National Geographic México

EL GRAN MISTERIO DEL EVEREST

“NO LO HAGAS –me dijo–. Estás exhausto. No vale la pena”.

Jamie McGuinness, líder y guía de nuestra expedición, me miraba fijamente con los ojos hundidos y enrojecidos. Se había quitado la mascarilla de oxígeno y los lentes oscuros. Su piel tenía una palidez casi cadavérica.

Estábamos sentados sobre un montón de rocas a 8 440 metros de altitud, en la cresta noreste del monte Everest –del lado chino, lejos de las multitudes de Nepal–, y unos 100 metros más abajo se encontraba la referencia GPS que podría despejar uno de los misterios más grandes del montañismo. Una investigación reciente sugería que el legendario explorador británico Andrew “Sandy” Irvine pudo haber tropezado y caído en ese sitio. ¿Aún estaría allí su cuerpo?

Irvine y su compañero de escalada George Mallory desaparecieron hace casi un siglo mientras descendían por esta cresta. Y, desde entonces, montañistas de todo el mundo se han preguntado si uno o ambos alcanzaron la cima aquel día, 29 años antes que Edmund Hillary y Tenzing Norgay fueran reconocidos como los primeros en conquistar el Everest. Se cuenta que Irvine llevaba consigo una cámara Kodak Vest Pocket. Si apareciera y tuviera instantáneas de la cumbre, esa cámara reescribiría la historia de la montaña más alta de la Tierra.

Observé el terreno a mi alrededor. Una serie de acantilados cortos y empinados se alzaba entre nevadas salientes cubiertas de escombros en una zona de roca clara conocida como la “Franja amarilla”. Cuatro mil metros abajo, la árida llanura de la meseta tibetana titilaba como un espejismo.

Había dormido muy poco en las últimas 48 horas y la altitud extrema hacía que me sintiera débil y un poco nauseabundo. En los últimos tres días, cuando emprendimos la marcha desde el Campamento Base Avanzado, a 6400 metros de altitud, solo había podido engullir algunos bocados de curry congelado, un puñado de anacardos y un único mordisco de chocolate en la cumbre del Everest, que vomité un poco más tarde. Estaba tan cansado que mi cerebro privado de oxígeno suplicaba que me recostara y cerrara los ojos. Pese a ello, algún vestigio de cordura y sentido común me recordaba que, si lo hacía, tal vez nunca despertaría.

Cayeron unos guijarros. Levanté la mirada y vi que el fotógrafo Renan Ozturk bajaba por la cresta para reunirse con nosotros. Había enredado un brazo

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