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Diario de Guadalupe a Plasencia: Un viaje por caminos antiguos
Diario de Guadalupe a Plasencia: Un viaje por caminos antiguos
Diario de Guadalupe a Plasencia: Un viaje por caminos antiguos
Libro electrónico269 páginas4 horas

Diario de Guadalupe a Plasencia: Un viaje por caminos antiguos

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Información de este libro electrónico

Un viaje para conocer, yendo andando, los campos cacereños, a sus paisajes, a sus gentes y sus cosas, para reflexionar sobre nuestra vida más cotidiana, de forma tranquila, con humor y un poquito de historicismo.

El Diario de Guadalupe a Plasencia es la narración de un periplo a pie por las comarcas cacereñas de las Villuercas, los Ibores, Campo Arañuelos y Monfragüe que nos da a conocer unos parajes naturales singulares, con sus sierras agrestes y caminos antiguos, abandonados hoy por el uso de los coches y las carreteras, describiendo de manera fluida y amena los paisajes, los pueblos y las gentes que viven en ellos y su historia. Un recorrido en el que, cual Ulises en su vuelta a Ítaca, el autor nos transmite el placer del viajar por viajar, del andar por el campo, de su deseo de conocer e intentar que el viaje sea largo, para que no tengamos ganas de acabarlo nunca. Y, como Don Quijote, imagine por donde va historias y tiempos que ya no son o épocas idílicas que quizás nunca fueron. Para parodiar a veces nuestra sociedad, tan llena de complejos y contradicciones, invitándonos de una forma amena y divertida a reflexionar sobre cuestiones controvertidas unas o ancladas en los tópicos otras. Todo ello contado de una forma sencilla y llena de humor, como si de un cuaderno de bitácora se tratara, como recordatorio del viaje y un legado de experiencias y reflexiones para los lectores.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento12 ago 2016
ISBN9788491126843
Diario de Guadalupe a Plasencia: Un viaje por caminos antiguos
Autor

Francisco Cabrera Sánchez

Francisco Cabrera Sánchez, nacido en Chillón (Ciudad Real), es profesor de secundaria en el IES Pablo Ruíz Picasso de Almadén. Casado y padre de tres hijos, compagina su trabajo docente con la práctica de la actividad física al aire libre. Amante del trabajo en el campo y la vida en los pueblos, dedica el tiempo que le dejan sus obligaciones a viajar andando con sus amigos por los caminos antiguos.

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    Vista previa del libro

    Diario de Guadalupe a Plasencia - Francisco Cabrera Sánchez

    © 2016, Francisco Cabrera Sánchez

    © 2016, megustaescribir

          Ctra. Nacional II, Km 599,7. 08780 Pallejà (Barcelona) España

    Las opiniones expresadas en este trabajo son exclusivas del autor y no reflejan necesariamente las opiniones del editor. La editorial se exime de cualquier responsabilidad derivada de las mismas.

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a Thinkstock, (http://www.thinkstock.com) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    ISBN:   Tapa Blanda           978-8-4911-2683-6

                 Libro Electrónico   978-8-4911-2684-3

    Contenido

    De Almadén a Guadalupe

    El camino de los mineros

    Guadalupe

    Saliendo de Guadalupe

    Las Villuercas

    De Guadalupe a Navazuelas. Por caminos de antaño

    Las Villuercas

    Navezuelas. Sierras llenas de veneros

    Las Villuercas

    De a Navezuelas a Roturas. Por el camino más corto

    Las Villuercas

    Roturas. Una aldea en cuesta

    Las Villuercas

    De Roturas a Robledollano. El pueblo dormido

    Las Villuercas

    De Robledollano a Fresnedoso

    de Ibor. Caminando en soledad

    El Valle de Ibor

    Los Ibores. El origen ancestral de los nombres

    Los Ibores

    De Fresnedoso de Ibor. Un pueblo con dos iglesias

    Los Ibores

    De Fresnedoso de Ibor a Mesas

    de Ibor. Un trayecto quijotesco

    Los Ibores

    Mesas de Ibor. Un pueblo cosmopolita

    Campo Arañuelos

    De Mesas de Ibor a Belvís de Monroy. La ruta del Tajo

    Campo Arañuelos

    Belvís de Monroy. Un pueblo a un castillo adosado

    Campo Arañuelos

    De Belvís de Monroy a Saucedilla.

    Un camino sin alicientes

    Campo Arañuelos

    Saucedilla. Un pueblo alrededor de una iglesia

    Campo Arañuelos

    De Saucedillas a Casatejada. La mala elección de camino

    Casatejada

    Un pueblo distanciado. La buena

    y mala elección de posada

    Camino de Monfragüe

    De Casatejada a Toril. El buen y mal cálculo del camino

    Camino de Monfragüe

    Toril. Un pueblo sin habitantes

    Monfragüe

    De Toril a Villarreal de San Carlos. El camino más largo

    Villarreal de San Carlos

    Fin del camino en compañía. Una aldea ilustrada

    Plasencia

    Estancia en Plasencia. La soledad del viajero

    La salida de Plasencia

    Prólogo

    La decisión del viajero

    Hace siglos que los musulmanes van a la Meca, porque dice el Corán que así deben hacerlo los buenos creyentes. Los que pueden hacen su peregrinación y vuelven reconfortados con la experiencia, hablando de cómo les marcó para toda su vida, haciéndoles mejores personas, más reflexivos, enriquecidos con experiencias inolvidables y recuerdos de los que hablarán sin parar a todos sus allegados y conocidos durante el resto de su vida.

    En la cristiana Europa del medievo, cuando toda la gente vivía y moría en su pueblo, sin haberse alejado nunca mucho de él, quizás por envidia de esos viajes santos, quizás por deseo de obtener esas vivencias como las de sus vecinos mahometanos del sur, se fomentó un precepto religioso igual. A los viajes cristianos a Roma se unieron pronto las peregrinaciones a Santiago y Tierra Santa. Viajes justificados como penitencia para la salvación del alma. Así los proclamaron desde Roma los Papas, desde Santiago los obispos compostelanos y desde Castilla sus reyes.

    Caminos religiosos, a la vez que iniciáticos, como el de la Meca para los musulmanes, como el de Delfos para los griegos, como el de tantos otros lugares de antaño hoy ya olvidados.

    Yo iba a hacer un viaje acompañando a mis amigos.

    Ellos querían llegar hasta Santiago.

    Yo, sin ninguna excusa mística para hacerlo, sólo quería ir por el placer de ir, por probar la experiencia de ver hasta donde se puede llegar andando, buscando encontrar nuevos lugares, sitios hasta ese momento inexistentes para mi, para conocer gentes desconocidas todavía, únicamente por el gusto de conocer y descubrir personas y pueblos, y si mientras me reencontraba conmigo mismo, como los peregrinos, pues mejor. Si no descubría nada, habría pasado unos días andando, sufriendo y penando, sí, pero charlando y riendo en buena compañía.

    Hasta entonces, solo había hecho viajes por algún motivo. Por ir a trabajar a tal sitio o tal otro, por ir a estudiar a tal ciudad o tal otra, para conocer monumentos, ir de turismo o escapar de la monotonía del día a día. Siempre había una razón o una excusa para ir.

    Ahora no se trataba de eso. Éste, lo quisiera yo o no, era un viaje distinto, más espiritual.

    Lo más parecido a una peregrinación que había hecho antes era ir en verano y en otoño de romería a la Virgen del Castillo.

    La realización del viaje ritual está arraigado en lo más profundo de nuestro ser, porque tiene connotaciones de limpieza, de volver a empezar. Lo mismo que se confiere un carácter sagrado al momento en el que se alcanza la cumbre de un monte, en la peregrinación el ánimo encuentra en ir y llegar al santuario esa meta, la culminación espiritual, la razón de ser de sus creencias, la consecución de una paz que solamente la vida contemplativa no da a aquellos espíritus más inquietos.

    La romería, la experiencia que yo había vivido, era algo distinto. Era solo la fiesta de un día, donde se respira un clima diferente, mucho más festivo. En las romerías da igual la condición social de los romeros, se mezclan todos, las personas de alcurnia con las que no lo son, todos lucen sus mejores galas, todo el mundo hace alarde de abundancia y generosidad, reina la hospitalidad y el buen ambiente, se buscan parejas, se renuevan lazos y se intercambian las bebidas, los flujos y las sangres.

    En una peregrinación es diferente, se suceden los días, llega la soledad, el silencio a veces lo invade todo, hay encuentro con los demás pero también, y sobre todo, con uno mismo. El pensamiento continuado en la meta sagrada es el hilo conductor, como el repetir constante de la oración para la fusión con la divinidad. Es el sacrificio mediante la penitencia para la limpieza del alma y la redención de los pecados. Y a todos, es el andar el que les sirve de mantra, de vehículo para encontrarse con su búsqueda espiritual.

    Yo, aun haciendo un acto de contricción, como nos decía el cura debíamos hacer antes de confesarnos, no conseguía verme en esas vicisitudes. Me sinceré y acepté que más que identificarme con un romero o con un peregrino, sería con otro viajero impenitente con quien lo haría. Aunque sonara pretencioso, sería a Ulises a quien elegiría seguir. Como Heracles, Perseo, Jasón o Ulises, los héroes griegos. Ellos serían mi referencia.

    Ellos fueron los precursores de los viajes iniciáticos de mahometanos y cristianos, quienes, al fin y al cabo, no hicieron sino ir a más en su devoción por transitar, para acabaron convirtiendo el viaje en precepto religioso, en una peregrinación.

    De todos los antiguos yo prefiero a Ulises. No por lo taimado de su carácter, ni por su astucia, ni siquiera por su humanidad, sino por ser un obstinado viajero que perseveró en su deseo de viajar. Por ser un héroe cuya curiosidad le hizo alargar su viaje de vuelta a casa una y otra vez; que vio, conoció y descubrió, sin miedo a lo desconocido, deseoso siempre de saber más de allí por donde pasaba, de sus gentes, sus tierras, sus afanes y penas.

    Ulises fue un viajero deseoso de volver a Ítaca, pero sin prisa, disfrutando de sus escalas por el mundo. ¡Eso mismo haría yo! ¡Aunque él se tomara veinte años y yo no tuviera tanto tiempo!

    Recordé entonces el poema de Cavafis, el poeta griego, descendiente de los ptolomeos, esteta refinado y aedo moderno de la Alejandría británica de principios del siglo XX, quien escribió esto en su poema laudatorio a Ulises y su largo viaje a casa. Toda una loa en honor a los viajeros, que no recuerdo por completo, salvo algunos versos de su poema Ítaca, donde decía:

    Cuando te encuentres de camino a Ítaca,

    desea que sea largo el camino,

    lleno de aventuras, lleno de conocimientos…

    Ten siempre en tu mente a Ítaca.

    La llegada allí es tu destino.

    Pero no apresures tu viaje en absoluto.

    Mejor que dure muchos años…

    Pero todo esto que ahora leéis, no fue hasta después cuando acordé ponerlo por escrito. Fue en Plasencia donde empecé este diario, al acabar el viaje, y que espero algún día acabar en Almadén. Mi propósito es hacerlo como recuerdo para aquellos con quienes anduve y regalo para mis hijos, para que puedan comprender mejor quien fui a través de mis vivencias y reflexiones de aquellos días, como legado de una experiencia y una filosofía de vida, la mía, que me gustaría conocieran y entendieran al menos, no ya siquiera que compartieran del todo, pues sé que es casi imposible.

    Si algo he aprendido en esta vida es que cada uno somos como somos. Pero sí me gustaría que sirviera, al menos, para que entendieran mejor quien fue su padre, para que si quisieran y les gustara les quedara de guía algún día, cuando yo falte.

    Y como son las palabras escritas las que más tiempo permanecen, aquí os dejo mi cuaderno, para cuando queráis leerlo.

    Hace poco, ordenando las cosas que nos dejó mi padre, encontré este cuaderno, del que sabía de su existencia pero que hacia años no recordaba ni sabía donde estaba.

    Mi padre nos comentó, meses después de su viaje, que estaba escribiendo su diario, pero nunca lo llegamos a leer, por falta de interés nuestra y por decisión suya ante nuestro poco entusiasmo.

    De manera que ahora, en recuerdo a él, he decidido transcribirlo, recopilarlo y, aunque falten partes, yo, su hija, años más tarde, cuando él ya no está con nosotros, quiero hacerle este homenaje recordando lo que nos escribió, recogiendo ese regalo que nos hizo pero no nos llego a dar, completando yo misma las lagunas que pueda, donde no encontré los papeles en los cuales debían reflejarse, bien porque no los escribió o porque con el tiempo se perdieron.

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    De Almadén a Guadalupe

    El camino de los mineros

    El despertador sonó a su hora, temprano, muy temprano, de madrugada, a la hora en que las personas decentes y normales deben estar durmiendo, a la hora en que ni las gallinas ni los gallos han despertado aún.

    Eso era en lo que estaba pensando la noche anterior, cinco horas antes, cuando daba vueltas en la cama, nervioso por no poder dormir, por haberme acostado demasiado temprano para mi. Las inquietudes por el próximo viaje, la excitación por la aventura, el no saber, el ir a conocer nuevos sitios… no han sido nunca para mi buenas consejeras ni amigas mías para ayudarme a conciliar el sueño.

    Porque me gusta dormir y no madrugar. Y por esa razón más de una vez he llegado tarde, cuando no otras veces perdido un tren, quedado en tierra o se han ido sin mi por haberme quedado en los brazos de Morfeo sin oír el despertador, sin ser consciente de que hubiera sonado siquiera.

    Está en mi naturaleza ser incapaz de despertar y levantarme a tiempo cuando hay que madrugar. A veces es más fuerte esa necesidad mía de dormir que mi voluntad de echarme abajo de la cama.

    Pero no, ese día, a pesar de los malos presagios barruntados con la almohada un rato antes, mis temores no se cumplieron, estaba despierto, despejado y descansado, dispuesto a comenzar mi viaje. De manera que levantado, contento y animado por tan buen principio, mientras tomaba el café, pensé si me habría echado de la cama poniendo primero el pie derecho en el suelo o el izquierdo, riéndome por dentro de las ocurrencias que se nos vienen a la cabeza en ciertos momentos.

    A pesar de que nuestro pensamiento, moderno y racional, considere ridículas las supersticiones, éstas ahí siguen, en lo más profundo de nuestro subconsciente, y afloran sin que tú lo quieras. Aunque sabemos que sólo es una superchería no podemos dejar de creer que, a pesar de todo, nos puede traer suerte haber hecho lo correcto o mala suerte lo incorrecto.

    Recordé el origen romano de la creencia. Aquel supersticioso pueblo todo lo supeditaba a los auspicios, a la buena o la mala suerte, todo en su vida lo supeditaban los romanos a ello, desde la guerra hasta la política, la vida pública y la privada. Y caí en la cuenta de cómo, dos mil años después, todavía no hemos conseguido dejar de pensar de vez en cuando en ella, en la suerte y en las supersticiones, sobre todo cuando nos llegan las incertidumbres o nos sentimos inseguros.

    Acabé el café y dejé de pensar en ello, pues, afortunadamente, en estos tiempo estos pensamientos como viene se van. Igual si hubiera sido romano ni me hubiese ido al viaje, consideraría ese pensamiento un mal presagio. Pero no lo era. Ni yo era romano, ni el presagio acertado, que fue un buen viaje, accidentado, pero bueno.

    Al final resultaba que sí iba a poder ir.

    Después de semanas de hablar del viaje, de escoger los días, de juntarnos para ver cómo hacerlo, de repasar el itinerario, lo que íbamos a necesitar llevar y donde dormir. Por fin llegaba el día y la hora de partir.

    A las cinco menos cinco estaba sentado en el umbral en la puerta esperando a mis compañeros de viaje para irnos hasta Guadalupe.

    Aquí hay un vacío, debieron perderse hojas del cuaderno de mi padre, porque lo siguiente que puede leerse hace mención a su salida de Guadalupe.

    Recuerdo haber oído a mi padre decir que se fueron siguiendo el camino de los mineros. Pero ya no sé si tardaron tres o cinco días en llegar hasta allí. Este camino lo conocía yo por mi abuelo, quien alguna historia me contó acerca de él. Mi abuelo no era minero, ni de Almadén, sino ganadero y de Chillón. Él también lo transitó y fue de él de quien sé algunas de las cosas que os contaré de ese camino, para completar el viaje que mi padre hizo y os he comenzado a relatar transcribiendo sus notas.

    El Camino de los Mineros o Camino del Azogue que unía Almadén y Guadalupe, se conocía desde siempre. Aunque mi abuelo lo llamaba El Cordel de Guadalupe. Sus sendas y caminos ya fueron andados para arriba y para abajo por pastores, comerciantes, monjes y mineros; desde que los pastores trashumantes y los dueños de las ovejas decidieron que era mejor pasar el estío en sitios más frescos y el invierno en sitios menos fríos. Pues hay cañadas y calzadas antiguas, conocidas desde antaño, por las que se andaba desde antes de que por estos lares se hablase latín. Por donde no se dejó de caminar nunca, se hablara la lengua que se hablara, durante más de dos mil años, fuera la lengua de los que miraban a Roma, a La Meca, o a Santiago, daba igual adonde se inclinara el cerviz de los que pingaran sus mojones y hollaran sus pasos. El camino fue siempre el mismo. Bien es verdad que se alegró y transitó de más gente que iba y venía cuando el rey castellano, Alfonso XI, el onceno, como le conocen los guadalupenses, decidió acordarse con su real favor de los monjes de Santa María de Guadalupe.

    Y no quiero ser yo maldiciente ni descreído dijo él. A mi abuelo se le tenía por tal, por no pisar mucho la iglesia y no ser los curas santos de su devoción.

    Que bien sé -me recalcó, para que no le reprochase mi abuela después que me iba a hacer tan descreída como él- que fue porque esa Virgen, que es muy santa, se la encontró por un gran y maravilloso milagro.

    Según supe por los libros de Historia, después de que llegaran los moros a España se la llevaron unos monjes hasta Guadalupe desde Sevilla, para esconderla de los adoradores de Mahoma. Y lo hicieron bien, pues desde que la escondieron hasta que la encontraron, pasaron quinientos años, con los de mahometanos pasando por allí durante siglos sin que ninguno la vieron. Fue milagroso en verdad que fuera cristiana la fe del que la vio y la encontró, de a quien se le apareciera y decidiera dejarse que la contemplara, que es lo importante y por eso se fundó en Guadalupe el monasterio para su culto.

    Decía que no quería ser maldiciente porque mi padre -tan descreído como mi abuelo-, se inclinaba más porque fue el gusto a la caza del rey Alfonso lo que justificaba el que éste le diera su favor, pues así -decía él- podría excusar el monarca el perderse por sus montes y pasarse más tiempo de montería por estas recias sierras que ocupado del gobierno. Argumentaba él que contaban las crónicas antiguas que al rey le interesaba más una buena charla con un perrero o el comentar el lance de una montería que ocuparse de las peleas de los nobles y las intrigas cortesanas.

    Pero me olvido de lo que os iba a contar, que era el porqué y cómo se reavivó este camino. Fue porque estos monjes de Guadalupe, de la orden de los jerónimos, tan favorecidos se vieron por el favor real, que se convirtieron en grandes señores, propietarios de grandes y buenos hatajos de ganado, que bajaban por la cañada segoviana para invernar en las Alcudias y volvían para pasar el verano en las sierras del norte, por el camino de Talavera de la Reina, hacia las sierras tramontanas.

    A los padres priores, ese ir y venir, les permitió conocer nuestras minas de azogue -que tal era el nombre arábigo con el que entonces más se conocía el mineral de nuestras minas de Almadén y a su líquido metal, en lugar de este latino que ahora preferimos de mercurio-. El caso es que, con un nombre u otro, ya desde la creación de los primeros hospitales guadalupeños, surgidos a la par de los favores reales, los monjes encargados de la botica, con sus buenos dineros, siempre procuraron tener más de una de las pesadas sacas de azogue en las alacenas como remedio para sus enfermos.

    De modo que monjes, pastores y mineros transitaron el camino en uno y otro sentido. Unos para buscar qué comer, otros qué vender, otros para curar y otros para rezar.

    Cuando se fundó en Guadalupe el Hospital de San Juan, reinando en las Españas las muy cristianísimas y devotísimas majestades de la casa de los Austrias, no sé si sería casualidad o no, pero a la vez que éste santo que dio nombre en Guadalupe a un Hospital, en Almadén lo hizo también con la nueva iglesia de su calle mayor, la de San Juan, también -nueva siglos ha, claro, que después hubo otras más en nuestro pueblo. Por esas mismas fechas, los buenos y samaritanos jerónimos se acordarán del azogue, que hacía siglos conocían y empleaban en su pócimas para la curación de la sífilis, una enfermedad muy humana, aunque muy poco virtuosa; la trataban con el mercurio que les ponían en la entrepierna. Y vieron, que no pocos peregrinos era por lo primero que preguntaban al llegar a Guadalupe, que ya hasta algún monje no supo si iban más peregrinos a Guadalupe en busca de la cura por el azogue o si en busca de la cura por los rezos a la Virgen. Pero los monjes, siempre pragmáticos, bien sabían que sin la una no había la otra, de la misma manera que más de uno de esos nuevos ricos recién llegados cargados de plata de América, también sabían de la curación por la Virgen y lo que ayudaba el azogue, para su salud y la de su fortuna y así aflojaban mejor la faltriquera. Que el azogue curaba y que sin él no había plata lo sabían todos bien, allí y en América.

    Como iba diciendo, volviendo al camino que debió hacer mi padre y de cuyo itinerario sabía por mi abuelo, de cuando él fue a Guadalupe, montado en su yegua colorada, a vender unas vacas y una mula. Decir que el camino salía de Almadén por el Portijuelo, hasta Chillón, para desde allí tirar hacia poniente, por el viejo camino de Garlitos, pueblo donde hacían noche; para después girar al norte e ir desde allí hasta Siruela, desde Siruela a Talarrubia y desde allí llegar a Guadalupe, pasando antes, creo recordar, por Casas de Don Pedro.

    Pero como esto no lo conozco, ni lo puso él, no lo pondré, pues quiero ser fiel a lo que mi padre dejó escrito, y esto no lo está. Si alguno de sus amigos quiere contármelo algún día, entonces lo contaré y podré completar estas memorias, mientras tanto, solo os puedo decir esto, que no sé más de cómo fueron esos días de Almadén hasta

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