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Se vende un país. Relatos de Paraguay
Se vende un país. Relatos de Paraguay
Se vende un país. Relatos de Paraguay
Libro electrónico480 páginas5 horas

Se vende un país. Relatos de Paraguay

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Se podría creer que no existe un país menos relacionado con los dinámicos cambios en el mundo contemporáneo que el anónimo Paraguay. Sin embargo, cada vez que compramos carne en el supermercado del barrio, nuestro almuerzo resulta ser directa- o indirectamente cofinanciado por los paraguayos y el medio ambiente que los rodea. El libro “Se vende un país. Relatos de Paraguay” es un viaje temático por los resultados de la globalización.

A través de sus visitas en asentamientos y pueblos minúsculos, Wojciech Ganczarek retrata un país tan desconocido como extraordinario. Siendo el líder local del desarrollo industrial en el siglo XIX y el primer país de Sudamérica en ganarse una real independencia, Paraguay es también el único lugar en el continente donde un idioma no-europeo sigue siendo utilizado por el grueso de la población. En los relatos citados en el libro vuelve con insistencia la añoranza por la legendaria grandeza del pasado. Esta, sin embargo, se esfumó tras la gran guerra del año 1864. La única gran guerra que ha sufrido el continente.

El Paraguay de hoy es lo totalmente opuesto al Paraguay de ayer. La independencia económica se vio sustituida por la estricta subordinación a los precios de la soja en la bolsa de Chicago, mientras a la población local le tocó presenciar largos desfiles de inmigrantes con quienes no siempre se ha podido vivir en paz. La antigua colonia española se ha vuelto una colonia del mundo, el paraíso de los acaparadores de tierras y la campeona en la desigualdad y la deforestación. Y aunque el nombre “Paraguay” siga sin demasiado reconocimiento, es esta pequeña república la que se encuentra en el ojo mismo del huracán de la monopolización en la producción de alimentos, en la codiciosa mira del mundo financiero internacional y en la vanguardia de cambios globales que difícilmente estimaríamos como positivos.

Este trabajo fue realizado con apoyo del Fondo de Visegrad.

En paralelo a este libro se filmó el documental de largometraje “Soy paraguayo” (92', 2019).

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 oct 2021
ISBN9788396329011
Se vende un país. Relatos de Paraguay
Autor

Wojciech Ganczarek

Wojciech Ganczarek, nacido en el 1988 en Polonia, recibido de física teórica y matemática aplicada en la Universidad Jagiellónica de Cracovia. Desde el 2013 en un interminable viaje por América Latina. Autor de relatos en revistas de viaje además de ensayos y crónicas periodísticas en revistas y semanarios de opinión en Polonia. En el 2017 publica el libro "Calor, mango y petróleo" (org. "Upały, mango i ropa naftowa"), un vasto relato sobre el viaje por Venezuela. Entre el 2017 y 2019 graba y edita el documental "Soy paraguayo", realizado en paralelo con la crónica periodística "Se vende un país. Relatos de Paraguay".

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    Se vende un país. Relatos de Paraguay - Wojciech Ganczarek

    Índice

    Índice

    A modo de prólogo

    Prensa (1) | Se vende un pueblo

    Narraciones (1)

    Miniaturas con Javier (1) | Una clase de historia

    Narraciones (2)

    Artefactos (1) | El tambor

    Narraciones (3)

    Sin categoría (1) | Los cortos tiempos no-coloniales

    Narraciones (4)

    Cuentos chaqueños (1) | La inmensidad

    Narraciones (5)

    Lugares (1) | El palacio

    Miniaturas con Javier (2) | Horizontes

    Vidas accidentadas (1) | Todo eso

    Artefactos (2) | Las orquídeas

    Artefactos (3) | Una empanada

    Narraciones (6)

    Sin categoría (2) | Cuando vienes desde el norte

    Prensa (2) | Turismo indígena

    Artefactos (4) | Una palabra

    Cuentos chaqueños (2) | El encuentro

    Artefactos (5) | Esto

    Narraciones (7)

    Otros medios (1) | La guerra

    Lugares (2) | La cancha

    Lugares (3) | La cárcel

    Narraciones (8)

    Artefactos (6) | La vela

    Prensa (3) | El vehículo del dictador

    Narraciones (9)

    Artefactos (7) | El puerro

    Sin categoría (3) | La teoría del Paraguay

    Miniaturas con Javier (3) | La abundancia

    Sin categoría (4) | La cuenta

    Cuentos chaqueños (3) | Cuentos y leyendas

    Prensa (4) | Un caso de cáncer

    Narraciones (10)

    Lugares (4) | Un galpón

    Vidas accidentadas (2) | Mudanzas

    Sin categoría (5) | El mercado libre es bueno porque […]

    Cuentos chaqueños (4) | La colonización

    Lugares (5) | Un puestito

    Narraciones (11)

    Glosario de términos regionales

    Obras consultadas

    En agradecimiento y honor a Alex Abegg:

    espero, mi amigo, que este libro te resulte útil

    para tal vez despejar alguna duda.

    A modo de prólogo

    El proceso de la expansión de los mercados globalizados ha producido una compresión espacio-temporal que nos afecta a todos y dificulta entender nuestra propia biografía a partir de una perspectiva local. Las historias personales se están tornando dependientes de procesos sociales amplios que trascienden la percepción del individuo, limitando así el alcance de las narrativas basadas en el desarrollo lineal […]. La causalidad de la experiencia vivida se ha vuelto más abstracta, de manera que las formas de relatar basadas en yuxtaposiciones, discontinuidades y redes amplias e invisibles parecen tener una mayor capacidad para aprehender la lógica del accionar y del destino social de la persona.

    Ismail Xavier

    La alegoría histórica

    Todos estos crímenes quedan impunes. Ningún juez

    se ocupa de ellos, y si se ocupara sería igual.

    Rafael Barrett

    Lo que son los yerbales

    Prensa (1) |

    Se vende un pueblo

    El diario argentino La Nación reporta desde Puerto Casado, Paraguay:

    Hoy vinieron funcionarios de Carlos Casado a informarnos que estamos todos vendidos a la secta Moon —dijo a la prensa el alcalde Pablo Antonio Benítez.

    Aun así, la senadora opositora Elba Recalde cree que se está a tiempo para solucionar el problema:

    Carlos Casado nunca pagó el impuesto inmobiliario, así que en resarcimiento para los pobladores de Puerto Casado se podría conseguir cuando menos una cesión del área cubierta por el pueblo —dijo Recalde.

    Según aseguran diversas fuentes, la secta ha llegado a comprar hasta la fecha un total de 600 000 ha, es decir, un 1,5% del territorio nacional. Al mismo tiempo apenas 500 ha es lo que abarca el municipio de Puerto Casado. Si la raíz del conflicto entre el nuevo dueño y los miles de habitantes del pueblo es una fracción de tierra tan insignificante, sonaría razonable cederla simplemente y olvidarse de la cuestión. Esta lógica mundana, sin embargo, no necesariamente aplica en el caso de los seres divinos:

    La Iglesia de la Unificación Universal —agrega el autor del artículo— fue fundada en 1954 por Sun Myung Moon, un ingeniero coreano devenido predicador, quien se presenta como un nuevo mesías del mundo

    Pero así como lo pregona toda buena película catastrófica de Hollywood, cuando la cosa se pone demasiado apretada, viene el gobierno estadounidense para salvar el mundo. De hecho, los primeros pasos ya fueron dados:

    Moon estuvo preso en Estados Unidos en 1982 acusado de defraudación fiscal, aunque varios investigadores lo vinculan con tráfico de armas y negocios financieros de gran talla

    —termina su reporte La Nación.

    Narraciones (1)

    ABRE la puerta del auto, vacila un instante y apoya el pie en el asfalto húmedo. ¿Y si es que sí? No ve a nadie más en la calle: un domingo a eso de las siete de la noche en un barrio periférico de Buenos Aires. Seguro que sí, pero ¿y ahora qué? Una manada de perros despide el triste día lluvioso con aullidos desesperados; un frío invernal, una garúa incesante y ahora esto, ¿qué carajo quería?, suspira, esa gente no sabe ni que está haciendo. Baja el otro pie, se incorpora y reposa los brazos en la puerta entreabierta. No dice nada más: la cara tiesa y sin expresión, los músculos apretados. Parece vivo, piensa. La sangre se esparce por el asfalto en chorros oscuros y espesos que parten desde la cabeza y fluyen hacia el bordillo. En las mejillas, eso le parece, queda un leve rubor de vida. Cabrera calla de repente, dejando despegados sus labios enmudecidos. En el calor asfixiante del mediodía los recuerdos recobran vida.

    El pueblo queda en la cima de una de tantas colinas en el lejano oriente del departamento Caazapá. La parte plana es miserablemente escasa: tienes la avenida de tierra colorada en el medio con una fila de casas de cada lado. Más allá: una pendiente abrupta cae hasta el arroyo.  

    —El agua bajará enseguida —Cabrera cambia de tema—. Media hora y se seca todo, ya vas a ver.

    Empezó a llover temprano y desde el principio muy fuerte. Los torrentes que avanzaban en direcciones contrarias por la avenida, confluían entre la casa de Cabrera y la despensa de al lado, y descendían con una velocidad y furia considerables. La profunda hondonada lo devoraba todo. Si sigue así, se inundan los puentes, Cabrera hecho el sabio, te lo estoy advirtiendo, Marquito. Apareció un lago en lugar del riacho tímido, colina abajo. Varias horas después, cuando el aguacero les cedió espacio a unos chaparrones indecisos, la zona se llenó de pescadores.

    —¿Por eso volviste? —le dice Marcos en un español con el acento brasileño indeleble.

    —Tuve que —Cabrera asegura con seriedad—. Antes de que los policías me metieran preso, los suyos me iban a hacer pedazos.

    Marcos asiente, qué se puede decir, piensa. Claro que tenía que, hombre, claro que sí, lo entiende. Cabrera parece no escucharlo: endereza la cabeza, recuesta la espalda en el sillón de cables verdes y hunde la mirada firme en el vacío, ¿te vas a quedar así el día entero, amigo? Hay un camión cargado de eucaliptos parado en la avenida. De vez en cuando pasan lentamente camionetas cubiertas de lodo, ¿será que los puentes están abiertos? Y quién sabe, Marquito, seguro que justo van a ver qué pasa.

    —Si hemos de quedarnos acá, por lo menos comamos algo —irrumpe Marcos con un ánimo bien actuado—. Qué tal una galinhada a la leña, ¿te apuntas?

    —Al carbón puede ser —sonríe con ironía; las manos agarrando el sillón, la cabeza inclinada hacia abajo, los ojos oscuros de Cabrera fijos en los celestes de Marcos.

    —Puede que te guste así, pero yo la hago a la leña.

    —Llevamos dos días de lluvia, Marquito, los troncos estarán mojadísimos —Cabrera se para, se acomoda el pantalón y desaparece dentro de su casa.

    Gritos: que no hace falta, Cabrera, que Marcos va a buscar la leña. Está loco él, que no haga payasadas, una mezcla de tos y risa ronca. Y Marcos, insistiendo, que Cabrera debe saber, pues, que a la leña es distinto el sabor.

    La voz de Marcos llega a la casa de Cabrera robusta y fuerte. Penetra fácilmente la parte delantera de la construcción —la de madera— y se queda retumbando como eco en la parte de atrás —la de ladrillo—. En esta última es donde se ubica la cocina con una mesa demasiado angosta y un estante de tablas rudas con cajitas de yerba mate, arroz y fideos, unos cinco —o más— termos para agua fría y una que otra bolsita de especias abierta, tirada y olvidada; todo cubierto de polvo, qué pereza cocinar para uno, chera'á. Una puerta blanca de plástico firme conduce al baño, la otra —marrón y de madera— a la habitación oscura con una ventana chica y el televisor enorme. En el medio yace la cama ancha con cobijas de peluche. El acondicionador de aire gime colgado en la pared.

    Ahogada por los aires de un pasado lejano, la parte delantera de la casa se ha convertido en un depósito. Las dos motos de Cabrera dormitan ahí, paradas en el piso de cemento desnudo. En el fondo las acompaña un catre militar deteriorado y un par de pesas para hacer gimnasia estorban el paso. Ahí también es donde debería encontrarse la bolsa de carbón, se supone.

    Marcos vigila la acción desde la ventana. Cabrera da vueltas desesperado, voltea la cabeza, lo descubre a Marcos y le manda una sonrisa forzada. Es aquí, dice, inclina un parlante de un metro de alto, deja eso, Cabrera, no hace falta, pero descubre un espacio vacío.

    El mediodía no ha traído muchas mejoras en cuanto al tiempo. El sol no sale aun, pero calienta ya el grueso colchón de nubes blancas que, a su vez, no para de soltar gotas finas de agua tibia. Qué humedad más jodida, amigo; y Marcos, el diplomático: que a lo mejor Cabrera prepararía un tereré, que lo de la comida va a demorar un rato.

    EN AQUEL entonces en el Kilómetro 35 hubo unos diecisiete aserraderos, o hasta más. Era todo monte todavía, pero vivía más gente que ahora.

    Los que trabajaban en los aserraderos venían de afuera. Se encontraba paraguayos también —pues yo, por ejemplo, para no buscar lejos— pero la mayoría era gente de Santa Catarina, de Rio Grande do Sul. Muchos de ellos siguen por acá, sin embargo aserraderos no queda ni uno.

    ¿Cómo? Ja, ¡como perro y gato! Cada tanto caía un muerto: una semana un paraguayo, después un brasilero, luego paraguayo otra vez. Y así.

    Alberto tiene 38 años, un cuerpo robusto y una sonrisa que nunca le abandona la cara. Su barriga excesiva parece fresca, recién formada: no ha llegado aún a derramarse por las caderas, piernas y brazos. Sobresale de la silueta, que —mirándola de atrás— podría parecer saludable, hasta deportiva.

    No, pues, qué planificado, se iban a la discoteca, al boliche, se emborrachaban y se pegaban un tiro, una puñalada, lo que fuera. ¿Por ejemplo cómo? Una vez, te cuento, un primo mío se iba al trabajo bien temprano, a eso de las cuatro. Hacía de peón en una estancia, donde los Riquelme. Ahora ve: saliendo del pueblo hacia Saltos de Guairá hay una entrada de tierra a mano derecha, ¿ubicas? Ahí entras y sigues derecho, alarga la segunda e para mostrar lo lejos que queda. Pero pasando esa entrada, ahí mismo a, ponele, veinte metros, había una discoteca, o mejor dicho: un prostíbulo. Bien conocido era el lugar, grande, con luces fuertes, viste, unas luces que le daban a su fachada roja. Llamaba la atención.

    Iban entre tres: ese primo mío y dos tipos más, empleados de la estancia también. Todos a caballo. A uno de esos infelices se le ocurrió entrar al local: amarraron los animales al alambrado y pasaron adentro. Pero como era de madrugada ya, hacía mucho que se había terminado el baile. Todavía se escuchaba algo de música, pero no había nadie; las chicas se habían ido a dormir también. Quedaron no más las latas, la entrada así, mueve las manos como si estuviese nadando, así, inundada de latas de cerveza, y un hombre sentado, como nosotros, en un banquito de madera, tranquilo. Y claro, borracho, borrachísimo, cómo va a estar a esas alturas de la noche.

    Entonces los vagos entran y pasa que efectivamente uno se tropieza con una lata, la patea hacia el brasilero ese, porque brasilero era el hombre. Le llega a golpear o no, no sé, eso no te sabría decir, pero parece que la lata voló hacia él. Mi primo, bueno, ninguno de los tres hablaba portugués. Uno medio que entendía algo, pero el que pateó la lata nada. El rapaz le grita: mira, paraguayo, una vez más haces esto y te voy a agujerear todo, dice. Así le dice, así mismo, pero en portugués, viste, y el otro no entiende. Entran al bar, los muchachos piden sus tres cervezas, y como no hay gente, no pasa nada, las terminan enseguida y se van, qué más, se van a su trabajo. Pero cuando salen, el que se había tropezado con la lata, se vuelve a tropezar, y ahí está tu lío.

    Se nota que Alberto tiene un gusto particular por contar historias a extraños. Y lo hace con gran habilidad: pone énfasis, donde hay que ponerlo, deja pausas de suspenso bien marcadas y responde preguntas un instante antes de que aparezcan en la cabeza del interlocutor.

    O sea: era un cuchillo de esos que venden en el supermercado, para la cocina, viste, así más o menos era, endereza los dedos índices de ambas manos y marca una distancia de unos cuarenta centímetros. Los tres se echaron a correr, pero como aquel que había pateado la lata era gordito, corrió también, pero muy lento.

    —ME TRAJERON escondido en una de esas lanchas que pasan la mercadería entre Encarnación y Posadas —dice Cabrera—. Y sí, medio peligroso, claro.

    —Pero eso ya me habías contado —dice Marcos—. Dime mejor cómo empezó todo esto, cómo fue que emigraste.

    Se decidió por la hermana. ¿No así? ¿Marquito quiere que él le cuente la historia completa? Le parece bien.

    Miniaturas con Javier (1) |

    Una clase de historia

    Era por el 15 de mayo, fiesta patria. Les conté a los chiquillos algo sobre los tiempos de la colonia, luego la declaración de independencia, lo básico. Se me para una alumna: Javier, ¿entonces Paraguay era parte de España?, pregunta. Sí, le digo, pero eso hace mucho tiempo ya. Ella sigue: ¿y nosotros nos separamos por decisión propia? Pues sí, le contesto, fue la gente que vivía acá, en estas tierras, quienes se declararon independientes como el primer país del continente: ves, hasta le quería vender ese orgullo nacional barato —se ríe—. Y ella: ¡pero qué burros que somos!, si fuéramos España, lo vería a mi papá todos los días y no una vez al año.

    Narraciones (2)

    Su madre fue la primera en irse a Argentina. Al pequeño Cabrera lo mandaron a donde un tío, cerca de La Colmena. Allí, el tío Rubén tenía una pequeña chacra, más o menos en la mitad del camino empedrado a Ybytymí. Cabrera trabajó ahí con ellos, Marquito, sembraban algodón, tiempo atrás, se queda mudo un rato, hace cómo treinta años. Se despertaban todos los días a las cuatro y media de la mañana, araban con bueyes, plantaban mandioca y maíz, cuenta.

    —¿Y tu padre? —dice Marcos—. ¿Se fue con la madre a Buenos Aires?

    —El viejo se había ido mucho antes —dice Cabrera— pero con otra.

    —¿Y Mendoza estaba ahí también?

    —¡Gustavito! Sí, y luego se fue con nosotros cuando nos íbamos del campo —relata Cabrera—. Era mayor, me llevaba unos cinco años, si bien me acuerdo.

    —El siempre tan tímido, quietecito —dice Marcos.

    —En La Colmena lo perseguían, las criaturas le tiraban piedras, viste. Por adoptado, pobre viejo. Por alguna razón que nunca entendí a mi no me molestaban tanto.

    Los pequeños arroyuelos aún zigzaguean por la avenida, pero los lechos profundos, esculpidos horas antes por las aguas torrenciales, ya les quedan grandes. La lluvia parece haber pasado, dejando salpicada de rojo la entrada de la casa, te tienes que instalar un canalón, Marquito. Y Marquito, que se lo diga a Daniela, porque la casa es suya, y que escuche mejor qué están diciendo en la radio. La emisora de Tuparendá —un pueblo a unos treinta kilómetros hacia el norte— anuncia en portugués lluvias para toda la semana, junto con el año nuevo que cae el lunes. Más adelante el locutor pasa al precio del dólar (bien cuando crece: más caro el dólar, más guaraníes en el bolsillo), la cotización de la soja en la bolsa de Chicago, la música cristiana (también en portugués) y que el estado de los puentes en los arroyos de la zona está que no se sabe.

    —¿Y vos por qué dejaste el campo? —dice Marcos—. Sabía que te gusta más la ciudad, el movimiento —sonríe con ojos entrecerrados— dímelo, Cabrera.

    —Me gusta más poder comer, Marquito.

    —El precio ya no daba, por algodón pagaban muy poquito, casi nada —Gustavo menea la cabeza canosa con sus ojos apagados bajo las cejas abundantes.

    La casa de Gustavo Mendoza queda en una de las avenidas que parten de la rotonda principal de La Colmena, entre un supermercado y una tienda de electrodomésticos.

    El pueblo creció al pie de la montaña donde las lluvias abundantes caen independientemente de la temporada. En inviernos las calles se mantienen grises y el cielo oscuro. En verano, junto a su vegetación bulliciosa, vuelven los colores. Estos, sin embargo, no le ayudan mucho al paisaje tétrico de pollerías de paredes humedecidas, tiendas de ropa barata, librerías sin libros donde se venden regalos y otras cosas plásticas e inútiles.  

    —¿Cuán poco? —pregunto.

    Se acuerda que —años atrás— uno vendía diez kilos de algodón en la acopiadora y en la despensa de al lado se llevaba una bolsa llena de mercadería. Y que yo mire, que ahora le alcanzaría para un kilo de yerba mate, cuando mucho.

    —¿Y la mandioca, el maíz?

    —Eso ni se diga —corta—. Además en el campo no había ni plata, ni escuelas —dice Gustavo—. Mi padre quería que por lo menos yo en la familia estudiara. Así que me mandaron con don Rubén a La Colmena.

    Fallida la búsqueda, hubo que traer el carbón de la despensa. Ahora que el fuego se estabiliza, Marcos le agrega algunos tablones mojados y gruesos. Cabrera aguanta con la guampa en la mano, tu tereré, Marquito, hasta que Marcos termine de acomodar los cuatro ladrillos que servirán para apoyar la olla, amor, ¿ya está la gallina? Daniela sale de la casa con una bandeja metálica cargada de pedazos toscos del animal congelado.

    —Tu abuelo era italiano, Marquito, ¿no? —suelta Cabrera con descuido—. De Europa, buena vida por allá, dicen —agrega con seguridad, sin la menor duda. Cabrera y Marcos se conocieron no hace mucho. Algo hay que preguntar.

    —Alemán era. Buena vida, ¿y tú crees que se fueron a Brasil de vacaciones? —Marcos, armado de cuchillo, echa el ajo picado de la tabla gastada al fondo de la olla.

    —Por la guerra debe ser entonces.

    —Claro —dice Marcos con tono informativo, deshecho de emociones, típico de quien sabe pero no conoce personalmente— por decirte que no tenían con qué alimentarse, no había pan, no había nada —vuela la cebolla en cubitos, el morrón en julianas; el aceite chisporrotea enardecido.

    El abuelo de Marcos partió de Europa en la segunda mitad de los cuarenta y se refugió en el sur de Brasil. El papá de Marcos, a su vez, se mudó a Paraguay a la edad de veinte años.

    —Pero si alemán, capaz huyó por otra cosa —es Cabrera, con cuidado—. Viste que los nazis hacían barbaridades por ahí. Luego los perseguían, parece.

    —Y qué voy a saber yo, Cabrera, yo nací por aquí cerca, mientras que el abuelo alemán se pudría en Santa Rita. Por terco —ahora los trozos de gallina: agarra uno con los dedos, observa el aceite, ¿será que ya está?, echa uno, sí, bien caliente, echa dos más, su reloj dorado contrasta con el metal ennegrecido de la olla; las gotas de aceite saltan, le queman la mano, a la mierda, inclina la bandeja y la vacía de golpe— así que la verdad que no lo conocí mucho.

    —¿Dices terco porque no quería venirse a vivir con ustedes?

    —Digo porque no quería dejar esa porquería de cigarrillos, Cabrera, tú vas a terminar igual — tomates, para rematar, y una tapa de metal grueso encima.

    —Al final cada uno muere como le da la gana, Marquito —Cabrera con cara de pícaro.

    —Suerte con eso —Marcos, aparentando desinterés, como diciendo: mira Cabrera, no me importa, pero en realidad sí, me importa, amigo.

    LE METIÓ el filo completo en la panza, así le hizo —agarra firmemente el cuchillo imaginario y lo tuerce varias veces en el aire—, así. Los demás pasaron el alambrado, dejaron los caballos, dejaron todo y se fueron corriendo hacia el pueblo.

    Artefactos (1) |

    El tambor

    Es un tambor samorobka, es decir: artesanal, hecho de piel, inclina la cabeza hacia atrás, sonríe modestamente entre divertido y vergonzoso, hecho de piel de perro.

    A medida que va subiendo la temperatura del mediodía, se extingue de a poco la frescura típica de las madrugadas de junio. Tadeo Nita sale al patio con el termo para el mate en la mano. Detrás se levanta la casa grande pero sencilla, con su techo de dos aguas y el piso de tablones viejos. El verdor y la sombra de la enorme planta de mango parecen devorar las paredes claras, recientemente refrescadas. Estamos en los campos de la colonia Fram, dirección: calle B.

    —Mi papá era uno de los primeros para colonizar por acá —empieza Tadeo algo más que serio. Los chorros de leche de vaca que va sacando Irene —su esposa y, a la vez, descendiente de checos— se escuchan con claridad en el perfecto silencio dominguero.

    Antonio Nita —el papá de Tadeo— migró a Argentina a fines de los años veinte del siglo pasado. Después de un mes de viaje en barco, en Buenos Aires se encontró con la crisis mundial de aquella memorable década. Gastó lo poco que tenía, no encontró trabajo y no le alcanzaba para el pasaje de vuelta a Polonia. Se hablaba, sin embargo, que más al norte, en un país llamado Paraguay, había tierra abundante y barata. Se fueron a pie: el viejo Nita y un grupo numeroso de otros emigrantes frustrados, sin un peso en el bolsillo, mil trescientos kilómetros aproximadamente.

    —Ríos cruzaban nadando —cuenta y se yergue en la silla con el rostro orgulloso de hijo del pionero. Él mismo, Tadeo, nació ya en Paraguay.

    —Seguro que Mazalewski se acordaría algo más de aquellos viajes —agrega.

    Mariano Mazalewski tiene su casa en la cabecera de la colonia Fram, bien en el centro. Al mediodía el calor hunde el vecindario en un sueño sonámbulo, el aire parece inmóvil. Los rayos del sol tropical se reflejan en las cúpulas plateadas de las torres de la iglesia ortodoxa. Esta última —¿quién la esperaría por acá?, más acostumbrada a los cuarenta grados de frío en Siberia que a los cuarenta grados de calor en Paraguay— se levanta justo detrás del predio de los Mazalewski.

    —De todo había en este barco: ucranianos, polacos, lituanos, rusos —enumera y se acuerda enseguida de la parada que la embarcación hizo en San Pablo. —Fuimos a dar una vuelta por la ciudad: las calles tan sucias que daba pena mirarlas —Mazalewski retuerce la cara con disgusto— y hediondas que costaba creer.

    Cuenta que tenían mucha hambre después del largo viaje, y lo único que encontraban en la actual ciudad más grande de Brasil eran los bananos verdes. No sabían qué era, pero como parecía algo grande, barato y comestible, compraron un racimo.

    —Eran alrededor de trescientos frutos, no te miento —les sonríe a los recuerdos— se necesitaban cuatro hombres para llevar todo eso al puerto.

    Waclawa Kociubczyk viajó cuando tenía siete años. A diferencia de Antonio Nita, su familia eligió Paraguay desde el principio: en Buenos Aires pasaron directamente al barco que subía por el río Paraná hasta Asunción.

    —La gente lloraba: a dónde nos están llevando, decían, si la comida es tan fea, el pan tan duro —dice y vuelve a la cocina con las manos embarradas de masa para pan, y sus más de noventa años de edad.

    Waclawa conoce Fram por experiencia propia, pero actualmente vive en una sencilla casa de madera, rodeada de un jardín exuberante, en las afueras de Ciudad del Éste.

    (Y por cierto: a la galleta y el coquito —los panificados típicamente paraguayos— todavía se acostumbra dejarlos secar, para así almacenarlos más tiempo en el húmedo clima tropical.)

    El porqué

    Este tipo de tambores se hacía en Polonia en el campo (me lo está tratando de decir en polaco, pero cada tanto le falta una palabra, se queda mirando hacia arriba y, pasado el momento de silencio, conjuga en polaco un verbo español) se hacía en el campo porque, como te digo, el perro siempre hay, y las vacas tenían solo algunos.

    El padre de Waclawa combatió en la primera guerra mundial.

    —Y después de la guerra cualquier funcionario del Estado lo trataba como basura porque era un campesino. Un nadie.

    La anciana lo cuenta tranquila, ya sin rabia, ya son tantos años. Aun así, me pregunta si hoy en Polonia todavía se observa este tipo de divisiones sociales.

    —Nosotros teníamos, qué, unas tres hectáreas teníamos no más. Estudiar era muy caro: para la gente como nosotros, del campo, no había colegios. Así era la cosa.

    —Mi padre trabajó en Alemania desde muy joven —cuenta Mazalewski—. Después de recobrar la independencia en la primera guerra europea —dice europea, no mundial— volvió a Polonia, se casó, vivía tranquilo. Y en el año 1939, cuando estalló la segunda guerra, los nazis ofrecían empleo: buscaban especialmente a los que hablaban alemán.

    Y el padre de Mariano sí, lo hablaba.

    El descendiente de ucranianos Juan Hazevich produce muebles. Para este fin cultiva su propia madera: una amplia plantación de eucaliptos se extiende detrás de la fábrica. Cuando su abuelo caía muerto en la primera guerra —fuese europea o mundial— ¿quién iba a esperar que su nieto llegaría a cavar su propio lago artificial con un islote y un puente ornamental de hierro al otro lado del océano? Y eso que cuando su hijo, el papá de Juan, volvió a donde los suyos terminada la misma guerra, encontró la casa hecha astillas: de su aldea en la estepa ucraniana no quedó literalmente nada. A la familia le tocó vivir tres años en una especie de hoyo bajo tierra, enflaqueciendo paulatinamente por falta de alimento. Cuando se empezaba a hablar de otra guerra, la segunda de las mundiales, el viejo Hazevich no quiso saber nada.

    —Le decían: ¿qué haces?, ¡sos un loco!, deja, tranquilo. Pero mi padre insistió, vendió lo poco que tenía y compró un pasaje a América.

    A medida que transcurría la guerra, a la fábrica donde trabajaba el padre de Mazalewski llegaban prisioneros de la Unión Soviética. Su tarea era limpiar las cabezas de repollo.

    —Esa gente ya había conocido lo que era el comunismo a la rusa, y este no les gustaba mucho.

    Por eso, cuando finalizaron los combates y el resultado fue la subordinación de Polonia al dominio soviético, los padres de Mariano no tenían demasiada prisa por volver a su país. Todo lo contrario: en 1950 decidieron emigrar a Paraguay.

    —¿Ya está grabando?

    Sí, le digo.

    —Mi padre emigró por varios motivos: falta de trabajo, falta de tierra, comentarios del estallido de la segunda guerra mundial —frente a la cámara Tadeo cambia de tono y vocabulario: ahora diserta como todo un locutor televisivo del canal de historia.

    —La cosa era también que nosotros —dice Waclawa— somos una familia baptista mientras que los grandes, la nobleza, y también los que eran responsables por las asignaciones de tierras para los campesinos, pertenecían a la iglesia católica.

    —Querían deshacerse de todos esos ciudadanos no tan deseados, los malos polacos —opina Nita cuando lo dejo de grabar— los opositores, los greco-católicos, baptistas, los grupos nacionales minoritarios.

    De hecho, la tal llamada colonia polaca Fram es mayoritariamente ucraniana. Eso sí: los que llegaban, tenían pasaportes polacos, pero tampoco hubo otros. Antes de la segunda guerra mundial, la parte occidental de lo que hoy es Ucrania hacía de extremo oriental de Polonia. Después del año 1945 el territorio de la Ucrania actual fue incorporado en su totalidad a la Unión Soviética, hasta la disolución de esta última. Uno de los monumentos en la avenida Mariscal López en Fram conmemora el 2011 como el aniversario de los 200 años de independencia de Paraguay y los 20 años de independencia de Ucrania.

    Mazalewski: —Hubo un problema con los ucranianos en el oriente del país. Bueno: hubo un problema con todos los campesinos en general, porque faltaban tierras, pero los ucranianos resultaron los más perjudicados, porque en la República de Polonia de aquel entonces se los veía como ciudadanos de segunda.

    Hazevich: —A nuestros activistas, los nacionalistas ucranianos, les esperaba en el mejor de los casos la prisión y las torturas.

    Mazalewski: —Cuando estalló la segunda guerra se impuso un bloqueo de navegación, suspendiendo a su vez todos los viajes a América. Si no fuera por ello, ¡hubiesen mandado a Paraguay toditos los ucranianos!

    ¿Y cómo sabían?, le pregunto a Tadeo Nita. ¿Sabían qué? Pues, ¿cómo un campesino pobre metido con sus pocas hectáreas en las olvidadas provincias del este de Polonia supo que se podía mudar a Paraguay? ¡Todo el mundo lo sabía! Hubo publicidades en la prensa, eso se propagaba como una epidemia. Todo bien organizado: se trataba de empresas extranjeras —empresa colonizadora se lo llamaba— que compraban tierras en América, o qué sé dónde, y luego hacían su marketing en Europa. Te prometían buena vida, cultivos abundantes, el clima perfecto: un verdadero paraíso terrenal del otro lado del océano.

    ¿Y por qué Paraguay? Porque era el más accesible.

    —Te obligaban a demostrar de cuanta plata disponías —cuenta Nita— y los que tenían más podían irse a Estados Unidos. Luego otros a Argentina, y los más pobres a Paraguay. Y a Brasil, porque eso sí que era monte puro: uno no tenía la menor idea de qué lo esperaba.

    —Nosotros queríamos ir a Estados Unidos, ya estuve aprendiendo inglés —dice Mazalewski—. Pero mi padre tenía 53 años y en Estados Unidos recibían solamente hasta los 35, en Argentina hasta 45. A Paraguay podías venir con 50 y más, con 55 creo. O sea que aquí entraba quien quería.

    El principio

    El perro tenía que ser más bravo para que el tambor tuviese buen sonido, intercala las palabras con muecas tímidas, dudando si corresponde o no reírse con la piel de perro en la boca. Cuando se accidentaba un animal así, se lo sacrificaba, se le sacaba la piel y con ella se hacía el instrumento. Los platillos son de cartuchos, de proyectiles de la guerra del Chaco, viejísimos. Se los aplastaba, se los machacaba bien machacados, y salían como este, planitos, agarra con la mano un pedazo redondo de metal ennegrecido. Los paraguayos lo llaman yaguapiré: yaguá por perro, piré por piel, piel de perro, tambor piel de perro sería.

    Ana Wlosek vive en frente de la panadería Mamushka donde una mujer joven y rubia —descendiente de inmigrantes ucranianos— hornea panes caseros en un molde rectangular, heredado de la tradición. El esposo de la señora Wlosek fue un conocido constructor de trilladoras cuando todavía se las elaboraba en madera. En el patio de la Casa Polaca quedan dos ejemplares.

    —Me acuerdo cómo estuve llorando: mamá, me está picando, le gritaba —dice Ana— y no sabía qué era, no conocía. Porque ahí había mosquito, pulga, mosca, de todo había.  

    En el hotel del colono —un sencillo galpón y a la vez una avanzada edilicia del actual pueblo Fram— todos los huéspedes se encontraban apretados en el mismo ambiente: un revuelo de calor, polvo, insectos y enfermedades tropicales.

    —Encima se tenía que pagar caro por todo eso y nosotros no teníamos con qué.

    El papá de Ana encontró un claro de unos veinte metros de largo al lado de un arroyo. Lo limpió de matorrales y se estableció con la familia en una choza de paja con camas de hojas de palmera.

    —Aquí no había nada: puro monte y monte, y los árboles con troncos tan anchos, que se podía entrar y vivir ahí adentro —Mazalewski no tiene la menor pinta de exagerado: cuenta lo de los troncos con el tono más neutral posible—. La tierra era casi regalada: por valor de una vaca te daban diez hectáreas. Pero eran diez hectáreas de monte cerrado, selva virgen.

    La familia Mazalewski compró quince hectáreas —vaca y media sería—. El joven Mariano trabajaba una semana para el vecino y otra en la tierra de la familia, tumbando árboles.

    —El trabajo era duro, pero no vivíamos mal. Se comía carne: cazábamos los jabalíes, los venados, a veces se le disparaba a un tigre que se acercaba al gallinero —donde tigre es el nombre que en Paraguay se le da al jaguar.

    Después de un año los Mazalewski llegaron a tener cinco hectáreas listas para la siembra y Mariano dejó de trabajar para el vecino.

    —¡Daba lástima echar tanto bosque! —se acuerda Waclawa cuya familia compró treinta hectáreas, tres vacas. —Dolía corazón mirarlo: talaban el árbol, esperaban que se secara un poco, y lo quemaban todo.

    En aquel entonces nadie necesitaba tanta madera, tampoco había infraestructura como para sacarla de la selva y venderla afuera. El Bosque Atlántico de Paraguay desapareció improductivamente, dejando descubierta la tierra: tan roja por lo achicharrada, se podría pensar.

    Junio suele sorprender con fríos. Una que otra noche los termómetros muestran números negativos: la helada quema los plantines de tomate si no están —como los tiene Nita— guardados en el invernadero. Por la tarde puede que llueva y entonces habrá que abrigarse bien, con la gorra y los guantes inclusive —¿quién se los esperaba en el trópico?—, y poner a calentar el agua para el mate. Si —en cambio— el cielo se mantiene limpio, el sol alumbrará igual de fuerte como en verano, aunque el viento fresco del sur nos recordará que estamos ya lejos de la línea ecuatorial. Frente a esta coexistencia engañosa de frío y calor cuesta no resfriarse.

    —Vamos adentro —decide Nita.

    El noticiero del mediodía

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