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Tenga
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Tenga

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El cuento espiritual de un planeta: el fin de un mundo, el comienzo de otro, y cómo todo eso afecta a ciertos personajes situados en posiciones clave. Una princesa y un Caballero que intentan salvar su mundo y encontrar su propia verdad; Maestros que creen —quizás, demasiado pronto— haberla encontrado; un Imperio en decadencia, un usurpador carismático, y todo eso bajo la influencia del mundo espiritual, cuya presencia constante, aunque invisible, es percibida en diversos grados por los participantes de esta saga. 

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento5 oct 2016
ISBN9781507158104
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    Tenga - Florina Rosu

    TENGA

    ––––––––

    Érase una vez, en un punto perteneciente a la inmensa rueda del tiempo, en otra galaxia, en un planeta muy similar a la Tierra, pero al mismo tiempo diferente, de una manera que la Tierra jamás ha sido y que quizás nunca sea, pero que ciertamente habría podido ser...

    I

    La princesa Alania apartó la mirada de la ventana, sacudiéndose el cabello sujeto en una cola con cierto nerviosismo. No poseía lo que puede denominarse una belleza clásica, pero su rostro de rasgos simétricos emanaba una cierta delicadeza. A veces, cuando sus grandes ojos negros adquirían un aire soñador, era una mujer plenamente bella, pero eso no ocurría muy a menudo. Para ser hermosa, precisaba de la soledad y de que algo le tocase el alma.

    Es probable que el loco del poeta que la había perseguido durante un año con serenatas hubiera captado uno de esos momentos. Incluso había intentado burlar a los guardias, suscitando la exasperación de la Corte.

    Cuando pensaba en esos momentos del pasado no sentía vanidad, sino tan solo una especie de compasión por su propia suerte —o por la del poeta, no podía precisarlo con claridad—, ya que, aunque solamente tenía veintidós años-tenga, era lo bastante inteligente como para darse cuenta de que el poeta, en sus poemas, no había amado y cantado a su verdadero yo interior, sino tan solo a su imagen. La imagen que ofrecía al mundo y que aparecía en todas partes en los holovisores y en las tridigrafías. Y por encima de su propia imagen, era la imagen de la Casa Real de los Asterianos, tan amados por el pueblo.

    Por otra parte, ¿habría sido tan sabia a su edad si no hubiera tenido la inmensa suerte de tener como Maestro y consejero al Maestro Amateka? El día que apareció en su vida y en la de su hermano había sido memorable, un verdadero giro en su existencia. Por el contrario, Lenis había expresado su malestar con esa situación y su inquietud respecto a su futura libertad de acción.

    Pero para ella, el Maestro había abierto ante sus ojos un nuevo mundo: el de la espiritualidad y la antigua sabiduría. Gracias a él, había aprendido a apreciar las obras de los filósofos y de los hombres sabios del pasado. Ante el dulce brillo de sus palabras, su alma había capitulado, como si se hubiera embriagado de luz. Su vida había encontrado al fin, y para siempre, su sentido.

    Recordaba ahora, como si hubiera sido ayer, el asombro y la emoción que había experimentado al leer las palabras memorables del filósofo Tocresas, desaparecido hacía ya siglos: «No es necesario conocer todas las ciencias del mundo. Para ser un verdadero conocedor de la verdad, es suficiente con tener un solo conocimiento: el del bien y el mal. Cuando se conoce el bien y el mal en todos los ámbitos de la realidad, ya se conoce todo».

    Durante días y días, había pensado en esto: ¿Cómo se puede conocer el bien y el mal en todos los ámbitos? Incluso le planteó la pregunta a Lenis, para conocer su opinión, pero este le había respondido, riendo, que dejara la filosofía a los filósofos. «Seremos hombres de estado, gente de acción. Debemos aprender política, no filosofía.»

    Ella le había respondido: «Pero, si lo piensas bien, la política no es más que un ámbito de la realidad. ¿No sería extraordinario saber lo que está bien y mal en la política?» «Pero esto ya lo sabemos —había dicho—. Todo el mundo lo sabe.» «Yo, no —había respondido ella.» «En resumen, pero no se lo digas a nadie, la consigna es ‘Lo que hago yo, está bien; lo que hace el adversario, está mal’» y, finalmente, rompió a reír.

    Dándose cuenta de que se burlaba de ella, se fue para buscar respuestas en otra parte. Después de numerosas tentativas, había conseguido abordar a su padre, el rey Oroleus, en uno de sus escasos momentos de intimidad, en el hermoso jardín del palacio real. Le había respondido mientras acariciaba suavemente un matorral de ambraxa que brillaba con el más puro color púrpura. «Es una pregunta demasiado grave para una joven señorita que todavía no tiene dieciocho años-tenga.» «Pero para un rey, no debe de ser demasiado grave —sonrió ella.» «Puede que sea difícil de creer, pero esta pregunta es grave, incluso para un rey. No se equivoca el que diga que no conoce la respuesta, sino el que la responda fácilmente.» «¡No puedo creer que no lo sepas!» «No he dicho que no lo sepa, sino simplemente que la pregunta es difícil. De hecho, ¡la respuesta es difícil! Podría decir esto: el conocimiento del bien y del mal se adquiere en un primer momento por la educación; después, con la ayuda de la experiencia y, finalmente, se llega a una especie de conocimiento directo; es decir, por encima de la lógica, como una especie de intuición profunda. ¿Estás contenta ahora?»

    Efectivamente, estaba casi contenta, pero a pesar de todo quería conocer una opinión más: la de su Maestro amado. Tras haberla escuchado con atención, le había respondido, sonriendo suavemente: «Cada respuesta representa la esencia misma de la persona que la da. Se puede decir que la propia persona está incluida en la respuesta». Los ropajes blancos y amplios del Maestro de la Orden de la Armonía perfilaban perfectamente su silueta delgada y digna.

    «Entonces, ¿no quiere que conozca vuestra esencia?» Su sonrisa se hizo más amplia. «Solo he querido decir que la respuesta de vuestro padre lo caracteriza por completo. Ese es el príncipe iluminado que conocemos, amado por nuestro planeta e incluso por los otros mundos de la Galaxia.»

    «Sin embargo, Maestro...» «¿Qué ocurre, no estáis contenta?» Ella había temblado, un poco avergonzada. «Tengo plena confianza en su juicio y lo respeto, pero... ¡su vía me parece un poco demasiado larga!»

    Esta vez, el Maestro había reído abiertamente, y le había tocado suavemente un hombro, con afecto: «¡Así es como se comporta siempre la juventud, con prisa por obtenerlo todo de golpe! No pasa nada, aquí hay algo bueno. La procrastinación no es siempre la mejor vía para alcanzar nuestros objetivos. Volviendo a vuestra pregunta, es cierto que ese conocimiento del que me habéis hablado se puede conseguir de otra manera, pero de un modo totalmente diferente. Está relacionado con la última parte de la respuesta de vuestro padre y, al mismo tiempo, con el modo de vida de nuestra Orden.» «¿Vuestra Orden, y vos mismo, poseéis ese conocimiento?» «No podría decirlo con exactitud —sonrió de nuevo—. Pero nos esforzamos, en todo momento, y oramos al Supremo Maestro Divino, y meditamos largamente para obtener ese conocimiento. Y en el momento en que Él nos considera dignos, nos muestra instantáneamente lo que está bien y lo que está mal.» «¿Cómo os lo muestra, Maestro?» «No visiblemente, princesa, sino tan solo en nuestros corazones. El corazón tiene la capacidad de mostrar siempre la verdad, cuando es puro. La razón, por el contrario, puede hacer esto a veces, pero no siempre.»

    ¡Cuánto echaba de menos al buen Maestro, su querido amigo y consejero! Cada vez que pensaba en él, se sentía invadida por un cálido arrebato de luz y tristeza. Para ella su muerte fue un verdadero golpe, incluso aunque intentara seguir sus enseñanzas y ver todo aquello como una expresión de la voluntad del Maestro Divino. Y aunque sabía que su Maestro no estaba realmente muerto, sino que tan solo había entrado en la Eterna Armonía, a la cual estaba dedicada su Orden, había descubierto cuán difícil resultaba aplicar las enseñanzas espirituales en la vida real. Sus largas discusiones, donde cada palabra representaba una pequeña lección de moral, sus meditaciones juntos, en las que él asumía el papel de guía de su alma, e incluso sus silencios, donde ella sentía que seguían comunicándose profundamente, todo eso lo echaba de menos.

    Alania suspiró suavemente, y después se alejó de la ventana. Inmersa en sus recuerdos, se dio cuenta de que no se había dado cuenta de las largas y numerosas horas-tenga que habían transcurrido. Había olvidado igualmente la irritación del principio, pero ahora comenzó a sentirla de nuevo, como una ondulación en la superficie de un estanque tranquilo.

    «¿Por qué se retrasa tanto ese Caballero de la Paz? ¿No sabía que una princesa lo estaba esperando? ¿Es posible que quiera poner a prueba mi paciencia? ¿Que quiera testar mi grado de instrucción espiritual?»

    Dos seres actuaban en su interior, por turnos, a veces incluso al mismo tiempo. Por un lado, la princesa llena de dignidad y de consciencia de sus derechos se decía a sí misma: «¿Cómo puede permitirse estudiar a una princesa como si fuera una persona ordinaria, y más aún si va a ser mi empleado?». La discípula del Maestro Amateka, por otro lado, intentaba imaginar qué habría dicho él en una situación similar. Algo como esto, quizá: «¿Creéis tener razón, alteza? Pero la razón, ¿qué es? ¿Creéis que ese Caballero no tiene su propia razón? Y en cuanto a vuestra dignidad de princesa, en comparación con él...».

    Empezó a sonreír con sus fantasías. «Bien, Maestro, ¡habéis reducido mis justificaciones a cenizas, como de costumbre!» Pensando en él, había conseguido recuperar su serenidad. Ahora se sentía curiosa e incluso alegre por saber hasta qué punto iba a seguir su juego el Caballero.

    Contratar a un Caballero de la Paz como escudero personal había sido idea de su padre, con motivo de su partida para una visita prolongada a Adhema, uno de los satélites de Tenga. Allí debía examinar el potencial militar, el más temible de toda la zona tengana. «Se dice que hay problemas en la periferia de la Galaxia, en la zona galáctica Tateka, más allá del planeta imperial. Sé que parece estar muy lejos para nosotros, pero eso nunca es así. Hoy en día, las distancias ya no se miden en unidades espaciales o temporales, sino también en el poder ascendente de la tecnología.»

    Por precaución, y también para ofrecer a su hijo una oportunidad de instrucción y acercamiento a sus futuras responsabilidades, lo había enviado mientras tanto a otra base espacial, Durak. Allí disponían de los modelos más recientes de naves espaciales, dotados de tr en los dos lados, y no solamente en la parte delantera de la nave. Las demás naves de la Galaxia, incluso las naves imperiales, poseían tr tan solo en la parte de delante. (tr era la abreviación de Tho-Rak, que en la antigua lengua lakeda —el antepasado de todas las lenguas de la Galaxia— significaba «luz en crecimiento». Eso describía bastante bien la naturaleza de esos haces de luz amplificada, que alcanzaban temperaturas increíbles, momento en el que atravesaban e incluso fundían cualquier metal, además de rocas.)

    Por lo tanto, tras la partida de los miembros de su familia, en ese momento se había quedado completamente sola en el palacio real de la capital Rotenga, esperando la llegada de un Caballero. Al principio no había estado de acuerdo con la idea de ser protegida por un Caballero de la Paz («¿Por qué un Caballero para mí sola? ¿No es un gesto egoísta?»), pero había terminado por someterse a la decisión de su padre.

    Para comprender sus dudas, había que ser tengano. Un extranjero no habría entendido fácilmente por qué una princesa habría renunciado a molestar a un Caballero perteneciente a una Orden, fuera cual fuese su grado de formación. Pero en Tenga, esos Caballeros no eran simples guardianes de la paz y la tranquilidad, formados según los procedimientos más increíbles, físicos y mentales. Pertenecían a una institución de carácter religioso, que imponía un respeto cercano a la veneración. No velaban únicamente por el mantenimiento del orden físico del planeta, sino también moral-espiritual. Y con ese propósito, disponían de los medios necesarios para garantizarlo.

    Eran una especie de Poder tras el poder de estado, y en algunas situaciones podían intervenir incluso en problemas relacionados con la conducta real, pública o privada. Incluso habían obtenido el derecho de proponer reyes al Consejo Planetario en situaciones de crisis, y sus propuestas pesaban mucho. De hecho, nadie habría osado rebatirlas.

    Habían mostrado plenamente su poder hacía dos generaciones, cuando habían impuesto al Consejo Planetario la prohibición de fabricar armas de fuego. El rey de la época los había apoyado (o, mejor dicho, eran ellos quienes le habían apoyado) y, de esta manera, llegaron a obtener una decisión neta, firmada por veinte de los veinticuatro duques planetarios. Los refractarios habían sido convencidos un poco más tarde, por medios específicos de los Caballeros, y las aventuras espectaculares en las que habían participado durante ese combate habían pasado ya a formar parte del folklore. Desde entonces, el pueblo los veía como semidioses invencibles.

    Pero eso solo había sido el comienzo. Después, los Caballeros habían persuadido al rey (el abuelo de Alania y Lenis) de enviar al Consejo Imperial, en lugar de los dos duques representantes, a dos Maestros-Caballeros de elevado grado de formación. Estos habían convencido al Consejo entero, e incluso al propio emperador, de firmar el acuerdo de cese de fabricación de armas de fuego en toda la Galaxia. Cómo había sucedido —es decir, el juego de las argumentaciones—, todo el mundo lo había visto en los holovisores. Pero todos habían intuido que había habido algo más.

    Se dijo, por ejemplo, que después de la sesión del Consejo, varios miembros habían dormido durante mucho tiempo, y que otros habían actuado de manera extraña. Pero después de un tiempo todo había vuelto a la normalidad, y las memorias de los testigos directos se habían difuminado. Todo lo que quedaba era la grabación de la sesión holovisada en los Archivos Imperiales.

    Había además algunos mitos respecto a la ayuda aportada por los Caballeros a las tropas del Ejército Imperial para imponer el acuerdo en todos los planetas de la Galaxia. Pero en la historia oficial no había ninguna precisión sobre un eventual mandato del emperador a los Caballeros de la Paz en ese sentido. No había nada, ni siquiera sobre su participación como sujetos o vasallos. La única información histórica fidedigna decía que incluso los planetas menos dispuestos al acuerdo habían sido persuadidos para hacerlo respetar, con la ayuda del Maestro Divino. Sin embargo, a pesar de la escasez de informaciones reales, el renombre de los Caballeros de la Paz había sobrepasado los límites de su planeta.

    Ahora, para toda la Galaxia, Tenga representaba el centro de la paz y el orden, incluso el centro espiritual. Rexegia era el planeta imperial, pero Tenga disfrutaba de un estatus legislativo y moral-espiritual superior.

    La paradoja actual de emplear únicamente armas blancas en los territorios planetarios, y al mismo tiempo equipar las naves espaciales de guerra con disparadores tr, no incomodaba a nadie. De hecho, solo era una paradoja en apariencia, ya que la práctica había demostrado que esa combinación era la más segura de todas. De esa forma, se evitaban las masacres en tierra firme (de hecho, las guerras sobre el suelo habían cesado), y el juego del poder en la Galaxia dependía de una compleja red de naves tr, hábilmente situadas en puntos clave de cada planeta, según los más ingeniosos sistemas estratégicos y tácticos. Así era como se mantenía la paz.

    Sobre el territorio planetario de Tenga, solo algunas categorías de ciudadanos tenían derecho a portar armas blancas: los Caballeros de la Paz; los Caballeros del Orden Público —una Orden sometida a la primera, que recibía tan solo una formación de orden físico, encargada de resolver los incidentes menores como robos, sabotajes y otros de ese estilo (extremadamente raros en la actualidad)—; el Ejército Real y las pequeñas tropas de los ejércitos de los duques. (También habría que incluir a los guardias de la Corte y de cada miembro de la familia real, o de las familias de duques.) Para el resto de la población, la posesión y la comercialización de armas estaba prohibida. El eslogan de los Caballeros de la Paz al respecto era «La gente necesita paz y amor, iniciar una formación espiritual, y no portar armas».

    Así se presentaba la situación en Tenga; en los otros planetas, cada gobernador había establecido sus propias reglas, pero a grandes rasgos no diferían mucho unas de otras.

    Alania se sobresaltó, perdiendo el hilo de sus pensamientos por una agitación que se oía en el patio interior. Corrió a la ventana y pudo ver por fin al Caballero, que descendía de un pequeño aerodino curioso. Al verlo desde arriba, solo pudo comprobar que era muy alto y mucho más joven de lo que imaginaba para un representante del Poder oculto. Sobre la chaqueta blanca, bajo el manto, distinguió claramente el emblema de los Caballeros de la Paz, impreso en negro: un hexágono dentro de una estrella de seis puntas, dentro de un círculo.

    Entonces respiró profundamente, empleando una técnica de relajación que le había enseñado Amateka. Había oído muchas cosas acerca de estos Caballeros, como todos los tenganos, y ahora sentía una cierta emoción. ¿Qué ocurriría si fueran capaces de leer los pensamientos de alguien, si permanecieran durante algún tiempo a su lado? Eso era lo que más temía. Se había cruzado antes con Caballeros en la Corte, o los había visto en el Consejo, o en el holovisor, pero nunca les había hablado. Amateka no le había informado demasiado al respecto, pues solo le había dicho que eran espíritus superiores, pero personas como las demás en su aspecto externo.

    De repente, oyó unos golpes en la puerta, la señal convenida con los miembros del Cuerpo de Guardia de la Corte para anunciarle la entrada del Caballero.

    —¡Entrad, por favor! —dijo con voz bastante decidida. De pronto, se dio cuenta de que había olvidado ocuparse de su exterior de la misma manera que su espíritu y que, por lo tanto, su cabello probablemente estuviera rugoso. De todas formas, ya daba igual, pues no tenía tiempo para hacerlo. ¡Menuda situación irónica, después de haber perdido tanto tiempo, horas y horas, esperando! Este pensamiento le hizo retener a duras penas una sonrisa.

    El Caballero la encontró en ese estado feliz cuando entró seguido por los guardias de la Corte. Agradablemente sorprendido, se sintió obligado a sonreír a su vez, incluso si la sonrisa de la princesa no había llegado aún a sus músculos faciales, sino que todavía estaba empezando a surgir en su interior. Incluso esta cosa tan simple la habría hecho reflexionar seriamente, si hubiera logrado conservar el estado de relajación que había iniciado previamente. Pero no lo consiguió, ya que sintió repentinamente un gran asombro... ¡mezclado con una cierta dosis de nostalgia! Era exactamente ese Caballero con quien soñaban todas las mujeres tenganas... ¡e incluso quizá de toda la Galaxia! Era el que se había convertido en un Caballero completo con tan solo dieciséis años, tras varios años de aprendizaje. El más joven miembro de la Orden... ¡El que había aparecido en sus sueños, también, a sus dieciséis

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