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No es noche ni día
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No es noche ni día
Libro electrónico323 páginas5 horas

No es noche ni día

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Es la pregunta inocente de una niña que comienza a descubrir su lugar en el mundo: “Mamá, (...) ¿por qué soy mulata?”. Esta interrogante es el punto de partida de una novela que transita hacia el interior, hacia el pasado, hacia la búsqueda de una respuesta medianamente satisfactoria.
El camino está lleno de incertidumbres; asistiremos a una historia compleja, por su variedad de registros argumentales y los múltiples escenarios que van desde Cuba hasta Francia, pasando por varios países europeos y africanos. Narración sostenida con maestría, con reflexiones sobre el racismo, la igualdad entre los seres humanos, la historia europea de entreguerras y la Francia sometida al nazismo.
Una historia a la que el lector no estará ajeno, en un barrio de la Habana o Burdeos, porque los personajes nos arrastrarán a reflexiones e introspecciones tan singulares como compartidas. Y nos obligarán a revisar algunas de nuestras convicciones.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 jul 2013
ISBN9788415622307
No es noche ni día
Autor

Abelardo Perez Garcia

Cuba, 1942). Ha cursado estudios de Ciencias Fisicomatemáticas, en la Universidad de La Habana, y de Matemáticas y Física, en la Universidad de Burdeos. Además ha cursado estudios de Hispanismo, y de Licenciatura y Maestría en Letras Españolas, en el Instituto de Estudios Ibéricos e Iberoamericanos, de la Universidad de Burdeos. Ha sido profesor de Matemáticas en diferentes institutos de la « Academia de Burdeos » (Suroeste de Francia) entre 1966 y 1977, así como de Lengua, letras y civilización hispánicas en institutos y universidades de la «Academia de Lille» (Norte de Francia) entre 1978 y 1992, año en que fue nombrado «Professeur agrégé de la Universidad de Artois» en Arras, Francia, hasta su jubilación en 2004 con la distinción de «hors classe». Ejerce como representante europeo de Democracia Participativa. Reside en Francia desde noviembre de 1961.

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    Vista previa del libro

    No es noche ni día - Abelardo Perez Garcia

    ÍNDICE

    Portada

    Título

    Créditos

    Cita. Poema

    CRISIS PRIMERA. La pregunta

    CRISIS SEGUNDA. Amor y celos

    CRISIS TERCERA. Suzanne

    CRISIS CUARTA. El crimen

    CRISIS QUINTA. Himeneo y Tánatos

    CRISIS SEXTA. La adopción

    CRISIS SÉPTIMA. Interludio

    CRISIS OCTAVA. Miedo

    CRISIS NONA. Fuga y Variaciones

    CRISIS DÉCIMA. Juntos pero no revueltos

    CRISIS UNDÉCIMA. Los tres padres de Yolanda

    CRISIS DUODÉCIMA. Judith e Isaac

    CRISIS DECIMATERCIA. Eco

    Página legal

    Contraportada

    CITAS NOTAS Y REFERENCIAS

    Otros libros del autor

    ABELARDO PÉREZ GARCÍA

    NO ES NOCHE NI DÍA

    © Abelardo Pérez García, 2013

    © De esta edición, El Barco Ebrio, 2013

    www.elbarcoebrio.com

    Diseño de la colección: Yenia María

    Maquetación y corrección: El Barco Ebrio

    No se permite la reproducción, almacenamiento o transmisión total o parcial de este libro sin la autorización previa y por escrito del editor. Todos los derechos reservados.

    Impreso en España / Printed in Spain

    logo_epub

    ¡Qué nubes! ¡Qué furor! El sol temblando

    vela en triste vapor su faz gloriosa,

    y su disco nublado sólo vierte

    luz fúnebre y sombría,

    que no es noche ni día…

    José María Heredia

    CRISIS PRIMERA

    LA PREGUNTA

    –Mamá, quiero que me digas… Tienes los ojos muy azules y la piel muy clara, abuela Anita es blanca. Papá es blanco, tiene el pelo negro y también los ojos pero es blanco; abuelo Gonzalo y abuela Violeta también. ¿Por qué soy mulata?

    Regina miró a su hija Yolanda. Se sentía un poco desconcertada. Sabía que algún día habría que tratar este tema pero siempre esperaba que fuera más tarde. Ahora la niña acababa de hacer la temida pregunta. Ya no se podía dilatar más la cuestión, sin embargo, trató de darle largas al asunto.

    –Esta tarde, cuando papá regrese de la consulta, vamos a hablar de eso –le dijo la madre mirándola tiernamente, y añadió–. Te quiero mucho, Yoli, y tu papá también te quiere. Lo sabes ¿no?

    –Sí, mamá. Lo sé pero oí decir a madrina que yo no era vuestra hija.

    –¿Qué fue lo que oíste, hija mía? –preguntó Regina, preocupada.

    –Que madrina le dijo a una amiga que estaba de visita: Es admirable cómo Regina y Mario quieren a Yoli, y eso que no es su propia hija. ¿Por eso soy mulata, mamá? ¿Es por eso?

    En aquella Cuba de los años cuarenta, el color de la piel de la niña les había causado ya algunos sinsabores.

    Cuando cumplió seis años, la matricularon en primer grado en una conocida escuela de monjas. Cuatro días después del primer día de clases, al ir a buscarla por la tarde, la directora se acercó a Regina y le dijo:

    –Señora, lo sentimos mucho pero no podemos aceptar más tiempo a su hija en este colegio. Algunos padres nos han dicho que si no retiramos a esa niña de color cambiarán de escuela a sus hijas. Usted comprenderá que…

    –Sí, lo comprendo perfectamente –la interrumpió Regina–. Se creerán que su piel va a desteñir y oscurecer la blancura de su progenitura. Pues mire, madre, creo que es un honor para nosotros que no pueda seguir aquí.

    –No se lo tome tan a pecho, señora de Vázquez. Créame que si fuera por nosotras, su hija seguiría en el colegio…

    Regina Laborie de Vázquez no la escuchaba. Llena de rabia fue a buscar a Yolanda a la salita donde esperaban, a que vinieran a buscarlas, las niñas que no regresaban solas a sus casas ni tomaban las guaguas¹ de la escuela.

    Por suerte, Margarita su vecina le aconsejó, luego de que Regina le hubo contado la vergüenza que había pasado, que fuera a ver si en la Escuela anexa a la Normal, donde no rechazaban a nadie por el color de piel, aceptaban matricularla ya empezadas las clases. Regina siempre agradeció ese consejo a Margarita ya que la señorita Zenayda, la maestra de primer grado, era una pedagoga excepcional, dotada de la paciencia, del tacto y de la intuición necesarios para abrir y hacer florecer las vírgenes inteligencias de seis años.

    En otra ocasión, su marido había sido invitado a dar una charla sobre la fiebre amarilla y los trabajos de Carlos J. Finlay, seguida de un almuerzo, durante un importante simposio que tenía lugar en un célebre club a la orilla del mar, más allá del final de la Quinta Avenida de Miramar. Al llegar, le negaron la entrada a la pequeña Yoli.

    El doctor Vázquez amenazó con anular su ponencia y pidió que llamaran a los organizadores del evento pero pese a esto, la dirección del club, renuente, rechazó terminantemente la entrada de la niña al establecimiento.

    La presidenta del simposio, amiga y colega desde hacía muchos años, convenció a Mario a que diera la charla mientras Regina y la pequeña lo esperaban en un pequeño café con aspecto de chiringuito que estaba frente a una parada de la ruta 32, no lejos de la entrada del club.

    –Todos están esperando tu ponencia, Mario –le dijo la mujer–. Sabes que he estado organizando este simposio de virología y parasitología en entorno tropical desde hace meses. Entiendo tu reacción pero hay colegas que han venido hasta de San Francisco para oírte y no puedes desairarlos. Hazlo por mí.

    Mario aceptó, pero después de la conferencia y de la consabida serie de preguntas del público allí presente, se marchó sin asistir al almuerzo.

    –Son unos imbéciles –opinó Oliverio de la Cuesta, su colega y viejo amigo de la familia, el día siguiente en la barra de un café de la calle L cuando degustando un falso vino de Burdeos lo felicitaba por la interesante ponencia del día anterior–. Consolémonos pensando que en Estados Unidos es mucho peor, particularmente en el Sur. Allá, la gente de color no tiene derecho a sentarse en los mismos asientos que los blancos en los autobuses y, aun en Nueva York, he visto bebederos de agua, esas fuentes que tanto se ven en los lugares públicos, separados para los blancos y para las personas de color –Oliverio hizo el gesto característico que hacen los cubanos blancos cuando hablan de los negros o de los mulatos y que consiste en frotarse el antebrazo con los dedos índice y mediano.

    Aquella misma tarde, cuando Mario volvió a casa, su mujer lo puso al tanto de la pregunta de la niña. Yolanda tenía diez años; era más que suficiente para que cada día que pasaba se extrañara cada vez más de una anomalía como aquella que la tenía intrigada desde hacía tiempo pese a que nunca se había atrevido a hablar de ella pues sentía, o presentía, que tal conversación podía resultar dolorosa para sus padres o para ella misma.

    –Yolanda, hija, –dijo el doctor Mario Vázquez cuando después de la cena, que siempre tomaban juntos antes de tocar algún trozo de música, se hubieron sentado en los cómodos sillones Chesterfield de la sala–. Has de saber que siempre te hemos considerado y te seguiremos considerando como nuestra hija. También es cierto que te queremos como tal.

    El doctor Vázquez notó que a Yoli se le aguaron los hermosos ojos negros que daban fe de su indudable ascendencia africana. Reflexionó unos instantes y prosiguió:

    –Según la ley, y sobre todo por nuestro amor, eres nuestra hija. Sin embargo, has de saber que fueron otros los que te trajeron al mundo. Nosotros te adoptamos cuando no eras más que una bebita.

    Para una niña de su edad, había algo terrible contenido en esta formulación. A la pequeña le pareció como si estas últimas palabras de su padre adoptivo fueran un martillazo. Sintió como si un relámpago le hubiera partido el pecho y no pudo detener la irrupción de los sollozos. Regina se acercó a ella, la estrechó entre sus brazos y mientras le secaba las lágrimas que le corrían abundantemente por las mejillas le decía:

    –No llores, mi amor. No llores, hijita mía. Siempre seremos tus padres. Nadie puede querer a los hijos más que lo que nosotros te queremos a ti. ¿No es verdad, Mario?

    –Sí, así es –dijo Mario sin saber cómo detener el acongojado llanto de Yolanda–. ¿Qué importa que otros te hayan traído al mundo si somos nosotros los que te queremos como padres?

    Poco a poco se fueron calmando los espasmos de la chica. Asomó la cabeza por entre la abundante cabellera de Regina quien la agobiaba con sus besos y, por fin, esbozando una sonrisa, dijo:

    –Yo también os quiero. Vosotros sois mis únicos padres. Aunque tenga otros en alguna parte, esos no son mis padres.

    –Si quieres, te contamos cómo fue que viniste a vivir con nosotros –añadió Mario.

    –Le dije que se lo íbamos a explicar todo, Mario. Pero ahora me pregunto si a su edad será capaz de entender. ¿No será demasiado pronto? –preguntó Regina a su marido.

    –No, mamá, no. Quiero que papá me cuente.

    Mario pareció pensativo. Las palabras de Yolanda despertaron sus recuerdos, no todos felices, y la magia de la memoria lo llevó a volver a vivir lo ocurrido más de diez años atrás con tanta nitidez como si fuera aún el presente…

    CRISIS SEGUNDA

    AMOR Y CELOS

    –Estoy muy orgulloso de ti –dijo el doctor Gonzalo Vázquez a su hijo Mario–. Has sabido mantener la tradición de la familia y con notas de sobresaliente acabas de sacar tu penúltimo año de medicina en nuestra más que centenaria Universidad de La Habana. Ahora, dime, ¿qué piensas hacer por fin cuando te gradúes? Nunca te ha interesado la cirugía que siempre ha sido mi pasión. ¿Sigues pensando en especializarte en pediatría? Aquí necesitamos buenos especialistas.

    –No sé, papá. Oliverio me ha dado una idea. No sé si es factible y, además, necesitaría tu ayuda por dos o tres años más… Tampoco quiero ser una carga para ti.

    –¿Una carga? ¿Es una broma, Mario? –exclamó Gonzalo Vázquez entre incrédulo e irritado–. ¿Cuándo te hemos rechazado algo de lo que te permitiera llevar a cabo tus proyectos y tus estudios? Pero me tienes intrigado. ¿Qué ha podido decirte ese bueno de Oliverio?

    –Me ha dicho que en Cuba hay un campo inmenso para la investigación en enfermedades tropicales.

    –Eso es bien verdad –aprobó don Gonzalo–, y, desafortunadamente, no tenemos grandes especialistas debidamente formados en esa rama.

    –Eso mismo me ha dicho Oliverio, papá. Me habló también de un artículo que leyó en un boletín de la Facultad en el cual se decía que en Francia, en la universidad de Burdeos había uno de los mejores centros de estudio de todo el mundo de enfermedades tropicales y que se podía preparar la especialidad en dos o tres años.

    –¡En Francia! –exclamó don Gonzalo–. Ese país está bien lejos y además, no sabes hablar francés.

    –Se lo dije a Oliverio y se rio muchísimo. Me dijo que el francés era un idioma difícil y sutil pero que un chico listo, y más aún de lengua española, podía aprenderlo en un año si se ponía a estudiarlo seriamente con un buen profesor y saber así lo suficiente para poder seguir fructuosamente estudios de medicina ya que todas las palabras técnicas del vocabulario médico se parecen mucho a las del español. También me dijo que conocía a varios franceses y que alguno sabría quién podría darme un cursillo intensivo de ese idioma.

    –Vas a estar lejos de la familia –pensó don Gonzalo en voz alta–. Nunca has vivido lejos de nosotros.

    –Ya no soy un niño, papá.

    –Lo sé, lo sé. Infórmate bien. Si es lo que decides, puedes contar con nuestra ayuda. Medicina tropical en Burdeos, Francia. ¡Hum! ¿Por qué no? Y además, dicen que por allá hacen buen vino…

    Siguiendo los consejos de su amigo De la Cuesta, Mario fue al consulado francés donde le dijeron que los estudios universitarios en Francia eran prácticamente gratis. Le explicaron que lo primero que tenía que hacer era solicitar matrícula condicional en la Facultad mixta de Medicina y Farmacia de Burdeos para el curso de especialización en enfermedades tropicales de 1936-1937. Luego, en cuanto obtuviera su título de médico en Cuba, mandar a dicha Facultad una copia legalizada por el Consulado de Francia en La Habana y que éste le otorgaría entonces un visado de estudiante válido y prorrogable mientras tuviese éxito en los exámenes.

    Mario efectuó todos los trámites que le explicaron en el consulado. Gracias a los contactos de Oliverio de la Cuesta conoció a Violaine Gernigon, una francesa de sesenta y cinco años, de Ruán, en Normandía, viuda de un ingeniero cubano que la mujer había conocido en París y con quien había tenido tres hijos.

    Tres veces a la semana fue a casa de esta señora quien pacientemente, con gran maestría y eficacia, lo inició en el idioma de Molière. En abril, Madame Gernigon le dijo:

    –Estimado Mario. No le voy a decir que ya habla como un francés, pero en menos de ocho meses ha aprendido usted muchísimo. Es capaz de sostener una conversación corriente y estoy segura de que en muy poco tiempo aprenderá usted el vocabulario específico que va a necesitar para sus estudios. Me he esforzado en darle bases sólidas en gramática, pronunciación y conversación práctica y no me cabe duda alguna de que seguirá progresando cuando esté en la bella y dulce Francia.

    En junio de 1936, Mario se graduó de médico y el 8 de septiembre se embarcó en el Tonnerre de Brest el cual, después de una escala en Nueva Orleáns en el estado norteamericano de Luisiana, lo llevó en una semana hasta el importante puerto vinícola de Burdeos en el Suroeste de Francia.

    Al llegar, se encontró con la agradable sorpresa de que hacía una temperatura de unos veinte grados centígrados. El joven cubano pensaba que iba a hacer un tiempo mucho más fresco; algunos amigos y conocidos lo habían asustado hablándole de los inviernos en Europa aunque, al pensarlo bien, consideró que era normal que encontrase una temperatura tan suave y agradable pues sólo estaban a fines del verano.

    El cielo era azul aunque mucho más tenue que en Cuba. Había una luz especial, transparente, pálida, como nunca viera en su país. La ciudad era hermosa pero sucia e, indudablemente, mucho más antigua que La Habana.

    Un amigo de Violaine Gernigon era de Burdeos y le había dado la dirección de un primo que podría indicarle al joven el nombre de alguien que pudiera alquilarle una habitación en la ciudad. Era éste, por supuesto, el primer paso que tenía que dar todo estudiante que llegaba a una urbe desconocida. Fue así como Mario encontró un cuarto en un tercer piso de un viejo edificio del siglo XVII en la calle del Puits Descazeaux, en uno de los barrios más pintorescos de la ciudad, a dos pasos de la impresionante y medieval Grosse Cloche, uno de los monumentos más emblemáticos de la vieja ciudad aquitana.

    La habitación carecía de las comodidades a las que estaba acostumbrado el joven doctor. El cuarto de baño, que compartía con el inquilino de otra habitación de la misma planta, era arcaico y a causa del ruido que hacían los grifos parecía que se desencadenaba un terremoto y que el edificio se iba a venir abajo. Sólo había agua caliente, que no llegaba ni siquiera a 30°C, de las 6h a las 8h por la mañana y luego, desde las 16h hasta las 18h por la tarde.

    El retrete, que compartía también con el otro inquilino de la misma planta, estaba al fondo del pasillo y no tenía agua. Cada usuario debía tener la precaución de llevar además de su papel higiénico, un cubo con agua que era mejor tener preparado en la habitación no fuera a ser que, en caso de necesidad urgente, el cuarto de baño estuviese ocupado.

    La calefacción de la casa se limitaba a una caldera de carbón que estaba en el sótano la cual distribuía su calor a dos grandes radiadores de hierro; uno en la planta baja, en el vestíbulo que se encontraba justo antes de llegar a la escalera monumental de piedra, cuyo pasamano de bronce y hierro forjado era una verdadera obra de arte, y otro en el descansillo del primer piso. El calor que desprendían estos radiadores subía por la escalera y llegaba así, aunque atenuado, hasta las habitaciones del segundo y del tercero. Cada cuatro semanas le tocaba el turno a uno de los cuatro estudiantes que se alojaban en la casa quien tenía entonces que encargarse del mantenimiento de la caldera, recoger las cenizas, echar el carbón y tal.

    La habitación, modesta, tenía una cama de cobre con un buen bastidor y un espeso colchón de lana, dos mantas y un magnífico edredón relleno de plumón de oca para taparse durante las frías noches de invierno. A los pies de la cama se hallaba un armario grande, de encina, suficiente para guardar y colgar toda la ropa de un hombre solo. A la derecha de la puerta, una cómoda, también de encina barnizada con cuatro grandes cajones, servía para guardar más ropa u otros enseres. Del lado izquierdo, junto a una ventana que daba a la calle, un escritorio con su correspondiente silla permitía escribir y estudiar a la luz de una lámpara provista de una inmensa pantalla de vejiga de cerdo correctamente aceitada. Del lado interior de la puerta, dos perchas permitían colgar abrigos o impermeables y dos sombreros.

    Esta casa de la calle del Puits Descazeaux, paradigma de la construcción bordelesa del siglo XVII, era un ejemplo perfecto para ilustrar lo que fue la riqueza de la burguesía del bacalao en los años mil seiscientos.

    Después de oír las instrucciones y los consejos de Madame Etcheverry, la dueña de la casa, Mario se tumbó en la cama.

    Estaba cansado, el viaje había sido largo y no se sentía con ganas de salir a explorar el barrio. Se dijo que saldría a comer un poco más tarde y se quedó dormido. Al despertarse vio que el reloj que estaba sobre la cómoda daba las siete y media. Una débil claridad filtraba por las cortinas de la ventana. Se levantó un poco tambaleante preguntándose cómo era posible que fuese tan tarde. Descorrió las cortinas y observó durante algunos minutos el ir y venir de la gente en la calle. La claridad aumentaba de minuto en minuto.

    –¡Es de día! –se dijo Mario–. ¡He dormido como quince horas seguidas!

    Tomó sus enseres de aseo y se fue al baño. Apenas había abierto la puerta del cuarto cuando vio salir de la habitación contigua a la suya a un joven un poco más alto que él, delgado, de pelo castaño claro y ojos muy azules quien sonriendo le dijo:

    –¡Hola! Soy Pierre Laborie. Nunca te había visto por aquí. ¿Eres nuevo en la casa?

    –Sí –contestó Mario. Llegué ayer. Soy estudiante de medicina y…

    –¡Ah! –lo interrumpió Pierre Laborie– eres extranjero… ¿español?

    –No. Soy cubano, me llamo Mario Vázquez.

    –¿Cubano? –exclamó incrédulo el joven francés–. Es la primera vez que veo a un cubano. No me los imaginaba así como tú. Si quieres, te espero a que termines de asearte y vamos a desayunar juntos. Conozco un café, muy cerca de aquí donde preparan un café con leche estupendo y buenas tostadas con mantequilla y confitura; a menos que tengas algo que hacer, claro.

    –No tengo ningún compromiso hoy por la mañana. Esta tarde a las dos tengo que ir a la Facultad de Medicina para terminar con los trámites de la matrícula y después trataré de ordenar un poco la habitación, todavía tengo un montón de cosas en la maleta.

    –Pues entonces, cuando termines de asearte, llama a la puerta de mi habitación.

    –Vale, así haré –asintió Mario.

    Tres cuartos de hora más tarde, los dos jóvenes estaban sentados en un café del cours ² Víctor Hugo, casi enfrente de la majestuosa Grosse Cloche.

    –Así que te vas a especializar en enfermedades tropicales…, pues mira, soy de aquí y no sabía que en nuestra universidad se podía estudiar eso. Es que…ves, estudio Ciencias Físicas y en nuestro pequeño mundo no sabemos casi nada de lo que hacen en las otras facultades. Ni siquiera sé lo que hizo Régine, mi hermana mayor, que estudió en la Facultad de Letras. Dio mucho latín y griego, eso sí; siempre está citando a los antiguos…

    –Me han dicho que la Facultad de Medicina no queda lejos de aquí –cortó Mario– no es que no me interese lo que dices de tu hermana pero como esta tarde tengo que presentarme a las dos, prefiero no perderme. ¿Me puedes indicar cómo se va?

    –Sí, por supuesto –contestó Pierre algo molesto al ver que a Mario no parecía interesarle lo que le estaba diciendo, aunque comprendió la preocupación del joven cubano que tenía que orientarse en una ciudad desconocida–. Allá, a unos cien metros –explicó señalando con el dedo– encontrarás una calle recta y muy larga, con muchas tiendas, es Santa Catalina. Doblas a la izquierda y la sigues hasta el final, verás una de las antiguas puertas de la ciudad. El edificio de la facultad está a mano izquierda. No tienes pérdida.

    Siguieron charlando hasta cerca de las once. Pierre parecía muy curioso y asombrado cuando Mario le habló de su vida en Cuba. Se imaginaba a la isla como si fuera algún país de África o en todo caso, extremadamente atrasada y medio salvaje.

    Ahora tengo que ir a estudiar, suspendí el examen de Química General en junio y tengo que sacarlo ahora en octubre si quiero que me admitan en el DES³.

    Siguiendo las indicaciones de Pierre, Mario encontró la Facultad de Medicina sin ninguna dificultad.

    Antes de entrar, admiró la amplia plaza donde, efectivamente, se encontraba una antigua puerta en forma de arco de triunfo. Era la Puerta de Aquitania, del nombre de la región de Francia cuya indiscutible capital era la ciudad de Burdeos.

    Todos los edificios estaban construidos con esa hermosa piedra tallada característica de la capital regional aunque, desafortunadamente, la humedad y el humo habían ennegrecido buen número de fachadas.

    De la plaza, como radios del centro de un círculo salían varias avenidas o cours: la avenida de la Marne, de la Somme y de la Argonne, que evocaban batallas de la Gran Guerra, la avenida Pasteur, donde estaba la Facultad de Ciencias y la calle Santa Catalina por donde había llegado el joven.

    En la secretaría su expediente estaba listo y en orden y como la cola de estudiantes que esperaban ser atendidos para terminar alguno de los trámites de la matrícula no era demasiado larga, poco tiempo después, el joven médico cubano salió del impresionante edificio de la facultad con una tarjeta que decía:

    Universidad de Burdeos

    Facultad mixta de Medicina y Farmacia

    El decano de esta facultad certifica que Mario Vázquez, doctor en medicina por la Universidad de la Habana, Cuba, está debidamente matriculado en el primer curso de especialidad de medicina tropical.

    Burdeos a 21 de septiembre de 1936

    En pocos días Pierre Laborie y Mario Vázquez se hicieron buenos amigos. Casi todos los días tomaban juntos el desayuno y muchas veces cenaban o almorzaban en un pequeño restaurante de la calle Ravez donde preparaban sabrosos platos típicos de la región.

    A principios de octubre, el joven francés aprobó el examen de química. Cuando se enteró del resultado, le dijo a Mario:

    –Mañana vamos a celebrar mi éxito en el examen y la alegría de saber que ahora me puedo matricular en el DES. Mi hermana acaba de llegar a Burdeos pues, como te dije, es profesora de letras en el Instituto Montaigne⁴, ¿sabes? Ese instituto grande que está en el cours Víctor Hugo cerca del café donde tomamos el desayuno. Comparte un piso con Sylvie, una de sus amigas de Pauillac, nuestro pueblo, y que está en tercer año de Ciencias Matemáticas. El piso está en la Plaza del Palacio, muy cerca de aquí. Me gustaría que vinieras aunque te advierto, antes de que vayamos, que Sylvie me interesa.

    –Con mucho gusto –aceptó Mario–. Tenemos que brindar por tu nuevo título de Licenciado en Ciencias Físicas y también para desearnos mutuamente ánimo ante los difíciles estudios que todavía nos esperan.

    –Entonces pasaré a buscarte mañana a las seis y media. A esa hora Sylvie y Régine ya habrán regresado al piso.

    –Pues hasta mañana a las seis y media –dijo Mario antes de volver a su habitación.

    Sylvie Dubois era una simpática morenita de veintiún años, de mediana estatura y de conversación rápida y animada. No era lo que pudiera llamarse una muchacha agraciada pero se desprendía de su sonrisa una simpatía que iluminaba felizmente su cara, un poco redonda, que hacía parecer demasiado pequeños los expresivos ojos de color marrón intenso.

    Régine Laborie, en cambio, le pareció a Mario la mujer más hermosa que nunca viera. Alta, medía alrededor de un metro setenta, esbelta, no obstante cierta opulencia de sus encantos femeninos. Tenía un andar flexible y ademanes pausados que acompañaban armoniosamente su manera de hablar. La hermosa cara ovalada de bonitos rasgos, finos y bien dibujados, estaba enmarcada con bucles castaños que también le caían sobre la frente y los hombros. Debajo de unas cejas que parecían haber sido trazadas con algún instrumento matemático, los grandes ojos azules, muy parecidos a los de su hermano, más parecían hechos para alumbrar que para ver. La boca, voluptuosa y fresca como una flor, descubría al sonreír una dentadura blanca e increíblemente pareja.

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