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Hijos de la roca
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Libro electrónico184 páginas2 horas

Hijos de la roca

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El texto sienta sus bases en el género de no ficción y desde allí nos presenta personajes extraordinarios a través de una mirada que los humaniza y los pone a la altura de cualquiera que lucha por alcanzar un sueño. Acompañan a las ocho crónicas del autor ilustraciones de Miguel Bustos y José Rosero, jóvenes artistas colombianos que presentan en un formato cercano al comic una mirada novedosa sobre estas historias sobre la montaña y la escalada.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 ene 2016
ISBN9789589966730
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    Hijos de la roca - Luis González Sarmiento

    Premio Nacional de Crónica Ciudad de Bogotá

    Alcaldía Mayor de Bogotá · Secretaría de Cultura Recreación y Deporte Fundación Gilberto Alzate Avendaño

    Contenido

    La montaña más linda del mundo

    El guerrero y la mariposa

    Lucho Salsa

    La que vino a quedarse

    La deportista de alto rendimiento

    La princesa de La Roca

    La vida en La Roca

    La montaña más famosa del mundo

    La montaña

    más linda del mundo

    Estábamos a seis mil metros de altura, clavados como chinches en la pared helada. El ejercicio nos mantenía calientes y el frío solo nos quemaba en los dedos, a través de los guantes, cuando enterrábamos las manos en la nieve para sujetarnos de las entrañas del Ranrapalca. Subíamos más despacio de lo que queríamos, evitando mirar hacia abajo, donde acechaba una profunda pendiente erizada de rocas. Más allá de la pendiente y las rocas estaba el abismo, adonde tampoco mirábamos: quinientos metros cortados a pico, que se despeñaban sobre el collado donde habíamos levantado la carpa. 

    Éramos tres escaladores: Toño en la punta, Agni en la mitad y yo, Marcos, de último. Los tres íbamos unidos por la cuerda que debía ser nuestro seguro de vida, pero hacía media hora que no encontrábamos donde asegurarla y avanzábamos sin protección. Los cincuenta metros de cuerda eran un peso muerto, un error de cualquiera podía convertirse en un problema para todos: al caerse uno, se iba a llevar arrastrados a los demás. Y para completar, era tarde. Había amanecido hacía tres horas y un sol de platino, blanco y cegador, pegaba sobre la ladera aflojando la nieve, convirtiéndola en una masa sin consistencia que no nos daba mayor apoyo. Avanzar así era difícil y peligroso.  

    –Cuerda –pidió Toño.

    La cuerda se le había agotado a Toño, porque le estaba sacando demasiada ventaja a Agni.

    –Cuerda –repitió Toño–. Estoy viendo una piedra de la que podemos anclarnos.

    Un punto de anclaje era lo que necesitábamos con desesperación y me permití un suspiro de alivio. Pero Agni siguió callado, sin responder nada. Y lo peor: dejó de escalar y se quedó quieto, sin mover un dedo, pegado a la pared de nieve como una estatua.

    –Agni –dije yo desde abajo–, ¿cuál es el problema?

    A seis mil metros hay poco oxígeno, se piensa despacio y uno se mueve en cámara lenta. Así las cosas, el ritmo de avance de un equipo depende más de la continuidad que de la velocidad. Agni tenía que moverse. Lo miré. Entre mi mirada y las palabras de Toño, Agni pareció despertar. Sacudió la cabeza, estiró sus piernas ganando cuarenta centímetros, sacó su piolet* derecho de la nieve y tomó impulso para clavarlo más arriba.

    –Esto está duro, parceros –alcanzó a resollar–. Durísimo.

    El piolet derecho de Agni se hundió hasta el fondo en la nieve sin encontrar mayor resistencia. Después, Agni clavó el piolet izquierdo a la misma altura y sacó su pie derecho para dar el paso hacia arriba, pero no alcanzó a darlo. Resbaló. La nieve fofa no lo sostuvo y Agni cayó, mientras pataleaba tratando de clavar sus crampones en cualquier parte. Toño se preparó para aguantar el tirón, pero era claro que el peso de Agni le iba a poder, que él también iba a caerse. Y en ese punto, con Agni y Toño despeñándose, yo no iba a poder hacer nada. Entre los dos pesaban ciento cuarenta kilos que me iban a arrancar de la pared helada como a un muñeco. Entonces, la vi clara: Agni, Toño y yo, los tres bajando como trineos enloquecidos, cada vez más rápido hacia las piedras, golpeándonos contra ellas y  muriendo destrozados antes de caer al abismo. Madre mía, alcancé a pensar con la boca inundada por un sabor a metal, entonces esto es lo que se siente cuando se acaba el video.

    Lo primero que no funcionó fue la estufa. A las doce y media de la noche, cuando fuimos a hacer el desayuno, el bendito trasto no encendió. Menos mal habíamos dormido abrazados a las cantimploras para evitar que se congelaran y Toño había dejado una ollita de agua en la puerta de la carpa, en un sitio donde le tocaba algo de calor humano. Cuando despertamos, la olla estaba cubierta por una capa de hielo, pero debajo de ella el agua seguía líquida y pudimos hidratarnos para disminuir el riesgo de un edema. En la alta montaña el cuerpo tiende a acumular líquido en los pulmones y en el cerebro. Los tejidos hinchados no responden, y sin respirar y sin pensar uno no llega lejos. Consumir mucha agua ayuda a prevenir los edemas, tal vez porque al estimular los riñones los líquidos se eliminan.

    Cuando salimos de la carpa nos sobrecogió la impresionante mole del Ranrapalca alumbrado por la luna llena. El Ranra, como se le dice familiarmente, es una enorme montaña de la Cordillera Blanca peruana que tiene 6.162 metros de altura. Sus rutas de ascenso están catalogadas como difíciles, y después de que sale el sol se ponen peligrosas. El calor hace que se desprendan de la cumbre piedras, bloques de hielo y toneladas de nieve. Lo mejor es subir en la madrugada y a mediodía estar mamando gallo en el campamento.

    –A las diez de la mañana bajamos –propuso Toño, mirando su reloj que marcaba cinco minutos para la una.

    –A las diez –aceptamos Agni y yo–. Estemos donde estemos.

    Bajo la luz de la luna, la nieve era de un blanco azuloso y con el frío de la madrugada el piso estaba firme. Iniciamos la marcha con rumbo Oeste. Caminamos guiados por el mapa que habíamos conseguido en Huaraz, que marcaba una ruta por la cara Este del Ranra. La ruta se bifurcaba después de encontrar un enorme bloque de hielo –un serac– de veinte metros de alto.  Después del serac era posible enfrentar el ascenso por la ruta principal o desviarse a la derecha, buscando la arista que pegaba contra el lado Norte.

    –Me gusta la arista –había dicho Agni en el campamento.

    La arista era más segura. Por ella no caían bloques de hielo, ni avalanchas. Pero más allá de la prudencia, Agni prefería la arista porque para llegar a ella había que hacer un tramo en roca, y Agni Amram del Sol Valencia, hijo de jipis e ingeniero civil de veinticinco años, era un excelente escalador en roca.

    –¿Usté qué dice, Marcos? –me preguntó Toño cuando llegamos al serac–. ¿Por la arista o por la ruta principal?

    Su pregunta era un voto en blanco.

    –La arista –decidí–. No quiero que me caiga granizo.

    Y señalé el serac que estaba a nuestra izquierda. Brillando bajo la luz de la luna, el enorme bloque de hielo de la altura de un edificio de cinco pisos parecía inofensivo. Pero no lo era: esas dos mil toneladas de agua congelada habían rodado de la cumbre del Ranra por la ruta principal, aplastándolo todo. 

    –Por la arista, entonces –dijo Agni con una sonrisa.

    Fue nuestra primera equivocación. Pero como sucede siempre con las equivocaciones, nos dimos cuenta tarde. A las cinco de la mañana, después de superar un durísimo tramo en roca y subir una pared de hielo de casi cincuenta metros, logramos treparnos a la arista y pensamos que habíamos coronado. Solo teníamos que caminar por el borde helado hasta la cumbre. Estábamos hechos. Entonces, nos tropezamos con la fatalidad.

    –No puede ser –se lamentó Toño–. La arista está fracturada.

    La ruta se interrumpía abruptamente. Una grieta de cuarenta metros nos separaba del siguiente tramo de arista. Miramos desconsolados el despeñadero. Para seguir adelante necesitábamos alas. 

    –Podemos bajar, rodear la grieta y volver a subir –propuse.

    –O bajar y buscar la ruta principal –dijo Toño.

    –En todo caso, hay que bajar –resumió Agni.

    Bajar es un golpe muy duro cuando se está enfrentando un ascenso tan difícil. Desescalar implica retroceder, sudar como un condenado para alejarse de la meta. Pero cuando se tiene solo un camino, lo mejor es no pensar mucho y recorrerlo de una. Cuando estábamos recogiendo la cuerda del último rapel, amaneció. Al frente, sobre el Ishinca, una montaña de cinco mil trecientos metros que estaba debajo de nosotros, el sol reventó tiñendo el cielo de púrpura. El viento cambió de dirección y el silencio tenaz de la montaña se volvió menos denso. Me pasé la lengua por los labios resecos y busqué con la boca el tubito de la cantimplora que llevaba cargada a la espalda. Chupé con fuerza, pero no salió ni una gota. El agua se había congelado, tapando el tubo.

    –Es tarde –gruñó Toño, que también tenía sed.

    –Todavía nos quedan cuatro horas –lo animé–. Es solo volvernos a subir a la arista y ya.

    –Se dice fácil –dijo Agni.

    Toño y yo nos miramos. De los tres, Agni era el que tenía menos experiencia en el hielo y era posible que el cansancio le estuviera pasando la cuenta.

    –No se miren así –dijo Agni, respirando profundo–. Vamos.

    –Pero vamos rápido –advirtió Toño.

    Rápido fuimos. Toño se puso en punta, dejamos a Agni en la mitad y yo cerré la marcha. Pero el ritmo impuesto por Toño empezó a afectar a Agni y terminó por erosionarlo. Mientras Toño avanzaba con la determinación de una locomotora, Agni resoplaba y tenía dificultad para seguirle el paso. El problema de Agni no era físico, sino mental. Agni era un escalador de roca, y cuando uno se asegura en roca no hay riesgo de matarse; si uno se cae queda colgando de la cuerda, el seguro siempre le responde. En cambio, los seguros en hielo son relativos, siempre existe la posibilidad de que fallen. Y cuando no hay hielo sino nieve floja, es peor: no hay de donde anclarse y se avanza desprotegido, bajo mucha presión. En nieve floja uno sube cayéndose, cada paso hacia arriba implica medio paso de resbalada hacia abajo y este proceso es muy exigente para la cabeza. Con el tiempo, empiezas a preguntarte si este resbalón de ahora no está demasiado largo, si alcanzarás a detenerte antes del abismo. Y si además tienes por delante a un veterano como Toño, que va de afán porque tiene al tiempo en su contra, la cosa se vuelve peor. Entonces, aparecen los errores.

    Por eso se cayó Agni, porque escalar en roca y escalar en hielo son temas bien distintos; porque tu actitud mental define tu cansancio y porque el miedo siempre hace que te equivoques. Alcancé a pensar en eso mientras Toño reclamaba más cuerda para poder subir y anclarse en la piedra que había visto. Pensé que estábamos llevando a Agni a su nivel de incompetencia y que eso no iba a funcionar, que una cordada debe asumir el ritmo del más lento y proteger al más débil, si no quiere reventarse por lo más fino. La base del trabajo en equipo es la tolerancia, sin ella cualquier esfuerzo individual es inútil. El error de un compañero termina siendo error tuyo, pensé, al ver cómo Agni se deslizaba hacia mí pataleando entre la nieve. Si otro falla, seguí pensando, acabas yéndote con él al abismo. Mejor dicho, en ese segundo larguísimo en el que me juzgué muerto, pensé en muchas cosas. Me pregunté, por ejemplo, ¿por qué había dejado la seguridad de mi casa en Bogotá? ¿Qué carajos estaba buscando yo en las laderas del Ranrapalca?

    El viaje al Perú es una etapa obligada en la carrera de cualquier montañista. La Cordillera Blanca tiene veintitrés picos con más de seis mil metros y, si uno descuenta al Himalaya, es el sitio del planeta con mayor tránsito de escaladores. Yo hice el viaje por tierra: setenta horas en bus desde Bogotá, atravesando Colombia, Ecuador y medio Perú. Por la ventanilla alcancé a ver el Valle del Cauca sembrado de caña, los indios ecuatorianos ataviados con cachuchas de los Bravos de Atlanta y las impresionantes montañas azules de los Andes, con sus crestas coronadas de niebla. También vi nuestra miseria: millones de vendedores ambulantes, enjambres de estafadores que cambiaban dólares por soles falsos, mujeres que sudaban revolviendo pailas de aceite hirviendo, niños hambrientos que extendían la mano para pedir limosna y policías corruptos que sonreían con cinismo. Pero sobre todo, me agobiaron el olor a pescado podrido de Chimbote y las casas sin techo de la costa peruana, donde nunca sale el sol y jamás llueve.

    Después de la deprimente experiencia de la costa, el ascenso a la sierra peruana fue una maravilla. Huaraz, la capital de la provincia de Ancash, resultó un oasis. En medio de una zona dominada por el analfabetismo, donde es difícil que te hablen en español porque el idioma es el quechua y donde se sufre consiguiendo un par de baterías para la linterna, Huaraz es New York. Concentrados alrededor de la cosmopolita Avenida Luzuriaga, centenares de europeos, gringos y latinoamericanos caminan con sus morrales a la espalda y sus pintas de extraterrestres, encontrándose en tiendas especializadas como el Mountain Equipment Shop, donde intercambian información en cinco idiomas sobre las condiciones de las principales rutas de ascenso.  En Huaraz hay casas de cambio responsables donde puedes vender dólares con absoluta tranquilidad, sitios de internet para que revises tu mail y te comuniques con tus patrocinadores, un restaurante thai, uno de comida suiza, la crepería de Patrick, el pollo asado de la Brasa Roja, un pub inglés, una discoteca de música caribeña y hoteles gomelísimos de cien dólares la noche.

    Si tienes plata, Huaraz resulta muy cómodo. La mano de obra local surte a los turistas de guías, cargueros, cocineros, arrieros y guardianes de campo.  Basta asomar las narices a la calle para que te caiga encima un ejército de incas gritando: donki, míster. Y más allá de la informalidad, hay una casa de guías muy seria donde –por ejemplo– se puede comprar un paquete completo de subida al Alpamayo por tres mil quinientos dólares. Este paquete garantiza guía, comida, transporte, el uso de equinos y/o humanos para llevar

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