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Sobras completas
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Sobras completas

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Herminia Díaz, Enriqueta Pachón, Stanislawa Rubilowicz, Anne Cori, Deborah Buber, o Wanda Whynott, son personas de carne y hueso con nombres de goleta que todavía no saben que son personajes literarios, o murieron sin saberlo. Está por ver cómo se lo toman.

Además de un mismo autor que los rescató del olvido, los personajes que recorren estas páginas, tengan raíces noruegas, polacas, asturianas, alemanas, riojanas o escocesas, comparten el desarraigo de quienes llevan años en Canadá pero seguimos viviendo en un allá cada vez más lejano y más borroso, apenas recordado, visto en una fotografía, imaginado.

Terminé estos seis relatos en el caserío de Blandford, pero hasta que echaron a andar por su cuenta y riesgos estaban en una carpeta rotulada SOBRAS como páginas sueltas.

Dos de ellos, Viaje a Cameros y El cojonamen del jaco jacobeo, fueron capítulos en mi Caracol col col, pero sobraban y los quité. Y como con un par de cosas se saca de las sobras un plato que incluso mejora lo cenado, aliñé Once upon a time, érase una vez, y adobé Las tenazas del proctólogo y ¿Me hablarás de Treblinka Bien mirado, sobras son esas páginas de Magnicidio para dummies que un ordenador voraz no consiguió tragarse. (Lamentablemente, de O carallo santo, aquella historia verdadera sobre las andanzas de Pepe Porriño, sólo queda el título).
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 dic 2014
ISBN9788490096505
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    Sobras completas - Antonio Ruiz Salvador

    cosmopolita.

    ONCE UPON A TIME, ÉRASE UNA VEZ

    Para Bessa y para Carole,

    compañeras de un antes y un después

    Hace poco que regresé a Blandford, un caserío pegado al mar en un rincón de Nova Scotia, la provincia canadiense que tiene las mayores mareas del mundo y forma de bogavante en los mapas. Uno de tantos caseríos en esta costa que, marcada a dentelladas por el Atlántico, es un inmenso cementerio de hombres y de barcos. Aspotogan, Donde las focas dan la vuelta en la lengua antigua de los Mi’kmaq, es el nombre de una cala estrecha donde abetos, hayas y abedules llegan tropezándose hasta las rocas de la orilla. Aspotogan es también el nombre del caserío que se asoma al balcón de la cala, el del monte que le quita el sol de la tarde, y el de la península que separa Saint Margaret’s Bay y Mahone Bay. En aguas de esta bahía, mirando a poniente, está Blandford. Y aquí estoy yo, mordisqueando un lápiz amarillo, bien afilado y con una goma de borrar roja en la punta.

    Canadá es un país con demasiada geografía para tan poca historia, dicen que dijo alguien hace ya tanto tiempo que ni siquiera se recuerda su nombre, ni dónde lo dijo, ni si realmente llegó a decirlo. Pero como tantas otras frases célebres que suelen citarse hasta el aburrimiento, con la excepción de Pobre Canadá, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos, también ésta es falsa, porque no define al país, ni a la provincia, ni al condado de Lunenburg, ni al municipio de Chester, ni al caserío de Blandford. (Caserío, Carole, como lo oyes, porque para ser pueblo hay que tener plaza, a ser posible con fuente de dos caños, así que de pueblo, hoy por hoy y por muy village que se crea, nada).

    Los canadienses lucharon en las dos grandes guerras del siglo XX y en la de España. Los Mac-Paps de la Brigada Internacional Mackenzie-Papineau. En el siglo XVIII, de esta misma tierra fueron expulsados en masa los acadienses, porque eran franceses, y como hicieron nuestros sefarditas por el ancho mundo, se llevaron todo lo que eran y ahora nos falta al sur de los Estados Unidos. Hoy son los Cajuns de Louisiana. Así que no faltan batallas ni diásporas, pero, a pesar de tanta sangre y tantas lágrimas, el tópico de que Canadá carece de historia tiene para la inmensa mayoría de los canadienses la fuerza inerte de las verdades reveladas. La historia existe, ¿cómo no va a existir?, pero no aquí. Y los que así piensan no se cansan de repetirnos que hay que ir a buscarla a otros lugares, a cualquier país del mundo donde se la dejaron al venir a estas costas, con su billete de ida, su maleta de cartón y su esperanza, los emigrantes. A veces parece como si la historia hubiera constituido un exceso de equipaje, y para evitarle gastos inútiles a un viajero no demasiado sobrado de medios no llegó a cruzar el charco.

    Que infinidad de canadienses desconocen su historia es un hecho (Sí, sí, Carole, ya sé que en todas partes cuecen habas), como también es cierto que por ignorarla la desprecian. Pero lo sorprendente en estas latitudes es que sus habitantes parecen habérsela negado a sí mismos hasta como posibilidad. Los europeos, que vivimos en el otro extremo de la cuestión con el espinazo doblado por el peso histórico que nos hicieron mamar desde pequeñitos, ¿cómo podemos comprender que hay millones de individuos que andan por la vida hechos unos adanes, despojados de capacidad histórica, no siendo, en lo que a la historia se refiere? Pues aquí es cosa de todos los días. (Antes de que mi mujer salga preguntando que de dónde saco todo esto, ahí van unas reflexiones para ir planteando el tema).

    País más que indeciso a la hora de definir su identidad nacional, por no decir reacio, Canadá no sabe lo que quiere ser cuando sea mayorcito. Hoy por hoy, solamente sabe lo que no quiere ser, y con eso parece bastarle. Tan claro tiene que no quiere ser el próximo estado de los Estados Unidos como que no quisiera seguir siendo dominio del Reino Unido. Algo es algo, pero se trata sólo de un espejismo, porque ninguna de las otras nueve provincias quiere ser como Ontario, la provincia todopoderosa del interior del país. Ni las del Oeste como las del Atlántico. Ni ninguna de éstas como las otras tres de su zona geográfica. (Ah, con que exagero, ¿eh? Vas a ver).

    Para mis coterráneos de Nova Scotia, ser de New Brunswick, la provincia vecina con quien tanto comparten, es una desgracia. (Anda, niégalo). Pero aquí mismo, los de la isla de Cape Breton, esas pinzas del bogavante en los mapas, reniegan de todos los de tierra firme y maldicen el puente de peaje que los une. ¿Une? Y en Blandford ven a la capital, Halifax, como la ven los demás caseríos. Atascos ingentes de tráfico, un desmadre de drogas duras, corrupción política, chupatintas del Estado y otros horribles etcéteras. Pero que no nos vengan con que tenemos que estrechar lazos de amistad con los del caserío vecino de Bayswater, donde, según los entendidos, la mayoría son primos y tienen seis dedos en cada pie. Ni que les digan a los palmípedos de Bayswater que hagan buenas migas con sus vecinos del caserío de Aspotogan, donde, desde hace un montón de años, y en auténtico espíritu de frontera de tensión, coexisten en paz y a palos dos familias: los Backman y los Boutillier. Y por si no fuera bastante con estos grupúsculos de taifas, para terminar de arreglar las cosas en este país de las dos grandes soledades oficiales, los franceses de Québec no quieren que se los trague el mundo anglosajón, y los de habla inglesa, como la Virgen del Pilar, no quieren ser franceses. (Ya oigo decir a mi mujer que eso pasa en todas partes, en España sin ir más lejos, y hasta en Suiza. Y tiene razón, lo cual no quita que no pase también en Canadá, país invertebrado donde los haya).

    Todo este testarudo no querer ser lo que los otros son tiene un precio, y elevado: el de no darse cuenta de lo mucho que comparten con ellos, empezando por una historia. Pero no solamente la historia que se escribió con sangre canadiense en el barrizal ponzoñoso de las trincheras de Vimy Ridge, y en las arenas normandas de la Juno Beach, y sobre los cardos de nuestro Brunete bajo un solazo de plomo, sino la historia del desarraigo. Porque el canadiense, más que nada, es un desarraigado, y si pudiera mirar más allá de sus narices vería que ni los penosos trámites interminables de la inmigración, con las colas de rigor en consulados remotos, ni la espera angustiada de una carta con membrete oficial que no acababa de llegar nunca, ni siquiera la travesía clandestina en el vientre de un contenedor, fueron pasos únicos de su propio calvario, exclusivamente suyos, sino estaciones de ese acto colectivo, nacional, de desarraigarse que comparte con todos los inmigrantes que arribaron y seguirán arribando a estas costas, unas veces por las buenas y otras por las malas.

    Sólo con que mirara a su alrededor, más allá de sus raíces, cualquier canadiense vería que el camino a Canadá, más que una odisea personal e intransferible, fue una misma vía dolorosa para la mayoría, un vía crucis de lágrimas compartidas. Y sabría que la arribada no fue menos difícil para el turco que para el chino que para el libanés que para el nigeriano, porque la discriminación de los anfitriones de turno se cebó con la misma saña en todos ellos. Y comprobaría que tampoco fue solamente él quien cortó de raíz con un mundo conocido y no por cruel menos amado, un mundo que al soltarse las amarras del barco que lo llevaba hacia un futuro incierto se quedaba allí mismo, donde siempre había estado, para irse convirtiendo en un allá cada vez más lejano y más borroso, un punto de referencia tan indispensable como inexistente, apenas recordado, visto en una fotografía, imaginado.

    Al cabo de cinco, cincuenta, cien años de soledades, aquel allá ultramarino aún no ha sido substituido por nada, y menos por el acá del Canadá nuestro de cada día. Y es una lástima, porque hasta que lleguen a comprender su propia historia del desarraigo como una experiencia colectiva, como una vivencia que nos une, los canadienses no podrán echar raíces en esta tierra de todos y de nadie. Y hasta que venga ese día, si es que viene, Canadá seguirá condenado a seguir siendo un país con demasiada geografía para tan poca historia. (¿No es paradójico que en este país de los grandes bosques haya tanto canadiense sin raíces? ¿Sin señas de identidad canadiense? ¿Y por qué será que en este país de tantas soledades, cuando alguien enarbola la suya particular, como hace el franco-canadiense de Québec, que cree saber lo que es y quiere seguir siendo, el resto se lo toma como una afrenta personal? ¿Por qué? Las soledades están para salirse por la tangente, Carole, no para andar a la sopa boba de Ottawa. ¿Por qué denostar al que toma el portante del referéndum para despedirse a la francesa? ¿Porque no quiere ser canadiense? ¡Pero si nadie quiere serlo! Y a lo de antes, ¿qué nos dijeron las provincias del Oeste, con la petrolera Alberta a la cabeza, cuando la crisis energética de hace unos años? ¡A joderse, cabrones! ¡A congelarse, hermanos! ¿No recuerdas aquel bonito ejemplo de solidaridad nacional? Pues es todo un símbolo).

    Otra reflexión. Además del pasaporte que nos expide Ottawa, lo único que une a los habitantes de este país como canadienses, y eso sólo de Pascuas a Ramos, y no a todos, es la selección nacional de hockey sobre hielo. Algo es algo, pero a todas luces insuficiente para crear una identidad nacional. Porque, aunque goles y peleas hayan canadianizado al país por un rato, el canadiense apaga el televisor al terminar el partido y vuelve a caer en el hamletiano ser o no ser, con énfasis en esto último. (¿Y qué demonios pinta Blandford en todo esto?, preguntará mi mujer, que a pesar del mucho amor que me profesa tiene poca cuerda para este tipo de disquisiciones diuréticas).

    Pues que Blandford, como el país, es un caserío de gentes huidas de todas las partes del mundo, pero no acaba de enterarse de la importancia que esto tiene. Y como no se entera, vive aislado, cantando por lo bajines aquello de A mis soledades voy, de mis soledades vengo.

    Los llamados Leales vinieron de los Estados Unidos de América, bien porque quisieron seguir siendo súbditos de Su Majestad británica, o porque les pegaron la patada de Charlot, que las independencias tienen esas cosas. Pero el caso es que recalaron por estas costas con lo puesto y sus bienes muebles, incluidos los esclavos negros.

    Fue refugio de clanes escoceses escapados de su tierra por sabe Dios qué intransigencias religiosas, pero con sus nieblas, sus meigas y sus gaitas. Y de familias alemanas que desembarcaron con la Biblia familiar a cuestas y ese culto fundamentalista suyo a las salchichas y al repollo: un culto que aún colea en la sauerkraut de Tankook Island y en las morcillas de Lunenburg. Familias que poco a poco fueron cambiando el apellido de Berghaus a Barkhouse, de Eizenaur a Eisenhower, de Schlagentweit a Slauenwhite, de Bubeckhoffer a Publicover, quién sabe si por prudencia o esnobismo, pero para hacerse pasar por anglosajones.

    También vinieron noruegos. Aquellos lobos de mar de los mercantes que habían hecho cientos de veces la travesía de Southampton a Halifax, y vuelta, durante la segunda gran guerra del siglo pasado por un océano infestado de submarinos alemanes. Noruegos que con la paz se quedaron cazando ballenas en Mahone Bay y después, cuando acabaron con ellas, apiolando focas en los hielos de Terranova. Como mi vecino Johannes Viddal, que volvía de la campaña de todos los marzos con un saco de aletas y las guisaba canturreando una receta inmemorial de su padre. Y nos las comíamos en silencio, porque el sabor se lo llevaba muy lejos de allí y sólo volvía para decirnos que comiéramos más, porque aquello era cosa fina.

    Johannes trabajaba de segundo oficial en la sala de máquinas del Theron, y en 1955 estuvo en la Antártida con la expedición de Edmund Hillary y otros vecinos de Blandford: Cecil Zinck, Pinean Awalt, Jake Schaffelburg y Knoble Meisner, un tiarrón con brazos como mazas que reparaba las redes en camiseta en medio de las ventiscas delante de nuestra casa, la casa de entonces, y que ahora, tullido como está, ya sólo ahuma el pescado que le trae de matute su hijo Wilfred.

    ¿Pero quién sabía eso?

    En Blandford todo el mundo, porque en los caseríos se sabe todo. Y también lo sabrían los vendedores ambulantes sirios que hasta hace unos diez años recorrían la costa a pie con el barro y la nieve hasta las rodillas. Pero los que lo valorábamos como es debido éramos los menos, los recién llegados. Media docena de norteamericanos que no quisieron oír el nombre de Vietnam ni en sueños, la esposa holandesa de guerra, el ex prisionero alemán, aquel galés estrafalario que llevaba a la Escuela de Artes y Oficios de Lunenburg un botijo lleno de humo de marihuana para fumárselo en los recreos, por nombrar a unos cuantos. Los que, quitando a Greta Van Rickevorsel y Karl Hanke, que llevaban algo más de tiempo, aún no llevábamos ni diez años por estos andurriales.

    ¿Y quién más lo sabía?

    Durante el verano, por ser la península de Aspotogan ruta turística, pasaban gentes en automóviles con matrícula de Massachusetts, Ohio, Maryland. Gentes que circulaban sin prisa por la carretera que bordea la costa admirando el paisaje, aspirando el aire salado y mirándolo todo al pasar. Un viejo que escardaba en un huerto. Otro que estaba abriendo la tapa del buzón. Dos hombres, Johannes y yo, que, apoyados contra un pozo, se estaban bebiendo unas cervezas a morro. Aunque nos habían visto al pasar, no sabían quiénes éramos, ¿y cómo iban a saberlo? Ni que Johannes estuvo en la Antártida, ni que de pequeño, allá en su fiordo noruego, saltaba de un velero a otro columpiándose en las jarcias como Tarzán de los monos. ¿Cómo iban a saber que aquel hombre pálido de la camisa de cuadros conocía todos los mares del mundo, y algunos bien de cerca, por obsequio de los submarinos alemanes que lo habían hundido cuatro veces en una sola guerra? ¿Cómo podían imaginárselo en cientos de tempestades rompiendo a hachazos el

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