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Inverecundo
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Libro electrónico384 páginas6 horas

Inverecundo

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Las aventuras y desventuras de un «buscavidas» de buena familia, en clave de novela policiaca.

La historia de un chico de buena familia, que tras quedarse huérfano y por las circunstancias de la vida, se transforma en un buscavidas a quién la ambición y el deseo de riquezas le lleva delinquir al tiempo que se ofrece a colaborar con la policía. Después de un breve espacio de tiempo enamorado de una buena chica y llevando una vida aparentemente normal, sus andanzas y delitos le llevan a recorrer medio mundo huyendo de la justicia.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento18 mar 2016
ISBN9788491124382
Inverecundo
Autor

Silvano Cirujano

Silvano Cirujano, nacido en 1938 en Toledo, ingresó en el Cuerpo General de Policía habiendo ejercido su labor en diferentes destinos de la península e islas Canarias. Ocupó diversos cargos: fue cooperante en Guinea Ecuatorial con la policía de dicha república, jefe provincial de Melilla y se jubiló como secretario general de la comisaría provincial de Cádiz.

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    Inverecundo - Silvano Cirujano

    © 2016, megustaescribir

          Ctra. Nacional II, Km 599,7. 08780 Pallejà (Barcelona) España

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a Thinkstock, (http://www.thinkstock.com) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    ISBN:   Tapa Blanda           978-8-4911-2437-5

                Libro Electrónico   978-8-4911-2438-2

    Contents

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    3

    4

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    6

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    1

    Recién llegado de Fuerteventura donde sirvió en el Cuerpo Legionario, del que acabada de licenciarse. Sentado sobre un viejo y deslucido banco de madera, bajo la tupida sombra de un viejo y frondoso tamarindo, en el Parque de Santa Catalina, esperaba la llegada de la hora de embarque en el ferry que le llevaría a la península.

    Observaba cansado y aburrido como en algunas mesas desplegadas en la terraza de un veterano y antiguo bar, un grupo de personas miraban atentas a las parejas que jugaban al noble y paciente juego del Ajedrez.

    Los jugadores en su mayoría, por edad y compostura, daban la impresión de ser tranquilos pensionistas o jubilados sin otras obligaciones que dejar transcurrir el tiempo; más lento y monótono en las Islas Canarias que en cualquier otro lugar de España. Acompañado de la cálida, agradable y eterna primavera isleña.

    Desde donde se encontraba, no podía ver el desarrollo de las jugadas, pero a tenor de la atención que prestaban los mirones más cercanos formando corrillos alrededor de alguna de las partidas, indicaba la intensidad y brillantez de las celadas en juego.

    Debían tener su enjundia, cuando a tantos curiosos entretenían.

    No mucho más lejos de donde se encontraban las palestras del juego, en unos viejos bancos, despintados sucios y arañados con toscas letras y fingidos corazones, un nutrido grupo de muchachos que parecían descansar después de una larga caminata. Colegido por las abultadas mochilas depositadas a sus pies; sus fatigados cuerpos reposaban en posturas indolentes, manteniendo entre ellos fluidas conversaciones al tiempo que manoseaban con mimo guitarras, laúdes, timples y bandurrias aunque desde donde se encontraban no podía escuchar.

    Ellos y ellas vestían descuidadas ropas ajadas, brillantes por el tiempo de uso, sin conocer más agua que la poca caída de las raquíticas y avaras nubes tropicales arrastradas por los alisios que solo oscurecen los azules cielos sin beneficio alguno para la tierra. Unos, sentados en los bancos y los más, tendidos sobre el césped ralo y seco, que en los chiquitos jardines perviven sedientos pero a salvo de los excrementos caninos, al estar habitualmente ocupados por ociosos y ociosas, muchas son las personas que pululan por el Parque de Santa Catalina, típico y conocido por todos los que visitan la isla de gran Canaria.

    Los jóvenes, acurrucados entre sus mochilas e instrumentos musicales fumaban sin descanso, al tiempo que uno de los cigarrillos, que pasaban de boca en boca como cangilón de noria, todos le daban exultantes caladas, expresando con agrado o desagrado en los gestos que mostraban sus caras.

    Con la sana intención de distraer el aburrimiento y no teniendo otra cosa más urgente que hacer, en espera de la hora de tomar el barco, se entretuvo evaluando el peso de las macro-mochilas que vigilaban atentamente los alegres y festivos jóvenes. Mientras los contemplaba sentía con cierta envidia y enormes deseos de participar en sus conversaciones, que la lejanía impedía conocer la causa y el motivo de las risas festivas, que romperían su tremendo aburrimiento.

    Sentía curiosidad por ver como caminarían bajo el peso de tan enormes bártulos, en especial una monumental mochila que por su colocación y proximidad parecía corresponder a una de las muchachas; la más flaquilla y débil del grupo, pelo rubio peinado con dos largas trenzas rematadas con floridos lazos de tela semejante en colorido y dibujos, a la de su larga falda.

    Mientras transcurría el tiempo de su espera y el sol llegaba a su ocaso, hora en la que debería embarcar en el barco correo de la Compañía Transmediterránea, que le devolverá, si Dios no lo impide, al territorio peninsular donde había nacido.

    Aun le quedaba tiempo suficiente para entretenerse y pensar en innumerables cuestiones: en su reciente pasado y en el futuro que le llegaba sin conmiseración. Pero no estando habituado a reflexionar sobre grandes temas o cuestiones transcendentales, se entretuvo intentando elucubrar lo que hacían los jóvenes a los que contemplaba como embobado y con cierta envidia por la felicidad que irradiaban sus actitudes y compostura.

    Lo más probable es que estuvieran haciendo tiempo, como él. Esperando la hora de embarque en el buque correo JJ Sister de la compañía adjudicataria, con destino al puerto de Cádiz.

    Hacía tiempo que había olvidado lo que debían ser emocionantes partidas de ajedrez y contemplaba, desde algo más distante que lo hacían los mirones. Le apetecía más desfilar la mirada por otros retorteros del parque, observando todo con el mayor detalle posible a fin de recordarlo ignorando si regresaría algún día para contemplar lo que era uno de los lugares más típicos de Las Palmas de Gran Canarias. Tal vez, nunca más tendría ocasión de volver a las Canarias; de esta manera se ayudaba a pasar el tiempo hasta que llegara la hora del embarque; viendo y pensando, parecía correr mejor el reloj que colgaba de la tienda de un hindú, de las tres, había en el parque.

    La indolencia, que puede no coincidir con el ocio pero propicia la ociosidad.

    ¿Dónde había leído esto? Se preguntaba sin obtener respuesta.

    La verdad era que no sabía diferenciar entre ocio y ociosidad. El ocio puede ser actividad agradable y amena, la diversión es actividad que alegra y no aburre, mientras que la ociosidad por indolencia es quietud y aburrimiento de no hacer nada. El ocio puede ser incluso el mero hecho de cambiar de actividad, que puede resultar un pasatiempo agradable y ameno. Pero la ociosidad creía que era la quietud de no hacer nada; el sosiego de las ideas, la dejadez de la actividad que por abulia o vagancia, puede ser un vehículo perfecto para transportar los pensamientos por caminos y retorteros volubles sin final, inútiles, cuando se carece de voluntad para dirigirlos o aprender de ellos. Solo el azar los transporta al subconsciente sin uno quererlo, para llegar a lugares y circunstancias inverosímiles y fantásticas. Siempre le ocurría lo mismo cuando intentaba pensar. Los pensamientos se convierten en fantasías de mente aburrida sin utilidad alguna. Para él, el pensar es dejar volar libremente los pensamientos que llegan, sin ninguna utilidad, sin finalidad ni control para obtener de ellos algún provecho, es como pensar sobre las musarañas.

    En ese estado de semiinconsciencia se encontraba en esos momentos mientas aguardaba sin ocupación alguna la hora de zarpar el buque correo; distraído a la sombra del tamarindo.

    Estaba en otro mundo, en un mundo muy íntimo, pero del que no sabía sacar provecho alguno.

    No ha nacido para pensador, se creía hombre de acción. Intentaba autojustificar la inutilidad de sus disquisiciones.

    Contemplar como los numerosos mirones observaban emocionados las partidas de ajedrez, no era cuestión urgente para él, hacía tiempo que había olvidado lo que debían ser emocionantes partidas, le apetecía más desfilar la mirada por otros lugares del parque para observar todo con más detalle con el fin de recordarlo al tiempo de evitar alguna sorpresa desagradable. Le advirtieron de que eran frecuentes pequeños robos aprovechando los descuidos y él iba cargado con su petate y un par de bultos más.

    Entornando los ojos, medio amodorrado por el tedio y el calor reinante y el cansancio acumulado en tan largo viajen desde Fuerteventura.

    Creía estar soñando. No podía ser otra cosa lo que veía. La señora que se le acercaba era vieja, fea, parecía caduca e irreal, como una hoja en el otoño, próxima a desprenderse de la rama, cambiando de color y adoptando forma estrafalaria al arrugarse en su caída.

    La mujer tenía el pelo pajizo, mal peinado en lo que querían ser tirabuzones de escolar, desentonando con su edad, sobre ellos como queriendo romper la raya del ralo pelo, llevaba prendido un gran clavel de papel arrugado y de color rojo reventón que resaltaba como resalta el faro al marino en la noche oscura. Unos lazos azules, completan el tocado de la extraña dama. Ojos cargados de rimel y pintura negra que lejos de embellecer y agrandarlos, inducen a la tétrica apariencia de haber sido maltratados, apaleados y macerados. Triste expresión en la que se aprecian simas ocultas y profundas surgidas de una dura y sufrida vida, donde se esconden unos ojillos tristes, melancólicos y brillantes por llorosos, que quieren mirar para ver el exterior protegidos por pestañas inexistentes pintadas con lápiz de ojos, fuertes gruesas y largas, deformes en su pulcritud; boca de enormes labios simulados con grueso trazado de lápiz labial de rojo chillón. Coloretes exagerados en sus ososos pómulos, los labios parecen salir de las mismísimas fosas nasales, de tan exagerados como habían sido resaltados con la pintura ocupando el lugar del bigote del macho hasta alcanzar los largos y descolgados lóbulos del pabellón auricular estirados y deformes por los gruesos aretes de materiales de peso y colores indefinidos.

    Su desdentada boca, pintarrajeada, producía pena y tristeza, ni un rictus de dolor o sufrimiento reflejaba tan patética máscara. Que le hacía rememorar los años de su infancia, cuando acudía a la casa de su abuela y jugaba, con primos y amigos antes de la merienda festiva que organizaba la abuela en determinadas festividades. Cuando se sentaban ante la jícara de chocolate, con un pañuelo les tapaban los ojos para darse entre ellos, con los ojos tapados, al compañero sentado enfrente, los picatostes mojados en la taza, cuando se acertaba, de negro chocolate, sin verse ninguno de los enfrentados intentando morder sin ver, los picatostes y la rica tarta de frambuesa roja y agridulce que confeccionaba la vieja Marcela, asistenta y cuidadora de su abuela, ambas desgraciadamente ya muertas. Recordaba las caras sucias y de chiste que tenían todos cuando les destapaban los ojos, las risas eran sonoras y festivas que aun hoy día, rememora con agrado y placer con cierta nostalgia recordando incluso el sabor amargoso del chocolate a la taza y los aromas selváticos de los frutos encarnados y carnosos, untados sobre el empapado y almibarado bizcocho de trigo candeal. Terminában todos con la cara manchada y embadurnada de la rica merienda, eso precisamente le recordaba la pintarrajeada cara de la vieja dama.

    El amplio vuelo de la minifalda, de muchachita quince-añera, colegiala, plisada y de color azul que vestía la extraña señora, dejaba ver sus arrugadas y secas nalgas que antaño pudieran haber sido apetitosas y atrayentes, que por su vida, tal vez, dura y penosa, había llevado el cuerpo a la ruina. Un deshecho de lo que pudo ser y ya no era.

    Calzaba viejos y gastados zapatos de altos tacones, descuajeringados por el tiempo y los malos pasos, que en su avispado caminar le daban un aire ridículo y penoso. Lentamente, para no perder el difícil equilibrio que los tacones proporcionaban y ante el temor de venir a tierra fue acercándose en habilidoso andar, portando un gran bolso que servia de balancín para mantener el equilibrio, un bolso gastado y deshilachado y una bandeja de plástico azul donde llevaba una caja de chicles, dos cajetillas de cigarrillos, uno rubio y otro negro: Americano uno, el otro de elaboración canaria, de papel dulzón y fuerte aroma, ambos con filtro, el americano de color marrón y el otro, el canario, de color blanco.

    — ¡Guapo! — ¿Me compras un chicle o tabaco? — Dijo con marcado acento canarión dirigiéndose a él.

    La vieja ofrecía pena, esa era su gran mercancía y su triste apariencia el escaparate. Por eso, solidario y caritativo, lejos de mofarme solicité amable y cortés — cosa inhabitual en mi ordinaria forma de ser — una pieza del paquete de chicle de sabor mentolado que ofrecía. Pidió, la anciana, por ello, nada menos que 200 pesetas, cuando en el mercado se vendían a 75. las diez piezas que contenía el paquete.

    La protesta fue indignada, pretendiendo devolver la mercancía. Terrible equivocación -- Aun hoy día, no comprende que es lo que realmente ocurrió -- Se encaró, la estrafalaria dama, gritando como una arpía, profiriendo tal cantidad de insultos y blasfemias con ademanes groseros y amenazantes que hicieron que los jugadores del ajedrez y los vivarachos jóvenes e incluso cuantos viandantes pasaban por el lugar giraran su vista hacia donde se encontraban, ella y él. Las malsonantes palabras y la grosera actitud, provocaron mi sonrojo, por vergüenza ajena. Después de cinco años de vida legionaria de la que acababa de licenciarse. No le interesaba incidente alguno que le pudiera involucrar. Quisiera pasar desapercibido en la ciudad de Las Palmas hasta el embarque. Deseaba mantenerme alejado de la policía para no tener que dar explicaciones, al haber extraviado los papeles de mi licenciamiento.

    Deseaba que la tierra se oscureciera o se abriera en dos para tragarme, evitando tan angustioso y exasperante trance sin saber que hacer para impedirlo. Un grupo de turistas "guiris" tomaron posiciones para fotografiar a tan singular personaje queriendo sin duda llevarse un recuerdo de tan peculiar protagonista — Tal vez creyeran que era un resto viviente del último carnaval aunque el tiempo era de agosto — La dama se percató de esta circunstancia y con coqueta y forzada elegancia, habituada a este tramite, posó en diferentes posturas algunas soeces y provocativas ante la concurrida presencia de las cámaras fotográficas. Esta providencial circunstancia hizo que olvidase la discrepancia que mantenía con él. Quejoso del alto precio del paquetito de chicle, no sin antes haberse guardado las doscientas pesetas que para evitar mayores escándalos decidió dar por pérdidas.

    Lolita Plumas, como era conocida, se dejó retratar forzando con cierta desenvoltura variando de poses y sonrisas. Cuando estimó que la sesión había terminado se encaró a cada uno de los fotógrafos reclamándoles 3000 pesetas a cada uno por posar durante un tiempo para ellos.

    O no la entendieron o no quisieron darse por enterados. Fue entonces cuando la solícita, simpática y servicial modelo, cambió de actitud para convertirse en una verdadera fiera corrupia ejecutando gestos y ademanes tan variados como groseros, pronunciando palabras malsonantes que hacían juego con los incorrectos y exagerados gestos.

    Quienes la conocen saben que domina con arte y perfección toda clase de acciones escandalosas para obtener el objetivo que se propone. Tan fuera de sí aparentó ponerse que parecía crecer su ridícula y frágil figura, realizando zancadas y saltos que recordaban el revoloteo de pájaros recién salidos del nido. Al tiempo que gritaba en duro y seco castellano los insultos más clásicos del léxico arriero:

    — ¡Cabrones! ¡Hijos de puta! Y otros similares eran los de menor calibre.

    Los turistas, tal vez por no entenderla o por creer que era la prolongación de la sesión, iniciaron otra tanda de fotos. Fue entonces cuando furiosa e indignada se abalanzó sobre uno de ellos arrebatándole la cámara que arrojó al suelo fracturándola en mil pedazos, uno rebotó en el suelo fracturando la luna del escaparate de un comercio hindú, quien al parecer avisó a la policía urbana. Cuando ésta llegó, ocurrió algo insólito para los presentes desconocedores de la idiosincrasia de las personas asiduas a la Plaza de Santa Catalina.

    Los agentes, cuando llegaron, quisieron restablecer la calma intentando mesurar los estipendios y que los turistas los abonasen, pero la reacción fue totalmente anómala y extraña.

    Los personas que hasta entonces le habían parecido ciudadanos pacíficos y comedidos; pensionistas y jubilados reaccionaron violentamente profiriendo insultos e increpando a los agentes de la Autoridad cuando lo único que pretendían era cumplir con su cometido y restablecer la tranquilidad ciudadana, alterada por el incidente.

    Los turistas y el grupo de jóvenes permanecían tan sorprendidos y atónitos como se encontraba él. Callados y anonadados, meros testigos de la inverosímil escena.

    Lolita Plumas era toda una institución en el Parque de Santa Catalina, incluso cuando la panza de burro entristece la cosmopolita ciudad de Las Palmas, el Parque siempre se encuentra concurrido, por eso, ni un solo día deja de hacer acto de presencia tan singular y peculiar personaje y siempre se repiten escenas similares. La extravagante dama vendiendo sus géneros, dejándose retratar a cambio de buenos beneficios para proveer de alimentos, no a su esmirriado y caduco cuerpo, sino para la multitud de gatos que, en un solar abandonado, entre ruinas, acoge y alimenta.

    Ante cualquier negativa a sus exagerados precios organiza un escándalo de tamaño considerable que ya no alarman a los asiduos visitantes que por costumbre se ponen siempre de su lado.

    La cosmopolita ciudad alberga a gentes de variadas razas y países que se dan cita, especialmente en el famoso Parque situado en los aledaños del magnifico y grandioso Puerto de lo que antaño fue Puerto de la Luz y hoy es una barriada más de la populosa ciudad de Las Palmas; conglomerado de gentes que se citan en el Parque, principalmente cuando se acerca la hora del embarque, para la travesía, con destino a la Península.

    Diez horas estuvo en la Ciudad de Las Palmas, procedente de Fuerteventura cuando optó por licenciarse después de cinco años de servicio en el glorioso Cuerpo legionario.

    Nunca hasta ese día, las agujas del reloj habían caminado tan lentamente.

    Tal vez las horas legionarias se acortaron por la presencia del polvo del desierto que como espesa calima caía de los cielos o la panza de burra fueran las causas que entorpecieron ese día los engranajes de su reloj biológico, como si las arenas del cronómetro se hubieran humedecido y recorrieran más lentamente que nunca, el estrecho paso de un vaso a otro del crono.

    Lo sucedido en el Parque y las ganas de llegar a la Península hicieron que sus pensamientos quisieran volar con rapidez dejándose llevar por el viento de sus deseos en oposición al letal paso de las horas. Minutos eternos que aprovechó para realizar un viaje sobre su pasado reciente.

    Se confunden los pensamientos con sus recuerdos. Con los ardientes deseos de lo que pudo ser y aun no ha sido. Solo sabía que no había olvidado sus deseos para triunfar en una sociedad que no había creado.

    Mezclaba sus pensamientos con la realidad y la realidad con la quimera. No distinguía lo real de los sueños, los pequeños sucesos, algunos magnificados por si imaginación engrandeciendo falsamente lo que había hecho en su monótona existencia. Todo lo mezcla y lo confunde al perderlos en la inmensidad de su etéreo ensueño. Confunde lo que ha pasado por el mundo como una secuencia de su propia vida, mezclando sus ensoñaciones con lo realmente vivido; sus acciones con las que le hubiera deseado hacer. Era un maremágnum el que se creaba al mezclar las ensoñaciones con lo vivido, lo deseado con la realidad, lo que hubiera querido hacer con lo que había hecho. Vivía un estado irreal, sin vivencias concretas desde que volvió a la vida civil, deambulando, desde entonces en un mar de indecisiones y dudas. Sabía lo que quería pero ignoraba como hacerlo realidad. Hoy con el traslado a la península había iniciado lo que querría, pero desconocía como lograrlo. Hoy había realizado su primer intento.

    Viajaba con Orden de pasaje dado por la autoridad Militar, un billete de butaca de proa, enorme sala de confortables butacas, en su día limpias y aseadas, donde por afán de ahorro deberá transcurrir el mayor tiempo de la travesía, en las dos noches que tiene que pasar en el buque, navegando por un mar agitado, mecido en el mejor de los casos por el oleaje tranquilo del océano.

    Como había intuido nada más verlos en el Parque de Santa Catalina, el grupo de jóvenes alegres, dicharacheros y desocupados también viajaban en el barco y precisamente en butacas aledañas a la suya.

    Aunque el eficiente y enérgico aire acondicionado refresca y renueva el ambiente, la cantidad de gentes, escasamente aseadas al descalzarse buscando mejor acomodo, airean sus personales olores y emanaciones de fluidos vitales que mezclados unos y otros, se expanden discretamente disimulando los gases del vientre en silentes pedos pútridos y malolientes que superan la dureza de su bien educada y sufrida pituitaria acostumbrada a dormir en local cerrado con cincuenta o más legionarios. Esto era muy superior, se hacía inaguantable el fuerte olor acre, amargo, espeso, casi comestible, que le resultaba insoportable e irresistible. La espesura de la atmósfera que respiraba rompía la levedad del aire. Tuvo que salir a cubierta para respirar el frescor de la noche salina del Atlántico, aún a riesgo de coger una pulmonía.

    Sentado en un banco al socaire del viento, abrigado contemplaba el solemne firmamento de la noche tropical que le recordaba otros cielos sobre acampadas legionarias y siempre en lugares y posturas difíciles donde poder conciliar el sueño, mientras que en esta primera noche náutica no conseguía hacerlo en la confortable butaca por el aire enrarecido que la envolvía.

    Es verdad que en la Legión -- pensaba buscando una justificación para el asco que le producía la enrarecida atmósfera de la sala de butacas por el insoportable ambiente, olfatorio que reinaba en ella -- Debería haberse acostumbrado por los fuertes y malos olores legionarios, tras las interminables marchas donde emanaban sudores fuertes que traspasaban las lonetas de los uniformes, pero es cierto que salvo en las maniobras realizadas en el árido campo, diariamente había aseos y duchas, en especial después de jornadas de sudores y pesares; ahora en el barco, él mismamente, llevaba más de veinticuatro horas sin que su cuerpo fuera mojado no ya enjabonado, y si eso le ocurría a él.

    ¿Cuánto tiempo llevarían esas pobres criaturas que ahora son sus camaradas y vecinos viajeros sin sufrir un ligero aseo? En estas circunstancias necesariamente habían de oler mal. Era lo normal.

    Algunos de los otros viajeros sin duda, desde que abandonaron sus remotos países africanos o desde las cárceles recién abandonadas olían aún peor que los jóvenes hipis, si eso fuera posible.

    Estaba casi seguro que los jóvenes procedían de acampadas clandestinas y festivas a los sones de sus músicas y bailes, amen de sus perfumes, viviendo entre humos variopintos de las sustancias que fumaban y las leñas de las fogatas con las que se calentaban, mientras confeccionaban los escasos guisos con los que se alimentaban, eran sudores humanos impregnados de raros y exóticos aromas, conjunción tan desagradable de olores que llegaron a sublevar su sufrido y entrenado olfato y con él, sus nervios.

    Los norteafricanos olían, a especias infinitas, era como si hubieran salido recientemente de una cocina ahumada y grasienta y los subsaharianos de piel negra transportaban su peculiar y clásico olor a selva penetrante y profunda, olor a bodega fermentada, a hojas en putrefacción a fresco y reciente humus. La mezcla de tan diversos y variados olores y aromas, confeccionaban un cóctel que repelían los pulmones produciendo nauseas en su estomago, provocando la necesidad de salir de la sala donde había transcurrido las primeras horas de navegación.

    Ya en mar abierto, el movimiento del barco aumentaba, siendo cada vez más fuerte el oleaje, los mareos y vascas iban en aumento, multiplicando y acrecentando los malos olores haciéndolos insoportables; tufos ingratos como ya no lo podían ser más; en su sensible pituitaria ya no quedaban escalas para medir la intensidad del desagrado. La atmósfera persistente y malsana le expulsó definitivamente de la sala de butacas obligando a alejase aun más de ella, llegando a posicionarse en barlovento para que se difuminaran los pestilentes efluvios con el puro y salino aire del mar.

    Era mejor sufrir frió y humedades salinas que el nauseabundo olor que, como una peste, lentamente se iba instalando en la zona de tercera clase, en las butacas de proa y popa y pasillos aledaños.

    La noche transcurría lenta, apoyado en la barandilla de la amura de babor resguardado del frío viento procedente del desierto a cuya altura navegaban; podrías parecer una solemne incongruencia que siendo viento procedente del desierto el que se recibía fuera tan frió y cargado de tanta humedad; más lógico parecería pensar que dada su procedencia, el aire fuera cálido y seco, como de siroco, aunque durante su estancia en Fuerteventura, cuando los oficiales nos entrenaban para una posible acción en el Sahara, ya les advertían y alertaban de los bruscos cambios en el termómetro que se producen en el desierto cuando desaparecía el sol: del asfixiante calor diurno bruscamente se pasa al gélido frío de la noche.

    Contemplaba admirado, casi extasiado la grandeza del firmamento profusamente estrellado y la negrura de lo que debía ser azul de mar, aguas eternas, que solo en alguna ocasión, cuando el viento rizaba su superficie, reflejaba algún blanco rayo procedente de la luna menguante o tal vez la de alguna errática estrella luminosa que vagaba por el firmamento.

    Los delfines que me habían asegurado harían acto de presencia acompañando al navío, todavía estarían durmiendo si es que los peces duermen mientras se dejan mecer por las negras y frías aguas en espera del reluciente astro Sol, pues no había observado todavía ninguno de los muchos que le advirtieron contemplaría.

    Esperaba paciente, sin prisas, la llegada del alba, dilatando el tiempo para tomar solo un café con leche caliente, ahorrando el poco dinero que portaba. Consciente de sus caprichosos antojos y la poca voluntad para contenerlos, el dinero ahorrado durante sus años de milicia lo tenía depositado en el banco. Consciente de su escasa fortuna era avaro en su gasto. En el bolsillo lo justo para las necesidades más urgentes y perentorias. No podía permitirse el lujo de caprichos. No era cuestión de despilfarrar la fortuna que con tanto esfuerzo y privaciones había conseguido en la desierta isla para construir su futuro en la Península. El frió salobre entumecía su cuerpo acurrucado en un rincón de la cubierta, a salvo de la brisa y el relente que caía, tumbado sobre el suelo de madera mil veces baldeado por la marinería se adormeció oliendo a brea y marisco.

    No pudo dormir como lo hubiera hecho en el desgastado y usado catre legionario, aunque su cuerpo cansado y dolorido permitió que la mente descansara y sus neuronas relajaran la tensión de sus dendritas para que amaneciesen frescas y diligentes, alertas para el devenir del nuevo día.

    Una noche a la intemperie marina es muy diferente al vivaqueo en el desierto. En el primer caso, los músculos y articulaciones se humedecen y al despertar, antes de ejercitarlas duelen; en el vivac parece que se descansa más, al menos no se aprecia la humedad y el salitre que corroe hasta los metales más duros. Empezaba a amanecer cuando despertó y tras desperezarse realizó unos ejercicios de estiramiento para restablecer la circulación en sus doloridos músculos, flexionando varias veces las articulaciones. Por el pasillo de estribor donde pronto el sol lanzaría sus cálidos rayos caminaba lentamente, en espera de ver el amaneceré, a la cafetería. Andaba como debe hacerlo un pato mareado, aunque su ridículo caminar no desentonaba con el de las demás personas que le precedían camino de la cafetería. ¿A qué otro lugar podría ir a esas horas del amanecer y por ese camino?

    Dos días pasan rápido cuando se conoce el destino y el camino; pero en el mar, en un ambiente hostil, donde todo es igual las horas parecen tener más minutos; la clepsidra acrecienta el rato y el día se hace más largo, parece durar más, porque calienta poco y la noche heladora se hace eterna.

    Transcurrieron muchas horas del día acodado sobre la baranda de estribor, contemplando la línea oscura de tierra del vecino Marruecos, aguzando bien la vista llegaba a distinguir algunas ciudades y poblados, aduares costeros y más en la lejanía, una ciudad de mayor importancia. Era al amanecer del primer día, se veía profusamente iluminada, con lámparas de luz amarillas, algunos experimentados compañeros de viaje comentaban, discrepando entre ellos, sí sería Agadir o Casablanca: Uno de ellos, ya mayor de pelo canoso cara arrugada y deje cansino, que afirmaba con celo y contundencia que era Casablanca. Basaba su afirmación según manifestaba en alta voz, como si quisiera tener mayor audiencia, demostrando su erudición, que por haber servido en la Marina de Guerra en los años 56 y 57, con los problemas de la independencia de Marruecos, cuando pretendían los moros ocupar Ifni, como finalmente hicieron, le permitió conocer perfectamente el litoral africano. En aquel entonces, decía, para desanimar a Mohamed V, que el propio general Franco en un alarde de fuerza ordenó bombardear con hazes luminosos, lanzados desde varios buques de la Armada sobre la ciudad de Casablanca, como admonición y advertencia de lo que sería capaz de hacer con cañones de guerra. Esto comentaba el juvenil anciano tan convincente y con tanta energía guerrera que debiera ser verdad lo que decía. Luego, precisaba, dando fuerza a su argumentación, Agadir estaba más al sur, lo recordaba --comentaba -- por un terrible terremoto que asoló la ciudad y durante mucho tiempo, en diferentes travesías, había contemplado las grandes grúas de la reconstrucción. Sea la ciudad que fuese, a mi me daba igual, la única preocupación era el condurar, el poco queso y chorizo que aún me quedaba con el mendrugo del duro pan de matalahúva que compré antes de embarcar, en espera de llegar a Cádiz.

    El segundo y tedioso día que tuvo que pasar en tan reducido territorio procediendo de una isla reseca y árida, con bastantes más metros cuadrados que el maldito buque en el que viajaba se le hizo la jornada más corta por la costumbre que iba adquiriendo de viajar con los ojos por la grandeza del espacio y el entretenimiento de los juegos de los delfines, que al fin, como le dijeron, habían aparecido; los bancos de atunes y el rizo que dejaban las olas al girar de las hélices. Ya al atardecer, casi de noche, después de tomar el cuarto café con leche, único alimento caliente que introducía en su curtido pero ya desmadejado cuerpo, viajando con la vista por delante del barco, le pareció ver lejos, en dirección a la proa y por la amura de estribor, una bóveda dorada, brillante por los rayos de sol, como si de una nave extraterrestre se tratara. Allí, en la lejanía teóricamente debería estar la Península, pero por la distancia no se diferenciaba de la tierra africana que veía, solo la situación por donde la observaba y la cúpula dorada le hacía suponer que sería la tierra del sur de España. Persistí agudizando la vista

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