Mirando al futuro
Por Judith Lyons
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Crissy Albreit no quería pensar en el pasado, sólo en el futuro. Y por muy sexy que fuera Tate McCade, le resultaba difícil creerle cuando le decía que el padre que la había abandonado de niña llevaba veintidós años buscándola.
Pero Tate le decía la verdad. De hecho le había prometido al padre de Crissy antes de su muerte que encontraría a su hija y la llevaría a Texas, donde se aseguraría que no le faltara de nada.
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Mirando al futuro - Judith Lyons
Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Julie M. Higgs. Todos los derechos reservados.
MIRANDO AL FUTURO, Nº 1525 - octubre 2012
Título original: A Texas Tale
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicada en español en 2005
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-1144-7
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Capítulo 1
Tate McCade estaba en una carpa en Alaska, mirando a la inmensa pantalla de televisión junto a otras cincuenta personas aproximadamente que esperaban el gran acontecimiento.
En la pantalla, se veía a cuatro mujeres, todas rubias y guapas, ataviadas con trajes de nieve rosa y luciendo una gran sonrisa.
Iban a saltar desde un helicóptero sobre una tabla de snowboard.
Eran Los Ángeles Alpinos.
Como muchas de sus acrobacias, aquel número iba a tener lugar en la nieve, en una montaña poco conocida y con mucho riesgo.
En esta ocasión, las chicas iban a saltar desde una altura de cincuenta pies y cada una iba a aterrizar en su montaña, en cuya ladera iba a dejar su «firma» deslizándose con el snow.
Las montañas no eran especialmente altas, pero sí escarpadas.
De hecho, eran prácticamente verticales.
Maldición.
Alguien debería atarlas para que dejaran de hacer locuras y cumplieran los treinta.
Tate tenía previsto llegar lo suficientemente pronto como para impedir que, al menos, una de ellas saltara, pero su vuelo se había retrasado y por eso se veía ahora en mitad de la multitud rezando para que aterrizaran de una pieza.
Tate se fijó en la familia que había en primera fila ante la gran pantalla. Como todos los espectáculos de Los Ángeles Alpinos, aquél tenía un motivo benéfico y no era otro que recaudar fondos para el niño de diez años que estaba sentado en la silla de ruedas y que necesitaba un transplante de médula ósea que sus padres no podían pagar.
Tate se quedó mirando al niño. Era muy bajo para su edad, estaba pálido y parecía realmente enfermo, pero tenía unos ojos vivarachos y una bonita sonrisa que indicaba que estaba disfrutando del espectáculo como nadie.
Desde luego, si aquellas locas querían arriesgar la vida no podían haber elegido una razón mejor.
Sin embargo, Tate sabía que las personas que elegían hacer lo que hacían Los Ángeles Alpinos buscaban una forma de autodestrucción.
Rezó para que todo fuera bien porque, aparte de que sería lo último que el niño de la silla de ruedas necesitaba ver, él tenía que cumplir una promesa.
Volvió a mirar a la pantalla.
Las hélices del helicóptero emitían un ruido que hacía vibrar la tierra y el viento de Alaska ululaba con fuerza.
Seguramente, habría menos ruido dentro del helicóptero.
Al ver que la primera mujer se colocaba para saltar, Tate sintió el corazón desbocado, latiéndole con fuerza.
Desde la puerta abierta del helicóptero, la preciosa rubia miró a la cámara, sonrió, hizo un gesto con los pulgares hacia arriba, se ajustó el traje y saltó a la nada con un grito de guerra.
¿Cómo se llamaba aquélla? Tate no lo recordaba. Mattie, Tasha o algo así. En cualquier caso, no era la mujer que buscaba.
De todas formas, rezó para que todo le saliera bien.
En aquel momento, la pantalla se dividió en dos. En la parte más grande se veía a la segunda componente del equipo, lista para saltar mientras que en la esquina superior derecha se veía a la que acababa de saltar bajando ya por la inclinada ladera de la montaña.
Tate suspiró aliviado.
Sólo quedaban tres.
El helicóptero se fue colocando sobre distintas laderas y saltaron otras dos chicas. Por fin, Tate vio a Crissy Trevarrow, o Crissy Albreit, como ella creía llamarse, la chica a la que había ido a buscar.
Crissy miró a la cámara con sus voluminosos y sonrientes labios y sus brillantes ojos verdes mientras el pelo rubio y rizado le ondeaba al viento.
Tate sintió que se quedaba sin aliento, exactamente igual que le había ocurrido cuando había visto su fotografía no hacía todavía ni veinticuatro horas.
Era una sensación tan fuerte como una coz de caballo en el estómago, pero la sentía más abajo, con más fuerza.
La deseaba.
Como un semental desea a una yegua, la deseaba. Era una sensación innegable e irracional.
Era algo que no quería sentir porque, antes de morir, Warner Trevarrow le había hecho prometer no sólo que conseguiría que volviera al rancho de su padre si no que se aseguraría de que tuviera una vida maravillosa y, se pusiera como se pusiera, un ex convicto no podía formar parte de ella bajo ningún concepto.
Con nieve todavía por el traje, Crissy se acercó al niño de la silla de ruedas y le dio un gran abrazo.
—¿Qué te ha parecido, Chad? —le preguntó con una gran sonrisa.
Acababa de descender la ladera y todavía rebosaba adrenalina y excitación.
—Impresionante —sonrió el niño—. Me encantaría hacerlo algún día.
—Trato hecho, amigo. En cuanto te hayan hecho el transplante de médula ósea y te hayas puesto fuerte, tienes una tabla esperándote —le dijo entregándole su tabla a sus padres.
Él niño sonrió encantado.
—Voy a ir a por algo de beber —anunció Crissy—. ¿Quieres algo?
—No, lo que quiero es que me cuentes todo sobre el salto —contestó el niño—, así que date prisa.
—Muy bien —sonrió Crissy girándose y metiéndose entre la gente en dirección al bar.
El salto, como el de sus compañeras, había sido bueno, lo que quería decir que no se había caído ni se había roto el cuello.
Pero lo más importante era que la empresa suiza que se había comprometido a pagar cincuenta mil dólares por cada descenso impecable les iba a dar doscientos mil dólares, suficiente para cubrir los gastos de la operación de Chad.
Eso, añadido a las contribuciones de la gente que se había reunido para ver el salto en directo, iba a hacer posible que los Cooper no tuvieran que vender su casa para salvar a su hijo.
Desde luego, aquél era un buen día.
—¡Crissy!
Crissy se giró buscando a la persona que la había llamado y se encontró con el dueño de la carpa, un pelirrojo de pelo largo que iba hacia ella.
—¿Qué pasa, Boyd?
—Hay un hombre que te está buscando —contestó su amigo.
—¿Quién es?
Boyd le señaló a un hombre solitario que la miraba con unos inmensos ojos marrones de una intensidad electrificante.
Al instante, Crissy sintió que un tremendo calor se apoderaba de su cuerpo.
Aquel hombre era muy alto y fuerte, como las montañas que tenía tras de sí, pero lo que más le gustó a Crissy fue su forma de vestir pues llevaba una camisa azul oscura con unos vaqueros desgastados y un sombrero Stetson negro con una cinta de piel de serpiente y unas botas de cowboy desgastadas pero impecables.
Todo un hombre.
Crissy sintió que se le aceleraba el pulso y que el corazón le daba un vuelco.
¿Por qué los vaqueros le disparaban la imaginación?
Tragó saliva e inhaló aire profundamente un par de veces para tranquilizarse pues, por muy guapo que fuera aquel hombre, ella se había prometido a sí misma mantenerse alejada del sexo masculino.
Aquello había sucedido tres años atrás, cuando se había encontrado viviendo en una casa que odiaba y trabajando en algo que la horrorizaba por un hombre.
Por un hombre que dormía con ella los lunes, los miércoles y los viernes y con su otra novia el resto de la semana.
En cuanto se enteró, decidió que tenía que descubrir quién era y qué quería de la vida y para ello lo mejor era estar sola, sin ningún hombre que la estorbara.
Hasta este mismo instante, jamás se había arrepentido de aquella decisión, pero, si no conseguía deshacerse del hombre de Marlboro en breve, podría verse en serios apuros.
—Gracias, Boyd —le dijo a su amigo avanzando hacia el desconocido con resolución—. Hola, texano.
El desconocido sonrió.
—¿Qué le hace pensar que soy de Texas? —preguntó con un marcado acento de aquel estado.
Crissy chasqueó la lengua.
—¿Acaso todos los vaqueros no son de allí?
Por lo menos, en sus sueños siempre lo habían sido y, dado que era obvio que el demonio estaba intentando tentarla, aquel vaquero que tenía ante sí no podía ser de ningún otro lugar.
—Los de verdad, sí —contestó Tate.
Crissy se dijo que era mejor que se deshiciera de él cuanto antes si no se quería meter en un buen lío.
—¿Qué quiere? Boyd me ha dicho que quería hablar conmigo.
—Sí —contestó el vaquero con seriedad—. Es importante. ¿Podríamos hablar en un lugar más tranquilo y privado?
Crissy sintió que se estremecía. ¿Un lugar más tranquilo y privado? ¿Qué tal su habitación?
Ni por asomo. No conocía a aquel hombre de nada.
—¿Qué le parece el despacho de Boyd? —le propuso mirando una puerta que había junto a la barra.
—Muy bien.
—Venga por aquí —le indicó avanzando entre la gente, que la saludaba a su paso.
No le hizo falta volverse para ver si el vaquero la seguía porque sentía su calor en la espalda y la intensidad de su mirada.
Al llegar a la barra, le pidió permiso a su amigo para utilizar su despacho y Boyd asintió mientras servía unas copas.
Crissy abrió la puerta y Tate la cerró, dejando fuera el ruido de la fiesta.
Al verse a solas con él, Crissy se apartó intentando buscar oxígeno. No recordaba que el despacho de Boyd fuera tan pequeño. Dio otro paso atrás y se bajó la cremallera del mono.
Además, hacía más calor del que recordaba.
—Entonces, señor... perdone, pero no sé su apellido.
El desconocido se había quedado mirando el recorrido de la cremallera.
—McCade —carraspeó—. Tate McCade —añadió extendiendo la mano.
Crissy se quedó mirando aquella mano enorme y llena de callos y se dijo que no la iba a estrechar porque no quería sentir su calor, así que se giró y se colocó al otro lado de la mesa de Boyd.
—¿En qué lo puedo ayudar, señor McCade?
Al ver que sonreía, Crissy comprendió que el vaquero se había dado cuenta de lo que le sucedía, pero la sonrisa desapareció rápidamente y el señor McCade volvió a ponerse serio.
—No se me ocurre otra manera de comenzar esta conversación que diciéndole que vengo de parte de su padre.
—¿Mi padre? —dijo Crissy sorprendida.
Tate asintió.
Crissy sintió que la ira se apoderaba de ella.
—Me parece que se ha equivocado usted de persona porque yo