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El hombre que nunca lo fue
El hombre que nunca lo fue
El hombre que nunca lo fue
Libro electrónico396 páginas6 horas

El hombre que nunca lo fue

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A quien le gusten los cócteles literarios con la siguiente composición: Una parte de thriller, otra de ciencia ficción, un buen chorro de romanticismo, y unas gotas de agua fresca de lluvia, disfrutaran bebiendo esta novela a pequeños sorbos, igual que lo hice yo mientras lo escribía, sintiendo su sabor a aventura, a aromas de lugares muy lejanos, a recuerdos olvidados... descubriendo a Haytar, a Yrfo, a Allison Dumont, y a muchos otros.

Año 2010, Venecia. Mientras dan un paseo en góndola, un matrimonio parisino, que disfruta de unas vacaciones en Venecia, muere asesinado al ser testigos de un extraño robo. El atraco se produce en la casa donde se hospedó Wolfang Amadeus Mozart, durante el carnaval de 1771.

Año 2011, Toronto. Allison Dumont, hija de un astrofísico llamado John Dumont, ve cómo su vida cambia en tan solo un fin de semana con la muerte por accidente de tráfico de sus padres. Un día después, su casa es asaltada, llevándose los ladrones solamente el portátil y el contenido de un cajón del despacho de su padre.

Los tres incidentes están relacionados y serán Allison, junto a su amigo de instituto Mark Finsch, quienes descubrirán los secretos que tan celosamente guardaba John Dumont.

El lector podrá vivir historias desde Keops al año 2012, pasando por conspiraciones masónicas e intereses comerciales de gente poderosa. Las situaciones principales se desarrollarán en Puerto viejo (Costa Rica), Toronto, Washington, New York, pero también visitarán en algún momento: oeste de Canadá, Barcelona, Ámsterdam y Finnmark en el norte de Noruega.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento20 jul 2015
ISBN9788491120384
El hombre que nunca lo fue
Autor

SARA GRISSOM

Sara Grissom nació el año 1960 en Barcelona. Trabajó como analista programadora informática hasta 2007. En el año 2004 colaboró en el libro: Café, Copa y Puro, Guía Gimeno del gourmet, creando el software y la adaptación online de la guía que se adjuntaba con el libro, presentado en la Feria de la alimentación en Barcelona 2004. En el año 2012 publicó con la Editorial Mundos Épicos la novela de género fantástico El hombre que nunca lo fue. Ahora nos presenta la última parte de su primera novela: La esencia de John Dumont

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    El hombre que nunca lo fue - SARA GRISSOM

    © 2015, Sara Grissom

    © 2015, megustaescribir

             Ctra. Nacional II, Km 599,7. 08780 Pallejà (Barcelona) España

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a Thinkstock, (http://www.thinkstock.com) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    ISBN:   Tapa Blanda           978-8-4911-2037-7

                 Libro Electrónico   978-8-4911-2038-4

    Contenido

    PRÓLOGO

    CAPÍTULO 1 DAÑOS COLATERALES

    CAPÍTULO 2 EL PRINCIPITO

    CAPÍTULO 3 EL INICIO

    CAPÍTULO 4 EL TRATADO DE CIVILIZACIONES

    CAPÍTULO 5 HAYTAR: LA COLONIZACIÓN

    CAPÍTULO 6 EL COMIENZO DEL FIN

    CAPÍTULO 7 PAUL NICHOLS

    CAPÍTULO 8 LUCÍA

    CAPÍTULO 9 LA HARLEY DE DUMONT

    CAPÍTULO 10 LA CLÍNICA

    CAPÍTULO 11 LIGHT

    CAPÍTULO 12 MEL Y JACKSON

    CAPÍTULO 13 EL ENCUENTRO

    CAPÍTULO 14 LA HUIDA

    CAPÍTULO 15 EL GRAN DESCONOCIDO

    CAPÍTULO 16 LAS DUDAS

    CAPÍTULO 17 EL CÍRCULO

    CAPÍTULO 18 EL REGRESO

    CAPÍTULO 19 REVELACIONES

    CAPÍTULO 20 MOVIMIENTO DE PEONES

    CAPÍTULO 21 NOSTALGIA

    CAPÍTULO 22 JACKSON

    CAPÍTULO 23 LA OFRENDA

    "Todo lo que sucede

    en estos, nuestros tiempos,

    solo es el más triste eco

    de los antepasados".

    Fausto, J.W. von Goethe,

    poeta y masón

    "Y tus amigos se asombrarán

    al verte reír, mirando al cielo.

    Entonces dirás:

    ‘Sí, las estrellas siempre me hacen reír’,

    y ellos te creerán loco".

    El Principito,

    de Antoine de Saint-Exupéry

    PRÓLOGO

    Cuando era niño y había tenido un mal día, por la noche cerraba los ojos y ahondaba en mi mente hasta que él aparecía.

    Se manifestaba siempre sobre una gran roca, cubierto tan solo por una túnica y rodeado de una luz blanca. Era delgado y de tez amable, con ojos dulces como la miel caliente. Esperaba que yo le contase lo ocurrido y, muy tiernamente, me aconsejaba que tuviera paciencia. Pensé que esa figura era Jesús de Nazaret, supongo que contaminado por mi educación cristiana. Al cabo de los años me di cuenta de que ese ser existía y deseé que ojalá otros humanos pudieran oír sus palabras y sabios consejos.

    A mis cincuenta años apareció como hombre y tal cual la garra de un gran felino arrancó al exterior esos sentidos dormidos que tenemos, un olfato que te envuelve con el aroma de la tierra despertando por la lluvia, un oído que nos anuncia el verano con el sonido de los grillos, un gusto de ese postre casero hecho con todo el amor del mundo, y ese tacto de las manos de piel arrugada y manchada de tus padres que tanto te acunaron y que ahora acunas tú.

    Es él quien se ha confiado ahora a mí. Soy yo quien debe ayudarle. Voy a estar a su lado hasta el final. Otros lo conocieron y solo se aprovecharon de sus conocimientos, de su poder. Yo le sigo amando como cuando era niño; siempre que le necesité estuvo en mi mente aconsejando lo correcto. Soy de los pocos que le comprende, le apoya y le quiere.

    Nunca abandonaré a Yrfo. Él nunca lo hizo conmigo.

    John Dumont, Toronto, abril de 2007

    CAPÍTULO 1

    DAÑOS COLATERALES

    Agosto 2010, Venecia

    Hacía tiempo que Paul le había prometido unas vacaciones inolvidables a su esposa Danielle. Desde que se casaron, su negocio, un bar de copas en el Quartier Latín de París, no les había dejado mucho tiempo libre.

    Paul quería recompensar a su mujer esos años de trabajo y esfuerzo con el viaje que siempre ella había soñado. Así pues, aquel mes de agosto, reservó en un antiguo teatro, transformado ahora en un hotel de lujo de Venecia, una habitación con vistas al Gran Canal.

    Al llegar al aeropuerto Marco Polo, un taxi lancha recogió a la pareja y los trasladó hasta el embarcadero del hotel. La cena de la primera noche transcurrió amenizada con música y velas en las mesas. El aroma del mar llegaba hasta la mesa. Para los dos fue un espectáculo ver cómo la luna llena iluminaba las góndolas. Estas se movían a la vez, acunadas por la marea del Adriático.

    Después de cenar pasearon como dos antiguos amantes entre puentes y canales oscuros. De vuelta al hotel, pasaron frente al majestuoso Palazzo Ducale, la Campanile y la Basílica. Antes de subir a la habitación, Paul le propuso a Danielle tomar una copa de Prosecco, en el Caffé Florian. Su esposa no pudo resistirse a tal proposición y tomaron asiento frente a la orquesta del antiguo café que en aquel momento tocaba la tercera sinfonía de Brahms. Ella imaginó a Lord Byron o a Goethe tiempo atrás, disfrutando de esos mismos placeres.

    El día siguiente amaneció gris, pero, aun así, la Piazza San Marcos no perdía su esplendor. A media mañana el matrimonio había decidido subir andando por las estrechas calles, desde la Basílica hasta el puente de Rialto, y regresar en una romántica góndola. Desde el centro del antiguo puente, la pareja pudo pararse a observar las aguas del serpenteante Gran Canal por donde circulaban toda clase de embarcaciones. De regreso, se acercaron a un pequeño embarcadero donde dos gondoleros mataban el tiempo conversando y fumando, esperando que algún turista les solicitara un paseo. Paul preguntó el precio y el recorrido. Después de ponerse de acuerdo con el dueño de la góndola, ayudó amablemente a su esposa a subir a la embarcación.

    El paseo resultó lento y tranquilo, el sol iluminaba las aguas oscuras de las callejuelas por donde pasaban. El remero no dejaba de cantar algunas serenatas italianas y, de vez en cuando, les comentaba los sitios de interés por donde navegaban. Dirigía la negra embarcación con un solo remo, si se topaba con las paredes de las casas la empujaba con el pie y la enderezaba. Al tomar una desviación avisaba de su llegada y gritaba su nombre por si otra góndola se cruzaba en el mismo trayecto:

    Signori, nos estamos acercando a la casa donde se hospedó Wolfgang Amadeus Mozart durante el carnaval de 1771.

    La antigua casa era perfectamente identificable por la placa conmemorativa en una de sus paredes de color rosáceo.

    De repente el silencio que había envuelto a los tres viajeros durante todo el recorrido se vio alterado. Se escuchaban unos fuertes ruidos que provenían de la casa, el estruendo era cada vez más intenso y continuado; Danielle y Paul creyeron escuchar a alguien moviendo muebles y arrastrándolos fuertemente de un lado a otro.

    —¿Están haciendo reformas o algo parecido? —preguntó Paul al gondolero. Este último se encogió de hombros sin contestarle.

    El gondolero pensó que durante sus miles de paseos por el canal no recordaba haber escuchado semejante alboroto. No parecía una reforma, más bien un registro violento en las estancias de la casa histórica.

    Sin haber pasado ni un minuto, un artefacto salió disparado por uno de los balcones; antes de hundirse en las aguas del canal se oyó un estallido parecido a un disparo dentro de la casa. Los tres pasajeros de la góndola tuvieron tiempo de ver que el objeto lanzado era una pieza redonda de cristal. Danielle, haciendo caso a su curiosidad, se asomó agarrándose al borde de la embarcación. Miró fijamente el agua ondeante intentando buscar el lugar exacto donde había caído el objeto, pero el sol se reflejaba en el canal impidiéndole ver con claridad sus entrañas.

    Un grito agudo de Danielle sobresaltó a Paul, las ondas en el agua se habían transformado en grandes burbujas, empezando a hervir hasta llegar a tal temperatura, que un potente vapor se formó frente al rostro de la mujer. El calor abrasó su cara y sus córneas se quemaron al instante. Cayó desmayada sobre la falda de su marido antes de que este pudiera reaccionar. Un individuo se asomó al balcón por donde el artefacto había sido lanzado, en su mano portaba una pistola con silenciador, y sin mediar palabra hizo tres disparos: uno remató el cuerpo herido de Danielle, y los otros dos terminaron con las vidas de Paul y del gondolero.

    Al ser mediodía, los canales estaban casi vacíos de góndolas. Los turistas todavía estaban en los restaurantes de la ciudad degustando la buena cocina italiana. Nadie se percató del suceso, ni de que, pocos minutos más tarde, una lancha llegó hasta el lugar, con un solo ocupante. El radar de la embarcación detectó el lugar exacto donde había caído la pieza lanzada. Con un aparato suficientemente largo, terminado el extremo con un fuerte imán, recogió del agua el botín hundido en el lodo, acto seguido empujó la góndola, apartándola, y acercó su embarcación para que su compañero, que estaba esperando en la antigua casa, se subiera. Al alejarse, el motor salpicó de agua la góndola y a los tres cadáveres. La lancha con los dos individuos salió al Gran Canal.

    Mientras navegaban a toda velocidad hacia el aeropuerto, el autor de los disparos hizo una llamada con su móvil:

    —Todo ha salido como esperábamos, tenemos el botín en nuestro poder, solo que…

    —¡Habla! ¿Qué ha ocurrido? —preguntó enfurecido su interlocutor.

    —Es un lugar muy transitado, ya se sabe… lleno de turistas. Hemos tenido que encargarnos de cuatro testigos inoportunos… —Hizo una pausa y gritó—: ¡Atento!

    Una lancha policial se cruzó en su camino. El conductor redujo la marcha al oír el grito de su compañero. Los policías se dirigían al lugar del incidente y no prestaron la suficiente atención a los dos delincuentes que iban en dirección contraria, pasando muy cerca de ellos. Las dos embarcaciones se vieron envueltas en un vaivén producido por la velocidad, el ladrón que hablaba por teléfono se tambaleó y tuvo que agarrarse bien para seguir conversando:

    —Perdone, jefe, lo que le decía: estaban en el momento y lugar equivocados —entonó la famosa frase sarcásticamente—. Por lo demás —siguió contando—, hemos limpiado cuidadosamente el lugar, es imposible que encuentren alguna huella.

    —Muy bien, salid del país cuanto antes, os necesito aquí para terminar el trabajo —dijo la voz grave y masculina al otro lado del aparato sin demostrar emoción alguna.

    Durante el trayecto hasta el aeropuerto, la pistola que habían utilizado para acabar con los testigos de su robo fue lanzada al canal, muy lejos de donde habían ocurrido los cuatro asesinatos.

    Cuando los carabinieris llegaron al lugar en dos lanchas policiales, ya estaba lleno de curiosos contemplando los tres cadáveres en la embarcación. En la casa estaba el cuarto testigo asesinado. Era el guarda de seguridad.

    Para la policía italiana no tenía mucho sentido la muerte de los cuatro. No existía relación alguna entre los fallecidos, excepto la del matrimonio, y tampoco parecía un robo, puesto que todas las pertenencias estaban en los bolsillos de cada uno de ellos. En la casa, tampoco faltaba ninguna de las antigüedades que se custodiaban, estaban debidamente inventariadas y seguían en su lugar.

    Pero las muertes habían sido realizadas por profesionales y su huida planeada con precisión. Demasiadas molestias para acabar con la vida de cuatro inocentes —concluyeron los inspectores—. Tampoco había huellas, ni fotografías en la cámara de Paul del lugar, algo que les hubiera dado alguna pista. La investigación se convirtió en un callejón sin salida para los carabinieris. Intentaron no dar publicidad, pero los periódicos y la televisión local dieron la noticia al cabo de pocas horas.

    Después de unos meses, el caso quedó en suspenso, abierto y archivado. La cuenta atrás había comenzado.

    Para Paul y Danielle, en cambio, había terminado.

    Junio 2011, Toronto

    Allison Dumont vivía en el municipio de East York de Toronto. Tenía diecisiete años, pero tan solo le faltaban dos semanas para cumplir los dieciocho. Pronto acabaría el High School y se matricularía en la universidad de su ciudad. Quería seguir los pasos de su padre, John Dumont, y estudiar física. Era una muchacha inteligente y disciplinada, en todo, excepto en su aspecto. A diferencia de sus compañeras de clase, su atuendo resultaba poco femenino y descuidado. Casi siempre vestía con los mismos vaqueros anchos y rotos, acompañados de alguna camiseta de colores desgastados por los continuos lavados que no dejaban mostrar sus atributos femeninos. Como único adorno destacaba un pañuelo alrededor del cuello de colores vivos. Pero su indumentaria no ocultaba la belleza de una piel de porcelana, ojos azules enormes y unos cabellos rubios ondulados, que casi siempre llevaba recogidos en una larga cola.

    Como cada mañana, el ritual de entrada en la clase se repetía. Era lo más parecido a un ceremonial en torno al mismo protagonista: Mark Finsch.

    Allison se divertía observando al resto de sus compañeras acompañando al muchacho desde la entrada del instituto hasta su pupitre. Casi siempre eran Carla y sus amigas: Francis, Julie y Marie. Los pupitres de las cuatro rodeaban el de Mark, algo parecido a cuando las hembras marcan el territorio, para así poderle observar embelesadas durante la clase.

    Para Mark, el carácter apático e introvertido de Allison quedaba en segundo plano cuando sacaba a relucir su inteligencia. En cambio, sus compañeras se mofaban de ella constantemente. Últimamente los dos habían empezado a tener una amistad que alimentaba aún más la envidia del resto de chicas. Y es que Mark era un muchacho muy atractivo. Tenía el pelo castaño, algo rizado, unos ojos marrones claros y una nariz y pómulos muy varoniles. Su físico delgado, pero esbelto, y sus aires chulescos le daban un atractivo especial. Recordaba más bien a un ligón italiano, y no a un joven canadiense. Era el más popular del instituto y casi todas sus compañeras de clase habían tenido algún affaire con él alguna vez. Excepto Allison Dumont.

    La clase de matemáticas terminó y a Allison le pareció muy breve. Cuando el profesor abrió la puerta de la sala, el alboroto de los estudiantes empezó a invadir el pasillo del otro lado de la puerta conforme iban saliendo por ella. Carla, medio a empujones, se abalanzó para acercarse a Mark que, a su vez, buscaba seguir a Allison. Como casi no conseguía alcanzarlo, Carla le llamó a gritos.

    —¡Mark!, espérame.

    —¿Qué quieres, Carla? Tengo prisa.

    —Entiendo, para seguir a esa fachosa de Allison —contestó de mala gana Carla.

    —Lo que sea, ¿me vas a decir qué quieres? —contestó Marc de forma despectiva.

    —¿Vendrás a Island Park el sábado por la tarde? Vamos a ir todos. Luego iremos a la fiesta de Francis. Sus padres no estarán el fin de semana, tendremos la casa solo para nosotros.

    Mark seguía andando sin atender excesivamente a Carla. Su mirada estaba fija en los pasos de Allison, a solo unos metros delante de ellos. Allison, sin pretenderlo, escuchaba la conversación y el poco interés con que Mark contestó a Carla:

    —Quiero terminar unos trabajos, estaré liado, no te aseguro nada… Si me decido, te llamaré —acabó diciendo con un tono más bien flemático y comprometedor.

    Carla, ante tanta indiferencia, se adelantó para, de un salto, impedir el avance de Mark, y con las manos juntas frente a su pecho, como lista para rezarle un padre nuestro, le suplicó unos instantes que se lo replanteara. Él sonrió ante la insistencia de la muchacha; estaba acostumbrado al acoso femenino pero Carla nunca dejaba de sorprenderle.

    Por fin Mark se deshizo de su acosadora y aligeró el paso para llegar hasta Allison. Cuando la alcanzó, se colocó a su lado y juntos regresaron a casa dando un paseo. Además de compañeros de clase eran vecinos, aunque Mark hacía poco que se había mudado al barrio.

    —¿Dónde dejaste a Carla? —preguntó Allison a Mark en cuanto él estuvo a su lado.

    —Rumbo a su casita —contestó sonriendo.

    —¿No te deja en paz, verdad?

    —Es comprensible.

    —Sí, por supuesto —dijo irónicamente Allison, sin mirar a su acompañante ni aminorar su paso. En su interior una sonrisa pícara le inflaba su ego.

    Cuando llegaron a la entrada de la casa de Allison, ella le preguntó si quería entrar y tomar algún refresco. Él aceptó enseguida. «Seguro que piensa que no puedo resistirme a sus encantos», pensó ella al oír la respuesta de su amigo.

    La casa de Allison era una vivienda de dos plantas rodeada de un jardín cubierto de césped. Era muy parecida al resto de casas vecinas, dando al vecindario un armonioso entorno de clase media-alta. Pero en su interior, precisamente, no reinaba la armonía. Su madre había dejado de trabajar a causa de una extraña enfermedad y su padre, que ejercía como profesor de astrofísica teórica en la Universidad de Toronto, últimamente se había vuelto una persona retraída, hasta tal punto que, aunque estuviera en la casa, su presencia pasaba desapercibida. Al llegar del trabajo se encerraba en su despacho a trabajar en algún proyecto que ya nunca explicaba. Allison no sabía cómo volver a relacionarse con su padre. La vida en pareja del matrimonio Dumont se había convertido en compartir un hogar vacío de sentimientos, con una hija, un hombre desencantado y una esposa deprimida ante la situación.

    Aquel estado huraño e insociable de John Dumont había madurado lentamente durante los dos últimos años. Allison recordaba lo poco que quedaba de aquel científico entusiasmado por su trabajo que habitualmente dejaba fluir de su boca palabras o conceptos como: universo en expansión, agujeros negros, inflación cósmica o evolución estelar, entre otros, para acabar mezclándolos o convertirlos en conversaciones cotidianas. Ella tenía claro que la actitud de aquel hombre encerraba algún problema grave que estaba lejos de solucionarse y le amargaba de tal modo que ya no podía disimularlo a su familia. Sabía que él sufría, porque era consciente de la ausencia y el alejamiento hacia las dos personas que más quería; sus gestos, sus miradas y sus silencios le delataban.

    La hija de John Dumont quería arreglar la situación de sus padres fuera como fuera. En un intento para regresar a la normalidad, la semana anterior, les había regalado unas entradas para una obra de teatro en el Royal George Theatre de Niagara-on-the-lake que se representaría el fin de semana; tenía la esperanza de que si su padre se alejaba y olvidaba unas horas su trabajo se relajaría y le haría pasar un buen rato a su mujer.

    Aquella tarde, mientras Allison y Mark se disponían a tomar una suculenta merienda a base de pastel de manzana casero con mucha canela y una taza de café, John Dumont entró en la casa. Apenas miró a los muchachos y saludó sin mucho entusiasmo. Su hija le siguió con la mirada, hasta que le vio desaparecer tras la puerta de su despacho, visible desde el extremo de la cocina donde estaban merendando.

    —Mamá, supongo que este sábado tú y papá iréis al teatro —preguntó Allison a su madre, que acababa de entrar con algunas bolsas llenas de alimentos recién comprados en el supermercado.

    —Ya sabes que yo quiero ir, espero que tu padre se acuerde —le contestó mientras dejaba las bolsas sobre la encimera y empezaba a sacar los alimentos de ellas.

    —Tranquila, yo se lo recordaré.

    Después de colocar la comida en su lugar, su madre salió al jardín. Mark le preguntó a Allison si había problemas entre sus padres. Ella le contó la situación: que últimamente su padre trabajaba muchísimo fuera y dentro de casa y que apenas hablaba de nada. Se encerraba en su despacho y solo aparecía para cenar y desayunar. Se le veía preocupado pero no sabían por qué.

    —Mi madre no entiende que mi padre es un científico y cuando empieza un proyecto se encierra en sí mismo hasta que resuelve todos sus enigmas y lo finaliza. Lo único extraño esta vez es que no sabemos en qué está trabajando, ni quién se lo ha encargado. Estoy convencida de que cuando lo termine volverá a ser el mismo, es cuestión de paciencia, pero no debería dejar abandonada a mi madre tanto tiempo. Por esa razón les regalé las entradas. Estará obligado a salir con ella.

    —Espero que tengas razón y tu padre termine pronto lo que sea que esté haciendo. Hablando del fin de semana —Mark se acercó insinuante a su amiga—, ¿tú tienes plan?

    —Algo parecido. Voy a empezar el trabajo de matemáticas que hay que entregar la semana que viene.

    Ella se apartó un poco de Mark. Pensó que no podía dejar, ni siquiera ante ella, de mostrarse como el gallito del corral.

    —Venga, Allison —exclamó—, no seas tan aburrida. Ven conmigo a Island Park y a la fiesta de Francis —insistió.

    —¿Estás de guasa? ¿Ir a casa de esa creída? Ve tú, diviértete, te aseguro que yo no me voy a aburrir. Además, tendré la casa solo para mí.

    Recogió los platos sucios y las tazas de la merienda mientras él no dejaba de observarla, sobre todo si su cabeza quedaba entre las entrañas del lavaplatos dándole la espalda, aunque sus vaqueros anchos y desgastados a duras penas insinuaban una silueta femenina y sexy.

    —Está bien. Si cambias de opinión me lo dices —Mark se dio por vencido—. Ya sé que no eres muy amiga de la panda de Carla, pero recuerda que vas a ir conmigo.

    Allison se dio la vuelta y, ya totalmente erguida con sus manos en la cintura, le miró con media sonrisa mientras pensaba: «¿Y qué si voy contigo? Ah, claro, el guapito de la clase».

    Mark tomó su mochila de la silla donde la tenía colgada y se despidió. Mientras volvía a casa pensó en llamar a Carla.

    El sábado de aquella semana amaneció cálido, parecía que el largo invierno se despedía por fin. Allison estaba en la cocina tomando café caliente y unas pancakes hechas por ella misma cubiertas de sirope de arce. La planta inferior de la casa quedó perfumada de mañanas: sabores dulces y café amargo. Cuando su madre entró, Allison se alegró de ver su cara de asombro por el desayuno que le había preparado, se acercó a ella y le dio un beso de buenos días.

    —¿Qué tal, mamá? ¿Cómo estás?

    —Estupendamente. Hoy nos vamos a Niagara-on-the-lake. Hace tanto tiempo que no tenemos unos días para nosotros —cambió el tono de voz e hizo una pausa antes de terminar la frase—… sin su maldito trabajo.

    —Ten paciencia. Por cierto, hablando de él, ahí viene.

    El padre de Allison saludó con un seco Buenos días a las dos mujeres. Se sentó a tomar café y una tortita. Tenía la mirada perdida. Su mujer y su hija se sintieron completamente invisibles a su lado. El silencio de la cocina se interrumpió súbitamente por el timbre del teléfono. El padre de Allison se levantó, cogió el inalámbrico y se encerró en su despacho para hablar y no ser oído. La tortita y el café se quedaron en la mesa el resto de la mañana. Hasta la hora del almuerzo no regresó a la cocina.

    A media tarde Allison preparó un té a su madre, que estaba sentada en el porche de la casa:

    —Gracias, siéntate conmigo, ¿quieres? —le dijo a su hija al coger la taza.

    —¿En qué piensas? —le preguntó ella al sentarse a su lado, en el suelo de madera.

    —Recordaba cuando tú jugabas aquí, frente al porche, ¿tú te acuerdas? —La miró esperando que así fuera.

    A la mente de Allison llegaron algunos leves recuerdos de su infancia. Sintió la alegría de los días junto a unos padres unidos y felices:

    —Sí, claro que lo recuerdo —Allison se dio cuenta de la mirada triste de su madre—, también recuerdo cuando vivíamos en el apartamento, antes de mudarnos aquí.

    —Tu padre trabajó mucho para poder comprar esta casa. Antes de que tú nacieras acabó la carrera compaginando trabajo y estudios. Repartía pizzas a domicilio, de pinche en McDonalds, o dando clases particulares. Cuando le ofrecieron el trabajo de profesor en la universidad todavía siguió con las clases particulares.

    —Pero tú también trabajabas. No todo el mérito era solo de él. —Allison la miró mientras le hablaba y la vio sonreír ante este último comentario—. No me imagino a papá en esos días, me refiero a cuando empezasteis a salir. Con lo serio que es, no sé qué te enamoró de un hombre sin sentido del humor.

    —Entonces sí era una persona alegre. Pero no fue eso lo que me enamoró de él, fue su inteligencia, las largas charlas que manteníamos hasta altas horas de la madrugada sobre sus teorías cósmicas y conspiraciones. Desprendía entusiasmo, tenía la intención de descubrir lo nunca descubierto. —Su tono cambió, su sonrisa se borró—. Ahora ya no cuenta nada.

    Allison, que no dejaba de escucharla, la miraba intentando buscar las palabras que la animaran de nuevo.

    —Esos tiempos volverán —le dijo intentando contagiarle su optimismo—, yo no me preocuparía. Piensa en esta noche, después de muchos meses saldrás con él. Ahí viene.

    —¿Estás lista? Si es así deberíamos irnos ya, es tarde y tenemos al menos dos horas de camino.

    —Sí, vámonos, cariño.

    Ella acarició el pelo de su hija, se levantó, y luego entró en la casa detrás de John. Allison se giró para observar cómo desaparecían los dos subiendo la escalera que daba a las habitaciones. Se dio la vuelta y apoyó su cabeza contra la pared para observar el paisaje frente a ella, el verde del césped y las flores que su madre había cuidado con esmero toda la primavera. Se sentía feliz. Estaba convencida de que ese fin de semana les sentaría muy bien a ambos y volverían a ser la pareja de antes.

    Algo muy lejos de la realidad.

    CAPÍTULO 2

    EL PRINCIPITO

    Allison ya estaba sola en casa. Antes de sentarse frente a su portátil y preparar el trabajo de matemáticas, decidió darse un buen baño relajante. Se vistió con el pijama más cómodo que encontró y puso su ipod conectado a dos altavoces llenos de polvo, recuperados del fondo de su armario. Esta vez podría escuchar su música a todo volumen: nadie le iba a gritar que apagara esos ruidos infernales.

    Bajó a la cocina y se preparó un súper sándwich: mayonesa, huevo cocido, algo de lechuga y un poco de pollo asado que había sobrado del almuerzo. Se disponía a volver a su habitación cuando sonó el teléfono. A punto estuvo de derramar parte de la mayonesa al apretar el sándwich por el sobresalto que le produjo el timbrazo. Cogió el inalámbrico rápidamente, pero nadie le contestó al otro lado del aparato: quienquiera que fuera colgó al oír su voz.

    Seguidamente, inquieta por la llamada, llamó al móvil de su madre para preguntarle si todo iba bien. Esta le contestó que habían tenido un buen viaje. Sus padres acababan de llegar a Niagara-on-the-lake y estaban a punto de registrarse en el hotel. Allison se quedó más tranquila y se olvidó completamente del asunto. Sin más demoras se dispuso a degustar su ligera cena sentada cómodamente en la cama de su habitación, escuchando su música preferida.

    Después de cenar colocó el portátil frente a ella. Al cabo de dos horas tenía terminado su trabajo de matemáticas. Quería acabarlo totalmente y no volver a pensar en el tema el resto de la semana, así que lo grabó en un pendrive de 1 GB y bajó al despacho para imprimir una copia. Le sería más cómodo repasarlo sobre papel.

    Encendió el ordenador de su padre y colocó el dispositivo en el puerto USB que tenía libre, pero el PC le pedía contraseña; no recordaba que la tuviera anteriormente. Pensó en llamar a sus padres de nuevo, pero a esa hora ya estarían en el teatro.

    Se quedó observando la pantalla durante unos segundos atenta al cursor parpadeante y desafiante, esperando una respuesta. Podía esperar a que sus padres regresaran e imprimir el trabajo al día siguiente o configurar la impresora en su portátil, pero sintió la necesidad de demostrarse a sí misma que conocía la mente de su padre como para averiguar aquella palabra secreta. Así que empezó con combinaciones simples: cumpleaños, aniversarios, números de cuentas corrientes, teléfonos, etc. Era inútil. Lo que tenía que hacer era pensar cómo lo haría él: ¿qué era importante para John Dumont? Tenía que ser algo muy íntimo, que pocas personas conocieran. Entonces recordó cuando ella tenía 7 u 8 años y entraba tímidamente al despacho de su padre, que casi siempre estaba trabajando frente a la pantalla. Él la invitaba a sentarse en sus rodillas y le dejaba teclear y dibujar mientras cantaban una canción de Don McLean, repitiendo el estribillo, una y otra vez. ¿Sería aquel título? Allison tecleó: AMERICANPIE. El ordenador le dio acceso al perfil de su padre, mientras en el rostro de Allison aparecía una gran sonrisa triunfadora. ¡Cómo podía haberlo adivinado tan fácilmente!, se dijo a sí misma.

    Mientras abría la carpeta donde estaba su archivo, una pequeña ventana apareció en la parte derecha de la pantalla. Era una especie de chat. Alguien desde otro ordenador intentaba contactar y escribió el nombre de su padre: ¿John?. El nick que acompañaba al mensaje era LIGHT. Allison dudó en contestar. Por su mente rondaban algunas preguntas, casi todas sobre la identidad de la persona al otro lado del chat: ¿Será una mujer? ¿Tendrá razón mamá en desconfiar? Allison contestó con un simple sí, dime. Como en la llamada de teléfono, no obtuvo respuesta, la pantalla se cerró automáticamente. Estaba segura de que no era la contestación que se esperaba al otro lado. «Tenía que haber contestado con una palabra clave», pensó.

    Ahora no sabía si le debía contar a su padre lo ocurrido. Imprimió el trabajo y apagó el ordenador. Decidió no preocuparse más de ninguno de los dos asuntos.

    Fue a la cocina, se preparó unas palomitas de maíz y se sentó frente al televisor hasta que se quedó profundamente dormida.

    Eran las diez de la mañana del domingo y Allison seguía dormida en el sofá. Junto a su cuerpo tendido boca abajo, estaba el cuenco con algunas palomitas de maíz de la noche anterior. En el suelo, el resto. Unos fuertes golpes en la puerta y el timbre de la casa la despertaron súbitamente. Al levantarse

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