Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

El despertar de Miriam
El despertar de Miriam
El despertar de Miriam
Libro electrónico320 páginas6 horas

El despertar de Miriam

Calificación: 1 de 5 estrellas

1/5

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Una fría mañana de invierno, Miriam se despierta confusa en la cama de un hospital preguntándose qué hace y cómo llegó hasta allí, por qué no siente sus piernas y, lo más impactante aún, porque su cuerpo se niega a obedecer sus órdenes.
Muy lentamente, su memoria comienza a devolverle las imágenes desdibujadas de su vida reciente: las alegrías de un matrimonio prometedor con sus luces y sus sombras; las ilusiones por la llegada de su primer hijo; las luchas por abrirse camino en una sociedad difícil, dura y enormemente contradictoria; y más recientemente, un meteórico ascenso social que concluye con una espantosa y descomunal caída, en la que sus ilusiones y deseos se estrellan y toman un rumbo para el que no estaba preparada. Ella, que siempre había creído y pensado que la vida era una “hermosa novela rosa”.
Miriam se encuentra ante una implacable realidad que la obligará a decidir entre aceptar lo que ahora es, iniciando una vida nueva y muy distinta, rehaciendo con los pedacitos que le han quedado su historia, o sumergirse, sin retorno posible, en los caminos del sufrimiento, la angustia y la desesperación.
¿Cuál será su elección?

IdiomaEspañol
EditorialSilvia Valori
Fecha de lanzamiento12 oct 2015
ISBN9781311339713
El despertar de Miriam
Autor

Silvia Valori

Escritora.Asesora en género y en discapacidad.Motivadora profesional.Capacitadora en autoestima y crecimiento personal.Formadora de formadores.Especialización en temas de género, en planificación y gestión de autoempleo y microemprendimientos.Asesoramiento virtual sobre cómo desempeñarse en las entrevistas laborales.Asociada a Redes de Emprendedores/as.Disertante en Congresos y Conferencias Internacionales y Nacionales.Especialidades:Vinculación gubernamental y con Organizaciones de la Sociedad Civil. Vinculación con Cámaras y Federaciones Comerciales.

Relacionado con El despertar de Miriam

Libros electrónicos relacionados

Biografías y memorias para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para El despertar de Miriam

Calificación: 1 de 5 estrellas
1/5

1 clasificación0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    El despertar de Miriam - Silvia Valori

    Las inmensas puertas de entrada del hospital se abrieron con estruendo, como si hubieran estado esperándola desde largo tiempo atrás. Los enfermeros que la acompañaban deslizaron con extrema suavidad la camilla pero Miriam temblaba por la inquietud, los nervios y la angustia. Entraron a un largo corredor y de allí se dirigieron al ascensor. Mientras se elevaban deslizaron con cuidado y esmero las rueditas de la tarima, acomodándola de tal forma que pudieran descender del elevador sin problemas.

    Al ingresar en la inmensa habitación divisó a cuatro mujeres: tres de ellas sentadas sobre una misma cama y la cuarta en otra; dos de las camas estaban vacías, una la esperaba a ella. El intenso olor a desinfectante la invadió y sintió que los ojos de todas la recorrían cuando los camilleros la acostaron en la que, desde ahora y hasta quién podía saber cuándo, sería su cama.

    Un rato más tarde, el enfermero del hospital, alto y delgado, se abrió paso hasta donde ella se encontraba acostada, arrastrando una mesita con una multitud de frascos y medicamentos.

    «Hola, Miriam, ¿Cómo estás? Mi nombre es Marcelo, soy el encargado del turno de la mañana, vengo a higienizarte».

    Luego de pronunciar esta frase le quitó las frazadas, dejando su cuerpo desnudo totalmente descubierto.

    Miriam era una hermosa mujer de tan sólo veinticuatro años. Su rostro presentaba rasgos difíciles de olvidar, angulosos y delicados, en él se confundían las facciones de sus antepasados alemanes, italianos e indios. Su fina sensualidad se realzaba con gestos y ademanes suaves, y su voz clara y melodiosa.

    En su ser más íntimo, Miriam sentía que estaba siendo sometida a una prueba muy dura y difícil, no sólo para sí misma, sino para todos los que la querían.

    «Vamos, Silvia, para darle la bienvenida a tu nueva compañera, canta esa canción que nos gusta tanto...» —pidió Marcelo a la mujer que se encontraba en la cama contigua.

    Enseguida se escuchó la voz de Silvia que entonaba:

    «Silencio dijo el cura, silencio dijo el juez... silencio, entonces, idiota, silencio entonces, noooo...» —cantó Silvia, y luego soltó una carcajada fresca y clara.

    Marcelo hizo un guiño mirando a Miriam y, sonriendo pícaramente, llevó su dedo índice a la altura de la cabeza, haciendo un gesto obvio, indicando que no se encontraba bien mentalmente.

    Miriam no pronuncio ni una palabra, miró a su compañera de habitación y le pareció una persona absolutamente común o normal. Y Silvia, al sentir la mirada, le regaló una sonrisa, que brotó de sus delgados labios pintados de rojo furioso.

    «Es una chiquilina» —pensó Miriam— no aparenta más de quince años...

    —¿Qué te pasó? —oyó la voz de Silvia que preguntaba, sacándola de sus cavilaciones.

    —Tuve un accidente. ¡Un terrible accidente! Volcamos con el automóvil en el que viajábamos justo cuando estábamos pasando un puente, salí despedida del coche y me quebré la columna; desde acá —y se tocó debajo de los pechos— para abajo, no tengo sensibilidad. No siento nada y no moveré más mis piernas, según me dijeron los médicos, por lo que tendré que acostumbrarme a utilizar una silla de ruedas... Y vos, ¿por qué estás acá?

    —Por algo similar, también un accidente... Hace un tiempo atrás, cuando acompañaba a mis chicos a la escuela, un coche que venía a gran velocidad subió a la vereda, cuando dobló en la esquina y apretó mi cuerpo contra una pared. Estuve dos meses en estado de coma, y ahora la fractura de la cadera me impide moverme bien. Deberé permanecer aquí por un tiempo y andar en una silla de ruedas, la he usado varias veces. ¡No es tan difícil ni es tan feo como te imaginas, ya lo verás!

    —¡Mira qué casualidad! —exclamó Miriam, pensando que no existían las casualidades —. También yo viajaba en el coche con mi pequeño hijo de cuatro años, ¡y le doy mil gracias a Dios porque no sufrió ni un rasguño!, ahora está en la casa de los abuelos, ellos lo cuidan; y a tus niños ¿les ocurrió algo?

    —Gracias a Dios, no, están muy bien, vienen a visitarme cuando el padre los trae, están viviendo con él, tengo un varón de cuatro años y una nena de tres.

    —¿Cómo? Pero, entonces ¿qué edad tenés?

    — Veintiocho —respondió Silvia, con un tono de orgullo en su voz de niña traviesa y pícara.

    —Hace un rato mientras te observaba, supuse que no tendrías más de quince, no los demostrás para nada. Parecés una adolescente.

    A través del fuerte retumbar de truenos, Miriam oyó claramente la risa, fresca y cantarina de Silvia.

    «Que chica tan extraña —pensó—, parece tener algo afectada su mente, tal como lo indicó bromeando el enfermero... Quizás es una secuela del accidente».

    Sentada sobre la cama contemplaba la posibilidad de vestirse sin ayuda, tal como lo hacía antes, cuando sentía dónde estaban sus piernas y caminaba. Habían pasado ya cuatro meses desde el infeliz acontecimiento. Cuatro meses desde que, en una fría mañana de invierno, un inesperado suceso produjo un cambio profundo en la vida de Miriam y en la de todos sus seres queridos.

    La noticia se emitió por la radio de la zona y era escuchaba en todos los hogares que a esa hora tenían sintonizada esa emisora radial. Decía: «Se comunica a la familia Baldón que su hija ha sufrido un accidente y que se encuentra internada en el hospital de esta ciudad».

    Así, muy brevemente, el locutor daba la información.

    En el hogar paterno de Miriam, la familia en pleno se sintió consternada, aturdida; no podían saber a cuál de sus hijas hacía referencia el comunicado, ya que tenían tres mujeres y ese día ninguna de ellas estaba en la casa. Se dirigieron apresuradamente hacia la localidad que distaba unos treinta kilómetros de la que residían. El gigantesco edificio del gris hospital se encontraba en la entrada de la ciudad. Oscar descendió rápidamente del vehículo y se dirigió hacia la mesa de informes.

    —Buenos días, escuché un comunicado de la radio de esta ciudad en el que llaman a la familia Baldón, necesito con urgencia saber que pasa, el nombre de la chica que está internada acá —. La voz del padre de Miriam delataba la ansiedad que lo invadía.

    —Sí, señor Baldón, lamentablemente su hija Miriam Baldón está internada en este nosocomio, en estado delicado; ya me comunico con el jefe de la guardia y en unos minutos más podrá pasar a la habitación en la que se encuentra.

    Oscar fue hasta el auto y llamó a Laura, su esposa. Más tarde, ambos entraron a la habitación. El espectáculo que se presentó ante sus ojos era sumamente desolador: Miriam yacía en una amplia cama de metal, incorporada apenas, mecánicamente, a su lado colgaban dos recipientes con suero que le permitían suministrarle los medicamentos que la mantenían con vida; estaba inconsciente. Sus padres la miraban, observaban la sala, tan inmensa, con cuatro camas prolijamente tendidas con colchas blancas; Laura se acercó y tocó el rostro lívido de su hija, dos oscuros derrames le enmarcaban los ojos. De repente Miriam comenzó a moverse y abrió lentamente los ojos hasta que logró fijarlos. La confusión que la embargaba fue dando paso a pequeños instantes de lucidez.

    —Mami, ¿qué estás haciendo acá? Recorrió con la mirada la habitación y exclamó:

    —¡Y vos también, papi... ¿Qué pasó?! ¡¿Dónde estoy?!

    Habló Laura, con la voz estrangulada por la angustia:

    —Tuviste… tuvieron un accidente... Volcaron con el auto...

    —Luciano… —dijo débilmente — ¿Dónde está Luciano?

    —Está en casa, Miriam, quédate tranquila, por favor, ya lo revisaron los médicos, no tiene ni un rasguño, por suerte, y gracias a Dios...

    —Está perfectamente bien — agregó el padre completando la frase.

    La desesperación se apoderó de Miriam.

    —¿Quién lo cuida ahora?... ¿Me están diciendo la verdad?... ¿Por qué no lo trajeron?...

    —Rocío se quedó en casa con él y lo está atendiendo... Tranquilízate, por favor...

    —Mis piernas... no las siento, parece que no las tuviera... ¿Qué me pasó?...

    —En el accidente te golpeaste la columna, cálmate, volverás a estar bien... —trató de consolarla Oscar.

    Los párpados de Miriam se fueron entornando suavemente, hasta que cubrieron sus ojos. Otra vez el estado de inconsciencia se iba adueñando de su mente. Tenía la sensación de estar flotando en una nube, esponjosa y gigantesca, donde nada le importaba ni nada le pertenecía, donde no había ni tiempo ni horas ni sentimientos, donde el pasado, el presente y el futuro se fusionaban en un mar de nada.

    —Silvia, ¿cómo hago para levantarme?

    —Llama al enfermero... te va a ayudar a vestirte y a pasarte a la silla...

    —Gracias... —le contestó, regalándole una amplia sonrisa.

    Luego de vestirse y ya sentada en la silla de ruedas estaba incómoda, molesta y apesadumbrada; sintió una desagradable sensación de dependencia que la impulsó a rebelarse y haciendo rodar la silla con sus manos salió rápidamente de la habitación y se dirigió al patio del hospital de rehabilitación.

    Los verdes árboles parecían querer infundirle ánimo y fuerza a su abatido espíritu, que tan necesitado estaba de nuevas energías. Los miró con detenimiento uno por uno y fijó su atención en el cielo tan azul, y quedamente, silenciosamente, como si se estuviera dirigiendo al Universo, en un diálogo imaginario, musitó:

    «¿Por qué a mí? ¿Para qué a mí…?»

    Aunque no escuchó repuestas, sintió que una fuerza diferente brotaba de su interior y un sentimiento de calma la invadió.

    Hizo girar la silla y se dirigió hacia el ascensor, entró y subió hasta el segundo piso, recorrió una por una las habitaciones del edificio, deteniéndose en algunas, para conversar con los circunstanciales moradores. Algunos de ellos tenían su misma edad, otros, aún menos. Había varias mujeres jóvenes internadas. Jóvenes y muy bonitas

    «¿Qué relación puede existir entre juventud, belleza y accidente?» —pensó Miriam.

    De pronto, se desató un fuerte temporal, la lluvia impulsada por el viento comenzó a repiquetear en los vidrios de los amplios ventanales. Miriam miraba consternada el espectáculo, mientras pensaba:

    «Será mejor que retorne a mi cuarto»

    Cuando pasó por el comedor se detuvo unos momentos, escuchando un sonido proveniente del piso inferior que muy pronto sería familiar para ella: era el chirrido que hacían las ruedas del carro de acero inoxidable que traía las bandejas con la comida, cuando rozaban los mosaicos.

    —Pollo al horno con papas, ¿te gusta lo que nos han traído hoy para la cena, Miriam?

    La pregunta de Silvia la sobresaltó, se había aproximado calladamente y se encontraba a su lado.

    —Sí, más o menos —contestó no muy convencida, ya que no tenía apetito ni sentía ganas de comer en ese lugar.

    —Buenos días. Soy Oscar Baldón, el papá de Miriam, deseo pasar a su habitación...

    —Lo lamento mucho, señor Baldón, pero no puedo permitirlo. Su hija se encuentra detenida e incomunicada.

    El rostro y la mirada de Oscar cambiaron repentinamente de expresión y, entre sorprendido y enojado exclamó:

    —¡No es posible! Hasta hace una hora podíamos entrar sin problemas y verla, ella está muy mal, necesita de nuestra presencia... Es una pobre mujer que ha tenido un infortunado accidente… ¿Cómo es que está detenida e incomunicada? ¡¿Qué delito cometió mi hija?! ¡¿El delito de tener un accidente?!

    —Es una orden del juez, no permite la visita de nadie. Si tiene dudas y quiere asegurarse de lo que le estoy diciendo, no tiene más que dirigirse al oficial que está en la puerta de entrada.

    —Gracias —dijo secamente Oscar y se dirigió hacia allí.

    El policía le confirmó lo que el agente le había dicho. El juez no permitía el ingreso a la habitación de ninguna persona, hasta que él pudiera venir y tomarle declaración a Miriam.

    Oscar replicó, áspera y fríamente:

    —Señor, ¿qué delito cometió mi hija? Está grave, tendida en esa cama, moribunda, no puede mover ni sentir sus piernas y ahora, ni siquiera nosotros, su mamá, yo y todos los que la queremos, podemos verla...

    Sintió que una mano se apoyaba en su hombro. Al dar vuelta la cabeza vio a su hermana Delia que trataba de calmarlo, diciéndole:

    «Vení Oscar, vamos, busquemos a un abogado, no nos pueden hacer esto, no debemos permitírselo».

    Averiguaron quien era el jurista de mejor reputación en toda la ciudad. Le recomendaron a la doctora María Laura Kapesi. Oscar, su esposa y Delia subieron al coche y se dirigieron al estudio de ella inmediatamente.

    La casa, antigua e inmensa estaba ubicada en un paraje solitario. Los recibió una mujer madura de cabellos canosos y de hablar sereno que escuchó la historia con interés. Averiguó luego quien era el juez encargado de llevar la causa y más tarde se dirigió al teléfono. Cuando regresó les dijo:

    —Señor Oscar, su hija Miriam Baldón, está acusada de asociación ilícita y hurto de automotor. El coche en el que viajaba junto a otras dos personas y a su niño y con el que tuvieron el accidente tiene un pedido de captura de una comisaría del Gran Buenos Aires.

    Oscar y Delia se miraron extrañados, incrédulos y sólo atinaron a preguntar:

    —¿Puede usted hacer algo ya por ella doctora, por favor…?

    —El juez le tomará declaración mañana, si los médicos lo autorizan, considerando para ello que se encuentre en condiciones de declarar, tanto física como mentalmente. Estaré presente, no se preocupen, pues luego le levantarán la incomunicación y podrá viajar a Buenos Aires, para que la puedan tratar allá, me encargaré que así sea. En cuanto a su salud, he leído en el diario local que no volverá a caminar. ¿Es verdad?

    —Es lo que dicen los médicos, la última palabra la tiene Dios —respondió Delia con firmeza.

    —Hasta mañana, doctora —dijo Oscar.

    —Nos veremos a las ocho, señor Oscar. Señora Delia, hasta mañana.

    Al día siguiente, el juez interrogó a Miriam durante cuatro horas, hasta que finalmente, le concedió la excarcelación y la autorización para viajar a Buenos Aires, previo paso por el juzgado de otra ciudad distante unos cuantos kilómetros de la que se encontraba ella en esos momentos, y que era la ciudad cabecera de los Tribunales Federales. La causa proseguiría, aunque Miriam se encontrara lejos de allí.

    Oscar fue a alquilar una ambulancia, encontraron un señor que tenía un viejo rambler muy bien equipado, y lo contrataron y en este automóvil viajaron rumbo al hospital de agudos de Capital. Allí le esperaba a Miriam una lucha ardua y cruel, quizás la más fuerte que debería enfrentar en toda su vida... Por lo menos así lo juzgó durante esos meses de internación en el primer establecimiento... en esos largos e insoportables cuatro meses...

    Entró a la enorme habitación iluminada por una blanca y refulgente luz. Silvia dormía profundamente, en su cara se dibujaba el descanso y la placidez. Llamó al enfermero para que la ayudara a pasarse a la cama y se acostó. Cuando concluyó su tarea el hombre salió del cuarto y apagó la luz.

    La lluvia se había convertido en una pertinaz llovizna. Miriam seguía con los ojos muy abiertos en la oscuridad, pensando y recordando hermosos momentos que pertenecían a un pasado ya remoto, y, sin embargo, tan cercano...

    La fiesta de casamiento, el hermoso vestido de gasa blanco y largo que lució esa noche, que destacaba las curvas de su cuerpo... y su cara adolescente, bella y feliz...

    Los largos paseos a la orilla del mar junto a José, durante la luna de miel...

    El nacimiento de Luciano, que la llenó de felicidad y la hizo sentirse plenamente mujer...

    Los brazos de José rodeándola fuertemente, estrechando su cuerpo, besándola, acariciándola...

    Los dos tirados sobre el inmenso colchón, en el cálido living del hogar, la chimenea encendida, el fuego iluminando sus cuerpos ardientes mientras hacían el amor...

    Las fiestas, las reuniones, los buenos momentos pasados en hermosos hoteles y restaurantes...

    La carita de Luciano, iluminada de alegría al verla cuando ella regresaba a buscarlo en la casa de los abuelos paternos, en la zona de Olivos...

    Recuerdos... Inolvidables y preciosos recuerdos que flotaban en su mente. También tenía de los otros, aquellos no tan lindos, pero muy suyos al fin...

    Las visitas a José en la cárcel...

    Las llamadas telefónicas que hacía todos los días al abogado que se encargaba de la causa, para que no se olvidara que los tres, José, su hijo y ella, formaban parte de una familia y que necesitaban a José...

    Y la esperanza, la eterna y bien conservada esperanza de poder vivir juntos en el pequeño pero cómodo departamento que había alquilado en el Gran Buenos Aires...

    Dejó de pensar y escuchó por un instante. El viento azotaba con fuerza el exterior del edificio y la lluvia se había vuelto torrencial. Cubrió su cuerpo con la sábana y la frazada, tapó su cabeza, para no sentir miedo ni soledad. Pensó en Luciano, su niño, su solcito. El domingo llegaría a visitarla… Un dulce cansancio se fue apoderando de ella. El sueño llegaba lento y sigiloso como un guardián de la tempestuosa noche, a darle la serenidad que precisaba.

    Miriam se durmió lentamente, con una pequeña sonrisa en los labios. Al día siguiente comenzaría una vida diferente... Comenzaría a vivir y ver la vida desde una silla de ruedas.

    Diciembre 1980

    Era un típico día de verano radiante y soleado. El viento acariciaba las hojas con pereza, llenando de frescura la mañana. Rocío, la hermana menor de Miriam entonaba una vieja canción mientras juntaba las pequeñas ramas secas con la ayuda de una escoba y una pala. Había barrido todo el terreno con prolijidad y esmero. Tanto a ella como a toda la familia les gustaba que el patio estuviera siempre bien limpio. Entre tanto, en el interior de la vivienda, Claris y Laura lavaban los pisos de baldosas amarillas. Ya se encontraban a punto de finalizar con la limpieza general de cualquier sábado por la mañana, con el divertido ritual de los sábados como lo había apodado Miriam, burlonamente. Siempre recordaría cómo y con qué esmero realizaban estas actividades domésticas, por el que ninguna de las cuatro percibía una remuneración, lo hacían sólo por la satisfacción de habitar un sitio inmaculadamente prolijo y limpio.

    José dormía en una de las habitaciones, y aunque Miriam procuró abrir la puerta sigilosamente, no pudo evitar que él se despertara. Hacía varias horas que había arribado de Buenos Aires.

    —Buenos días, princesita, me sobresalté —dijo mientras se incorporó en la cama, cuan largo era— adivino que recién llegas. ¿Dónde has estado?

    —En la casa de Cristina, fui a probarme unos brazaletes… Dormiste durante más de ocho horas. ¿Estás cómodo en esta cama, querido?

    —Sabes muy bien que me encanta dormir en esta casa, en este lugar… Claro que estaría mejor todavía si estuvieras a mi lado pero, por ahora sé que no es posible… ¿Ya decidiste la vestimenta y las alhajas que usarás esta noche?

    —Sí, me pondré mi brazalete, me gusta y además las líneas violetas entrecruzadas que tienen combinan perfectamente con los aros azules y con el vestido, que es del mismo tono.

    —¿Todo eso tenés en cuenta? Déjame decirte que sólo yo te miraré tan de cerca y con tanta atención...

    —Sí, ya lo sé, amor. Pero bien sabes que siempre trato que todo armonice, es algo así como una obsesión y, por suerte, no perjudica a nadie...

    Esa noche, Oscar puso a asar en la parrilla un costillar para la cena. Miriam no sentía ganas de comer, estaba bastante nerviosa. Después de un rato de pasear de un lado para el otro del plato un pedazo de carne se levantó de la mesa y fue al dormitorio. Encendió un cigarrillo y pensó:

    Las diez y veinte… Dentro de dos horas comienza la fiesta de mi recepción. ¡Cuánto tiempo esperando estos momentos, este día, esta noche!... Y sin embargo, no me siento tan feliz como creí estarlo, al contrario, me encuentro inquieta, angustiada, triste...

    —Gabriela... ¿dónde estás? —Su mamá la llamó como siempre por el segundo nombre. Muy pocas veces le decía Miriam.

    —Mami, estoy acá, en tu dormitorio. ¿Qué necesitas…?

    —Deberías comenzar a arreglarte, ya sabes que vos y tu papá tienen que llegar un poco más temprano al salón…

    —Sí, ya voy, ya voy, un momento nada más... Estaba pensando en que al fin llegó el día de mi recepción, y que no me siento para nada feliz, como supuse que iba a estar...

    —Eso que sientes es nostalgia, deja de pensar así, por favor y comienza a vestirte.

    —¿Sabes qué es la nostalgia, mami? Según me dijo una persona amiga, y no sé de dónde lo sacó o tal vez lo analizó. La nostalgia es la alegría de sentirse triste. ¿Vos qué opinás?

    La madre se quedó callada.

    —Ah, no respondes, ¿eh? Te he metido en un lío, ¿verdad?… ja, ja, ja…

    Habían viajado las dos con José a Brasil hacía ya un mes atrás para comprar el atuendo. Ella eligió para esa noche un largo vestido de gasa, de color azul, drapeado, cargado de brillos plateados y negros hasta la cintura, con un lazo ancho atrás que daba forma a la pollera de grandes volados superpuestos.

    Miriam entró resplandeciente al salón, tomada del brazo de su padre, caminaron lentamente, describiendo un círculo, como hacían todos los egresados y egresadas, mientras los presentes aplaudían, y se colocaron al lado de una de las parejas que ya había desfilado con anterioridad. Esta ceremonia era una hermosa costumbre del colegio privado al que había asistido durante los últimos cinco años, y lo hacían siempre, cada vez que una promoción se graduaba. Los varones vestían trajes, o saco con pantalón y corbata; las mujeres faldas amplias y largas hasta los pies, de telas muy finas, como tules, gasas, crepés, organzas, jerseys, georgettes o combinadas algunas de ellas.

    Los primeros sones del vals del aniversario se escucharon en el atiborrado salón y cada pareja tomó su lugar en la pista de baile. Todos querían danzar por unos minutos con los egresados y egresadas: los primos y primas, los tíos y tías, las abuelas y abuelos, los padres y las madres, los hermanos y hermanas. Iban y venían, abrazando a unas y otros, bailando graciosamente, llevando el compás de la música.

    José observaba a Miriam: delgada y de largas piernas, tenía un cuerpo bien proporcionado para su estatura; el cabello lacio, largo y de color miel, la cara angulosa, la nariz pequeña, bien podía ser considerada una modelo que había escapado de

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1