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Ética al zancudo
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Libro electrónico125 páginas1 hora

Ética al zancudo

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Ramiro Gómez Gris, autor histórico de la revista La Pollera – Cultura y rarezas -, alojada en www.lapollera.cl, publica este libro con una selección de sus Críticas Existenciales archivadas en la revista desde 2007.

Estos relatos narran encuentros con distintos personajes y con sus ideas, concentrando las historias en discusiones en torno a la moral, que nos lle- varán a reflexionar sobre lo que tenemos por aceptado, muchas veces siendo esto ilógico.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 nov 2014
ISBN9789569203169
Ética al zancudo

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    Ética al zancudo - Ramiro Gómez Gris

    zancudo

    Prólogo

    Como cualquier persona podrá entender, el año 2001 fue dramático para nosotros. Luego de los atentados del 11S, las fluctuaciones del dólar afectaron a nuestra derrotada moneda nacional: el dólar ecuatoriano. El siniestro espectáculo ofrecido por los gigantes e inagotables poderes en pugna (o colaboración), nos ayudó a tomar una decisión que guardábamos hace un tiempo en mente.

    Estos ataques terroristas ocurrieron en la misma época en que con un grupo de amigos agricultores barajábamos la posibilidad de fundar una editorial, una editorial anticapitalista y autogestionada, orientada a promover obras literarias y estudios que no atacaran lo establecido, sino que instalaran la duda, la posibilidad de la pregunta, una oferta que nos sedujera a volver a pensar qué somos y qué es todo este gran juego que nos rodea con reglas tan aceptadas como ilógicas. Así nació Halitosis, en plenos bombardeos entre oriente y occidente (o entre occidente y el resto del mundo, incluido occidente), con el objetivo de ser percibida como un hedor, suave o breve, pero incómodo. ¡Atatay!, una molestia en la puerta de las fosas nasales, suficiente como para interpelarnos: ¿por qué no hemos estornudado o vomitado aún? ¿Por qué aún no hemos sentido el asco necesario como para abandonar esta repugnancia?

    Por primera vez en estos once años de trabajo, hemos decidido asociarnos a otra casa editorial. Se trata de La Pollera, editorial independiente chilena y gestora de la revista del mismo nombre, en cuyas páginas (web) han sido publicados muchos de los trabajos literarios y científicos de Ramiro Gómez Gris. Después de meses de duras reuniones editoriales con nuestros amigos chilenos, logramos dar con una selección de relatos que conforman nuestra primera coedición internacional.

    Puede que en una primera lectura usted quede disconforme con la propuesta de Gómez Gris. Y es posible que en una segunda lectura simplemente sienta cierta especie de regurgitación ética infecunda. Quizá alguno que otro lector logre disfrutar de la agilidad narrativa y la excentricidad de algunos de los escenarios en los que se desarrollan estas historias breves, pero el goce será rápidamente reabsorbido por el hedor halitoso proveniente de restos de comida entre los dientes o problemas gástricos profundos de las morales puestas en juego; esas mismas que se debaten en todas partes, todos los días. Gómez Gris nos invita a destaparnos las narices, a buscar esos síntomas, allá afuera y en nosotros mismos. Intentar remediarlos o vivir con ellos, será cosa de cada uno.

    Dr. René Ronquillo

    Universidad de Cotopaxi

    Latacunga, Ecuador

    La banda de punk

    Tiempo atrás conocí al Chascón. No es tan chascón. Pasa todo el día tomando vino, cerveza o lo que salga. Vive en una casa abandonada, en Valparaíso. Se la tomó. La arregló un poco, le metió unos colchones y pintó la fachada. La casa, eso sí, está llena de escombros y casi todas las habitaciones tienen agujeros en el techo. En el baño no hay ducha, de manera que las pocas veces que el Chascón se asea, lo hace afuera, en la calle. Ahí también come y lava los platos. Y ahí en general hace su vida: descansa, mira pasar a la gente y recibe a los amigos que van de vez en cuando a visitarlo. Debe tener unos treintaicinco años, y se las ha arreglado bastante bien para llevar una vida sin tener que trabajar.

    Yo iba saliendo de la casa de una amiga cuando me lo topé. Los dos llevábamos un botellón de vino tinto en la mano. Los dos botellones estaban a medio tomar. Brindamos y nos quedamos ahí parados un rato. Su casa estaba frente a la de mi amiga, de manera que instantáneamente nos vimos de pie en lo que podría decirse que es su living. Me invitó a tomar asiento en uno de los sillones que tenía instalados en la calle. Eran alrededor de las once de la mañana de un domingo, y al parecer ambos habíamos participado de juergas importantes la noche anterior.

    Así, nos acomodamos en los sillones de madera y tapiz rojo, hablando de la vida y dándole al vino. El Chascón es oriundo de Santiago. Ahí se había dedicado a la música. Junto a unos amigos tenía una banda de punk rock con la que conseguía algo de dinero haciendo tocatas. No le iba nada mal, pero, según me contaba, se había aburrido de andar protestando y criticando el sistema y la sociedad.

    –¿Para qué voy a andar tratando de convencerlos, si ellos han decidido vivir así? El güeoncito que anda feliz con su auto nuevo, que no le importa perder toda la semana trabajando en una mierda con tal de no perder su auto, ese güeón no merece que anden otros güeones como yo trabajándole gratis para que tome conciencia. Además, nunca he tenido muy claro de qué modo se podría solucionar toda esta mierda… nunca he sabido qué se podría hacer para mejorar el mundo. Por eso me aburrí de la banda, porque al final me hice la pregunta más evidente: ¿para qué quiero yo cambiar esta mierda, si así es nomás?

    El hombre hablaba con absoluta convicción. Se notaba que no era un discurso nostálgico ni defensivo. Pero sólo por molestarlo un poco le dije que yo no estaba muy seguro, que tal vez eso era la vida: tener un auto, una mujer, un perro y trabajar durante la semana para después descansar los fines de semana. Que en una de esas ser un güeoncito más no tiene nada de malo.

    –Es más –le dije–, quizá el güeoncito que hace lo que todo el mundo, tiene la virtud de la sencillez, es decir, se salva de una de las actitudes más bajas del ser humano: la arrogancia.

    Cuando terminé de hablar me di cuenta de que había sido violento. Le había planteado que posiblemente él era peor que los idiotas. Pero yo estaba con una de esas resacas que endurecen la piel y las palabras. El Chascón me miró de reojo y dio un par de carcajadas. Yo insistí con la expresión inmutable. Entonces se puso de pie y entró a la casa, para, al cabo de tres o cuatro minutos, volver con dos platos de arroz frío con cebolla. Tal vez me estaba demostrando que no era tan arrogante; tal vez sólo le vio lo humorístico al comentario. El caso es que en eso estábamos, comiendo el arroz, cuando otro tipo salió de la casa. También llevaba un plato de arroz en la mano. Se sentó en la vereda y tomó el botellón del Chascón, dándole cinco sorbos de unos setenta centímetros cúbicos cada uno. Luego hubo un silencio que el mismo recién llegado tijereteó con una sola palabra: –¿Otro?

    Ambos botellones yacían vacíos ordenadamente en la cuneta, como si estuviesen en una mesa. El Chascón le pasó mil pesos, yo le pasé cuatrocientos y fracción. El sujeto se puso de pie y caminó las dos cuadras que nos alejaban de la botillería.

    –Con este güeón tocábamos en Santiago –me comentó el Chascón–; ahora con cueva habla. Un día me tocó la puerta y se instaló. Lleva como un mes viviendo acá, pero no tiene ni colchón el güeón. Oye, a propósito, ¿vives acá al frente?

    –No. Una amiga acaba de cambiarse a esa casa. Ayer fue la inauguración. Todavía deben quedar unas diez personas durmiendo adentro. Supongo que se nos irán sumando a medida que vayan saliendo.

    –Ah, entonces ustedes deben haber sido los del ruido anoche.

    –Seguro. ¿No te dejamos dormir?

    –No, yo no me quedé acá anoche, pero cuando llegué hoy en la mañana encontré una multa de los pacos abajo de la puerta. Seguramente algún vecino llamó para quejarse, y como yo siempre hago güeveos en la noche, es muy probable que me hayan pasado el parte por la pura costumbre.

    –Chucha… ¿y cuánto te cobran?

    –No sé, nunca he pagado una de esas mierdas. Mira.

    Sacó un turro de papeles de su billetera. Eran cerca de diez multas. Reímos de buena gana.

    Pronto llegó de vuelta el otro personaje con el botellón de tinto en la mano y se sentó donde estaba el Chascón, que hacía unos segundos había entrado a su habitación.

    Una camioneta acamionada pasó lentamente a nuestro lado, cuidando no golpear ninguno de los cuatro o cinco muebles que estaban esparcidos obstruyendo una de las dos calzadas. Pero el amigo del Chasca se sintió intimidado y haciendo un gesto con las manos gritó un par de garabatos.

    –Seguro que son milicos los chuchesumares –me dijo una vez que el vehículo se perdió en la esquina, para luego largarse a reír nerviosamente–. ¿Y vos? Nunca te había visto.

    –Yo tampoco te había visto –respondí.

    –Soy Mustafá –contestó, dándole una probada al vino–. ¿Te habló el Chasca de la banda que teníamos? Yo tocaba la guitarra. Eran buenos tiempos. De hecho está la idea de volver a reunirnos. Todos los demás en Santiago andan con las ganas. Por eso yo vine a buscar al Chasca hace un par de semanas; él es importante, es el vocalista, pero no hemos dejado de chupar desde que llegué, y tengo la impresión de que la cosa no va a funcionar mucho. Bueno, qué importa, al final acá se está bastante bien… Ya se me está olvidando la güeaíta de la banda.

    La banda parecía ser importante para ellos. Me quedé en silencio esperando a que Mustafá me hablara más del tema. Después de un par de trabajosos estornudos mirando el sol lo hizo:

    –La banda era especial. Éramos distintos. Las letras apuntaban a criticar el modo de vida que ha adoptado el ser humano, como todas las letras del verdadero punk, pero nosotros lo hacíamos con más cojones. La mejor que hacíamos era tocar en el metro. Esto fue en los noventa. No te imaginas lo que era esa güeá. Bajábamos al metro en la hora pic, pero al andén más desocupado, cosa que al otro lado de la línea estuviese

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