Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Cartas A Mi Amante Un Rayo Azul
Cartas A Mi Amante Un Rayo Azul
Cartas A Mi Amante Un Rayo Azul
Libro electrónico557 páginas6 horas

Cartas A Mi Amante Un Rayo Azul

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Giorgio Germont es un novelista Estadounidense de 46 años de edad. Giorgio es aficionado al alpinismo y al futbol soccer. Es hombre de familia, tiene tres hijos que son su adoración y es casado. El novelista ha publicado varios libros en Inglés y en Español. Sus temas preferidos son el romance y la importancia incalculable de amar y ser ama

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 ene 2022
ISBN9781956896923
Cartas A Mi Amante Un Rayo Azul

Relacionado con Cartas A Mi Amante Un Rayo Azul

Libros electrónicos relacionados

Romance histórico para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Cartas A Mi Amante Un Rayo Azul

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Cartas A Mi Amante Un Rayo Azul - Giorgio Germont

    Preámbulo

    Por breves instantes antes de su muerte, bienvenu tuvo un momento para reflexionar acerca de los hechos de su vida entera. Así relatan repetidamente los biógrafos de vidas ilustres que al mirar de frente las bocas de los rifles del pelotón de fusilamiento, los condenados a morir ven desfilar en un instante los eventos más sobresalientes de su existencia. Cabe pensar que en ese momento tan álgido y brevísimo de su vida Bienvenu tuvo una visión de la dulce mirada de su Violetta, del bello rostro que amaba tanto. Tal vez le dolió pensar que su cita con la muerte sería para ella la paloma mensajera de un tremendo dolor. Podemos suponer que guardó la calma frente a la adversidad extrema, pues esa había sido la rúbrica de su vida: mientras más tenso el momento, mientras más peligroso el pasaje, más fría la sangre de Alfredo Bienvenu, nuestro Hombre en llamas.

    Por referencias previas, relatos y pensamientos que asentó de su puño y letra, debemos tener la certeza que encontró un instante en su conciencia para agradecer todas las bendiciones de las que había sido objeto en vida. Probablemente antes de entregar su espíritu le llegó a la mente la oración que tanto le había confortado y que decía así:

    …Tú eres Jehová, el infinito, el todo poderoso, la inmensidad, la providencia, la sabiduría y la verdad, el creador; pero eres sobre todo el Misericordioso, y ése es el más hermoso de todos tus nombres, Dios mío.

    Savannah, Georgia Un hotel de paso

    El joven estaba a solas en su habitación, un hombre de veinticinco años, alto y delgado, con lentes de aros dorados, unos brotes de barba cubrían sus mejillas; el pelo largo le rozaba las orejas y tocaba apenas el cuello de una camisa a cuadros. La fecha era significativa, el cinco de septiembre, aniversario del día en que se habían conocido ellos, los amantes de la historia que nos ocupa. Después de años de olvido y de los martillazos del destino que forja los hechos, el joven se disponía a examinar la bitácora de una serie de secretos muy bien guardados, un grueso cuaderno de argollas con las hojas despastadas que había encontrado en un portafolios.

    La luz de su cuarto era temblorosa y lánguida, como un candelabro de velas de cera; una habitación por demás ordinaria, la alfombra rota y desteñida, el olor a lavanda de la teja de jabón se había metido entre las fibras de su saco de lana y de su olfato, era un olor barato y penetrante que le recordaba irónicamente su propia escasez de recursos.

    El televisor estaba encendido, una voz femenina reclamaba atención, era una reportera rubia que parecía una muñeca Barbie; sonrisa perfecta, dientes blanquísimos, labios color carmín. Ella daba el reporte meteorológico embutida en una estrecha falda color naranja. La rubiecita deslizaba sus manos sobre un mapa imaginario de los Estados Unidos proyectado en el espacio, como un espejismo. La conductora subrayaba las ciudades con su índice, su reporte abarcaba desde Indio, California, hasta Portland, Maine, de Chippewa Falls a Plymouth, Massachusetts.

    A continuación seguían las noticias de interés, se avecinaba la fecha que estaba en la mente de todos, el aniversario de septiembre once, el día de los ataques terroristas que derribaron las Torres Gemelas del Centro de Comercio Mundial de Nueva York, el World Trade Center.

    Aparecieron en un recuadro imágenes de una entrevista archivada diez años atrás, el monólogo de un bombero sobreviviente con su voz entrecortada; el video mostraba al sujeto, un hombre de unos treinta y nueve años de edad, con cejas pobladas y gruesos lentes de aro negro, la nariz protuberante, un semblante adusto, la mirada fija en el lente, un rocío de sudor le cubría la frente, le temblaba la barbilla al hablar.

    «Es increíble que pude sobrevivir... yo estaba en el cuarto piso de la Torre cuando se vino abajo, soy bombero de la estación número 24; éramos tres... pero mis hermanos, David y Trey, imagino que fallecieron al instante, nunca encontramos sus cuerpos».

    El resto de la pantalla se ocupaba de un inmenso edificio en llamas, acaso la nube de humo más negra que jamás se haya visto. Era un fuego intenso y rebosante como si fueran imágenes de la cara del sol transmitidas por el observador intergaláctico Mercurio, mostrando el color del hierro fundido al rojo vivo en la fragua del astro rey. Las tomas se enfocaban alternativamente de las alturas del rascacielos a las calles, donde la muchedumbre huía desesperadamente, cubierta por una gruesa capa de polvo color gris-verdoso, tosiendo, sin poder respirar, cubriéndose la boca con la solapa mientras iban rumbo al Parque Central de Manhattan, dejando atrás la zona de Wall Street que parecía un volcán en llamas, huyendo del averno en que se había convertido el World Trade Center.

    El joven apagó el televisor y se concentró en su dilema privado, el cuaderno que tenía años de no abrir y por fin había decidido desempolvar; abrió el segundo separador y se encontró con la primera página de aquel manuscrito inédito escrito en mecanografía y titulado: CARTAS A MI AMANTE, una colección de escritos íntimos, obra de su padre, cartas que tal vez nunca fueron enviadas a nadie, un manuscrito que comenzaba con un poema y un breve párrafo:

    En busca de la verdad

    Mis canas se tornaron lágrimas

    mis lágrimas se han vuelto sal

    aun así, nunca cerré los ojos

    mantuve la mirada fija en el polvo

    escarbando entre capas de arena,

    buscando la verdad

    en el fondo de un pozo,

    comprometido en encontrar

    mi verdadero amor

    Humm...compromiso

    Ahí estuve de pie y de cuerpo presente

    cuando inventamos esta palabra juntos,

    Dios y yo.

    compromiso...

    una gran palabra.

    Una vez que di mi amor,

    nunca más lo volví a retirar

    aunque me devoraba en las entrañas

    y me dejaba suspirando a medias;

    aunque acabara tirado en el suelo

    mi esqueleto amarillento,

    sobre el lodo seco.

    Un Prometeo desangrado,

    con los ojos abiertos.

    "Mi amor:

    En el anular de mi mano izquierda brilla una humilde argolla de matrimonio adelgazada por el uso; oro de 14 quilates, sin ninguna inscripción, sin peculiaridad alguna ni distinción. Un desgastado y viejo anillo matrimonial como cualquier otro, excepto por una sola cosa: es el anillo que usó Vito Peretti durante los treinta y tres años que tuvo de unión conyugal con Lorna, tu madre. Está marcado con tinta invisible, la sangre, el sudor y las lágrimas, su vida juntos, en la salud y en la enfermedad, en lo próspero y en lo adverso… y ahora, es mío, desde que lo deslizaste tú en mi dedo, con una inscripción invisible, un pacto secreto entre un hombre y una mujer, una pareja de enamorados, tú y yo.

    Te adora, Alfredo."

    1

    La primera carta

    "Querida Violetta:

    Han pasado ya muchos años y sin embargo aun recuerdo con detalle los acontecimientos del viernes diecisiete de noviembre de 1988, uno de los días más memorables y más tristes de mi vida. Recuerdo, por ejemplo, que al atardecer el taxista nos recogió frente al hotel Marriott Marquis en Times Square, tomó el rumbo de la avenida Broadway, dobló a la izquierda en la calle cuarenta y dos y abordó la ruta más escénica hacia el sur de Manhattan, sobre la ribera del río Hudson.

    El entorno anaranjado de la tarde era típico de Nueva York a la hora del tránsito, los motoristas desesperados cruzaban las calles a gran velocidad, había olor a mofle y monóxido de carbono en el ambiente. Desde el interior del taxi que circulaba hacia el sur por la avenida Doce, se alcanzaban a ver las estelas de silenciosas embarcaciones cargadas de contenedores que surcaban las aguas color gris-verdoso del río. El estridente claxon de los taxistas y los aullidos de las ambulancias eran como signos vitales, quejas y lamentos pregonados por la vibrante metrópolis. El carro de sitio paró en la esquina de la calle Liberty. Ahí junto a la acera estaba una grúa de enorme tamaño, era como un dinosaurio metálico que alzaba su cuello blanco y su pico rojo sobre un lote de estacionamiento. En el lote se encontraba un edificio en construcción, como un esqueleto abandonado de acero negro; la acera estaba cubierta de arena y escombro. En ese momento un grupo de obreros se quitaban sus cascos color naranja y los chalecos verde-neón para enredarse en chaquetas de invierno e irse a casa. Al verte descender del taxi los trabajadores se dijeron algo entre sí sonriendo maliciosamente y te lanzaron unas miradas de admiración. Me dio un piquete de celos porque ibas de mi brazo, y en verdad lucías hermosa; tu pelo sedoso y ondulado, tu esbelta figura, tus lindas piernas en tacones altos y medias de seda.

    Después de pagarle al taxista cruzamos de prisa la calle hacia los rascacielos que entre la neblina se veían empañados. La tarde era fría, te abracé para cobijarte pues tu vestido era ligero. Tal vez recordarás que al acercarnos al edificio se te atoró el tacón del zapato en una alcantarilla y se dobló, perdiste el equilibrio y por poco te caes, te detuviste en mi brazo mientras te quejabas en voz baja, maldita sea esta mugre, te arreglaste el zapato como pudiste y seguimos hasta llegar a la plaza peatonal de la calle Church. A la entrada de la Torre estaban dos puertas de cristal con un letrero que decía:

    ONE WORLD TRADE CENTER

    PLANTA BAJA

    El vestíbulo era un recinto de proporciones gigantescas, un lugar tan amplio que podría albergar un centro de operaciones de rescate, pero olvidemos eso por el momento, es un tema para después; lo cierto es que habíamos llegado con unos minutos de retraso. Nos presentamos de inmediato a la recepción donde un guardia con uniforme azul marino y botones dorados nos hizo una seña para que abordáramos un gran elevador. Era un ascensor de techo muy alto y paredes adornadas con filigrana dorada; el mozo oprimió un botón y nos dijo adiós.

    Se cerraron las puertas y nos quedamos solos.

    Nos tomamos de las manos, el potente elevador recorrió los 415 metros de alto del inmenso rascacielos en sesenta segundos, cerramos los ojos, se nos taparon los oídos mientras llegábamos al piso 107. Al abrir las puertas la atmósfera del ambiente nos atrapó de inmediato, había un tenue olor a menta y albahaca en el aire, recuerdo lejanamente el perfume de jazmín de una elegante dama, era un sitio muy sofisticado.

    Apoyabas tu mano sobre mi brazo, nos acercamos por un instante al ventanal, miles de luces entre la niebla nos llamaban como si fuera el canto de las sirenas. Te pedí que me abrazaras por la espalda mientras intentaba mirar hacia la calle, me acerqué mucho al cristal, tanto así que el vaho de mi respiración empañaba el vidrio, al mirar hacia abajo desde esa altura, sentí escalofrío y pensé para mis adentros, que se sentiría caer al vacío desde esta ventana, a este precipicio sin fondo

    Me sujeté fuertemente a tus brazos que me rodeaban y así nos quedamos unidos un instante, como embrujados. En eso, el Maitre D nos llamó para mostrarnos el camino a nuestra mesa. Los meseros nos ayudaron a tomar asiento, un mozo de camisa negra con un chaleco brilloso de seda de plata se acercó y te acomodó la silla respetuosamente.

    Una vez sentados, nos vimos a los ojos en silencio, estábamos nerviosos. Lo más impresionante eran las luces de la metrópolis que brillaban temblorosas, empañadas por la niebla y la cósmica inmensidad de aquella noche en Manhattan. Levemente se podían adivinar los ríos y la entrada del océano a la bahía de Nueva York; ciertamente allá en la distancia, en un velo de escarcha, la Estatua de la Libertad presidía la noche como reina de los cielos.

    Había aproximadamente una veintena de mesas en la sección donde estábamos sentados y a pesar de la numerosa compañía en realidad estábamos solitarios pues no conocíamos absolutamente a nadie en el recinto ni en toda la ciudad de Nueva York, era un hermoso desierto urbano que servía de marco a nuestra romántica cita en el mejor restaurante del mundo.

    Llamaba la atención el estilo tan sobrio de la decoración, cada mesa tenía su propia lámpara y un bouquet de rosas de tinte entre nácar y naranja; el mantel y las servilletas eran de grueso lino color crema, los cubiertos eran chapeados de plata, pesados y ruidosos; las alfombras eran de color magenta con líneas doradas, gruesas y acolchonadas. Un ejército de mozos y meseros ensimismados en sus faenas se deslizaban entre las mesas como una disciplinada marea humana, dispensando esmeradas atenciones a los comensales; ejecutando una añeja rutina teatral, anticipando los mínimos deseos de los clientes. La precisión de sus modales era sencilla y sobria, respetuosa y digna a la vez.

    Confieso que no recuerdo los platillos que ordenamos, me atrevo a decir que tomamos champaña como aperitif y casi estoy seguro que tú ordenaste langostino de plato principal. Lo que me queda claro es que tu hermosura despertaba las atenciones ampliamente obsequiosas de los meseros y que fuimos objeto de algunas miradas de soslayo de las mesas de junto, éramos una pareja mixta, un poco dispareja. Tú eras muy joven, morena clara de pelo rubio oscuro, de porte altivo y yo, un flaco desgarbado de pelo canoso y anteojos; aunque aquella noche vestía mi mejor traje de seda Italiana, color plata con una sedosa corbata amarilla. Tu pelo, largo y ondulado lo llevabas peinado hacia arriba, lucías un vestido color gris-carbón de tela ligera y vaporosa, con olanes en el frente, estampado de flores color verde-lima y naranja. No me hubiera sorprendido si alguna etiqueta se te hubiese quedado pegada por ahí en el vestido, lo habíamos comprado juntos esa misma tarde en la Bloomingdale’s; la famosa tienda sobre la Tercera Avenida y la Calle Cincuenta y Nueve, cerca del Parque Central.

    Esa noche, en el restaurante, te notabas nerviosa, tus enormes ojos azules miraban la carta con curiosidad, no estabas segura cómo ordenar del menú o cómo comportarte entre la clase social tan distinguida que se había dado cita esa noche para cenar en el famoso restaurante Windows on the World, el piso numero 107 de la torre norte del World Trade Center.

    Desde nuestra mesa, inmensos ventanales se divisaban por los cuatro costados, ventanas para gigantes, de piso a techo, seis metros de alto, un escaparate de cristal hacia el mundo en 360 grados. Según los expertos en la materia, esos pisos del edificio, con vistas panorámicas sin obstrucción, carentes de soportes en el medio, abrigaban en sí su belleza y su punto débil, su talón de Aquiles … hablemos de eso más tarde. Puedo decir que estar ahí, en el restaurante más exclusivo de Nueva York, era como si cenáramos en el castillo de una reina, sobre una estación espacial.

    La cena transcurrió sin incidentes, hubo ciertos intercambios verbales, diálogos prefabricados entre nosotros y aquellos desconocidos vestidos de frac lustroso, mozos con acentos extranjeros que se antojaban acaso falsos. Noté que tú estabas muy callada, tal vez la fatiga o la atmosfera tan compleja, difícil de asimilar o tal vez emocionada o nerviosa de estar en mi compañía en un sitio tan fascinante y extraño. Supongo que me bebí al menos tres bebidas alcohólicas durante la velada, pues el tiempo es un ladrón silencioso que nos roba los recuerdos que no sometemos a la memoria hasta que ya es demasiado tarde. En la niebla del alcohol y del tiempo lo único que puedo recordar con claridad es lo que sentía en mi corazón esa noche… sentía que era el rey del mundo, que el restaurante y hasta el mismo edificio eran míos, me pertenecían a mí solo. Al mismo tiempo, me sentía nervioso, las palmas de las manos me sudaban, era imprescindible que aquella noche todo marchara a la perfección. Cenar en tu compañía era muy emotivo, una sensación de calor intenso me llenaba el pecho. No me quedaba duda alguna de los sentimientos de amor que abrigaba, estaba consciente que te amaba en la medida más extrema que un hombre puede amar a una mujer y que tú me amabas también pero solamente hasta cierto punto; ¿al setenta, ochenta por ciento, qué se yo? Igual no me importaba. Era consciente que una parte de tu corazón era mío y que tú eras la fuente de todas mis amarguras y angustias, mis torturas y mis pasiones, sabía muy bien que me conformaría con cualquier fragmento de amor que quisieras darme."

    El joven que leía esta carta en su cuarto del hotel hizo una pausa en la lectura; la intensidad del texto le sacaba lágrimas y le enterraba puñales en el corazón, la carta era como un cofre del tesoro que deseaba no haber encontrado nunca. Tomó un sorbo de agua y continuó leyendo:

    "Sabía que eras mi dueña, que me poseías, de hecho esa misma tarde, en el recinto aterciopelado de nuestra habitación en el Hotel Marriot Marquis, donde estábamos hospedados, había estado desnudo y abandonado entre tus brazos. Había sido un acto de rendimiento total a tu belleza, tu fuerza, al aroma de tu aliento. Me sentía esclavizado por la grandeza de tu alma, tu espíritu magnético, de una densidad y una gravedad inescapables, ejercía sobre mí la atracción irresistible de una inmensa estrella de la vía láctea.

    De vez en cuando aún me acosa mi conciencia, me atormenta, me pregunta…. ¿Qué si tuve alguna vez el cincuenta por ciento de tu compromiso en nuestro cariño? Imposible, no, jamás pude contar con el cincuenta por ciento, nunca, pero aun así, en este perceptible desencuentro, en ese injusto desbalance yo me repetía a mí mismo: «No importa, no lo pienses más, si la quieres tanto, si la adoras, si no puedes vivir sin ella, dile lo que sientes, se honesto contigo mismo y haz el esfuerzo para retenerla, confórmate solamente con estar ahí a su lado, respirando el aroma de su pelo».

    Pero dime tú Violetta, sabías acaso, que trece años después, Leslie E. Robertson —el arquitecto que diseñó las Torres Gemelas—, se encontraría en un viaje de negocios en Hong Kong, cuando de pronto repiqueteó el teléfono en su cuarto del hotel; era su esposa, quien le dijo parcamente:

    «¡Enciende el televisor!»

    El arquitecto prendió el aparato y al ver las imágenes abrumadoras de la destrucción se desplomó horrorizado en un sofá con su vista fija en la pantalla. Se puso pálido, transfigurado, el peso de cien elefantes le cayó sobre el pecho cuando comprendió la horrorosa realidad del desenlace que faltaba por suceder todavía; sudando a mares, se arrodilló, colocó sus codos sobre la cama, juntó sus manos en oración y elevó una plegaria al creador: «por favor Dios mío, no permitas que se caiga el edificio antes de que salgan todos».

    Al otro extremo del planeta, en los Estados Unidos, Mark Loiseaux, propietario de una importante empresa de expertos en demolición de edificios tuvo también una revelación espeluznante, tomó el teléfono y llamó a las autoridades, a la Policía, a los Bomberos, a la oficina del Alcalde, a la Cruz Roja, hasta llamó a la Casa Blanca, quien fuera, no importaba, era preciso que alguien contestara la llamada, era impostergable que lo escucharan, que pusieran atención a su veredicto, «No se acerquen, no se metan a esas Torres que se vendrán abajo en cualquier momento, aléjense lo más posible, ¡Dios mío, ayúdalos!»

    Todo fue en vano, nadie contestó el teléfono, las líneas estaban ocupadas, el alcalde estaba incomunicado, no hubo un solo oficial que pudiera escuchar el informe urgente, gratuito, de un experto, nadie que se diera por enterado de que el ataque aéreo había sido un plan de demolición a la perfección, que sin lugar a dudas, en cuestión de horas o tal vez de minutos, ¡las Torres se vendrían abajo!

    Los estudios científicos que sucedieron a la tragedia comprobaron que Loiseaux había estado en lo correcto. Que los soportes o vigas transversales que cruzaban la losa y techo de cada nivel, los mismos elementos que permitían aquellas hermosas vistas panorámicas desde los ventanales del edificio eran demasiado débiles para resistir su propio peso después de que el impacto los desnudara de la capa protectora de asbesto. Se derritieron al ser expuestos a temperaturas de más de 800 grados Celsius, combustible en llamas de las aeronaves que se esparcía por todos los elevadores y pasillos de las torres, una escena peor que el Juicio Final o el día más caliente en el infierno.

    Todos y cada uno de los pisos afectados se desplomaron sucesivamente y de forma exponencial elevaron al doble la carga del siguiente piso, y el siguiente, y el siguiente, hasta que el rascacielos entero se desmoronó; arrastrando de un solo golpe columnas, tabiques de concreto, ventanales, recubrimientos de asbesto, una cálida tormenta de quince mil litros de sangre humana, enseres de cocina, licuadoras, charolas cargadas de sushi, meseras, flores, macetas de geranios, empleados indocumentados, lavaplatos, reposteros, hígados, cerebros y pulmones, bolsas de dama, toallas femeninas, cascos de bomberos, tanques de oxígeno, estetoscopios, novias, amantes, esposas, hermanas, montañas de seres queridos, lápices labiales, teléfonos celulares, zapatos de tacón, todo aquello junto en una gran pila de escombro, de destrucción y de sufrimiento humano.

    ¡Qué horror, Dios mío! ¿Cómo pudiste permitir que sucediera esto? ¿Y cómo esperas que continuemos nuestra existencia ignorando el impacto de esta tragedia en nuestras vidas, cómo lo hacemos divino Pastor?

    Si yo tuviera la más mínima sensibilidad de adivino, de espiritista, si mi alma pudiera percibir el más allá, tal vez hubiera acertado al interpretar los sentimientos de angustia, desesperación y vacío en mi corazón aquella noche de nuestra romántica cena. Hubiera comprendido que eran los gritos de desesperación y sufrimiento de los moribundos, de los tres mil inocentes, que algún día serían asesinados en el mismo sitio cuando las Torres se desplomaran y los aplastaran, tornando todo en lumbre, polvo y ceniza. Ahí mismo, en el mismo lugar, entre las nubes, el sitio exacto donde tú y yo disfrutábamos con tranquilidad una velada extraordinaria. Pero no recuerdo haber tenido ningún presentimiento, porque soy un hombre ordinario, carezco del poder de presagiar las cosas, y mi alma, aunque confusa y desesperada, estaba poseída por un sentimiento de amor; sí, de amor, pero no de amor filial, o amor universal al prójimo como alguien pudiera especular, me atormentaban sentimientos de amor, el amor de una mujer, un amor prohibido.

    Esa noche de noviembre de 1988 había sido como una ceremonia secreta entre nosotros, simulacro de una boda, al menos así lo imaginaba en mi mente y mi corazón.

    Cuando las Torres fueron derrumbadas, el sangriento día del año 2001, mi alma cayó en una desolación absoluta, esa gran pérdida me quemaba en lo más profundo de mi carne. Sentimientos de angustia y rebeldía me invaden aún hoy, mientras escribo, al pensar que algunos de los mismos empleados que conocimos esa noche, mozos y cocineros, laborando en los pasillos estrechos y confusos del interior del restaurante, mientras cumplían sus deberes, fueron asesinados a mansalva por los terroristas. Acaso los mismos individuos que nos tomaron la orden de las bebidas o el mesero que trajo tu plato principal y te advirtió: «con cuidado Madeimoselle, el plato está caliente», acaso todos ellos perdieron la vida en los atentados.

    Por eso cuando sucedió la tragedia, sentí como si se me hubieran muerto tres mil familiares en el mismo día o como si hubiera presenciado en cámara lenta cómo tú, Violetta, vestida de novia y tus imaginarias damas de compañía, con tocados de peinador, con tacones altos, vestidas en raso de color morado, todas en línea, hubieran sido lanzadas al vacío por aquel ventanal, desde el piso 107 de la Torre Norte del World Trade Center.

    Te amaré siempre,

    Alfredo."

    2

    La brújula

    La vida de Bienvenu, la trama de este relato, es imposible de seguir sin una brújula; hay demasiadas altas y bajas, caprichos del destino, intervenciones fortuitas de terceras personas aparentemente al margen del escenario, cambios de opinión, vueltas en U y aun así, en muchas ocasiones, a pesar de todos los tramos recorridos, de pronto la trayectoria angustiosa de la escena vuelve de nuevo exactamente al mismo sitio en donde dio principio.

    Así lo reflejan los hechos narrados en sus cartas. De tal manera que es preciso poner las cartas sobre la mesa, he aquí la brújula que se requiere para navegar en este relato:

    En noviembre 26 de 2004, Bienvenu inició la recopilación de una serie de cartas sueltas que había escrito a través de muchos años, la historia fragmentada de un amor tormentoso, descabellado e intenso, un amor que se rehusaba a morir, un amor con dos protagonistas, Alfredo y Violetta.

    Violetta era la más pequeña de los tres niños de una familia de clase media que radicaba en Cleveland, Ohio. Su padre, de nombre Vito, se ganaba la vida como chofer de camiones de carga. Era un hombre recio y de carácter fuerte quien se pasaba largas temporadas fuera de casa, transportando materiales de un lado a otro de la América Continental. Viajando desde Cleveland hasta el estado de Wyoming o al estado de Maine, desde Mississippi hasta Wisconsin, cruzando en largos viajes la ancha cintura de la unión americana. Solamente de vez en cuando Vito pasaba algunos días en casa tomando un merecido descanso. Ésos eran días en que la rutina de la familia Peretti se tornaba en algo así como el cuartel de un batallón de infantería; reglas estrictas, todos los cuartos en orden, disciplina militar, solamente la voz de trueno de Vito reinaba en el hogar. Eran días que al llegar de la escuela, Violetta se topaba con su padre, en una camiseta sin mangas, sudoroso, trepado en una escalera pintando el frente de la casa mientras Klaus, el hermano mayor de Violetta, bregaba con los botes de la pintura y las brochas; días en los que Vito podaba los arboles del patio, pintaba la cerca y al caer la tarde se sentaban todos a cenar pizza mientras veían la televisión en silencio. Por la noche, los chicos se retiraban temprano a dormir y Vito salía a reunirse con sus amigos en algún tugurio secreto donde se apostaba ilegalmente a las carreras de caballos.

    Ésa había sido su vida y su tradición, Vito tenía sangre en las venas que venía de New Jersey, de Winnipeg, Canadá y la más añeja, provenía de la región de Italia que se conoce como Il Reggio di Calabria, cuna de montañas agrestes y estepas secas, tierra forjadora de vidas ingratas.

    Alfredo era el primogénito de una familia de clase media de ocho hijos emigrada a los Estados Unidos desde Perú. El padre era vendedor ambulante y la madre, en ausencia de su marido, comandaba la familia con un puño de hierro. Alfredo y su madre eran inseparables, ella lo forjó personalmente en un horno amoroso donde hasta el metal terminaba por fundirse, forjado a cincelazos y golpes que no dejaba escapatoria alguna más que subir, subir y subir. Y Alfredo subió. Se ganó una beca para cursar medicina en la Universidad de Tulane en Nueva Orleans y siguió estudiando hasta que logró su anhelo, el honor de ser cardiocirujano, una distinción alcanzada solamente por los individuos más brillantes y arrojados. Una disciplina médica que podía doblegar hasta al más bragado, una especialidad que por su cometido de remendar las penurias del corazón, el más delicado de los órganos, era una bendición y, al mismo tiempo, una cadena perpetua.

    Y sucedió que un día sus destinos se cruzaron, el tenía treinta y cinco años y ella veintidós. El era casado y ella era soltera pero tenía novio, James, quien, por casualidad, era compañero de trabajo de Alfredo. Una serie de eventos trazaron el destino de esa historia de amor, fechas indelebles grabaron sus memorias, fechas como éstas:

    Septiembre, 1987, se conocieron.

    Octubre, 1987, se enamoraron.

    Junio, 1988, Violetta acepto el anillo de compromiso que le ofreció James.

    Enero, 1989, las nupcias.

    Octubre, 1990, James y Violetta le dicen adiós a Nueva Orleans.

    Mayo, 1991, nace la hija de Violetta.

    En el amor más que en ninguna otra empresa, todo tiene su precio. El que pide más y espera más de su vida, el que pretende que la vida le rinda hasta la última gota de amor, tendrá que sacrificar mucho más. Mientras más das, más recibes, es como la doctrina oriental del Taoísmo, si tus expectativas son humildes, si pides muy poco, sacrificaras muy poco, arriesgarás muy poco. Si pides mucho, te costara el doble. En el caso de Alfredo, el pedía mucho, lo quería todo, de tal manera y con tal intensidad, que el precio a pagar era incalculable.

    3

    Nuevo Orleans

    El cinco de septiembre por la mañana, Alfredo recibió una llamada por el bíper y la contestó; se trataba de una consulta que habían solicitado del Sanatorio Touro. En la opinión del cardiólogo el enfermo requería intervención quirúrgica. Alfredo Bienvenu, era miembro de un grupo de tres cardiocirujanos que practicaban la especialidad en varios hospitales de la ciudad de Nueva Orleans entre ellos, el Touro.

    El nosocomio estaba ubicado en el 1401 de la calle Fourcher, en el distrito Jardines, una zona admirada por los bellos edificios de tipo colonial y los floridos vergeles que adornaban sus amplias avenidas. Touro era una institución de mucho abolengo, y el único sanatorio de beneficencia de la ciudad. Judah Touro, un comerciante judío del siglo XIX había delegado en su testamento los fondos para la fundación de una institución caritativa dedicada a satisfacer las necesidades de la comunidad y de sus enfermos de escasos recursos. Después de casi siglo y medio la misión del Touro seguía en proceso a través de nuevas generaciones, nuevos descubrimientos y renovaciones de la institución. He ahí la flamante sección de cardiología invasiva y el quirófano de cirugía cardiaca, del cual Alfredo era un miembro prominente.

    Estacionó su auto en la zona reservada para los médicos y se adentro al edificio del hospital. Vestía una bata blanca de algodón, almidonada, que lo hacía verse más alto y espigado que el metro noventa que era su estatura real. Sobre la bolsa del lado izquierdo de la bata se leía un monograma bordado en azul oscuro: Dr. Alfredo Bienvenu, Cardiocirujano.

    Era un caballero de aspecto juvenil, distinguido, con aire de estudioso y un tanto distraído. Tenía ojos negros, gafas de carey y pelo corto medio canoso. Bajo la bata vestía una casaca verde de cuello en V y pantalones ajustables de lino, ropa de cirugía.

    Entró al pasillo iluminado de la sala de cateterismo cardiaco y allí estaba, hacia la derecha, una joven sentada frente a un escritorio, una empleada nueva. Era esbelta, de pelo largo y claro. Notó que estaba sentada de una manera desgarbada, uniformada de color azul celeste, pantalones y casaca quirúrgica. Tenía las piernas cruzadas de manera informal como si no le importara nada a su alrededor, meditando con la mirada baja. Ni siquiera le devolvió la mirada cuando el estiró la mano y se presentó:

    —Hola soy el doctor Bienvenu.

    La joven se limitó a contestar con voz displicente:

    —Sí, ya había oído hablar de ti…

    El médico se quedo perplejo, tratando de deducir a que se refería ella con el comentario. Al instante leyó el carnet de identidad de la joven, PERETTI, VIOLETTA MARIE, hizo un breve alto, la miró a los ojos y le preguntó:

    —Peretti… dime, ¿es tu apellido de casada? Ella respondió:

    —Soy soltera.

    Y él se sonrió al decir:

    —Te felicito, eso demuestra que eres una chica muy inteligente, ven conmigo, acompáñame a ver una película. Se lo dijo de paso, sin detenerse más que un breve instante en su trayecto a la sala de cine-radiología. En ese cuarto, Alfredo localizó la película del enfermo que le ocupaba, abrió la caja de aluminio donde estaba el rollo del filme, lo engarzó en el molinete, encendió el proyector y apagó la luz. La damita se plantó junto a él frente a la pantalla, con los brazos cruzados y una mano bajo la barbilla, dispuesta a observar las imágenes. La máquina hacia un ruido estruendoso en el correr de la cinta, el video era en blanco y negro, como una película de antaño, rayada y sin sonido, las imágenes rítmicas y espasmódicas de los latidos cardiacos saltaban a la vista. Alfredo subrayaba con el índice en la pantalla a la vez que hacía comentarios con aire de gran profesor, tratando de impresionar a la joven con su conocimiento de anatomía del corazón. Al verla así de cerca en la sala medio oscura pudo apreciar su nariz recta y fina, sus bellos ojos de color azul y sus labios carnosos, perfectamente formados; era inútil que el uniforme pretendiera hacerla pasar por una hembra ordinaria, en realidad era muy bella. Su conversación prosiguió unos minutos sin que Alfredo dejara de admirar sus grandes ojos rasgados, con largas pestañas y cejas delineadas. Violetta tenía una voz fuerte, con autoridad y determinación pero no sin un dejo de coquetería e insolencia. La jovencita le hizo un par de preguntas acerca de la película, mostrando un leve interés, pero tal vez en el fondo, solamente lo estaba estudiando, en esa intimidad circunstancial en la que se encontraban. Alfredo le sugirió que se acercara un poco más para ver mejor las imágenes pero en realidad quería sentir de cerca el calor de su cuerpo, en cualquier caso, no surtió efecto, Violetta le dio las gracias por mostrarle el estudio y se despidió rápidamente.

    El laboratorio cardiaco estaba en la planta baja del Sanatorio Touro, era una sala con dos cuartos equipados con el equipo de diagnóstico más moderno donde diariamente se tiraban los dados de la suerte para ver quien se salvaba de los grandes peligros y quien moría, era un sitio enfrascado en cuestiones de vida o muerte, sin interés ni tiempo alguno para trivialidades. Las personas que ahí laboraban estaban en la flor de la edad, en sus años más productivos y llenos de vigor. Así lo era Alfredo, un cardiocirujano recientemente egresado de un entrenamiento de diez años, dispuesto a poner en evidencia su presencia, no dejar duda alguna que alguien importante había entrado por la puerta, haciendo acto de presencia, pisando fuerte, dispuesto a trabajar duro para salvar vidas y de vez en cuando divertirse un poco, cortar un par de bellas flores del jardín de la vida.

    Tres días más tarde, en el quirófano, se produjo un encuentro que podemos

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1