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Daniel Stein, intérprete
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Libro electrónico594 páginas9 horas

Daniel Stein, intérprete

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«En una época en que está de moda definirse a través de la identidad, Daniel Stein, intérprete de Liudmila Ulítskaia es una refrescante defensa de la belleza de lo mestizo.» The Daily Beast

«Una novela de una sinceridad muy cruda que es rara en la literatura sobre el Holocausto.» The Literary Review

Para crítica y lectores, Daniel Stein, intérprete es ya la gran novela rusa de nuestro tiempo. Basado en un personaje real, Daniel Stein es un judío polaco que sobrevive al Holocausto haciendo de intérprete alemán para la Gestapo. Consigue salvar la vida a cientos de judíos del gueto de Emsk y, cuando es descubierto, huye y se esconde en un convento de monjas. Acabada la guerra, emigra a Israel convertido en monje católico, lo cual le obliga de nuevo a nadar a contracorriente. Él es el hilo conductor de la apasionante vida de un grupo de personajes retratados con la riqueza y complejidad del estilo de Ulitskaia.

Esta extraordinaria novela es la reconstrucción de los sufrimientos y las ilusiones de los que vivieron el terror nazi contada, en directo, a través de cartas, diarios personales, conversaciones grabadas, notas oficiales, informes, etcétera. Una historia cuyo tema central es la tolerancia como única esperanza después de la catástrofe.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 jun 2013
ISBN9788484288824
Daniel Stein, intérprete
Autor

Liudmila Ulitskaia

Liudmila Ulitskaia nació en 1943 en Davlekanovo (República de Bashkortostán), pero se crió y educó en Moscú, donde vive. Bióloga de formación, trabajó en el Instituto de Genética de la Academia de Ciencias de la URSS antes de emprender su carrera literaria. Poco antes de la <i>perestroika</i> fue programadora del teatro Kámerni Evréiski Musikálni de Moscú. Es autora de una veintena de libros, entre novelas, cuentos infantiles y obras de teatro, estas últimas estrenadas también en Alemania. En su narrativa destacan <i>Sóniechka</i> (1992), <i>Los alegres funerales de Alik</i> (1997), <i>El caso Kukotsky</i> (2001), <i>Sinceramente suyo, Shúrik</i> (2003) <i>Mentiras de Mujeres</i> (2003) y recientemente <i>Imago</i> (2010). Por <i>El caso Kukotsky</i> ganó el Premio Booker ruso en 2001, y en 2004 se le concedió el Premio Ivánushka a la mejor escritora del año; en Rusia también ha obtenido el Premio Nacional Olimpia de la Academia Rusa de Ciencias Empresariales y el Premio de Literatura Gran Libro en 2007, precisamente por <i>Daniel Stein, intérprete</i> (2006). Fuera de Rusia, ha sido candidata al Premio Man Booker Internacional en 2009; en Francia recibió el Médicis en 1996 por Sóniechka y en 2011 el Simone de Beauvoir; en Italia, el Penne dos veces (en 1997 y en 2006) y el Giuseppe Acerbi en 1998.

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    Daniel Stein, intérprete - Liudmila Ulitskaia

    18-19

    Primera parte

    1. Diciembre de 1985, Boston

    Ewa Manukyan

    Siempre estoy helada. Incluso en verano, en la playa, bajo un sol abrasador, no me abandona esta sensación de frío en la espina dorsal. Debe de ser porque nací en invierno, en el bosque, y pasé los primeros meses de mi vida en una manga descosida de la pelliza de mi madre. A decir verdad, no se esperaba que yo sobreviviera. Por eso, si hay alguien para quien la vida es un regalo, ésa soy yo. Aunque no sé si es un regalo que necesitara.

    A algunas personas los recuerdos sobre sí mismas se les activan muy temprano. Los míos comienzan en el orfanato católico, cuando tenía dos años. Siempre he querido saber qué nos pasó a mis padres y a mí durante todos esos años de los que nada recuerdo. Alguna que otra cosa supe por mi hermano mayor, Witek. Pero él también era demasiado pequeño entonces y los recuerdos que me dejó no bastan para reconstruir todo el cuadro. Cuando estaba en el hospital llenó la mitad de un cuaderno escolar contándome todo lo que recordaba. No sabíamos entonces que nuestra madre estaba viva. Mi hermano murió de septicemia a los dieciséis años, antes de que ella volviera de los campos de trabajo.

    En mis documentos de identidad se indica como lugar de nacimiento la ciudad de Emsk. En realidad, ése es el lugar donde me concibieron. Mi madre huyó del gueto de Emsk en agosto de 1942, embarazada de seis meses. Se llevó consigo a mi hermano Witek, de seis años. Yo nací en un bosque impenetrable a unos cien kilómetros de Emsk, en un asentamiento secreto de judíos huidos del gueto que se escondieron allí hasta que se produjo la liberación de Bielorrusia en agosto de 1944. En teoría se trataba de un destacamento de partisanos, aunque en realidad solo eran trescientos judíos que trataban de sobrevivir en una zona ocupada por los alemanes. Imagino que aquellos hombres armados, más que combatir contra los nazis, defendían su ciudad de refugios subterráneos, habitada por mujeres, viejos y algunos niños supervivientes.

    Muchos años más tarde mi madre me contó que mi padre permaneció en el gueto, donde encontró la muerte. Algunos días después de que huyera mi madre, todos los que se quedaron fueron fusilados. Mi madre me dijo que mi padre se había negado a partir porque creía que la huida solo desataría la furia de los alemanes y precipitaría la masacre. Entonces mi madre, encinta, tomó a Witek y se marchó sin él. De los ochocientos habitantes del gueto solo trescientos decidieron escapar.

    Los alemanes hacinaron en el gueto a los judíos de Emsk y de los pueblos cercanos. Mi madre no era de aquel lugar, pero se encontraba allí por una razón. Como era una comunista fanática, la habían enviado desde Leópolis[1] como agente. A Witek lo había dado a luz en una cárcel de Leópolis en 1936. El padre era un compañero del Partido. A mí, en cambio, me tuvo con otro hombre al que conoció en el gueto. En mi vida he conocido a una mujer menos capacitada para la maternidad. Creo que si mi hermano y yo nacimos fue únicamente por falta de medios anticonceptivos y de facilidades para abortar. De joven, la odiaba. Luego, durante muchos años, pensé en ella con un frío estupor. Hoy apenas soporto estar con ella. Gracias a Dios, la veo en contadas ocasiones.

    Cada vez que le pregunto sobre el pasado, se enfurece y empieza a gritar: para ella siempre he sido una pequeñoburguesa apolítica. Tiene toda la razón. Pero he tenido un hijo y sé muy bien que, cuando se trae un hijo al mundo, la vida de una mujer, en mayor o menor medida, se subordina a ese hecho. Aunque no en su caso. Ella es una fanática del Partido.

    Hace un mes me presentaron a Ester Hantman. Una anciana encantadora, transparente, blanquísima, con el cabello cano de reflejos azulados. Es amiga de Karin, trabajaban juntas para no sé qué organización benéfica, y llevaba tiempo hablándome de ella, pero no sentí ni pizca de interés. Poco antes de Navidad, Karin organizó una fiesta con motivo de su quincuagésimo cumpleaños y enseguida me fijé en Ester. Había algo en ella que la distinguía entre esa multitud semidesconocida. La velada fue mucho más cordial de lo acostumbrado en Estados Unidos. La verdad es que había muchos polacos, algunos rusos y un par de yugoslavos. En fin, la presencia eslava en esa fiesta americana se hacía notar de modo agradable y de vez en cuando se oía conversar en polaco.

    Hablo el ruso y el polaco con la misma soltura, pero en inglés tengo acento polaco. Ester lo notó cuando intercambiamos algunas palabras en medio de una conversación trivial.

    –¿Es usted de Polonia? –me preguntó.

    Esta pregunta siempre me plantea problemas. Me resulta difícil dar una contestación, pues donde se espera una respuesta rápida no puedo lanzarme a contar la historia prolija de que mi madre nació en Varsovia, pero que yo vine al mundo en Bielorrusia, de padre desconocido, que pasé mi infancia en Rusia y no fui a Polonia hasta 1954, que volví a estudiar a Rusia, de donde me trasladé a la RDA y de ahí a Estados Unidos…

    Esta vez, sin embargo, no sé por qué le dije lo que nunca le digo a nadie.

    –Nací en Emsk. Más exactamente, en Czarna Puszcza.

    La anciana sofocó un pequeño grito.

    –¿Cuándo naciste?

    –En 1942 –le respondí.

    Nunca escondo mi edad porque sé que parezco joven. Jamás me echan cuarenta y tres. Me abrazó con sus bracitos ligeros y su peinado azul se puso a moverse con un temblor senil.

    –¡Dios mío, Dios mío! ¡Así que sobreviviste! Aquella loca te dio a luz en un refugio subterráneo, mi marido te trajo al mundo… Y luego, no me acuerdo exactamente… Me parece que no había pasado ni un mes cuando tomó a sus hijos y se fue a no sé dónde. Todos tratamos de convencerla de que se quedara, pero no atendía a razones. Estábamos convencidos de que os apresarían por el camino o en el primer pueblo al que llegarais… ¡Grande es el Señor! ¡Sobreviviste!

    En ese momento salimos al vestíbulo. La verdad es que no podíamos separarnos. Cuando cogimos nuestros abrigos de las perchas, fue divertido. Nuestras pellizas eran idénticas, gruesas, de zorro, casi indecorosas para Estados Unidos. Luego supe que Ester también era muy sensible al frío.

    Fuimos a su casa. Vive en el centro de Boston, en la avenida Commonwealth, en un barrio maravilloso a unos diez minutos de mi casa. Mientras íbamos en coche, yo al volante y ella a mi lado, me asaltó una sensación extraña: durante toda mi vida he soñado con tener cerca de mí a una persona mayor y sabia, alguien que pudiera guiarme y a quien poder obedecer con deleite. Siempre he sentido esa carencia. En el orfanato, por supuesto, nos imponían una disciplina severa, pero era algo completamente diferente. En mi vida siempre he desempeñado el papel de persona mayor: ni mi madre, ni mis maridos, ni mis amigos eran adultos. Pero en aquella anciana había algo que me daba ganas de estar de acuerdo de antemano con todo lo que dijera…

    Entramos en su casa y encendió la luz: en el recibidor comenzaban las estanterías de libros que se perdían en las profundidades del apartamento. Ester se dio cuenta de que las miraba.

    –Es la biblioteca de mi difunto marido. Leía en cinco idiomas y hay una montaña de libros de arte. Tengo que encontrar unas buenas manos en las que dejar todo esto…

    De pronto recordé lo que me había dicho Karin: Ester era una viuda sin hijos, bastante rica y muy sola. Casi toda su familia había sido asesinada durante la guerra.

    Ester me contó lo que sigue. A mi madre la vio por primera vez en el gueto de Emsk, cuando empezaron a mandar allí por la fuerza a los habitantes de los alrededores. Antes solo vivían en el gueto los judíos de la ciudad. Al parecer, se establecieron en aquel lugar por voluntad propia, porque poco antes se había producido una terrible masacre de judíos: los reunieron en la plaza mayor, entre la iglesia católica y la ortodoxa, y empezaron a disparar. Mataron a mil quinientos judíos y los que quedaron con vida se refugiaron en el gueto.

    No era uno de esos típicos guetos antiguos, formado por uno o más barrios, donde los judíos vivían desde la Edad Media. En Emsk, por el contrario, la gente abandonó sus casas en la ciudad para trasladarse a un castillo semiderruido que antaño perteneció a no sé qué príncipe. Lo rodearon con una alambrada y apostaron guardias. Al principio ni siquiera estaba del todo claro sobre quién se ejercía la vigilancia y de quién. Los policías eran del lugar, bielorrusos, porque los alemanes consideraban que ese tipo de trabajo no estaba a su altura. Y la relación con los bielorrusos estaba clara: les pagaban. Les pagaban por todo. Incluso se los podía sobornar para que suministraran armas.

    –Tu madre no era de allí –me dijo Ester–. Era bastante guapa, pero muy brusca. Tenía un hijo pequeño. Ya me acuerdo de cómo se llamaba. Kowacz, ¿no?

    Me recorrió un estremecimiento. Odio ese nombre. Sé muy bien que mi madre tenía otro apellido. Aquél era un apodo del Partido o el apellido escrito en uno de los documentos de identidad falsos con los que vivió la mitad de su vida. Y si me casé fue en parte porque quería librarme de aquel nombre falso. Todo el mundo se llevó un gran sobresalto. ¡Una judía polaca casándose con un alemán! La verdad es que Erich también era comunista, de la RDA. De lo contrario no le habrían permitido estudiar en Rusia. Fue allí donde nos conocimos.

    Miraba a Ester como un niño fascinado ante un pastel. Habría sido la madre, la tía o la abuela perfecta: una mujer suave y tranquila, elegante a la manera europea, con su camisa de seda y zapatos italianos, pero sin ostentación alguna o ese ingenuo lujo americano. Además, me llamaba «mi querida niña».

    Sin que yo la presionara, me explicó que el gueto contaba con una fuerte organización interna, su propia administración y su propia autoridad: el famoso rabino Schirman, muy erudito y, según decían, un hombre justo. Ester y su marido eran judíos polacos, ambos médicos, y se habían trasladado a aquella región unos años antes de la guerra. Isaac era cirujano y Ester, dentista. No era una auténtica doctora, pero tenía una buena formación en su especialidad: se había diplomado en la escuela de odontología de Fráncfort. Ella y su marido no eran librepensadores, sino simples judíos que podían encender las velas del sabbat o bien dedicar la noche del sábado a ir a un concierto en una ciudad vecina. Los judíos locales los consideraban forasteros, pero iban a verlos para tratar sus dolencias. Cuando Alemania anexionó Polonia, Isaac enseguida le dijo a su mujer que había llegado el fin, que era necesario irse de allí, a cualquier otro lugar. Pensaba incluso en Palestina. Pero mientras reflexionaban sobre qué podían hacer, se encontraban bajo ocupación alemana, en el gueto.

    Estábamos sentadas en el salón de un bello apartamento amueblado al estilo europeo, pasado de moda pero, a mi modo de ver, con muy buen gusto. El nivel cultural de sus propietarios era claramente superior al mío: es algo de lo que me doy cuenta enseguida, porque no me pasa muy a menudo. Una casa de gente rica. Con grabados y no pósteres. Los muebles no habían sido comprados de golpe, sino escogidos pieza a pieza. Y sobre un armarito bajo, una gran maravilla mexicana de cerámica, el árbol del mundo o algo parecido.

    Ester estaba sentada en una butaca profunda con las piernas recogidas, como una niña. Se había quitado los zapatos, azules y de piel de serpiente. Estos detalles siempre me han impresionado. Mi madre tenía razones para considerarme una pequeñoburguesa. El orfanato, el hospicio… Ese frío en la espalda no me deja olvidarlo. A mi madre aquella horrible miseria le parecía propia de una vida normal. Incluso debió de sentirse a gusto en los campos de trabajo estalinistas. Pero yo, cuando escapé de mi pobreza de huérfana, tenía ganas de besar cada taza, cada toalla, cada par de medias. En el primer año de nuestra vida en Berlín, en Prenzlauer Berg, Erich tomó un segundo trabajo para que yo pudiera comprar cosas: ropa, vajilla, todo-todo-todo… Sabía que era mi manera de curarme del pasado. Poco a poco se apaciguó ese frenesí. Pero, con todo, incluso aquí, en Estados Unidos, mi pasatiempo preferido es ir a los garage sales, las rebajas, los mercadillos… Grisha, mi actual marido, no se sorprende: él también es de Rusia, creció entre gente que pasaba hambre. Y a mi hijo Alex, nacido ya en Estados Unidos, también le encanta ir de compras. Somos unos consumistas empedernidos. Parece que Ester entiende todo esto.

    –Las condiciones de vida en el gueto nos parecían horribles, porque entonces aún no habíamos visto lo peor. No sabíamos nada de los campos de concentración, de las dimensiones de la enorme masacre que se estaba perpetrando en toda Europa.

    Sonreía mientras me hablaba de todo esto y había algo particular en la expresión de su rostro: distancia, tristeza y algo todavía más indefinible: sabiduría, imagino. Sí, hablábamos en polaco, lo cual es siempre un placer para mí.

    –¿Cuánto tiempo vivisteis en el gueto? –le pregunté.

    –Menos de un año. Desde el otoño de 1941. Y lo abandonamos el 11 de agosto de 1942. Después pasamos otros dos años en Czarna Puszcza, en un destacamento de partisanos. Vivimos en refugios subterráneos hasta la liberación. Un campo de partisanos familiar. Al final, de trescientas personas quedaron con vida ciento veinte. Había seis niños con nosotros. Dos más nacieron en el bosque. Tú y otro chiquillo, pero él murió. A pesar de todo, conseguimos mantener con vida a todos quienes habían dejado el gueto hasta el final de la guerra.

    –¿Por qué se fue mi madre de Czarna Puszcza? –le pregunté sabiendo la respuesta que me había dado mi madre, pero también consciente de que ella siempre miente. No, no es que mienta. Pero yo no puedo creer una palabra de lo que dice. Por eso, para mí era importante saber qué diría Ester. Por lo menos, ella es una persona normal.

    –Intentamos que cambiara de idea. Me acuerdo bien de cómo se indignó Isaac por que pusiera en riesgo la vida de sus hijos al abandonar nuestro refugio. Ella ni siquiera respondía. La única persona con la que se relacionaba en el gueto era Naúm Bauch, un electricista.

    Así descubrí cuál era el apellido de mi padre. Mi madre nunca lo nombró. Por tanto, si ella hubiera sido una mujer normal, yo me llamaría Ewa Bauch. Interesante.

    –Hábleme de él, por favor –le pedí a Ester.

    –Lo conocía poco. Me parece que no había acabado sus estudios de ingeniería. –Estaba sentada inmóvil, la espalda recta, como una auténtica aristócrata, y sin atisbo de esa gesticulación típicamente judía–. Isaac me dijo que una vez, antes de la guerra, le había pedido a Bauch que fuera al hospital para arreglar algún aparato. Gozaba de una posición privilegiada en el gueto. Como Isaac, por otra parte. Algunos judíos tenían permiso para trabajar en la ciudad. Isaac pasaba consulta en el hospital, y Bauch también trabajaba en la ciudad.

    »En el gueto Naúm y tu madre vivían juntos. Ocupaban una pequeña celda en el ala izquierda. El castillo estaba semiderruido y nos pusimos a restaurarlo cuando nos obligaron a instalarnos allí. Al principio incluso pudimos comprar material de construcción. Bajo la dirección del Judenrat. Todo acabó horriblemente mal. El hecho es que el Judenrat sobornaba constantemente a la policía bielorrusa. Había un tipo infame, no recuerdo su nombre, el jefe local de la policía, que nos prometía que las acciones (comprendes lo que significa, ¿verdad?) no afectarían a los habitantes del gueto mientras le pagáramos. En aquella época habían empezado a exterminar a todos los judíos que vivían en los pueblos cercanos. Nosotros lo sabíamos. El Judenrat pagaba una especie de rescate. Pero aquel miserable, aunque hubiese querido, no habría podido hacer nada por nosotros. Solo estaba saqueando nuestro dinero. Pero entonces a nadie le quedaba ya nada. Las mujeres daban sus anillos de boda, sus últimas joyas. Yo también di mi alianza. No sabía los entresijos entonces y ahora ya no tienen importancia.

    »Algunas personas creían de verdad que se podía pagar por la vida. Por eso, cuando se habló de la fuga, se organizó una especie de asamblea general donde se produjo una ruptura: una mitad estaba a favor de escapar y la otra en contra. Los que se oponían estaban seguros de que, después de la huida, se llevarían a cabo horribles persecuciones contra los que se quedaran. En realidad, todo iba más allá de meras persecuciones, ya me entiendes. Entre los que organizaban la huida había combatientes auténticos, comprometidos, dispuestos a luchar… Recibían ayuda de la ciudad y tenían contacto con los partisanos, aunque entonces no lo sabíamos. En realidad, todo lo organizó un único judío, un joven llamado Dieter. Trabajaba como intérprete para la Gestapo. De alguna manera se las apañó para ocultar que era judío. Luego lo detuvieron, pero también consiguió escapar.

    »Una vez, en las postrimerías de la guerra, vino a visitarnos en nuestro campo de Czarna Puszcza. Combatía en un destacamento de partisanos rusos y lo mandaron donde estábamos nosotros con una vaca. Los partisanos habían comprado, o tal vez robado, el animal y le pidieron a uno de nuestros muchachos, carnicero, que les preparara embutido. Dieter trajo esa vaca, los nuestros lo reconocieron y se alegraron de verlo. Alguien sacó aguardiente casero, él se sentó en un tocón y empezó a hablar de Cristo. Los nuestros se limitaron a intercambiar miradas: en aquel momento nada podía haber más estúpido que hablar de Cristo. Creo que estaba un poco loco. Figúratelo, en aquella época se había bautizado y no dejaba de enseñarle a todo el mundo unos iconitos. Resultaba difícil creer que era él precisamente quien había organizado la huida. A principios de 1945, después de la liberación, viajamos con él en el primer tren a Polonia. Alguien luego me dijo que se ordenó sacerdote católico después de la guerra.

    »Pero entonces, la noche antes de la huida, el conflicto en el gueto era tan fuerte que estalló una pelea. El viejo rabino Schirman, que ya había rebasado los ochenta, consiguió apaciguarlos a todos. Tenía cáncer de próstata, Isaac lo había operado en el castillo. Bueno, lo de operar es una manera de hablar, le había introducido un catéter. El rabino se subió a una silla y todos se callaron. Dijo que él se quedaría, que no tenía intención de marcharse a ninguna parte. Que quien no tuviera fuerzas para irse que se quedara. Pero que quien las tuviera para emprender la huida que se fuera. Isaac dijo que nosotros nos iríamos, y así lo hicimos. Tu madre también vino con su hijo, pero Naúm se quedó. Nadie sabía que estaba embarazada, solo Isaac porque poco antes había acudido a él para pedirle que le practicara un aborto. Él se negó porque el embarazo estaba ya muy avanzado.

    Ester sacudió su pulcra cabecita.

    –Lo ves, tenía razón: mira qué chica tan guapa nació. Y sobrevivió…

    Ester parecía extenuada y además ya era muy tarde. Quedamos en volver a vernos y me fui.

    Tengo una sensación extraña: siempre he querido conocer todas las circunstancias de entonces, tener noticias de mi padre. Y ahora, de repente tengo miedo. Deseo con la misma intensidad saber y no saber, porque durante mucho tiempo he arrastrado el peso de mi pasado. Solo en los últimos años, con Grisha, he conseguido librarme de él. Y ahora no me reconozco en la pequeña Ewa del orfanato polaco de Zagorsk o en la adolescente del hospicio soviético, como si fueran los fotogramas de una película vista hace mucho tiempo. Ahora, de pronto, tengo la oportunidad de averiguar cómo ocurrió todo en realidad. Aún no puedo imaginar qué puede obligar a una mujer joven, madre de dos hijos, a abandonarlos en un orfanato… Me parece que hay algo aquí que no sé.

    2. Enero de 1986, Boston

    Ester Hantman

    Creía que a mi edad no aparecería ya gente nueva en mi vida. En primer lugar, todas las vacantes de mi corazón están ocupadas por muertos. En segundo lugar, aquí, en Estados Unidos, hay muchas personas que valen la pena, pero su experiencia vital es muy limitada y eso las convierte en criaturas más bien planas y un poco de cartón. Además, sospecho que la edad forma una especie de cáscara y las reacciones emocionales se debilitan. La muerte de Isaac también reveló hasta qué punto dependía de él. Y todavía es así. No sufro de soledad, pero noto que me envuelve como una niebla. En medio de estas sensaciones bastante tristes ha aparecido de repente Ewa. Percibo algo providencial en su aparición. He ahí una joven que podría ser mi hija. Me habría gustado hablar de ello con Isaac. Siempre sabía decir algo perspicaz e incluso inesperado para mí, pese a nuestra total conformidad de ideas. ¿Qué habría dicho de esta chica? Es asombroso el simple hecho de nuestro encuentro. Incluso más sorprendente es que se mencionara Czarna Puszcza. Su madre, la tal Kowacz, era un monstruo absoluto. Isaac la tenía por una espía soviética. Siempre decía que los judíos son un pueblo de fanáticos. Ponía en la misma categoría psicológica a los judíos fervientes, especialmente a los jasidim, con sus sombreros de seda, caftanes ridículos y medias remendadas cien veces y llenas de zurcidos, que a los comisarios judíos, fervientes comunistas o agentes de la Cheká.

    La segunda vez que nos vimos Ewa dijo algo parecido sobre su madre, aunque con otras palabras. Es extraordinario que haya reparado en ello a pesar de que carece de refinamiento intelectual y de una instrucción decente siquiera. Se ve que es fuerte y honesta por naturaleza. Quiere decirse la verdad a sí misma y sobre sí misma. Me in­terroga con avidez. Una vez se quedó hasta las dos de la madrugada y, como supe más tarde, su marido empezó a sospechar que tenía una aventura o algo parecido. Es la tercera vez que está casada. Su último marido es un emigrante de Rusia, unos diez años más joven que ella. Ewa dice que es un matemático brillante.

    En nuestras conversaciones siempre acabamos tocando aquellos temas que eran tan importantes y sustanciales para Isaac. Siempre ironizaba diciendo que ningún talmudista en el mundo había meditado tanto sobre el Señor Dios como él, que era ateo y materialista.

    Por edad, Ewa habría podido ser nuestra hija. Después de todo, estábamos juntos en el bosque entonces, pero no nació de nosotros, sino de otros padres. Isaac solía decir que en el siglo xx no tener hijos había llegado a ser para los judíos un don del cielo, como lo había sido tener muchos en los tiempos históricos. Nunca quiso tener descendencia, tal vez porque no pudimos tenerla. De joven derramé muchas lágrimas por la esterilidad de nuestro matrimonio, y él me consolaba diciéndome que la naturaleza había hecho de nosotros unos elegidos. Éramos libres de la esclavitud de la procreación. Como si previera el futuro que nos esperaba.

    Cuando abandonamos el gueto y fuimos a parar a Czarna Puszcza, me preguntó:

    –¿Desearías tener tres hijos ahora, Ester?

    Con toda franqueza le respondí que no. Abandonamos Europa después de los juicios de Núremberg. Isaac fue incluido como testigo experto por su condición de médico, prisionero del gueto y partisano. Después de los juicios, tuvimos la posibilidad de emigrar a Palestina, un año antes de la creación de Israel.

    Ewa me hace tantas preguntas que he decidido leer las notas que Isaac tomaba en aquellos años. En realidad, estaba escribiendo un libro, aunque a trompicones, y siempre lo dejaba «para luego». Murió a los setenta y nueve años mientras dormía. La vejez no le había alcanzado aún. Era fuerte y enérgico y no tuvo tiempo de jubilarse. Así que el libro quedó inacabado.

    Ewa me pregunta por su padre, Bauch: «Tal vez entre los papeles de su marido haya algo de mi padre. ¿Y si resulta que tengo hermanos? Entiéndalo, Ester, crecí en un orfanato y toda la vida he soñado con tener una familia».

    Los papeles de Isaac están en perfecto orden, con las notas organizadas por años. Me da un poco de miedo tocarlos. Ewa me dijo que le gustaría ayudarme a seleccionarlos: después de la guerra Isaac escribía sus notas en polaco, pero a finales de los años cincuenta se pasó al inglés. Me negué. No podría depositar sus notas en las manos de otra persona. Por lo demás, todos los acontecimientos relacionados con los años cuarenta están escritos muchos años después. Ni siquiera en Israel, sino en Estados Unidos, después de 1956, cuando lo invitaron a trabajar aquí.

    Me impresionó otra cosa que me contó Ewa. Cuando tenía tres meses, ella y su hermano acabaron en un orfanato. Su madre estaba ocupada en organizar la Gwardia Ludowa y en luchar contra los alemanes. Luego la encerraron en los campos de trabajo estalinistas. La pusieron en libertad en 1954, cuando Ewa tenía once o doce años. Su hermano, Witek, no vivió para ver el regreso de su madre. Entonces Ewa era ya una pequeña católica.

    Ewa es muy guapa. Por su aspecto pertenece al tipo sefardita, con espesos cabellos negros, rostro liso y nada superfluo. Ojos muy orientales, pero sin atisbo de languidez, llenos de fuego. Como los de Isaac.

    3. 1959-1983, Boston

    De las notas de Isaac Hantman

    Durante toda la vida me ha interesado el tema de la libertad individual. Siempre me ha parecido el bien supremo. Durante mi larga vida tal vez haya logrado dar algunos pasos en dirección a la libertad, pero lo que seguro que no he sido capaz de superar, de lo que no me he podido librar, es de mi origen nacional. No pude dejar de ser judío. Ser judío es algo inoportuno y autoritario, una tara maldita y un don maravilloso. Dicta la lógica y la manera de pensar, encadena y protege. Es irrevocable como el sexo. Ser judío limita la libertad. Siempre quise traspasar sus fronteras: salí, fui adonde quise, seguí otros caminos durante diez, veinte, treinta años, pero en un momento dado descubrí que no había llegado a ninguna parte.

    La judeidad es, sin lugar a dudas, un concepto más amplio que el judaísmo. El siglo xx conoció a toda una pléyade de estudiosos ateos judíos, pero fueron conducidos a las cámaras de gas junto con sus hermanos religiosos. Es decir, para el mundo exterior la sangre era un argumento más decisivo. A pesar de cómo se calificaran a sí mismos los judíos, en realidad eran definidos por los de fuera. Judío es aquel que los no judíos consideran judío. Por eso, no tuvieron clemencia con los judíos bautizados: a ellos también los aniquilaron. Mi participación en los juicios de Núremberg fue más dolorosa que vivir en el gueto o ser un partisano. Los kilómetros de película que me tocó ver, filmados por los alemanes en los campos de concentración y por los aliados después de la liberación, dinamitaron mi conciencia europea. Perdí el deseo de ser europeo y emigramos a Palestina. Fuimos allí para ser judíos, pero me faltaba fanatismo para ello.

    La guerra de 1948 no dejó tiempo para reflexionar, pero cuando acabó, temporalmente, me hundí en la depresión por todas las heridas de bala y metralla, por las amputaciones y por la cirugía plástica. ¿Qué había pasado con la resección gástrica, la extracción de cálculos biliares, la banal apendicetomía y la oclusión intestinal, esas pacíficas enfermedades de los tiempos de paz? Empecé a dedicarme a la cirugía cardíaca.

    Palestina estaba sacudida, el Estado sionista devenía un símbolo religioso, los judíos se convertían en israelíes y los árabes, en cierto sentido, en judíos. Sentía náuseas al ver el nacionalismo en todas sus vertientes adoptado como ideal.

    ¿Qué es lo principal de la conciencia de la identidad judía? Un intelectualismo orientado hacia un objetivo, dirigido a sí mismo. Agnóstico y ateo, llegado a Israel ya a una edad adulta, hice aquello de lo que hui en mi primera juventud, cuando renegué de las tradiciones familiares. Entonces aquel rechazo me llevó a romper con mi familia. Mi padre no me perdonó. Me maldijo a mí y a mi medicina. Más tarde toda mi familia murió en las cámaras de gas.

    Mi padre se habría sentido muy satisfecho de haber sabido que yo, a una edad madura, iba a sentir el deseo de estudiar lo que los niños judíos llevan estudiando desde hace dos milenios a partir de los cinco años: la Tora. Lo que me había aburrido de niño y rechacé sin más se me reveló extraordinariamente interesante.

    Casi nada más llegar a Palestina, empecé a frecuentar los seminarios de historia judía del profesor Neuhaus en la Universidad de Jerusalén. Sus clases eran apasionantes. Neuhaus era un brillante académico que consideraba la historia judía no como un fragmento de la historia mundial, sino como el modelo de todo un proceso histórico a escala mundial. A pesar de que me resultara extraño este enfoque, sus conferencias estaban llenas de enjundia.

    Descubrí que, para este profesor, la destreza intelectual de sus alumnos no era menos importante que la materia que enseñaba. De sus pupilos le interesaba su habilidad para formular preguntas, para darles la vuelta e incluso para revocarlas. Entonces me di cuenta de que el núcleo de la conciencia de la identidad judía era entender tanto el pulimento del propio cerebro como el significado de la vida, un trabajo constante para desarrollar la capacidad de razonar. Fue esto, en última instancia, lo que nos dio a los Marx, los Freud y los Einstein. Liberados del subsuelo religioso, sus cerebros comenzaron a funcionar aún con mayor intensidad y perfección.

    En realidad, podemos considerar la historia contemporánea (me refiero a la cristiana) como la prolongación lógica (metafísica, sugiere Neuhaus) de las ideas del judaísmo en el mundo europeo. Es extraordinariamente interesante constatar cómo convergen en este punto las ideas de los sabios cristianos y judíos. Dicho sea de paso, un cirujano necesita un cerebro bien afinado no menos que unas manos hábiles.

    Fue justo entonces, en parte a consecuencia de aquellos dos años de estudio, cuando di el importantísimo paso profesional de especializarme en cirugía torácica, que me había interesado ya antes de la guerra. Debo decir que el corazón no solo me atraía desde un punto de vista médico. Veía una especie de misterio en lo que Leonardo da Vinci llamaba «instrumento admirable, inventado por el sumo maestro». Un misterio absolutamente impenetrable, como el origen del mundo y de la vida. En realidad, es difícil imaginar cómo este órgano de dimensiones modestas, formado por una carne relativamente elástica y muscular, pero aun así delicada y vulnerable, cumple una tarea primordial. Durante muchos años bombea millones de litros de sangre, comunicando la energía imprescindible para sustentar la vida en todas las diminutas células del cuerpo humano. Para mí, esta paradoja contenía la esencia metafísica de la actividad del corazón. Significaba que el corazón no es una bomba, o no solo una bomba mecánica, sino que funcionaba en virtud de algo superior a las leyes puramente mecánicas. Esta vaga intuición parecía confirmarse en la proporción áurea que yo distinguía con claridad en las correlaciones de las estructuras del corazón y en las leyes de su funcionamiento. Para mí, la cirugía cardíaca era un intento de comprender y explicar este misterio. La observación de un corazón enfermo me proporcionaba un material inestimable para entender cómo la destrucción de esas proporciones divinas conducía al impedimento de la actividad cardíaca y, en última instancia, a la muerte. Llegué a la conclusión de que una intervención quirúrgica en la estructura y funcionamiento del corazón debía tener por objeto restablecer esa proporción, recrear la «divina curvatura» tan característica de las estructuras cardíacas sanas. Esa curvatura se observa en todas las criaturas de la naturaleza, sin excepción: desde la ondulación de las conchas marinas y de los antiguos moluscos fosilizados hasta la configuración en espiral de las galaxias. Se ve en las obras de los arquitectos y de los pintores, en la curvatura de las antiguas plazas italianas y en la composición de famosos cuadros. Por lo demás, como dijo Leonardo, «cuanto más hables de él [el corazón], más confundirás a tu oyente».

    En Israel enseguida nos fue todo como la seda. Me nombraron jefe del departamento de cirugía cardíaca en una clínica magnífica. Ester abrió una consulta privada de odontología. Las cosas nos iban bien. Compramos una casa en el maravilloso pueblo de Ein Karem, abandonado por sus habitantes árabes en 1948. Las colinas de Judea son un verdadero júbilo para la vista.

    Un día trajeron a mi departamento a un joven árabe con una herida de cuchillo cerca del corazón. Conseguimos salvarle. Un médico quiere a los enfermos desahuciados que ha arrancado del otro mundo no menos de lo que ellos lo quieren a él. El chico y yo nos hicimos amigos. Me contó que su familia había huido de Ein Karem, dejando su casa y su viejo jardín inmediatamente después de que estallara la Guerra de Independencia. No le dije que yo vivía allí. No pude, ¿de qué habría servido?

    Ester y yo subimos un día al monasterio de las hermanas de Sión en Ein Karem. Las colinas de Judea se extendían ante nosotros como un rebaño de camellos dormidos. La superiora, de noventa años, todavía vivía entonces y se acordaba del fundador del monasterio, el padre Ratisbonne, un judío cristianizado de Francia. Se acercó a nosotros y nos invitó a cenar con ella. Fue una comida frugal compuesta por hortalizas del huerto del convento. Nos preguntó en qué casa vivíamos y dijo que recordaba a sus antiguos propietarios. Y a muchos otros también. No se acordaba del joven que había acabado en mi mesa de operaciones, pero sí de su abuelo. Había ayudado a acondicionar el huerto del monasterio. En aquella época ya habíamos remodelado la casa vieja. Era la primera vivienda que Ester y yo teníamos en propiedad y la queríamos mucho. Volvimos aquella noche a casa y Ester se echó a llorar. Mi mujer no es de lágrima fácil.

    En mi juventud no quería ser judío, sino europeo, y luego, por el contrario, no quería ser europeo, sino judío. En aquel momento tuve ganas de no ser ni lo uno ni lo otro, así que, después de vivir diez años en Israel, cuando recibí una propuesta para marcharme a Estados Unidos, hice un esfuerzo por romper si no con el hecho de ser judío sí con la tierra judía y me trasladé a Boston. En 1956 se empezaban a hacer las primeras operaciones a corazón abierto. Me interesaba mucho y tenía mis propias ideas al respecto.

    Lo que más me gustó de América fue la concentración de libertad por metro cuadrado, pero incluso aquí, en esta vieja casa construida al estilo colonial inglés, en el país más libre del mundo, estamos viviendo en la tierra que antaño perteneció a los wampanoags o los pequots.

    Por lo demás, hace mucho tiempo que no hay lugar en el mundo donde un judío pueda sentirse completamente en casa.

    Pasaron muchos años y me di cuenta de que estaba tan lejos de la libertad personal como lo había estado en mi juventud. Ahora trabajaba como un poseso no solo ejerciendo a diario la cirugía, sino realizando también experimentos, violando una y otra vez uno de los siete mandamientos de Noé, dirigido no solo a los judíos, sino a toda la humanidad: no serás cruel con los animales. Mis pobres primates. No era culpa suya que su sistema circulatorio se pareciera tanto al de los humanos. ¿Acaso es esa capacidad para sentirnos poseídos por una idea el rasgo definitorio de nuestra judeidad? Esa intensidad nuestra. Recuerdo a un joven extraordinario llamado Dieter Stein que organizó la huida del gueto de Emsk. Al principio se puso a trabajar para la Gestapo por motivos idealistas: salvar a la gente de las garras del infierno. Luego se hizo cristiano para salvar una vez más a la gente de las garras del infierno. La última vez que lo vi viajábamos a bordo de un tren ruinoso que nos llevaba a Cracovia. Era de noche y estábamos de pie en la plataforma. Me contó que iba allí para entrar en un monasterio. No pude evitar preguntarle: «¿Para salvar a personas?».

    Aparentaba no más de diecisiete años y estaba demacrado, un raquítico adolescente judío. ¿Cómo pudieron tomarlo los alemanes por polaco? Su sonrisa era infantil.

    «Casi, pan[2] doctor. Usted me salvó para que yo pudiera servir al Señor.»

    Entonces me acordé de que un día había respondido por él ante los partisanos rusos. La memoria expulsa todo lo que encuentra demasiado difícil para afrontar. ¿Cómo podría vivir si tuviera que recordar todas las pruebas que tuve que ver durante los juicios de Núremberg?

    4. Enero de 1946, Wrocław

    De Efraím Cwyk a Avigdor Stein

    Querido Avigdor:

    ¿Sabes que di con el paradero de Dieter en agosto de 1945? ¡Está vivo! ¡Pero encerrado en un monasterio! Cuando me dijeron que se había hecho monje, no podía dar crédito a mis oídos. Estuvimos juntos en Akiva, éramos sionistas, queríamos ir a Israel y de golpe y porrazo esto. ¡Un monje! Después de la guerra no quedamos muchos supervivientes. Fue uno de los pocos que tuvo suerte. ¿Y todo eso para hacerse monje? Cuando me llegó el rumor de que estaba en Cracovia, me fui directo para allí. Estaba seguro, y aún ahora tampoco he cambiado del todo de idea, de que debieron de haberlo engañado. Para ser sincero, me llevé una pistola por si las moscas. Tengo una buena Walther hace tiempo.

    A veinte kilómetros de Cracovia encontré ese monasterio carmelita.

    No querían dejarme pasar. Había un conserje viejo con el que no había nada que hacer. Lo amenacé con la pistola y me dejó pasar. Fui directamente a ver al superior. Me las vi con otro vejestorio en una especie de recibidor. Saqué la pistola otra vez y enseguida apareció el superior. Un viejales canoso y robusto. Pase, pan. Me invitó a entrar en su despacho.

    Me senté, puse la pistola sobre la mesa y le dije:

    –¡Devuélvame a mi amigo Dieter Stein!

    –Por supuesto –respondió–. Pero le pediría que guardara su pistola y esperase aquí diez minutos.

    En efecto, diez minutos después apareció Dieter, no llevaba puesto el hábito sino una camisa de trabajo y tenía las manos sucias. Me dio un abrazo y me besó. Le dije:

    –He venido a sacarte de aquí. Venga, vámonos.

    Sonrió y dijo:

    –No, Efraím, he decidido quedarme.

    –¿Es que te has vuelto majareta? –le pregunté.

    Podía ver al superior sonriendo, sentado detrás de su gran mesa. ¡Me sentí furioso, como si se estuviera riendo de mí! ¿Cómo estaba tan seguro de que no iba a llevarme a Dieter?

    –¿De qué se ríe? –le grité–. Han echado a perder a un buen hombre y ¿eso le da risa? ¡Ah, ustedes son unos expertos engañando a la gente! ¿Para qué lo necesitan aquí? ¿Es que se han quedado sin ju­díos?

    –Aquí no retenemos a nadie, joven –me contestó–. No somos nosotros quienes utilizamos la violencia, sino usted que ha venido con una pistola. Si su amigo quiere irse, es libre de hacerlo.

    Dieter se quedó allí plantado, sonriendo como un idiota. No, como un loco de remate.

    –¡Venga, recoge tus cosas y vente conmigo! –le grité.

    Sacudió la cabeza. Entonces entendí que debían de haberlo drogado o embrujado.

    –¡Vámonos! –le dije–. ¡Nadie te obliga a quedarte aquí! ¡Éste no es lugar para un judío!

    En ese momento, Avigdor, los vi intercambiando miradas, al superior y a Dieter, como si fuera yo el lunático. ¿Qué puedo decir? Me quedé tres días. Dieter está chalado, desde luego, pero no en el sentido habitual de la palabra. Algo no va bien en su cabeza. Se comporta de un modo del todo normal, no come hierba, pero tiene algún trastorno con respecto a la religión. Era un chico tan normal, un buen compañero, un tipo inteligente. Nadie podría decir una mala palabra sobre él. Siempre dispuesto a ayudar, a amigos y enemigos, y lo más importante… ¡sobrevivió! ¡Y ahora esto!

    Tres días después nos despedimos. Dieter me dijo que había decidido consagrar el resto de su vida a servir a Dios, pero ¿por qué a su Dios? Como si nosotros no tuviéramos el nuestro propio. Sea como sea, no pude hacerle ver que podía servir a Dios en cualquier parte, no solo en un monasterio católico. Los dos tenemos veintitrés años. Podría llegar a ser médico o maestro, hay muchas maneras de servir.

    En definitiva, Avigdor, me da pena el chico. Ven a vernos. Quizá a ti te escuche. Llévale algunas fotografías de Palestina o de donde sea. Después de todo, si quiere tanto al pueblo judío, ¿por qué lo abandona por unos extranjeros?

    Por ahora me he instalado en Wrocław. No sé cómo me irán las cosas, pero de momento he renunciado a la idea de trasladarme a Palestina. Quiero construir la nueva Polonia. Hay tanta destrucción y pobreza. Tenemos que luchar y poner en pie este país.

    Mis mejores deseos para ti y tu mujer.

    Tuyo,

    EFRAÍM CWYK

    5. 1959, Nápoles. Puerto de Mergellina

    De Daniel Stein a Władysław Klech

    […] ningún bastón, solo una bolsa. Pasé ocho días en la hospedería del monasterio. A las cuatro de la mañana me levantaba con los demás para la oración, luego iba con los monjes al refectorio. Después del desayuno el ecónomo me asignaba las tareas y yo las hacía lo mejor que podía. Llevaba viviendo una semana allí. Todos esperaban con impaciencia la visita del obispo, igual que yo. Me habían prometido darme dinero para el viaje a Haifa. No me quedaba ni un céntimo. Una mañana el ecónomo me dijo que debería hacer una excursión a Pompeya. Me dirigí a la estación local de autobuses y fui para allá. La belleza a lo largo del trayecto casi excedía lo que era capaz de soportar: la bahía de Nápoles, Capri, todo era deslumbrante. ¡Ah, nuestra pobre Polonia, privada de un mar cálido y de sol! La vegetación y la pesca son magníficas. En el mercado del pescado te sientes colmado de felicidad y de admiración ante la belleza de los peces y de todas las criaturas del mar. Algunos son aterradores, pero la mayoría son solo un poco raros.

    En Pompeya me encontré con mi primer problema. No me dejaron entrar en las excavaciones de la ciudad y el museo estaba cerrado porque había huelga de trabajadores. Bien, pensé, qué país tan maravilloso es Italia. Me gustaría ver a los trabajadores intentando hacer una huelga en los restos arqueológicos de Wawel, en Cracovia. Así que no visité la ciudad antigua. Me fui a dar una vuelta, vi los alrededores de la ciudad en ruinas y admiré el Vesubio, un monte con unos contornos delicados, en absoluto intimidante. Es imposible sospechar la perversidad que mostró hace dos mil años. Tenía el dinero justo para el billete de vuelta y una pizza bianca, es decir, un trozo de pan. Mientras paseaba por la ciudad moderna vi una iglesia de construcción reciente, sin ningún elemento relevante en términos arquitectónicos. El calor del mediodía era sofocante, así que pensé que lo mejor sería entrar y permanecer en el fresco. Era la iglesia de Santa María del Rosario.

    Oh, Władek, allí se desplegó un cuento que parecía escrito especialmente para mí. Dentro de la iglesia encontré una colección de exvotos que testimoniaban el agradecimiento de personas a quienes se les había sido concedido un milagro al rezar a la madre de Dios. Por lo general, como sabemos, son pequeñas representaciones en plata de manos, piernas, orejas, cualquier parte del cuerpo que haya sido curada. Pero allí no había brazos ni piernas, sino que estaban colgados dibujos hechos por manos inexpertas de niños y de sus padres que ilustraban los milagros. En uno de ellos se veía a un niño rescatado por su padre de un incendio. Había tres dibujos: uno del niño, otro del padre y un tercero del bombero. Un soldado de la Primera Guerra Mundial hizo la promesa de casarse con una huérfana si volvía con vida, y toda su historia estaba allí dibujada. Ahí estaba en plena batalla, rezando en medio de las llamas. En otro se le veía volviendo a casa y la superiora de un convento le ofrecía a una chica. La chica caía enferma y se creía que acabaría muriendo. El exsoldado reza a la Madre de Dios para que se cure y luego se ve a los tres personajes dibujados por su hijo de cinco años… Un conductor que se había salvado tras sufrir un accidente en un paso de montaña había llevado su carné de conducir como ofrenda a la Madre de Dios y otra persona, sus condecoraciones de guerra. Cuánto agradecimiento y benevolencia.

    Pero no acaba ahí la cosa. Apareció una monja y me contó que aquel lugar santificado existía gracias a los esfuerzos de un abogado llamado Bartolo Longo. Aunque de familia pobre, había estudiado y gestionado los negocios de una rica viuda napolitana. Bartolo tuvo una visión en que la Virgen le ordenaba construir una iglesia en aquel lugar. Él le contó que era pobre y la Virgen le preguntó si tenía una lira. Sí, la tenía. Entonces le dijo que sería una iglesia para los pobres y que debía reunir el dinero a razón de una lira por persona. No importaba si eran ricos o pobres, pero solo podía aceptar una lira de cada uno. Empezó a hacer la colecta, pero no obtuvo fondos suficientes. Entonces la viuda para la que trabajaba le donó el resto del dinero. Poco después se casaron y fundaron allí un orfanato donde el agradecido soldado había encontrado a su novia. Más tarde abrieron un hospicio y grandes fuerzas benditas se manifestaron en ese lugar. Muchas personas se curaron de sus enfermedades y recibieron diferentes favores. Bartolo Longo fue declarado «siervo del Señor», que es el primer peldaño hacia la santificación.

    Cuando salí de la iglesia se oyó un retumbar de truenos y estalló una fuerte tormenta. Los truenos y los relámpagos tenían mucha potencia y venían de la parte del Vesubio, lo que me hizo preguntarme si el volcán nos estaba recordando su pasado.

    Volví a Nápoles y a la mañana siguiente vino el obispo y me dio el dinero para el viaje. Fui al puerto y compré un billete. El barco zarpará para Haifa dentro de tres horas. Así que aquí estoy escribiendo esta carta. ¿Recuerdas que intentabas retenerme, diciéndome que uno debía quedarse donde lo habían colocado? Quizá tengas razón, pero estoy seguro de que mi lugar ahora es Israel, y la prueba es que desde el primer minuto de este viaje todo ha ido a mi favor. Uno siempre puede notar si se mueve contra la Providencia o conforme a una llamada. Que Dios esté contigo, Władek. Mis respetos al padre Kazimierz. Te escribiré cuando

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