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Las Cartas de la Restauración
Las Cartas de la Restauración
Las Cartas de la Restauración
Libro electrónico336 páginas5 horas

Las Cartas de la Restauración

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Información de este libro electrónico

¿Cuándo y qué entra a formar parte aquello que consideras una perfecta vida? ¿Lo es realmente? Lorena destierra un aparente bienestar con la infidelidad de su marido. En el Madrid de los años noventa redescubre la ciudad, recupera la sintonía
con viejos amigos, se lamenta del abandono en su vida y lucha incansable por recuperar un pasado que sí fue mejor. Entre sus objetivos, el oficio de restauradora. En el desarrollo del mismo descubre una secreta y clandestina correspondencia de dos amantes en la España de los años treinta. Paralelas historias, desafíos en un intenso presente, inesperadas noticias y profundos cambios suponen una dura travesía de poco más de un año para Lorena y sus fieles amigos con los que reorganizar su vida.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 may 2016
ISBN9789895153800
Las Cartas de la Restauración
Autor

Isidro Fernández Morales

Isidro Fernández Morales. Desde muy joven presenta curiosidad y capacidad para leer y escribir historias. Pequeños relatos que van tomando forma y recopila para participar en certámenes literarios en los que logra ser finalista. En algunos tan reconocidos como el de 'Víctor Chamorro' en 2012, en el de 'Pablo Olavide' o en el certamen de relatos breves del periódico local de su ciudad, Granada. En la búsqueda por desarrollar sus historias y dar rienda suelta a dispares personajes... llega su primera novela: Las cartas de la restauración.

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    Las Cartas de la Restauración - Isidro Fernández Morales

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    Mis pies ejecutaban un sendero que no estaba establecido y que jamás hubiera planteado sin ese perturbador y verdadero motivo, empujada y alejada a caminar fuera del rumbo concertado y que habitualmente ejerciera. Mecánicas articulaciones que cumplían con esa sucesión de movimientos con demostrada desgana, pesarosa, llevada por el ánimo justo para estar en cualquier parte menos en mi hogar. Encerrada. Un lugar que había perdido toda categoría por cantidad de sucesos que fueron descatalogando un término que asociamos a particular, privado y de salvaguardia. Ya no percibía que hubiera sido el refugio de duras y difíciles jornadas donde aplacar el malestar de enfermedades o situaciones en las que una se esconde en dicha guarida para lamer sus heridas y salir recuperada al exterior, pasado el prudencial tiempo de recuperación.

    Caminaba con paso lento, inseguro y sin ningún destino predeterminado, ajena al frenético ritmo que marcaban las incontables personas que circulaban por la madrileña Gran Vía, más concurrida que nunca, más vacía, invadida por la sensación de ser el único figurante que percibiera la enorme tristeza que rezumaba aquellas elevadas paredes de hormigón y cristal o el suelo que pisaba. En una realidad más acertada, ¿no era esa la emotiva película con la que pretendiera impregnar todo para lograr alcanzar cierta compasión en un momento de tan derrocada representación? Trataba de digerir lo ocurrido, intentando analizarlo todo sin éxito. El impacto que produjo la imagen de mi marido acostándose con otra mujer fue la gota que culminó con un anunciado ahogamiento, un eco que ignoré y cobraba más sonoridad a medida que las pistas de extraños e incoherentes actos de nuestra vida en común me pusieron en alerta para admitir que esa historia debía terminar. Con el pensamiento, en una de las partes, de que todo estaba visto para sentencia y dar por zanjado nuestra convivencia, llevó sumo esfuerzo reunir el valor suficiente para implantar dicha determinación de una vez por todas.

    Sendas lágrimas recorrían sin impedimento ni reprimenda mis mejillas, impasibles al resto de cegados transeúntes e indiferente a la persona que las hacía brotar al exterior, mostrando así de una vez por todas el dolor acumulado, no por el engaño sino al repetirse reiteradamente el único pensamiento y con merecido castigo en mi razón por los años que malgasté al lado de ese hombre. Devaluando todo el empeño que puse por sacar a flote una relación condenada al hundimiento más destructivo, cegada por un amor que pasó a ser devoción y terminó siendo una obsesión que implicaba algo dañino, irremediablemente para mí. Arrastrada por una manera de comportarme con radicales formas de pensar, impropias en años atrás y muy distinta a esa mujer de carácter alegre, simpática, generosa y extrovertida que llegué a ser. Mi matrimonio estuvo en perpetua crisis desde el momento en que la sorpresa, las ganas y el deseo por fascinar, elogiar y complacer al otro poco a poco se fueron marchitando, perdiendo la intención y las ganas por ejecutarlas.

    El golpe involuntario de una joven que se disculpaba rápidamente, al tiempo que seguía corriendo para no perder un taxi que extranjeros pretendían disimuladamente arrebatarle, logró despertarme de ese juego autodestructivo de buscar un culpable o varios, si es que los hubiera. Atormentarme por la estupidez manifiesta y ejecutada en toda esta pantomima, regocijarme en mi dolor, ensamblar las ausencias, las excusas que aceptaba sin más por ser esa persona de confianza a la que acepté todo sin rechistar, cuestionándome por qué había accedido a una entregada nulidad, buscar las opciones para mitigar esa aflicción que tardaría en desaparecer, encontrar explicaciones y soluciones a un perturbador presente y un apagado y tormentoso futuro que ahora creía incapaz de afrontar a medida que seguía deambulando por la ciudad. Aquel imprevisto choque provocó que mi alma regresara a su cuerpo, fue cómo una sacudida, incontrolada y que volvía a convertirme en algo terrenal después de un viaje en el que tuviera constancia, por el regalo de una fugaz escapada, para dejarme divagar. Valiosos momentos en los que entregarse simplemente a la nada. Buscaba relativa calma y no me encontraba en el lugar más idóneo, gradualmente agobiada en aquel inmenso escenario con demasiados extras. Esa pantalla en blanco que invadía mi campo de visión, en la que sólo tomaban cuerpo irreconocibles formas para impedir que me estampara con algo o alguien, desaparecía lentamente para dar paso a colores, perfiles más definidos, sonidos y advertencias de un mundo que no entendía de coyunturas personales ni se mimetizaba con el posible sufragio hacia esa distraída e invisible caminante en la que me había convertido. Parada en el semáforo, que me obligó a esperar para no ceder a un suicidio que rondara fugazmente por mis pensamientos, poniendo rostro a las personas que me miraban extrañadas por lágrimas que secaron en mi cara, decidí refugiarme en algún lugar para reflexionar con serenidad, encontrar cierto sosiego y aplicar la madurez por la que siempre había sido reconocida, saciar una repentina sed, ausentarme nuevamente de la ciudad y dejar que mi castigada alma descansara. La primera reflexión que se colaba en aquel vacío y establecido espacio fue para reconocer mi comportamiento ante tal situación. ¿Era así cómo mi cuerpo y mi mente reaccionaban a la traición, a la nueva y lógica soledad, a la incertidumbre de una vida en la que siempre había llevado con firmeza las riendas y a la multa por haber cedido en tantas cosas?

    Vislumbré el cartel en pizarra de una cafetería, invadiendo una parte de la concurrida acera, con letras distorsionadas en tiza y señalando su exacta ubicación, alejada de la marabunta en comercios y personas, despertando las ganas por tomar algo caliente, suplicando en silencio un retribuido y momentáneo asilo. El anónimo muñeco verde abría el paso. Recobré los sentidos, la percepción de todo cuánto me rodeaba, tocarme, pellizcarme la mano para asegurarme de que no vivía una pesadilla tan real y macabra que el fin de mis días estuviera cerca, al menos eso pensaba en ese melodramático momento. Sentí que seguía viva, errante, abriéndome paso hacía un desconocido lugar, pero con la intención de recuperarme de esa herida propinada por un enemigo que ya me acechara desde hacía mucho tiempo y que logró superar numerosas barreras, herirme con un pronóstico de supervivencia que sólo dependería de la afectada. En un incomprensible y repentino acceso de ira, conducida por un pensamiento puramente materialista, sentencié que al menos la buena situación económica de la que disponía, y que aprovechó con tolerados permisos, serviría para afrontar la soledad que yo misma buscara y encontré al apartarme de amistades, quienes no cesaron en su empeño por hacerme ver lo incorrecto de mi actuación y comportamiento. ‘Nadie aprende por consejo ajeno’, era una de las frases que más reiteraba mi abuela cuando amigas y familiares osaron aconsejarle sobre aquel hombre que llegó a ser mi abuelo y que, con los años, la sentencia irrevocable del tiempo supo acallar a esos seres de adjudicada toga que no supieron ejercer con rectitud y justicia. Llevada por esa frase, percibiéndola perfectamente al oído, como si alguien la susurrara con la clara intención de llevarme a ese establecimiento por ser la mejor opción, decidí obedecer. Incitada también por la fresca y leve brisa que auguraba un obediente otoño que cumplía sus primeros días, aferrando mis enguantadas manos una bufanda que guarecía el cuello y que intensificaba la opresión de un nudo que no desaparecía.

    La ausencia de personas que discurrieran por esa callejuela, casi plena, a sólo unos metros de la céntrica avenida donde decenas de seres trataran de sortearse para seguir su camino o la notable disminución del ruido, daban cuenta de lo conducidos que estábamos en tantos sentidos que ni llegábamos a entender o vislumbrar, otorgándome la razón de lo hipnotizado que resultamos en muchas áreas, cegados como yo lo estuviera con ese hombre. Una segunda reflexión que se colaba en mi cerebro, enclavada en la puerta de la cafetería.

    El escenario era de película, ofreciéndome una grata e inesperada sorpresa. Aquel templo del café y la buena conversación, en agradable compañía o a la soledad y amparo de un buen libro que provocara llevarte por un rápido trayecto en un reloj que marcara el lento paso de las horas, suponía el último reducto de aquellas cafeterías donde músicos, poetas, actores y toda persona relacionada o engullida por la vorágine del arte se congregara para dar rienda suelta a sus particulares formas de pensar o expresión artística, sin que la mano de la represión o el escándalo mellara en la opinión y condición de la que ahora se encumbraba con loas de visionarios o transgresores.

    Con la mano empujé suavemente una puerta de madera con enorme cristal y por la que se permitía ver todo el interior. Un amplio salón atestado de mesas de hierro forjado, en negro y con superficie de mármol blanco, desgastado por el paso de los años y las experiencias, sembrado de sillas custodiando cada una de las mismas, suelos y paredes recubiertos en apagada madera y con un color que se había perdido por el irrefrenable tránsito de personas, pero que a cambio le otorga ese toque de veteranía que hace ganarte un nombre, una reputación, un valor seguro por las buenas referencias. Culminaban impresionantes y conservados frescos donde ángeles, casi ocultos tras las nubes, fueran reservados espectadores de cuánto aconteciera en aquel lugar. Estáticos e inertes ventiladores de enormes aspas moverían en la acertada estación un cargado ambiente por el humo y la casi ausencia de ventilación natural. En un lugar apartado, retirado de los clientes e imposible verlo a primera vista, una reducida barra del mismo material que inundara todo aquel local y del que sobresalían rostros de diferentes mujeres en un fondo de hojas y ramas que pretendieran crecer y conquistar todo el entorno, donde un camarero limpiaba a conciencia vasos y copas. Observando todo con detenimiento, embriagándome con esa especial aura que rezumaba el lugar y se respiraba en el ambiente, no reparé en la presencia de un joven camarero de impoluta camisa blanca, pajarita negra y pantalones a juego.

    – ¡Buenas tardes! ¿Qué desea? – Preguntó amablemente.

    Aquella abnegada sonrisa fue el primer gesto de cordialidad en las últimas horas, proveniente de un completo desconocido que seguramente estaría obligado a obrar así, pero en la situación en la que me encontraba era suficiente y se agradecía.

    – ¡Un té rojo, por favor! – Pedí solícita, impregnando mis palabras con la duda de alguien que no sabe realmente lo que quiere.

    Odiaba esa bebida, pero aquella petición acudió a mis labios rauda y sin impedimentos, repetida hasta la saciedad por quien la bebía y siempre solicitaba, imprudente, impuesta cuando acudíamos juntos a tomar algo. La fuerza de la repetición se anticipó a una sopesada petición y a la desgana por corregir el pedido o importunar a nadie que no pretendía estuviera mucho tiempo a mi lado para inquietarme o espantar mis pensamientos. Quizás fuera el primer indicio de esa inherente rebeldía que tan bien me había definido años atrás, la incipiente reforma que debía imponerme desde ese instante en el que ya comenzaba a rodar mi vida sin alguien a mi lado. Líquido que aborrecí por asociarlo a la persona por la que había acumulado tanto odio.

    – ¿Algo más? – Dijo el camarero, apremiante con el té.

    – No. Gracias.

    ¡Qué curioso, extraño e imprevisible puede llegar a ser el comportamiento humano!, pensé cuando el chico se retiró para cumplir con sus funciones y recobrar inmediatamente el malestar que parecía haber dejado tras los muros de aquel provisional refugio. Corroboré ese pensamiento cuando, al igual que un ave fénix, me castigué por ser y padecer todo aquello que me negaba admitir al estar obsesionada por alguien que había engatusado mi razón de forma magistral. Debía ser fuerte, esa mujer guerrera que luchaba por conseguir sus metas con honestidad y que había dejado las armas en una incomprensible contienda. Al cerrar los ojos, dejando que el telón de oscuridad me sumergiera en recuerdos del pasado, visualicé el papel donde se daba cuenta de las inmejorables calificaciones obtenidas en la universidad, el titánico esfuerzo y la pizca de suerte que supuso entrar en una importante multinacional con un considerable puesto de trabajo. Todo un sueño hecho realidad, sin saber que era una bonita manzana envenenada. Recobré parte de un tiempo que ahora traía al presente para demostrar que llegué a ser alguien invulnerable. Fugaz visión que parecía dar cuenta de una misma persona, pero con vidas diferentes. Destapar el caso de una amnésica que hubiera seccionado parte de su existencia para emprender caminos bien diferenciados y que por circunstancias del destino se volvían a unir en un delta de confusión y asimilación de personalidades.

    El sonido de la cafetera a pleno rendimiento, mezclado con el de rimbombantes cincuentones caballeros de sobrero y renovadas boinas con estiloso diseño saludando a camareros, que le devolvían la misma euforia, reconociendo así la asiduidad y complicidad de dicha clientela, logró dispersar esa cortina de humo que tomaba el pasado para regresar a esa fría mesa, donde esperaba a beber ese caldo caliente de hierbas que mitigara los leves espasmos producidos por el frío que llegó a penetrar entre las capas de ropa y tomar contacto con mi piel. A los pocos sorbos, volví a sumergirme sin dificultad en esa abandonada ensoñación.

    Pasé por duras e intensas entrevistas, papeleos innecesarios que sólo retrasaban la elección y creían otorgar importancia al proceso, repetidas y numerosas llamadas, esperar largos días para recibir un aviso dónde confirmar el ascenso al siguiente nivel y así volver a retomar de nuevo más pruebas sinsentido. Finalmente, logré recibir la noticia de que formaba parte de aquel entramado grupo, a manos de un repugnante tipo disfrazado con un inmaculado traje, ridícula corbata con dibujos de personajes animados, engominado pelo y oronda jeta de mofletes que pudieran servir de diana para desfogar la tensión acumulada, enterrados ojos, minúscula nariz y finos labios en un complejo ser que resultara un lobo camuflado con piel de cordero. En los primeros días a la incorporación en mi nuevo puesto todo era amabilidad, aparentes sonrisas y afables caras, ofrecimientos para cualquier duda, presentaciones y buenos modos. Toda una fachada que ocultaba a la mayor congregación de buitres, hienas y pirañas existentes en un mismo recinto.

    Durante las semanas venideras pensé firmemente en abandonar el trabajo. La exigencia era máxima y el cometido desmesurado. Los compañeros, por llamarles de alguna forma, completos gilipollas que renegaban de la capacidad de una mujer siendo las únicas que realizábamos digna labor en ese lugar atestado de arrogantes mastodontes que sólo sabían pasear por los enmoquetados pasillos, con las manos en los bolsillos, acompañados por otros semejantes que soltaban incongruencias que hacían estallar insulsas y ridículas risotadas hasta el siguiente e inadmisible chascarrillo. No consentí ni lograron amilanarme, esforzándome en cumplir con los excesivos objetivos que me marcaban, en un particular ejercicio donde focalizar la rabia, logrando superar todas las barreras impuestas de un modo excelente. Ante la evidencia, recibí felicitaciones y contenidos halagos.

    Con el tiempo, los altos cargos, todos hombres, tuvieron que ceder a los resultados. Clavando la rodilla en el suelo, metafóricamente, y conceder el acceso a un terreno vetado para las mujeres, hasta la fecha. A pesar de los muchos momentos de flaqueza sabía que mi esfuerzo obtendría su recompensa, sería entonces cuando podría plantear y llevar a cabo mi peculiar ‘vendetta’.

    En una lluviosa jornada del mes de noviembre recibí una misteriosa llamada. Mi secretaria me dejaba el mensaje para acudir a la décima planta, nivel donde se concentraban los máximos directivos para una reunión de urgencia en la que debía estar presente. Me temí lo peor. Aunque me había ganado un minado respeto, una posición donde no fuera la diana de los casos más complejos, la indiferencia, un fantasma que no mereciera reconocimiento y pasara de largo, la sorpresa del despido podía aparecer en cualquier momento. Un demoniaco ser comenzó a reptar por los pies, adentrándose en mi cuerpo, asentándose en el estómago para roerme las entrañas, dejándome estupefacta, cohibida, intentando tomar ese aire que hubiera huido de la estancia donde trabajaba y así acabar con mi existencia de una manera lenta y agónica. Tras un prudencial tiempo, que no supe calcular ni me importaba, tomé la iniciativa y movilidad pérdida para levantarme y acudir a la cita. Dos horas después, regresaba al despacho con los mismos síntomas. Suspiré, cerré los ojos en un involuntario gesto para asumir la noticia, destapar esa oscuridad que me había privado momentáneamente de un habitáculo que no volvería a pisar. Grité, descontrolada, me desgañitaba entre pequeños saltos que fueron a más, desmelenándome, alcanzando la tranquilidad por el inusual ejercicio de entusiasmo para que surgieran las primeras y cínicas sonrisas. Ascendía, por el bien de tantas sufridoras compañeras y por el mío propio, conseguía estar en la élite. Escalar varias plantas de un durísimo y competitivo organigrama en el que no existieran reglas hasta alcanzar esa cúspide que otorgaba inmunidad casi absoluta. No me consideraba una persona vengativa o rencorosa, pero tampoco podía permitir humillaciones, burlas, menosprecios abarcando cualquier ámbito que soterraban la moral del resto de empleadas. No podía olvidar, dejar de lado o mirar sin importarme tantos altercados sin disculpas o exigencias y, menos aún, ahora que podía y debía devolverlos, sinrazones que ellos catalogaban de ‘bromas sin importancia’, ‘sucesos aislados que no deberían tener mayor repercusión’ o ‘minucias’.

    A las pocas semanas continuaba con el mismo ritmo en mi actividad. Llegaba la hora de mi venganza, apoyada y esperada por muchas simpatizantes, sin permitirme bajar la guardia. Debía tener y corresponder con el mismo o mayor nivel de eficacia para que no contraatacaran con informes que supusieran mi destitución, a pesar de un firme contrato que podía romperse sin consecuencias.

    En pocos meses tuve oportunidad de hacer pagar a todos aquellos desgraciados, disfrazados de respetables y honrados hombres, cada una de las jugarretas que cometieron a personas que se limitaban a su trabajo y que resultaban las víctimas perfectas por ostentar un rango inferior. Fueron estudiados desquites, planeados concienzudamente, cocinados a fuego lento para no cometer errores, llevados al milímetro en secreto, liberando visas y maldiciones al mismo tiempo, al amparo de las paredes de mi nuevo despacho y en esa planta que visitaba todos los días desde que se hizo soberana justicia.

    Con el paso de los años me codeaba con la cúpula de la empresa, siendo la primera mujer que alcanzaba un puesto directivo, descabezando alimañas y consiguiendo que iguales tuvieran las mismas oportunidades.

    – Aquí tiene. – Mencionó el guapo camarero.

    El joven de educadas palabras tuvo el desafortunado acierto y poder para sacarme de aquella imagen con marcado regocijo, producida al rememorar viejas victorias, devolviéndome con una figurada bofetada a la realidad más nefasta, todo con el interés por plantarme un ticket con el coste del té impreso. Le miré con sincera rabia, en una fugaz y acertada sentencia en la que todos los hombres me arrebataran todo lo bueno que llegaba o tenía en mi vida últimamente, viendo como se alejaba a la barra para volver la cara y mirarme con descarada y desconocida intención. Un ademán que logró descolocarme y borrar de un plumazo esa moderada cólera, tras quedar fascinada por esa sincera y bonita sonrisa, al menos yo me la creí, y esa mirada que parecía emitir compasión al ver a una mujer sensiblemente tocada, moralmente hundida y que no era necesario de mucho estudio para darse cuenta de su apagado ánimo.

    Opté por olvidar el inexistente malentendido para centrarme en tomar el caliente y reparador té, al menos lo que quedaba, justo cuando sonó el móvil. Todo un lujo para la época, de los pocos que me permitía y deseaba ostentar. Un último regalo de empresa que, no voy a negar, acepté con sumo agrado por considerar que resultaría en pocos años una herramienta muy útil y al alcance de cualquiera. Quedaban pocos meses para terminar el año mil novecientos noventa, pocos utensilios de estos se veían en los ciudadanos de a pie, salvo si eras un empresario o cumplías con el perfil de adelantado a tu tiempo que deseara las últimas innovaciones en tecnología. Era mi marido. En un término más acertado y que había cambiado repentinamente por el acto de asimilación definitiva, resultaba ser mi ex marido. Volvía a crecer la exasperación más destructiva, todo parecía confabularse para que no tuviera ni un solo momento de sosiego, inhabilitada para el relax o un tiempo para la tranquilidad que buscaba con leve impaciencia para pensar y tratar de enderezar un camino plagado de inconvenientes. Colgué. Guardé el teléfono en el bolso y pegué un sonoro sorbo de una bebida ya casi fría, paladeándola cuando la contagiosa melodía resurgía de aquel pozo de accesorios de una coqueta mujer. Agenda, llaves, dinero, caramelos de café, maquillaje, tarjetas de presentación, fotografías de aparentes buenos recuerdos que debería arrojar triturados en la primera papelera que encontrase al salir del local, un pequeño libro que leía en los pocos ratos que disponía, chicles o una estampita de una virgen que desconozco y que me diera mi madre para que siempre la llevara conmigo y me protegiera, toda una superstición para alguien que había perdido la fe a lo largo de los años en los que fui testigo de injusticias y la horrorizada visión de un mundo que se movía por la codicia, se influenciaba por el dinero y se perdían cada vez más los pocos valores humanos que nos ponían en común a todas las razas y personas de diferentes países; todo eso y mucho más componía el interior de mi bolso.

    Aún con aquella imagen de una mujer venerada en mis manos, con la impresión de que mi madre estuviera sentada a mi lado, añoraba a esa visionaria que pronosticara lo que ocurriría años después. Mujer de un sexto sentido que nunca fallaba, pero que la prudencia le hacía mantener su boca sellada, guiándote de la mejor manera posible. ¡Cuánto la echaba de menos! Sus abrazos, los consejos que pronunciaba consciente siempre de no querer interferir demasiado o influenciar para que nosotros, mi hermano y yo, tomáramos nuestras propias decisiones. Aprender tanto de nuestros aciertos como de los errores, la sonrisa perenne siempre en su cara, a pesar de los malos momentos que gratuitamente te ofrece la vida y que parecía sortear con maestría para estar siempre resplandeciente, las cándidas manos con las que repartía caricias que eran algo más que un guiño de comprensión o ternura...

    El repetido tono del teléfono volvía a despertarme de mi dulce deambular por la más candorosa reminiscencia, una voluntaria ausencia para intentar mitigar la apuñalada de ese tipo que sabía manifestarse y perturbarme con molesta reiteración, una herida que tardaría en cicatrizar y que aquel ejercicio era un buen comienzo para las primeras curas. Rebusqué entre mis pertenencias, localizando por el tacto el rectangular utensilio para mantenerme localizable. Lo encontré, palpando el teclado y consiguiendo pulsar el botón de apagado. Albergaba la esperanza que, después de presenciar esa estampa aún repitiéndose con nitidez en mi cabeza, se daría por aludido al ver que cancelaba sus llamadas, que no deseaba saber nada de él.

    Apurando el té, suspirando con la mirada pérdida en esos ángeles, inmortales, indefensos querubines, abstraída por el pensamiento al envidiar su privilegiada posición, el móvil volvió a sonar. Decidida, tomé la opción de responderle, ser valiente, recuperar ese carácter que tanto respeto infundía a las personas que admitían haberse equivocado conmigo, afrontar la realidad y comenzar a extirpar todo lo malo que había crecido con el paso de los años o adquiriéndolo en una época en la que pensaba que se trataba de algo excepcional y ahora se había corrompido hasta el punto de contaminar todo lo que mantenía. Mientras localizaba nuevamente el teléfono, escuchando esa dichosa sintonía que me crispaba ahora los nervios, pensaba y repetía las barbaridades que soltaría a bocajarro nada más descolgarlo, sin tiempo a réplica. Había obrado mal y obtuvo no tener derecho a ella. Sentía la sangre correr con celeridad en la sien, el pecho con un acelerado movimiento, una repentina sequedad en la boca y una incesante oscilación del pie derecho que hacía tambalear la mesa. Lo encontré. Pulsé el botón y todos aquellos convulsos espasmos cesaron para dejar escapar toda la larga lista de improperios que había preparado mentalmente, esfumándose súbitamente cuando la voz de mi mejor amiga se hizo audible, derrotando al silencio en el otro lado del auricular. Nada más que un puñado de palabras fueron suficientes para hacer desaparecer el creciente arrebato de un plumazo. Cerré los ojos, mi mano izquierda ascendió hasta la frente para frotarla con suavidad, calmarme y recapacitar, dar a entender que no debía actuar así con la persona equivocada, ser paciente, asestar el golpe perfecto en el momento adecuado.

    – Lorena, ¿eres tú? – Preguntaba mi amiga, tratando de averiguar si se había equivocado de número o no.

    – Sss... Sí. – Alcancé a decir. – ¿Qué quieres María?

    – ¿Qué quiero? – Repitió con perceptible enfado. – Estoy intentando localizarte desde hace horas... ¿dónde coño te metes?

    – Estoy en una cafetería... en el centro... tomando un té.

    – ¿Un té? ¿Sola? – Formulaba sus dudas impregnándolas con la más absoluta incredulidad.

    – Así es.

    – Al no responder a mis llamadas me puse en contacto con...

    – ¡Espera! – Corté sabiendo que pronunciaría un nombre que estaba declarado oficialmente desterrado.

    – ¿Qué te pasa? ¿Ocurre algo?

    – ¡Nos hemos separado! – Sentencié.

    – ¿Cómo? ¡No me puedo creer que finalmente lo hayas hecho!

    El silencio infectó a las dos interlocutoras el tiempo suficiente para que cada cual reflexionara, asumiera los datos de los que disponían y encontraran la disposición para seguir con la interrumpida conversación.

    – Me lo esperaba. – Resolvió María.

    – Sólo le estoy dando algo de tiempo para que recoja sus cosas y se largue de casa cuánto antes.

    – ¡Menudo cabrón!

    – Le sorprendí... ya sabes... y salí corriendo. No supe reaccionar de otra manera... estoy pérdida... sólo tengo claro que no quiero verle y saber nada de él. Me he convertido en una completa idiota, en una inútil...

    – ¡Hijo de puta! – Gritó con sonora claridad. – ¡No digas tonterías! Siempre has dado muestras de tu valía, tu madurez e infinidad de cualidades que ese desgraciado no ha sabido valorar por interesarle sólo fo...

    – Shhhh. – siseé al comprobar cómo el volumen del teléfono era suficiente para que las personas adyacentes se percataran de cada palabra de esa exaltada amiga.

    María era una mujer de armas tomar. Independiente, firme en sus convicciones por considerarlas correctas y equitativas, sincera hasta alcanzar un listón al que muchos no llegábamos por reparo, respeto o puro desinterés y del que ella se enorgullecía en llevar a la práctica hasta

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