capital novohispana, como la de Yucatán. En este sentido, el texto de Adriana Rocher se concentra en los tres colegios jesuitas que se fundaron en esa región: los de San Francisco Javier y San Pedro, en Mérida, y el de San José, en Campeche. Como en Nueva Vizcaya, los jesuitas sustentaron el principal proyecto educativo de la península, aunque con la gran diferencia de que el más importante centro, el de San Francisco Javier, fue reconocido como universidad con derecho a otorgar grados académicos. Alrededor de este colegio los jesuitas consolidaron su presencia educativa y social; además, sus catedráticos dieron vida también al más pequeño colegio de San Pedro, mientras que en el de Campeche sólo se enseñaban las primeras letras y la doctrina. Los colegios de Mérida pertenecieron a una sociedad dirigida por encomenderos, con aires señoriales, y coadyuvaron a que los hijos de esa élite se educaran y se insertaran en cargos de mando o gobierno, además de formar al clero secular yucateco. Los jesuitas no cuestionaron el orden social existente, pues su principal función era formar cristianamente y salvar almas. De manera secundaria, sí ayudaban a que hubiera cierta movilidad social, aunque siempre dentro de los márgenes que el régimen permitía.
Pero el clero no sólo se hizo cargo de colegios y universidades de estudios mayores sino también de la educación de los indios. En plena época de la secularización de doctrinas de la segunda mitad del siglo XVIII, en el obispado de Michoacán, un diligente canónigo y funcionario de la mitra emprende la innovadora tarea de crear escuelas parroquiales de primeras letras, independientes de las escuelas de doctrina tradicionales. Para Guadalupe Cedeño, la empresa del canónigo López Llergo, visitador del norte de ese obispado, que abarcaba las misiones franciscanas, fue muy singular por todo lo que representaba. No sólo trató de reforzar la evangelización, sino también intentó consolidar una mejor educación para indios e indias: lectura, escritura y aprendizaje de oficios. Esta inclusión de la alfabetización era una novedad en esa región, y era una clara expresión del pensamiento ilustrado, al considerar la educación como la mejor y más eficaz solución ante el bajo nivel de vida de los naturales. Los frailes se mostraron recelosos y eludieron con argucias la instalación de las escuelas. Igualmente, el canónigo presionó a favor de la conversión de esas misiones a parroquias, para facilitar su secularización.
A pesar de los firmes pasos que el visitador logró durante su recorrido, la inercia de tantos años y la falta de costumbre de enviar a los niños a una escuela, muchas veces inexistente, era todo un reto a superar. Otro de los mayores problemas que la mitra de Michoacán enfrentó fue el del financiamiento. Como no existían fuentes seguras, se autorizó a los maestros a negociar con los padres el pago de cuotas. Por lo que respecta a las mujeres, señala la autora, fue una etapa de reivindicación para ellas que muestra los ideales ilustrados de proporcionarles educación, a pesar de que el deseo de enseñarlas a leer, escribir o hacer cuentas estaba subordinado al principal objetivo de formar buenas esposas y madres. Los avances de López de Llergo en la fundación y reglamentación de las escuelas parroquiales, así como su recorrido, en general, pueden considerarse como exitosos. Sin embargo, la realidad es que estos centros educativos no se consolidaron con su visita, pues el canónigo sólo revisó una parte del obispado, quedando vastas regiones por revisarse y donde establecer escuelas parroquiales; además de que el financiamiento, uno de los principales problemas para el buen desempeño de estas últimas, no pudo resolverse del todo.
Una etapa singular en Hispanoamérica se inició con la expulsión de los jesuitas, acontecimiento que tuvo amplias repercusiones en el ámbito educativo. Así lo reflejan los capítulos de la cuarta sección, Luego de la expulsión jesuita: represión, censura y reajustes
, en donde los autores dan cuenta de la clara preocupación de la monarquía y la Iglesia secular por hacer una segunda expulsión, en esta ocasión, del legado intelectual jesuita depositado en sus ex discípulos. Hasta qué punto los jesuitas estaban arraigados en la sociedad novohispana, luego de dos siglos de presencia religiosa, educativa e intelectual, nos puede dar una buena idea el texto de Eva María Mehl en la investigación sobre la represión del jesuitismo en los años posteriores a la expulsión de 1767. La autora centra su exposición en el ambiente político y social vivido en Nueva España en esa época: desde las pastorales de los prelados Lorenzana y Fabián y Fuero, pasando por la ambigua actuación de la Inquisición, la supresión de las cátedras de autores jesuitas en colegios y universidad, hasta la persecución de la literatura panfletaria y el escurridizo asunto de las confesiones.
La desaparición física de los padres jesuitas no significó en manera alguna su desaparición intelectual o espiritual, sino que en la población se abrió todo un debate sobre la justicia o no del extrañamiento, así como sobre sus causas. No obstante la categórica orden de la corona para silenciar todo sobre la expulsión, en la práctica hasta los confesionarios se convirtieron en lugares de diálogo y discusión sobre el asunto. El acontecimiento dividió la opinión de los novohispanos, aunque es posible advertir un mayor pesar y resentimiento por la expulsión que una visión favorable. Hasta el tribunal inquisitorial mexicano mostró reticencias para actuar como la corona esperaba. Sin duda que la partida de los jesuitas trastornó el sistema de colegios y cátedras, y la apuesta era reponerlo de la mejor manera posible; en ello, los seminarios conciliares pasaron a un primer plano.
Otro ejemplo de la política borbónica de censura a doctrinas jesuitas o ajenas a sus principios políticos y doctrinarios fue el de la Universidad de Córdoba de Tucumán. Partiendo de la tardía llegada de la imprenta a esa ciudad, lo que no sucedería hasta la década de 1760, Silvano Benito llama la atención sobre el poder que en la sociedad tenía la escritura, no sólo como vehículo de mensajes, sino también como uniformadora de ideas y comportamientos; más aún, destaca que el Estado moderno asumió también el control de la escritura impresa, buscando la uniformidad de la sociedad gobernada. Después de la expulsión de los jesuitas, bajo quienes estaba el gobierno de la universidad desde 1622, ésta se les dio a los franciscanos, quienes se caracterizaron por estar a favor del regalismo y de la implantación de doctrinas galicanas y filojansenistas, acorde a la perspectiva reformista de la dinastía borbónica.
La óptica ideológica de la universidad cambió y se la intentó consolidar más aún después de la Revolución Francesa, mediante un esmerado control interno y externo de lo que se leía e impartía en las aulas. Controlar lo que difundía la universidad y sus graduados era importante por su proyección social. Para ello se practicó tanto una censura preventiva como una correctiva de lo que alumnos y catedráticos imprimían. El rector se convirtió en un instrumento clave de las políticas que el Estado intentó aplicar en las universidades, como, por ejemplo, vigilar que no se publicaran tesis a favor del regicidio y contrarias a las regalías de la corona u ofensivas a la Iglesia. En 1801 se creó el cargo de censor regio para las universidades de América, el cual daba continuidad, desde el exterior, a la censura de los rectores.
En cuanto a Nueva España, luego de la expulsión jesuítica el clero secular ocupó también un lugar central en los planes de la corona. Un ejemplo de ello fue la reapertura del colegio de San Ildefonso de México en 1768, bajo el gobierno de la mitra mexicana. Mediante un análisis de las nuevas constituciones de 1779 que rigieron el colegio ex jesuita, Mónica Hidalgo establece que el régimen interno de vida escolar y cursos tuvo como principal fin formar ministros útiles y fieles a los designios regalistas de la monarquía borbónica. Si, por un lado, el paradigma era formar colegiales disciplinados, religiosos, obedientes, mediante una normatividad estricta, puntual, que en realidad no se alejaba del periodo jesuítico; por el otro, la autora localiza en el nuevo plan de estudios los matices que hacían coincidir el tipo de saberes trasmitidos en las aulas con los principios políticos en boga del absolutismo monárquico. Los catedráticos de San Ildefonso tenían prohibido enseñar escuelas teológicas contrarias a Santo Tomás o San Agustín, así como doctrinas consideradas laxas o vetadas por el monarca. La reforma en los estudios gramaticales tuvo como fin enseñar menos latín a favor del castellano. Igualmente, se buscó introducir la ciencia moderna a través de las cátedras de matemáticas y de física experimental.
En las facultades de cánones el régimen intentó subordinar los estudios a las doctrinas que sustentaban el reformismo eclesiástico —como el conciliarismo, el episcopalismo o el galicanismo—, marginando la tendencia decretalista, símbolo del poder del papado. En las facultades de leyes se buscó el estudio del derecho patrio o real y del derecho natural y de gentes.
En la quinta sección, Transiciones del periodo colonial tardío e independiente
, se abordan estudios de caso sobre la manera como las instituciones educativas sobrevivieron entre la expulsión jesuítica y el periodo de la independencia. Para Mérida, Yucatán, por ejemplo, Laura Machuca nos explica el devenir del seminario tridentino luego de la expulsión de los jesuitas. Este colegio fue el único centro de estudios mayores, destaca la autora, que hubo en Yucatán luego de la expulsión, por lo cual dominó la escena a fines del siglo XVIII. En el seminario se formaron no sólo los clérigos sino prácticamente todos los hombres que rigieron los destinos de la península. La época de mayor esplendor fue entre 1780 y 1814, cuando entraron al seminario 509 estudiantes. Algunos profesores quisieron renovar su plan de estudios pero los obispos lo impidieron; igualmente se pugnó por su conversión en universidad para continuar la tarea que había iniciado el colegio jesuita de San Javier desde el siglo XVII, pero la falta de claridad en el proyecto y el desinterés del obispo Piña y Mazo impidieron ese objetivo. Sólo en 1824 se abriría, aunque ya en un contexto completamente diferente. Quizá tales sinsabores llevaron a la creación de la Casa de Estudios en 1813, por parte de un grupo de profesores del seminario que buscaban un cambio. Para la autora, los fundadores de la casa querían cambiar el programa de estudios mayores que tradicionalmente se había enseñado en los colegios jesuitas y el seminario tridentino. La nueva institución representaba más que un experimento liberal, marcaba una ruptura con el antiguo régimen anquilosado y abría posibilidades a un grupo innovador. La Casa de Estudios causaría controversia en su época y sus críticos no pudieron percibir por entonces que aquélla había surgido como alternativa ante un régimen educativo caduco.
Por su parte, Valentina Ayrolo nos explica que entre 1621 y 1767 la educación de la juventud de Córdoba de Tucumán descansó en la universidad y el convictorio de Monserrat, los cuales funcionaron bajo la dirección diligente de los jesuitas. Tiempo después, al fundarse el seminario tridentino de Loreto, sus alumnos también fueron formados en las aulas de la universidad jesuita. A la mitra cordobesa, como en otros obispados, le iba bien descargar la formación de su clero en los jesuitas, ante la fragilidad de su propio seminario diocesano. Los jesuitas formaron, sin duda, a los hijos de la élite regional. Sin embargo, con el extrañamiento de la compañía ese equilibrio logrado terminó, generándose así tensiones y conflictos por ocupar el espacio antes detentado por los jesuitas, tanto en lo educativo como en lo social y político. En primer lugar estuvo el asunto de quién se haría cargo de la universidad y el convictorio, cuestión que terminó a favor de los franciscanos, como una medida para intentar terminar con la enseñanza de las doctrinas jesuitas en las aulas, por un lado, y hacerse de los servicios gratuitos de lectores franciscanos que no pagaría la real hacienda.
No obstante, señala la autora, el traspaso de la universidad a los religiosos se contaminó debido a la tensión entre los bandos pro y antijesuita de Córdoba, como se expresó en un conflicto entre el rector de la universidad, favorable a la expulsión, y el rector del seminario tridentino, crítico del extrañamiento. Igualmente se llegó a cuestionar la validez de los grados que los franciscanos siguieron dando, pues el privilegio había sido concedido a los jesuitas, no a ellos. Como resultado, en 1774 los alumnos del tridentino dejaron de asistir a la universidad. En 1784 el intendente, en su calidad de vicepatrono, intervino en la universidad, aliándose al bando pro jesuita de la ciudad. Esta acción provocó que el cabildo eclesiástico disputara también el gobierno de la universidad, lo cual logró en 1800, y en 1808 el deán Gregorio Funes fue nombrado rector. Sin embargo, con el inicio de la independencia, y al quedar en 1815 la diócesis sin obispo, la suerte de la universidad, del convictorio de Monserrat y del seminario tridentino, unidos al clero secular, cambió radicalmente, entrando en una irreversible decadencia.
ESPACIOS DE SABER, ESPACIOS DE PODER… es uno de los principales resultados de los trabajos que se realizaron en el marco del proyecto de investigación 2008-2010: El clero en Nueva España: educación, destinos y gobierno
, financiado por el Programa de Apoyo a Proyectos de Investigación e Innovación Tecnológica, de la Universidad Nacional Autónoma de México, en el cual han participado historiadores de México e Hispanoamérica, a quienes agradezco enormemente su valiosa colaboración para el éxito alcanzado, así como a los dictaminadores del libro, por sus pertinentes sugerencias.
Rodolfo Aguirre
Febrero de 2011
I. Universidades,
colegios y proyectos políticos
Pocos graduados, pero muy elegidos
:
la universidad del convento de los predicadores
en la isla de Santo Domingo (1538-1693)
Enrique González González
Universidad Nacional Autónoma de México-IISUE
enrique@servidor.unam.mx
El afán de las órdenes religiosas por introducir en el Nuevo Mundo universidades sujetas a su control comienza en el siglo XVI, pero éstas sólo fueron una realidad, no siempre estable, a partir de la siguiente centuria. Como se sabe, el primer ensayo estuvo a cargo de la orden de predicadores de la ciudad de Santo Domingo, cuyos frailes ganaron una bula en 1538. Sin embargo —como espero mostrar—, en sí mismo el pergamino no dio a luz una universidad firme y floreciente, al menos durante su primer siglo y medio. Mientras tanto, la escuela municipal de gramática, que se sostenía con el legado del mercader Hernando de Gorjón (m. 1547), obtuvo privilegio del rey para constituirse en universidad en 1558. Durante todo el siglo, ambas instituciones, lejos de rivalizar entre sí, sobrevivieron bajo condiciones en extremo precarias, a causa, en gran medida, de la profunda crisis económica que vivió la isla desde mediados del siglo XVI, y que se acentuaría con el paso del tiempo. Prueba del bajo perfil con que ambas se desempeñaron es el hecho del escaso o ningún uso que hicieron de sus privilegios para graduar. El colegio-universidad real, o de Gorjón, no dejó noticia, siquiera indirecta, de haber impartido un solo grado durante el medio siglo que estuvo a cargo del ayuntamiento. Por su parte, la universidad conventual de los dominicos sólo en casos excepcionales habría ejercido el privilegio papal en su primer siglo y medio. En otro lugar¹ me ocupé del real colegio-universidad de Gorjón; aquí rastreo las tenues huellas de la institución de los predicadores en su primer siglo y medio.
Una reyerta historiográfica
El capuchino español Cipriano de Utrera (1886-1958), avecindado en Santo Domingo, publicó en 1932 un polémico libro, Universidades de Santiago de la Paz, Santo Tomás de Aquino y Seminario Conciliar de la Ciudad de Santo Domingo en la Isla Española.² La obra, fruto de ímproba labor de rebusca documental, sobre todo en el Archivo de Indias, desató feroces debates. El autor ofrecía una visión de conjunto sobre el colegio-universidad erigido en 1558 por el rey a partir del legado del mercader Hernando de Gorjón; a la vez, alegó la inexistencia de la bula por la cual Paulo III habría creado una universidad en el convento de predicadores de la ciudad. Desde Roma, el dominico Manuel Canal Gómez salió en defensa de la bula, incluso admitiendo no haberla hallado en los archivos romanos.³ El fogoso
Utrera le replicó en In apostolatus culmine
Bula mítica de Paulo III (Ciudad Trujillo, 1939), negando, en más de 150 páginas, la existencia de la mítica carta pontificia.
Mientras tanto, la actual Universidad de Santo Domingo, sin esperar el juicio de los debates académicos, celebró su cuarto centenario en 1938, titulándose decana de América. Esa primacía la disputaron acremente estudiosos de las universidades de Lima y México (erigidas en mayo y en septiembre de 1551) con objeciones de carácter jurídico. Al acercarse la celebración del cuarto centenario de estas últimas, los debates crecieron.⁴ Cada cual reivindicó para sí la primacía. Retomando los argumentos de Utrera, alegaron que la presunta bula de 1538 no existió, pues no existía copia en Santo Domingo, en Roma, y ni siquiera en el Bulario oficial dominicano, que sólo la incorporó en 1732.⁵
Por fin, el dominico Vicente Beltrán de Heredia probó, en 1955, que se trataba de una bula auténtica.⁶ Su seguidora, la dominica Águeda María Rodríguez Cruz, dedicó ocho escritos, durante cuatro décadas, sólo a defender la legalidad de la bula y la consiguiente primacía de la universidad de su orden.⁷ Los contradictores replicaban que la bula careció de validez legal en Indias, pues sólo obtuvo el obligatorio pase real en el siglo XVIII, y otros argumentos análogos, sin que nadie cediera a las razones o pruebas de los rivales.⁸
Toda la bibliografía sobre las universidades de La Española (y no poca de la dedicada a Lima, y alguna de México) se contaminó por ese debate, que excedió el medio siglo.⁹ La polémica, más enfocada a salvar el orgullo patrio o el prestigio de la orden dominicana que a la búsqueda desinteresada y crítica de la verdad, tuvo, entre sus lastres, el de impedir el planteamiento de una cuestión central. En efecto, admitiendo que sí hubo carta papal en 1538, ¿ésta se tradujo en la práctica en una universidad con entidad, más allá del pergamino? ¿Desde cuándo y con qué características? ¿Qué escenario social, político y cultural reinaba en la isla al emitirse la bula? ¿Esas circunstancias favorecieron o estorbaron la instalación de la universidad aprobada por el documento papal? ¿Y si surgió, se consolidó al instante o arrastró una vida difícil e intermitente? ¿Quiénes y cuántos fueron sus catedráticos, sus estudiantes y graduados? ¿Qué disciplinas impartía, cómo examinaba y graduaba, y en qué facultades? ¿Tuvieron estabilidad sus finanzas? ¿De dónde procedían? ¿Qué cuerpos normativos y testimonios documentales nos legó?
Otra grave consecuencia de la estridente polémica fue que la universidad-colegio de Gorjón, creada en una fecha tan tardía como 1558, quedó en la sombra. Su simple data de origen —a treinta años de la dominica, y siete después de Lima y México— la privaba de todo interés, dada su irremisible falta de primacía en el tiempo. Dejando al margen los debates sobre precedencias, todo estudio sobre cualquiera de las universidades de la isla, antes que atender a una sola trayectoria, debe seguir ambas de modo paralelo. Las dos compartieron espacio y tiempo, y las afectó, no siempre de igual modo, análoga situación social, política y económica. Por lo mismo, las noticias sobre la institución real con frecuencia iluminan, por contraste, la situación del estudio general dominico, y viceversa. Cuando los frailes del convento demandaron al rey, en 1595, una cátedra de casos de conciencia, pues no la había en esa dicha ciudad
, pidieron que se leyera en la universidad
fundada en esa dicha ciudad e isla por orden del emperador
.¹⁰ Es evidente que los frailes hablaban del colegio de Gorjón. Por lo mismo, la petición muestra que la cátedra tampoco existía en el convento. ¿Por qué razón, si los frailes poseían bula para tener universidad, no pedían la lectura para su propia casa? ¿Qué tan boyante se hallaba entonces su estudio general?
Se carece de archivos seriados para tratar de los orígenes y vicisitudes de ambos centros. Por lo mismo, es necesario partir de la ingente masa de piezas sueltas compiladas y editadas por Utrera, casi siempre como apéndices a sus escritos. Por desgracia, no dejó una edición ordenada, un cartulario. El lector debe hallar muchos documentos, a veces sólo en parte, entre largas parrafadas de improperios, coloquialismos y digresiones. La necesaria verificación de sus referencias remite ante todo a Sevilla. Pero para quien conoce el grosor de muchos legajos del Archivo General de Indias (AGI) la localización de una carta en Santo Domingo, 12
, de la que Utrera cita seis líneas, resulta, al menos, difícil.¹¹ Con tales salvedades, sus fuentes primarias, más otras localizadas por estudiosos como Valle Llano o Rodríguez Demorizi,¹² y las que siguen hallándose en Sevilla, constituyen evidencia suficiente para aproximarse al difícil pasado, tanto de la universidad real como de la del convento de los dominicos, sin necesidad de recurrir, a cada paso, a denuestos polémicos.
Una tierra difícil
A partir del segundo cuarto del siglo XVI, La Española y los cientos de islas caribes circundantes perdieron la inicial relevancia económica y política, en favor del continente. Si bien Diego Colón llegó a la capital con título de virrey en 1509, a continuación nadie volvió a ostentarlo. En cambio, en 1535 se creó un virreinato permanente en México, y a partir de 1543, en Lima. Con el tiempo surgieron nuevas sedes virreinales, pero todas en territorio continental, quedando las islas al margen, signo claro de su precoz decadencia. Santo Domingo albergó una audiencia desde 1511, con jurisdicción sobre todas las Indias, que se redujo pronto a las incontables islas, parte de la actual Venezuela y Centroamérica, e incluso La Florida. También a partir de 1511, la ciudad fue sede episcopal. Poco después, en 1546, al subdividirse las Indias en lo eclesiástico en tres arzobispados, uno correspondió a la capital de La Española y los otros dos a las metrópolis virreinales de México y Lima.¹³ Es de notar que, apenas surgían comunidades estables de españoles de Santo Domingo, México y Lima, sus habitantes empezaban a solicitar al rey la creación de universidades.
Por más que Santo Domingo alojó al primer asentamiento colonial en Indias, su pérdida de protagonismo se debió, primero, el precoz exterminio de los indios y el pronto agotamiento de las minas de oro. Al instalarse un primer grupo estable de españoles, en 1493, sólo en la isla habitaban unos 600 mil indios; tres lustros después, en 1508, quedaban menos de 60 mil. En años siguientes se importaron unos 40 millares, raptados de tierras vecinas, pero en 1513 la cifra no llegaba a 26 y, en 1519, apenas había dos millares, aniquilado el resto por epidemias, hambre, guerras y, ante todo, por la extenuante labor en las minas, que por los años veinte dejaron de dar oro.¹⁴
El agotamiento de los indios y la escasez de metal propició la deserción de los colonos: unos volvieron a España, otros se aventuraban, en pos de mejor fortuna, hacia nuevas islas o a los vastos territorios continentales. Baste recordar que Hernán Cortés llegó en 1504 a Santo Domingo y en 1511 pasó a Cuba, de donde inició, en 1518, su expedición al continente. De casi diez mil colonos en 1505, una década más tarde quedaban tres mil en toda La Española, cifra que se mantuvo, con altas y bajas, hasta fines del XVII, un siglo en que la mayoría padeció hambre y miseria. En su famosa relación escrita por 1568, el licenciado Juan de Echagoyan estimó que la capital tenía 500 vecinos cuando mucho
, cifra que alcanza dos mil habitantes si se la multiplica por cuatro, ya que se estima en ciertas metodologías que cada vecino sería un jefe de familia de cuatro miembros en promedio. A cinco leguas, agregó, estaba la ciudad de Buena Ventura, que tuvo incluso más pobladores, pero no quedaba ninguno. Sin excepción, los sitios de españoles enlistados se estaban vaciando; en cambio, los negros, pese a trabajar de día y de noche hasta la extenuación, superaban en número a los blancos.¹⁵
La presencia negra respondía a que, a modo de alternativa, se ensayó el cultivo de la caña de azúcar y la cría de ganado con trabajo esclavo de origen africano. Hubo una temporal mejora para los colonizadores, que duró hasta los años cincuenta, cuando inició un declive irrefrenable. Muchos esclavos se rebelaron, huyendo a parajes inaccesibles, de donde sólo bajaban para atacar a los viajeros, algo que también hacían los últimos indios, hasta volver impracticable el interior del país. Entonces se devaluó brutalmente la moneda de curso. La ciudad, la real audiencia y las autoridades eclesiásticas, en perpetua discordia, coincidían en informar de la grave situación ante el consejo de Indias. Al cabo del siglo, el arzobispo Dávila Padilla señaló que, si bien los pesos de oro valían 450 maravedíes, la moneda de curso perdió valor a partir de 1555; tanto, que por 1577 sólo se cobraban 39 o 19 y medio maravedíes por un peso.¹⁶ Peor aún, en 1565 el rey bajó de 12 a 7 por ciento el rédito anual de los censales.¹⁷ El efecto conjunto de esos factores desplomó la renta amasada hasta entonces por la catedral, los conventos masculinos y femeninos, y los particulares.
Si lo anterior no bastara, la presión fiscal del rey, lejos de aminorar, aumentó, fomentando un creciente e incontrolado contrabando. Peor aún, en 1564 empezó el sistema regular de flotas entre Castilla e Indias. Entonces La Habana reemplazó a Santo Domingo como escala obligada de la carrera, dejando a La Española arrinconada, a merced de los corsarios. Echagoyan advertía que, al mermar el comercio de la isla con Sevilla, y estándole prohibido vender sus mercancías en otros lugares, por fuerza menguaría la población.¹⁸ Cabe señalar también que en 1586 Francis Drake ocupó y saqueó la ciudad durante un mes, llevándose los objetos valiosos, las armas, los cueros y las mercancías de los pobladores y de los edificios públicos, y aun las campanas de las torres. Perecieron también numerosos archivos, pero no es fácil determinar cuántos se destruyeron entonces, y cuántos después.
La capital contaba con un cabildo municipal de diez regidores, dos alcaldes y un alguacil mayor, varios de los cuales tenían intereses en los ingenios. Y si a veces sus hijos ganaban plaza en el cabildo eclesiástico, los conflictos en torno a los diezmos de los ingenios envenenaban constantemente las relaciones entre ambas corporaciones.¹⁹
La bonanza de las primeras décadas del siglo explica por qué el obispo y presidente de la audiencia, el licenciado Alonso de Fuenmayor, antiguo colegial de San Bartolomé, inaugurara la catedral en 1543. Aún fluían bien los diezmos de los ingenios, y el prelado logró integrar un cabildo eclesiástico compuesto de cuatro dignidades, cinco canónigos y cuatro racioneros,²⁰ cifra que no volvió a alcanzarse en el resto del siglo, con largas sedes vacantes y breves episcopados. Así, en 1566 quedaban dos dignidades, cuatro canónigos y un racionero. Entonces, la renta de un prebendado superaba los 1 000 pesos de mala moneda
; pero de buena
, llegaba apenas a 250 ducados, mientras el deán obtenía más que doblado
. De ellos, afirma Rodríguez Morel, el deán es público mercader
; el canónigo doctoral está loco
; y el resto, salvo un canónigo licenciado
, todos son idiotas
, es decir, iletrados.²¹ En 1597 el nuevo arzobispo, fray Agustín Dávila Padilla, halló sólo a dos canónigos atendiendo el coro, mientras otros cinco vivían en sus plantaciones.²² En cuanto a la tierra adentro
, los informes insisten en la lástima
que era la total falta de clérigos en ciudades e ingenios, siquiera para confesar a los moribundos, españoles y negros.
En la ciudad había, además, dos conventos de monjas, con unas 180 en total hacia 1568 (estimación tal vez excesiva); al decir de Echagoyan todas sufrían grande necesidad
. Había también tres monasterios, el de franciscanos, llegados en 1502, con unos 30 frailes que, según aquél, están de paso
. Los de la Merced tienen de comer y son pocos
. Estaban por fin los dominicos, llegados en 1509. Su iglesia era tan suntuosa que no había en la ciudad de Sevilla otra mayor ni de mejor parecer [...] salvo el monasterio de San Pablo
.²³ Sus frailes, como cuarenta hacia 1568, pronto pasan a otras partes, y paran allí poco, por la necesidad
. El oidor elogió al maestro fray Alonso Burgalés, muy viejo y grande letrado
. No obstante, añade, era muy amigo
del contador real Álvaro Caballero, el más rico de la tierra
, sobre quien Echagoyan tenía instruidos muchos cargos por gravísimos delitos fiscales.²⁴ Al señalar la estrecha liga entre el funcionario que desfalcaba al fisco y el anciano y sabio fraile, ¿insinuó algo acerca de la conducta de Burgalés?
En suma, los esfuerzos de los dominicos por asentar su universidad, a partir de la bula de 1538, y los empeños por mantener vivo al colegio dotado por Gorjón, elevado por el rey a universidad en 1558, tienen el mismo marco: una suma de factores adversos derivados de la extinción de los indios y el oro, el problemático y costoso recurso a la mano de obra esclava y la devaluación monetaria y de las rentas. El resultado fue una penuria creciente para la mayoría de la población española y la imposibilidad de dar estabilidad a sus principales instituciones. De ahí la escasa entidad de ambas universidades.
El fin de una concordia
Es bien sabido que, al llegar los predicadores a La Española en 1509, unos 15 frailes acompañaban a fray Pedro de Córdoba. Apenas llegar, condenaron a los encomenderos por su maltrato a los indios. Aún se recuerda el sermón de fray Antonio de Montesino en 1511, avalado por sus hermanos, que ocasionó grandísimo escándalo y repudio de los españoles y las autoridades reales. No obstante, el asesinato de dos frailes en la Tierra Firme en 1520, durante un motín de indios que se negaron a ser rescatados
por españoles para llevarlos como esclavos, marcó una ruptura en el seno de la orden, escindida en dos bandos: los partidarios de una intensa actividad misionera, a cualquier precio, y quienes preferían recluirse en sus claustros —conventuales—, abandonando a su suerte a unos naturales con frecuencia considerados casi como bestias, incapaces de asimilar la fe y la policía cristianas. Una población cuyo número, por lo demás, decaía a diario. En La Española, el segundo grupo tenía a fray Domingo de Betanzos a la cabeza.²⁵
El descubrimiento de Nueva España y su conquista en 1521, más los paulatinos asentamientos españoles en la actual Centroamérica, y pronto en el Perú y más al sur, abrieron perspectivas inimaginadas a la expansión de la orden. A pesar de las divisiones internas, los dominicos, movidos por intenso celo corporativo, pretendían ser la única orden en los vastos territorios del sur. Contaban con un potente apoyo: el cardenal fray García de Loaysa, maestro general de los predicadores de 1518 y 1524, confesor real de 1524 a 1528, y presidente del consejo de Indias entre 1524 y 1546. Volcado al progreso de su orden, hizo de su cargo en el consejo una plataforma privilegiada para impulsar la presencia dominica en el Nuevo Mundo. Promovía el envío de nuevas barcadas
de dominicos, e influía en su designación para casi todas las nuevas sedes episcopales. Pero a Loaysa —defensor abierto de la encomienda y opositor a las Leyes Nuevas de 1542— sólo agradaba la facción conventual. A su peso como presidente