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Seducida por mi jefe multimillonario
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Seducida por mi jefe multimillonario
Libro electrónico168 páginas3 horas

Seducida por mi jefe multimillonario

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Este es el primer libro de una trilogía.

Jenna Harks deja su trabajo en Goldman Sachs, renunciando así a un sueldo de arranque de doscientos mil dólares. Se ha marchado para hacer carrera en algo más grande, en algo mejor. Aunque para ello tenga que empezar como asistente en el nivel más bajo, sin reconocimiento ni seguro dental. Pero cuando se produce una confusión de identidades, Jenna obtiene el trabajo de sus sueños. Sabe que está preparada para ello, así que acepta el reto. 

Allí se encuentra con Michael Larchwood, el hijo menor del legendario Abe Larchwood y segundo heredero del gran imperio. Es también un conocido playboy que en seguida flirtea con Jenna. El problema es que la empresa tiene tolerancia cero en cuanto a las relaciones dentro del trabajo, y Michael es famoso por saltarse las reglas. Hay al menos cuatro mujeres que fueron despedidas en los últimos dos años por ese motivo y Jenna no quiere convertirse en una más. 

Luego está el hermano serio; Thomas Larchwood. Un brillante estratega financiero y la persona más joven a la que la revista Forbes ha incluido en la lista de los más influyentes. Él tiene tan solo unos cuantos años más que Jenna. 

Cuanto más flirtea Michael con Jenna, más se da cuenta de ello Thomas. Los dos hermanos llevan colgada la etiqueta de prohibido. Pero durante las vacaciones de navidad, uno de los dos le roba el corazón.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento7 ago 2016
ISBN9781507150306
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    Seducida por mi jefe multimillonario - Sierra Rose

    Capítulo 1

    –¡Taxi!

    Di un paso enorme para esquivar la ola de agua sucia que acompañaba al taxi mientras este aceleraba hacia mí, luego me abalancé sobre el pavimento junto al resto de la multitud para cogerlo.

    La vida en Nueva York implicaba una serie de compromisos de este tipo; dar y tomar. Si se te inundaba el apartamento, te mudabas al Hilton, desde donde podías hacer cómodamente la demanda por los daños que te había provocado el agua. Que una nevada temprana cubría el suelo, sacabas tu nuevo trench de Bloomindales para combatir el frío con estilo. Si perdías un taxi, cogías el siguiente. Y, afortunadamente, mi arsenal para luchar era mucho mejor que el del corredor de bolsa que tenía junto a mí.

    Con una sonrisa seductora, extendí una de mis piernas desnudas hacia la calle, despuntaba desde mi ajustadísima falda de tubo y terminaba en un zapato de tacón italiano. El chico que estaba a mi lado dejó escapar un gemido de apreciación, pero entorné los ojos cuando su mirada se encontró con la mía; él conocía mi juego. Fingiendo que miraba calle arriba, me agaché ligeramente, permitiendo que se abrieran uno o dos botones de mi conservadora blusa. Se escuchó un frenazo y a continuación un gruñido:

    –¿Adónde la llevo, señorita?

    Lanzándole una mirada ganadora al corredor de bolsa, monté en el taxi.

    –Al corazón financiero. A la esquina de las calles Pearl y Pine.

    Y fue así, con poco más que una sonrisa, como me encontré yendo a toda velocidad hacia mi primer día de trabajo.

    Me recosté sobre el cuero fresco y volví a abrocharme la blusa mientras recitaba mi currículum en voz baja: licenciada con matrícula de honor en la Universidad de Princeton. Master en Harvard. Dos años como presidenta de la Asociación de Mujeres Estudiantes. Editora Junior de la Harvard Business Review. Dieciocho meses de prácticas en Goldman Sachs.

    Pero en vez de aceptar la atractiva oferta de trabajo de Sachs cuando se me acabó la beca, puse mis miras aún más alto. Había una firma de inversiones financieras con una reputación aún más impoluta que la de Goldman Sachs. Una firma que era la número uno en todos los campos y bajo todos los criterios de medición.

    Larchwood.

    No era la empresa Larchwood, ni Inversiones Larchwood.

    Larchwood, punto. Como Madonna o Cher. La empresa no necesitaba más explicaciones. Entre la comunidad financiera de la clase alta de Manhattan, era la reina. No cabía ningún cuestionamiento.

    Así que me marché de Goldman Sachs. Dejé sobre la mesa el sueldo de arranque de doscientos mil. Me fui para hacer nombre en algo más grande, algo mejor. Aunque significara empezar como asistente en un nivel bajo, sin reconocimiento ni seguro dental.

    Estaba dispuesta a ello. Tenía más preparación de la necesaria. La llevaba en el bolso.

    –¿Perdone? –le dije al taxista–. ¿Podría parar un segundo?

    En cuanto el taxi se acercó a la acera me incliné sobre la puerta abierta y vomité en la calle. El taxista me miró con mala cara mientras me limpiaba la boca discretamente con un pañuelo y volvía a reclinarme sobre el asiento de cuero.

    –Ya está –dije débilmente–. Gracias.

    Los ojos en el espejo se suavizaron.

    –¿Va a una prueba para un puesto de becaria en el centro? –preguntó con aire comprensivo.

    –Para un puesto de asistente en realidad –le corregí automáticamente. Pero sentí que se me encogía el corazón a pesar de mí misma mientras volvía a estudiarle–. ¿Por qué lo pregunta?

    Chasqueó la lengua:

    –Ya he hecho este tipo de paradas muchas veces. Desde luego hay muchas como usted.

    Sopesé sus palabras un momento antes de que la competidora que llevo dentro despertara y consideré las posibles implicaciones.

    –Un momento... Muchas como yo, ¿se refiere a hoy? ¿Ya ha llevado a más gente al centro?

    Había salido de casa treinta minutos antes de lo necesario tan solo para ser la primera en la puerta, pero quizás había errado el tiro por cuestión de una hora.

    Sin darle ocasión de responder, señalé con autoridad hacia la derecha.

    –¡Evite Lexington como sea! Vaya por FDR Drive, ganaremos quince minutos.

    Exactamente diez minutos más tarde, nos deteníamos frente al interminable rascacielos cromado que esperaba se convirtiera en mi hogar. A pesar de mi prisa frenética, hice una pequeña pausa dentro del taxi un segundo, para mirar las nubes. De pronto, mi prestigiosa educación y mi espectacular currículum no significaban nada. Esto era Larchwood. Tendría suerte si me permitían trabajar repartiendo el correo...

    –¿Va a entrar? ¿O se va a quedar aquí mirando?

    Pasé mi tarjeta de crédito a través de la ventanilla de separación y me alisé la blusa con manos temblorosas. Todo iba a ir bien. Me iban a contratar. Tenían que contratarme.

    Él me devolvió la tarjeta y levantó los pulgares teatralmente.

    –A por ellos, tigresa.

    –Gracias.

    Esta vez mantuve las piernas bien guardadas debajo de mi largo abrigo y subí a la acera. Había una especie de chispa en el aire. Una energía eléctrica que no tenía nada que ver con las nubes de tormenta que se acumulaban sobre mi cabeza. Era la gente. El zumbido colectivo de las vibraciones de un grupo de gente exactamente igual a mí, deseosa de entrar y llegar hasta lo más alto de esa torre. Una ligera sonrisa nerviosa se dibujó en mi cara, pero la escondí rápidamente. Solo me permitiría gestos pensativos y ceños fruncidos por la atención.

    Entonces, sin mirar atrás, volví a repasar mi blusa, estiré bien la espalda y accedí al interior junto a toda la gente.

    Tras abrirme paso con cierta dificultad en el recibidor, me registré y entré en el ascensor para subir a la planta treinta. Era como si el taxista me hubiese echado encima un miedo falso. No había una sola persona en la sala de espera. Exhalé con un alivio mudo y caminé hasta la recepción. Ofreciéndole a la recepcionista una sonrisa especialmente amistosa, firmé también su registro.

    –Hola, soy Jenna Harks. Tengo cita con Patti Macer a las nueve.

    La recepcionista me miró de arriba abajo pero correspondió con otra sonrisa antes de mirar el reloj.

    –Llegas un poco pronto, ¿no?

    Asentí brevemente.

    –Espero que no le importe.

    Era mejor ser educada. La gente no exagera cuando dice que a menudo las llaves del castillo están detrás del mostrador de recepción.

    –Bien –sus ojos chispearon por encima de las gafas–, así es como hacemos las cosas por aquí. Toma asiento–. Señaló con la cabeza unas sillas de ante cubiertas de revistas Forbes y Time–. La señora Macer ha subido a una reunión y va a tardar por lo menos veinte minutos.

    –Está bien. –Miré hacia las sillas y luego al reloj–. ¿Le importaría indicarme dónde están los servicios?

    –Al fondo del pasillo, cuarta puerta a la derecha.

    –Gracias.

    Las oficinas superaban mis sueños. Eran lo que solíamos imaginar mis amigos y yo en la facultad de empresariales, cuando pasábamos toda la noche estudiando en la biblioteca. Detrás del vidrio escarchado estaba la estructura de un imperio. Los cimientos financieros (trabajo duro y breves pausas para café) que sostenían a sus hombros la pesada estructura. Era en este lugar donde tendría que demostrar mi valía. Era una planta baja (todas por debajo de la planta cincuenta lo eran), tendría que abrirme paso con uñas y dientes para subir. Lo había hecho en Goldman and Sachs y lo haría también aquí. La cuestión era lograrlo en el menor tiempo posible.

    Me había incorporado pronto al juego. Sin tomarme ninguna pausa tras la universidad. Directa a mi puesto de becaria. La semana anterior había celebrado mi cumpleaños número veinticinco. Era joven. Estaba hambrienta. Estaba aquí.

    Empujé la puerta del servicio y me alegré al ver que no había nadie. Tras unas cuantas respiraciones meditativas, mirando mi reflejo como si fuera una especie de halcón, saqué mi barra de labios de color profesional y empecé a aplicármela cuidadosamente. En cuanto acabé de darle una pasada, oí un sollozo apagado dentro de una de las cabinas. Mi mano se quedó congelada frente a mi cara mientras mis ojos recorrían las puertas cerradas. Estaba a punto de marcharme discretamente cuando la puerta se abrió y una chica arrasada por la pena salió y caminó tambaleándose hasta el espejo.

    La situación era demasiado obvia para ignorarla. La chica se sentía demasiado mal como para que yo no hiciera nada. Le lancé una mirada comprensiva y saqué un pañuelo de papel de mi bolso, ofreciéndoselo en silencio.

    –Gra- gracias. –Le costaba hablar, lo cogió y se limpió el rímel corrido. Nuestros ojos se encontraron accidentalmente en el espejo y ella me ofreció una sonrisa de medio lado–. Estoy hecha un cuadro, ¿eh?

    Bajé rápidamente la mirada hacia los lavabos para recoger mi bolso.

    –No, estás bien.

    –Yo no era así –prosiguió rápidamente, como si tuviera que dar una explicación–. Era la mejor de mi clase; Derecho, Stanford.

    Volvió a mirar hacia mí y le ofrecí una débil sonrisa.

    –Harvard. Empresariales.

    Asintió, sorbiendo por la nariz mientras las lágrimas silenciosas seguían rodando por su cara.

    –Me preparé para este trabajo en California. Me mudé aquí la semana pasada. El CEO solicitó ayuda externa para la nueva fusión y yo fui su primera opción.

    Tengo que admitir que empecé a mirarla de una forma distinta. ¿Era posible que esta mocosa llorona fuese mi nueva jefa? ¿Debía ofrecerle un segundo pañuelo?

    –Pero no puedo hacerlo –bisbiseó–. No puedo estar aquí.

    –¿Por qué no? –pregunté sin poder evitarlo. No pude contenerme, sentía curiosidad. Yo habría hecho lo que fuera para estar en su lugar. Ningún CEO pedía que te transfirieran si no tenías un currículum aún más espectacular que el mío. ¿Y venirse abajo ahora en uno de los servicios de la planta treinta? Las cosas no cuadraban...

    Me miró con una sonrisa cargada de lágrimas.

    –Mi prometido me ha dejado.

    Parpadeé. No era la respuesta que esperaba. En absoluto.

    Su mirada se volvió más fría en cuanto se dio cuenta de los cambios sutiles en mi cara.

    –No espero que lo entiendas. Una chica tan joven como tú, que acaba de salir de su puesto de becaria. Esto debe parecerte lo más estúpido del mundo.

    –No, no –balbuceé sin mucha convicción–. Para na–.

    –La cuestión es que... Ni siquiera me gustan las finanzas. Me gusta el estilo de vida. Me gusta la competitividad. Pero los números me importan una mierda. –Volvió a secarse los ojos–. Y ahora, por haberme mudado aquí, he perdido lo único que me importaba. A Jeff.

    Nota mental: mantenerme alejada de todos los hombres que se llamen Jeff. Te hacen enloquecer.

    –Así que me marcho, vuelvo a casa. Es mi amor desde el instituto y va a ir a recogerme al aeropuerto cuando llegue. –Miró al espejo con tanta determinación que parecía que retaba a su propio reflejo a llevarle la contraria–. Puedo volar a California esta misma tarde y todo volverá a ser como antes. Pero esto... –Lanzó la mirada hacia el techo y supe que, al igual que yo, veía en su mente el enorme rascacielos que se alzaba sobre nosotras–. Ya no puedo hacer esto. Odio esta ciudad con todas mis fuerzas. Debo escapar mientras pueda.

    Con un gesto repentino y rápido lanzó el pañuelo a la basura y se marchó hacia la puerta. No sé exactamente qué me empujó a hacer aquello, quizás la incredulidad ante la oportunidad de oro que ella

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