El canto de la raposa
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El canto de la raposa - Rafael Alonso Solís
(1960)
I
Nací cuando el siglo veinte dibujaba sus últimas décadas, a finales del verano, en esa época en que el sol sofoca las conciencias y aviva el resto de los fuegos por el mismo día, casi a la misma hora y el mismo mes, en que mi padre, un año más tarde y por tenebrosa coincidencia, se diera un tajo en la garganta llenando la habitación de sangre y baba pegajosa. Si bien no supe nada acerca de ese suceso hasta varios años después, debo reconocer que, por diversos motivos, ha alcanzado una relevancia crucial en lo que se refiere a diversos aspectos de mi existencia, y puede que haya contribuido a hacer de mí una persona algo rara, aunque discreta, aficionada a la soledad, poco dada a los excesos y muy disciplinada en lo que se refiere al desarrollo de su actividad profesional.
Al parecer, mi padre murió rápidamente, dicen que sin dolor, aunque poco puede saberse acerca de lo que siente un moribundo en el momento del tránsito, en ese ámbito temporal y en esa región en los que nadie ha estado, y acerca de los cuales cualquier referencia es mera conjetura. Ni en la Biblia ni en el Corán, por citar dos fuentes clásicas de conocimiento o fantasía en torno a la trascendencia, se encuentran apuntes literarios de cierta garantía, y únicamente las distintas versiones del Libro de los Muertos, además de algunas leyendas arcaicas, los hallazgos luminosos de los poetas místicos y un par de sospechas apócrifas, se atreven a describir un paisaje vacío y en el que no debiera haber ni ruidos ni colores; solo la calma aterida por el viento, la sorpresa quizás, la amargura de lo inmenso y la ausencia de criterios morales, de puntos de vista y de ideología. Al menos, nada de eso encontraron los que fueron a retirar su cadáver varios días después del óbito, apergaminado a esas alturas y con el hedor propio de la carnaza.
Pasaron algunos años hasta que mi hermana, primero, y mi madre, después, me aclararan parcialmente la confusión que me atenazaba en todo aquello que se relacionaba con mi progenitor. Es cierto que al principio no le eché en falta, que su presencia no resultó necesaria para mi educación, y que su ausencia, por lo tanto, no tenía por qué tener repercusión alguna sobre mi vida. Poco a poco fui notando que la mayoría de las familias del entorno incluían, como elementos decorativos característicos, la presencia del padre y la madre, una o dos tías, y algunas, incluso, abuelos de ambos sexos, si bien en esa categoría solía darse una mayor proporción femenina. A las primeras preguntas acerca de mi padre solo obtuve respuestas ambiguas, cuando no el silencio. Poco más que la notificación de que había muerto el día de mi cumpleaños, el dato de que el fallecimiento había sido debido a un lamentable accidente –cuyos detalles nadie deseaba explicar–, y el aviso de que acerca de esas cosas no se debía hablar, ya que era mejor dejarlas por pasadas, olvidarlas.
Tampoco fuera de casa pude obtener mas información al respecto, aunque la forma en que miraban al suelo ante mis preguntas resultaba sugerente de algo vergonzoso que, en cierto modo, me implicaba y me hacía diferente al resto de la comunidad. Hasta que un día en que, tras arrancarme un pellejo con fruición, deleitarme con mi capacidad para resistir el dolor y admirar mi habilidad para disecar limpiamente fragmentos de piel con la única ayuda de los dientes, mi madre me miró con frialdad, se secó las manos en el delantal y sentenció sin emoción: «vas a acabar como tu padre». Aquel simple comentario, mezcla de profecía y somero desvelo de una época remota, la que se relacionaba con mis primeros días, con mi nacimiento, y quién sabe si con algún oscuro acontecimiento del pasado, me llevó a iniciar una investigación concienzuda y a desarrollar una actividad inquisitorial que no cejó hasta que mi madre, cansada por el acoso, terminara por contármelo todo, y mi tía, que había tenido la fortuna de contemplar la escena tras el macabro hallazgo, me describiera con meticulosidad todos los detalles de la misma, situando las manchas de sangre con precisión, cuantificando los mocos y facilitándome una visión completa con su verbo apasionado y su gusto por la gramática.
Desde aquel momento la muerte dejó de ser para mí una ambigua amenaza, lejana y poco familiar, para convertirse en un elemento consustancial a mi personalidad, como si su esencia me corriera por las venas o dormitara en mi abdomen hasta que llegara el momento propicio de darse a conocer. Y comencé a desear ese momento como si me fuera en ello la vida, es decir, lo que había identificado como el otro componente de la existencia. Vivir y morir parecían estados intercambiables de lo mismo, variables sutiles con las que identificar la misma magnitud, y el proceso de cambio entre una y otra, el mecanismo de transmutación, debía estar ubicado en alguna parte de mi cerebro. Al menos, así comenzaba a sospecharlo.
A decir verdad, no me costó mucho esfuerzo vislumbrar las claves de aquel aparente dilema de una manera empírica. Comencé a experimentar con moscas y hormigas a las que arrancaba con delicadeza las alas o las patas –en el primer caso, a veces las alas y luego las patas; en el segundo, probando diversas combinaciones, sin observar diferencias significativas en el resultado–, enfrentándolas a situaciones límite para su exigua existencia, como colocarlas en el centro de un vaso lleno de agua, arrimarles clavos previamente calentados al fuego, echarles unas gotas de vitriolo o inducirlas a una contienda que solía finalizar, salvo que yo decidiera acortar la pelea, en un amasijo de queratina sanguinolenta cuyo gusto acaramelado solía comprobar con la punta de la lengua. El hallazgo esencial consistió en descubrir mi poder sobre aquellas pequeñas criaturas, mi capacidad para manejar sus movimientos y decidir la duración de su existencia, mi derecho a terminar con ellas sin que ocurriera nada importante en el universo, como si aquel suceso constituyera una parte irrelevante de un argumento inmenso, eterno y ajeno a cualquier indicio de piedad o a cualquier amago de compasión.
La naturaleza, de la que yo constituía una parte contradictoria, transcurría con monotonía a lo largo de las horas y los días, y mi intervención, aunque decisiva para los insectos que participaban en el experimento, no parecía alterar el curso mortecino de los acontecimientos ni aportar elemento alguno que contuviese, en sí mismo, cierta capacidad de transformación. Yo tomaba decisiones que afectaban la duración de la vida de una mosca, una garrapata o una hormiga, pero una vez que las ponía en marcha comprobaba que su ejecución, al menos de manera inmediata, no llevaba aparejados cambios climáticos, ni modificaba mis relaciones con los demás o me quitaba el sueño. Si acaso, por lo que significaba de avance en mi formación como persona adulta, hacía que se fuera insinuando una sensación de tarea bien hecha, un sentimiento goloso de perfección profesional que, ya por entonces, me resultaba tranquilizador. Era como si ello contribuyera a definirme como una entidad separada de las otras, una entidad con capacidad para pensar, tomar decisiones e inducir, a través de los actos consiguientes, modificaciones de cierta importancia en mi entorno cotidiano, capaces de afectar a las minúsculas y despreciables criaturas que formaban parte del mismo.
La pregunta que se iba sobreponiendo a mis pequeños descubrimientos consistía en saber hasta qué punto una vida tenía que ver con las otras. Necesitaba comprobar si todas ellas estaban relacionadas entre sí y qué posibilidad había, aunque fuese remota, de que el funcionamiento de todo estuviera animado por algún tipo de conexión; si las relaciones entre causa y efecto que se constataban con facilidad en el espacio más cercano se mantenían a distancia, o bien se disipaban poco a poco a medida que se alejaban. Me preguntaba si sería posible aclararlo a través de la rigurosa repetición de experimentos diseñados al efecto, o si resultaría más adecuada una aproximación especulativa, basada en la observación de unos cuantos casos y la reflexión calmada sobre el fondo del asunto. Me temo que, a pesar del tiempo transcurrido, no me haya sido posible encontrar una respuesta adecuada, no sé si debido a la dificultad intrínseca del problema, a mi propia incapacidad, o al hecho de coexistir diferentes vías de solución, todas suficientes o todas inútiles, según el momento de la observación, el estado de ánimo de quien observa, o ambas cosas.
Pronto tuve necesidad de utilizar animales algo más grandes, con mayor volumen y más consistencia, capaces de mirarme a los ojos mientras les quitaba la vida. Así lo hice con lagartos, ranas, ratones, pollos o conejos que, de una u otra forma, llegaban a mis manos en forma de regalos o conseguía capturar en el campo. Con menos frecuencia me serví igualmente de perros, gatos o cerdos y, si bien con grandes dificultades y cierto alarde imaginativo, hasta de un caballo. Tengo que reconocer que se trataba de un caballo pequeño y avejentado, y que tal vez fuese un pollino, porque rebuznaba de una manera poco digna y carecía de ese porte elegante y esa mirada reflexiva que suelen poseer los equinos de importancia. Pude comprobar, a través de estas experiencias, que el tamaño o la especie no alteraban en modo alguno mi indiferencia hacia ellos, lo que convertía el dato en general y me hacía sentir cada vez más independiente, más protagonista de un argumento que parecía dejarse diseñar por mí, que parecía estar esperando mi presencia para echar a andar.
Comenzaba a pensar que el mundo y sus habitantes me pertenecían y estaban allí para ser objeto de mi capricho. Al menos, eso era lo que ocurría en el territorio reducido en el que desarrollaba mis actividades. Ello me llevó a considerar la posibilidad de que fuese ampliable a zonas más extensas, a cruzar las fronteras invisibles que alcanzaba con la mirada y llegar más lejos. La vida, hasta donde yo la comenzaba a conocer, era una metáfora universal y estaba a mi alcance para ser transformada en su opuesto, según me viniera el ánimo o se dieran las condiciones. El dolor ajeno, o el equivalente que intuía en las expresiones de los animales, en sus convulsiones y en sus gemidos, no me causaba otro efecto que la satisfacción de mi permanente curiosidad, el interés aséptico por provocar respuestas observables sin otra finalidad que la manifestación de hechos naturales, la comprobación una y otra vez de aquel fluir ingenioso entre las diversas formas que me rodeaban, dóciles al ejercicio de mi mano y ciegamente obedientes al destino que yo trazaba en cada momento. Casi sin percatarme de ello tuve la secreta convicción de que yo era diferente, de que los conocimientos que adquiría no podían ser compartidos con nadie, y de que el vacío que crecía a mi alrededor lo hacía con una fatalidad decidida de antemano, pero en la que yo participaba como protagonista, en la que yo podía influir, y en la que me gustaba perderme como si resbalase por una pendiente sinuosa, de la que aún no podía adivinar el final. Y eso me gustaba.
Por otra parte, no me resultaba muy difícil mantener una discreta y cómoda