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Castigados en el paraíso
Castigados en el paraíso
Castigados en el paraíso
Libro electrónico164 páginas2 horas

Castigados en el paraíso

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Relatos breves.
Una vuelta al Mediterráneo a través de algunas personas sueltas que navegan por sus aguas, visitan las ruinas de su gloriosa historia o se asientan en sus costas cada vez menos míticas y más hormigonadas.
A veces consiguen entenderse chapurreando alguna lingua franca.

Este libro en principio incluía algún relato histórico: las Cruzadas, Lepanto, la Verona renacentista, puede que Troya. Sin embargo, varios de los temas que se desarrollaban en ellos aparecen continuamente en las noticias, algunos con una frecuencia cada vez más angustiosa.
Hoy se mueven por sus aguas más hordas de turistas que de guerreros, más cruceros que piratas. Últimamente, son frecuentes otros tipos de embarcaciones que deberían preocuparnos mucho más. Las crónicas. en lugar de ser cantadas en verso por un aedo ciego se imprimen cada día. Eso sí es progreso. Además, luego esas crónicas impresas sirven para envolver el fish 'n' chips que se comen los propios turistas antes de saltar a la piscina desde el balcón. Así que vamos a centrarnos en el presente, y de paso nos ahorramos el time machine lag.
 
IdiomaEspañol
EditorialAlberto Abete
Fecha de lanzamiento19 nov 2016
ISBN9788822866622
Castigados en el paraíso

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    Castigados en el paraíso - Alberto Abete

    Alberto Abete

    Castigados en el paraíso

    A excepción del propio autor, al intentar retirar a su gata de encima de sus textos, ningún ser vivo ha sido dañado durante la producción de este libro. Como es de suponer, todos los personajes y situaciones son enteramente ficticios, y cualquier parecido etc, etc. Si alguien se siente retratado en alguno de los relatos, de verdad, es su problema.

    © 2015 Alberto Abete. Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro digital puede ser usada, reproducida, o transmitida de cualquier manera, electrónica o mecánica, sin permiso previo del propietario de los derechos, salvo en el caso de breves extractos utilizados para reseñas o artículos críticos. 

    Portada realizada por Alberto Abete en www.canva.com

    La imagen es un fragmento de una fotografía de dominio público encontrada en Pixabay. Su autor, Manfred Antranias Zimmer, no exige acreditación; solo un café. Sin embargo, me parece lo más justo que figuren aquí tanto él como su página:

    https://pixabay.com/en/users/Antranias-50356/ 

    UUID: 9fa109b6-b8d1-11e6-b51f-0f7870795abd

    Este libro se ha creado con StreetLib Write (http://write.streetlib.com).

    Castigados en el paraíso

    Perfección

    Euforia

    Zoo

    A rumba abierta

    Siempre es fiesta

    Emergencia

    Ascensión

    Galaktobúriko

    Orden

    Fular

    Velocidad

    Caravana

    Cronos

    ¡Autor!

    Terracota

    Retiro

    Agradecimientos

    SAMIR: ¿Eres griego?

    MANÓLIS: Soy finlandés.

    SAMIR: No tienes acento finlandés.

    MANÓLIS: Soy finlandés.

    SAMIR: Pues por el acento pareces griego.

    MANÓLIS: Ya, ¿y? A ver si sólo porque mi madre y mi padre y mis abuelas y abuelos y en realidad todos en mi familia sean griegos, voy a tener que pasarme toda la vida siendo griego. Odio los olivos y el tzatziki y ese baile de chiflados. Yo soy finlandés. Todo en mí es finlandés. soy finlandés por dentro.

    ÖZCAN a SAMIR: Tiene pinta de griego.

    SAMIR a ÖZCAN: Déjalo que sea finlandés, si es lo que quiere.

    ÖZCAN a SAMIR: Pero es que ni siquiera parece sueco. (Özcan conocía a un sueco del colegio).

    Crímenes, de Ferdinand von Schirach.

    ...Cuestión de simbiosis entre la geografía y el pensamiento, entre paisaje y forma de vida. Es así. Esta tierra te permite mentirte a ti mismo. Fíjate en la edad que tengo yo y aún me engaña, aún me da trocitos de Paraíso (débris, decía en la lengua de Montaigne cuando quería cargar sus palabras de más profundidad, o de otra coquetería, más orteguiana), cuando estoy en el mar, cuando estoy bajo la pérgola, o cuando, durante la vendimia, huelo ese aroma meloso del moscatel; me los da ahora, que acabo de darme un paseo por todos estos naranjos en flor, el olor que te embriaga, que te marea, y la luz dorándolo todo, y el cielo limpio con que nos obsequian las tardes de fines del invierno aquí, a orillas del Mediterráneo, en el paralelo perfecto, la luz de aquí no es ni la luz de fotografía quemada que encuentras al sur, luz más bien africana; ni esa excesivamente fría, europea, que hay del Ebro para arriba. Algún poeta ha escrito unas líneas sobre eso. No lo busques fuera: el paraíso lo tienes aquí. Aunque para reconocerlo seguramente tengas que irte fuera. Ya volverás.

    Crematorio  Rafael Chirbes: 

    Perfección

    Era curioso que entregar unos premios tan desproporcionados me estuviera haciendo ganar tanto dinero. Cada vez acudía más gente, con la esperanza de ganarse el acceso al laberinto. Gente guapa y rica que ostentaba ropas y descapotables como si eso fuera a servirles de algo; gente normal: a menudo un tipo feo y francamente humilde que no podía creerse que Elsa lo seleccionara y se le abriera la puerta entre redobles. La música se detenía. Todos se quejaban: por qué aquel tipo, era injusto. Ellos lo merecían más. Algunos se iban, jurando no regresar. Al día siguiente volverían, claro. Sobre todo si seguían allí cuando al cabo de una media hora el dj volvía a parar la música, dejaba la sala completamente a oscuras y hacía sonar el gong. Una vez. Murmuraban en la oscuridad. Claro, ese tipo no estaba a la altura. Y entonces, dos. Se hacía el silencio. Si tres, júbilo. La pantalla central mostraba entonces el enorme tamaño de su éxito y de mi dispendio. Ruido. Confeti. Todos jaleaban al antes indigno, ahora nuevo héroe. Se aprestaban a consumir combinados, a bailar, a hacerse ver. Esa noche nadie más entraría, pero tal vez fuera su turno mañana, o la semana que viene.

    Un único golpe de gong quería decir que no había conseguido llegar. Una vez, incluso, la chica seleccionada volvió sobre sus pasos al cabo de muchos minutos, aporreó la puerta de metal, lloró. La puerta no se abría. Gritó desencajada durante muchos minutos. La gente la escuchaba aterrorizada desde el otro lado. Como es lógico, al día siguiente la asistencia se había multiplicado.

    Dos golpes de gong significaban que el concursante había llegado ante la pantalla, pero había perdido. No era difícil llegar. Solo se necesitaba un poquito de temple para aguantar las sombras y los sobresaltos, los efectos de sonido, las goteras estratégicamente situadas, y todas las demás complicaciones que Elsa había ido añadiendo con el tiempo. Más difícil era ganar, pero tampoco tanto. De hecho se ganaba. Con cierta frecuencia, para horror de mi contable. Me suplicaba que se incrementara el nivel de dificultad del juego, que descendiera el importe de los premios, que pusiera al menos un límite a los caprichos de Elsa. Yo le indicaba que se acercara a la ventana a ver las colas inmensas. La mayoría sabía que esa noche no iban a entrar, y aun así aguardaban, pacientes. Con esperanza. Menudos benditos.

    Lo mejor era que no habíamos gastado ni un céntimo en publicidad. Cero. Al igual que de la máquina, yo mismo me encargué de la única publicidad que enviamos: un tráiler del laberinto, los oscuros pasillos subterráneos, solitarios, la sala con la pantalla, los textos de apariencia arcana suficientemente desenfocados como para incrementar el misterio; la locución abrumadora, rápida y alucinada, realizada con mi mejor voz mefistofélica. Todo contribuía al efecto que yo buscaba: que quien recibiera el correo con ese vídeo se sintiera elegido para tomar parte de una experiencia iniciática. En cierto modo, tendría razón al sentirse así, pues seleccioné la primera lista, tan corta, con sumo cuidado. Veinte personas que no se conocieran entre sí. Incluso me ocupé de añadir un pequeño comando indetectable que hacía que el correo fuera imposible de reenviar, sacando en el monitor un molesto mensaje de error hasta que el deseo de compartirlo con las amistades se apagara. Para cuando abandonaran, ya habrían avisado de que iban a enviarles una cosa buenísima. No tenía ninguna duda de que hablarían de lo que habían visto. Yo ya sabía que el rumor se extendería. Tampoco tenía necesidad de que el vídeo circulara por toda la Internet hasta banalizarse, como esas ñoñas cadenas con pensamientos positivos entre puestas de sol. Así que ante el riesgo de que algún entusiasta lo guardara y lo adjuntara más tarde, le añadí al vídeo otro pequeño comando: pocos minutos después de haber sido visto, el vídeo se hacía pasar por un peligroso virus que era borrado de inmediato. Esto también contribuía al efecto de dos maneras: por un lado añadía cierto riesgo, cierta malignidad real al misterio; por otro, hacía que el vídeo no pudiera verse más que una vez. Todo lo que cada persona contara sobre él –y no era probable que fuera capaz de repetir con precisión nada de cuanto había visto y oído– se volvería aun más impreciso y nebuloso. Casi como si lo hubieran soñado. Yo había calculado que esto incrementaría las expectativas, y no me equivoqué. En poco tiempo, el vídeo que casi nadie había visto, más que la simple comidilla de la ciudad, era un verdadero mito.

    Supe desde el principio que Elsa aceptaría el cargo, que esto no sería otro de sus numerosos desaires. No podía hacer otra cosa: no sólo le halagaba saber que sin ella nada de todo aquello tenía sentido; yo le ofrecía todo lo que yo sabía que ella siempre había soñado. Un sueldo alucinante, obsceno, disfrazado en la oferta como una compensación a lo que yo sabía que para ella no podían ser más que ventajas. Lo que le estaba ofreciendo en realidad era noche y fiesta; posibilidades ilimitadas de darle un toque artístico, teatral a su puesto, y sobre todo, la sensación de poder, de control que ella siempre había ambicionado. Como colofón, además, le prometí que tras los primeros meses yo me iría retirando, hasta dejarlo todo en sus manos. Tenía intención de trasladarme al extranjero. La posibilidad de perderme de vista pronto fue lo que terminó de convencerla.

    Otra cosa que le encantó fue la exigencia de que ningún periodista accediera al laberinto. A ella le daba la sensación de estar inmersa en una película de espías. Empezó rechazando cada intento de la prensa por verlo. Todo lo que publicaban eran conjeturas, pues nos habíamos cuidado de que ninguno de los seleccionados dijera nada. Si no firmaban, fuera. Y si ganaban, en caso de hablar, como habíamos establecido que el premio se cobraría por plazos, se les cerraría el grifo de inmediato.

    Para los que habían llegado, jugado y perdido también teníamos una solución: siempre que no hablaran, podrían intentarlo una segunda vez, más adelante. Semejante esperanza solía bastar.

    Luego, cuando los periodistas venían de tapadillo, ella los descubría porque había ido haciendo fichas de cuantos trabajaban en los periódicos locales. Hasta de los becarios. Más adelante comenzó a pasarse por la facultad de periodismo para familiarizarse con las caras de los nuevos. Pero con el tiempo apareció un artículo en una guía del ocio inglesa. El éxito lo hacía inevitable. Tenía que darme prisa.

    Los que sí que entraron, y varias veces, la curiosidad les hacía excederse en su celo, eran los del ayuntamiento con sus inspecciones. Siempre se sorprendían de que el número de salidas de emergencia fuera superior a lo marcado por las normas, del perfecto estado de todas las instalaciones, de los sistemas anti-incendio, de la perfecta monitorización del recorrido. Claro que ellos entraban con todas las luces dadas y sin que Elsa los acosara por la megafonía con la voz transformada por el sintetizador de voz, como solía hacer con los elegidos.

    Solían seguirles los de Hacienda: la contabilidad irreprochable los descolocaba. Preguntaban por la legalidad de los premios. No había problema. No blanqueábamos dinero. No era una lotería. No eran apuestas. Eran regalos que yo hacía. De mi bolsillo, nada que ver con la actividad del club. Estaba en mi derecho de regalar la millonada que había obtenido al vender mi empresa de antivirus a una multinacional. Si además eso atraía tantos clientes, mejor que mejor.

    El único problema real lo plantearon los vecinos. Habíamos escogido una zona apartada, pero se quejaron del aumento de tráfico, del ruido de algunos juerguistas. Transformamos una zona desindustrializada y yerma, llena de hierrajos y heroinómanos, en un magnífico parque con todo tipo de servicios y juegos infantiles. Eso los calmó lo suficiente y mejoró aun más nuestra imagen. Innovación y diversión no reñida con la responsabilidad social, dijo la prensa.

    Había que verla reinar en la sala, como una maestra de ceremonias. Le encantaba tenerlos a todos pendientes de ella. Bailaba, reía, se paseaba, hasta servía copas. Lo más gracioso era cómo muchos la seguían con mayor o menor disimulo, cómo la adulaban. Ya se había convertido en una celebridad. Pero donde más disfrutaba era en la sala de control del laberinto. Cierto, tenía gracia verlos asustarse cuando, con aquella voz de psicópata que le ponía el sistema, ella les recordaba que acababan de dejar atrás la última salida de emergencia, o les ponía la ventilación como si fuera un viento interior, o les dejaba caer encima un líquido helado.

    Como resultado de los cambios que Elsa iba introduciendo, el segundo golpe de gong sonaba menos veces, por no hablar ya del tercero. Tampoco es que eso fuera malo. Ni para la salud del idiota del contable ni para el negocio. Por algún motivo, corría el rumor de que el siguiente premio sería el mayor de todos. Un bote gigantesco, algo así de ridículo. La gente seguía abarrotando el local.

    Con el tiempo, según le había prometido, yo me fui retirando y dejando casi todo en sus manos. La única condición que había puesto era que se me informara de todos los cambios en el laberinto y que regularmente me enviaran copias de las grabaciones de seguridad de la aventura de los elegidos. El contable se encargaba de hacerlo, escandalizado. Elsa había hecho que las paredes se ondularan y retorcieran, que se juntaran por arriba o por abajo. Les añadía musgo y fluidos pegajosos en las partes más estrechas y oscuras. Había gastado otro dineral en efectos especiales nuevos, ¡hasta en animatronics! Yo no ponía pegas mientras los sistemas de seguridad no se vieran afectados. No quería que ninguna estúpida pejiguera legal echara por tierra la perfección de mi plan.

    La única grabación que dejaron de enviarme fue la de la fiesta de carnaval. Aquella noche tuve que encargarme en persona de

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