Staff, Noches en el Continental
Por Iñigo Gurruchaga
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Información de este libro electrónico
Una pintura negra de humanos devorando y amando humanos en el subsuelo de Londres. Lo que vio el portero de noche.
Iñigo Gurruchaga
Born in San Sebastián-Donostia. Lives in London. 'El modelo Irlandés' (Península, 1998), 'Talking to Terrorists', with John Bew and Martyn Frampton (Hurst, 2009), 'Scunthorpe hasta la muerte' (Saga, 2010).
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Staff, Noches en el Continental - Iñigo Gurruchaga
STAFF
NOCHES EN EL CONTINENTAL
IÑIGO GURRUCHAGA
NUARBE BOOKS
Smashwords Edition
Copyright © 2014 by Iñigo Gurruchaga.
All rights reserved.
Published by Nuarbe Books.
London, 2014
nuarbebooks@gmail.com
Table of Contents
Prólogo
Recepción
Nostalgia de Harpo
El reino de Míster J
El comercio exterior de la patria
Esclavos envidiosos
El penúltimo magnate
Mujeres decentes, mujeres indecentes
Esto no es una historia de amor
Esto es una historia de amor
Carne podrida
Happy Christmas
Una transición como otra cualquiera
El robo
Último capitulo
Prólogo
La única duda que nos quedó a Yaya y a mí tras el primer encuentro con nuestro patrón fue si, al meterse la mano por la cintura para remover algo que le inquietaba, lo había hecho por debajo del calzoncillo. Intercambiamos con él cuatro frases abruptas como saludo en una acera concurrida en el centro de Bilbao y caminamos hacia el cercano edificio del periódico, convencidos de que aquel meneo era un mal presagio.
Entre la variedad de patrones de la prensa que he conocido, aquél destacaba porque su más conocida relación con periodistas —antes de comprar los restos del naufragio de aquel diario que ahora me contrataba— era la de liarse a puñetazos con unos colegas a la salida del juzgado en el que se dirimió uno de sus pleitos, y acabábamos de verle tocarse los huevos.
En unos cuantos meses el periódico estaba ya en su agonía. La plantilla era una mezcla de abertzales vascos que se reciclaban en la sociedad burguesa y antiguos empleados que no tenían más ambición que preservar su salario y su posición en aquel negocio podrido. Además había alguna pluma notable que iba de periódico en periódico sin encontrar la manera de ganarse la vida, y un misterio, el de los dos aviadores, periodistas madrileños especialistas en tratar con los poderes mayúsculos. Volaban a provincias cada lunes ataviados ambos con unas cazadoras de cuero con cuello de borrego. Aquella mezcla no cuajó y, tras no publicar nada relevante desde su primer número, el patrón cortó el grifo. No cobramos una nómina.
Entonces se ejecutó el golpe editorial que se anticipaba en nuestras conversaciones. El director abertzale fue destituido y se anunció el nombramiento del aviador más célebre. Un jefe de redacción de intelecto gris y hábitos crueles se acercó a mi mesa para decirme que a partir de entonces tendría que trabajar también los fines de semana, y sin la seguridad de que fuera a cobrar. Por la tarde, vino el aviador principal a verme y me propuso algo que habría intuido como mi soñada ambición.
—¿Te gustaría dirigir una sección de cultura con ce mayúscula en vez de la que hacemos ahora con ka minúscula?
El aviador era un mayúsculo intelectual. Le dije que no se podía trabajar sin pago y me respondió que estaba intentando conseguir fondos para relanzar el periódico.
Aquella noche, cuando regresé para trabajar en el cierre de la sección, me extrañó el silencio y concentración de los que estaban en el ala que se divisaba desde la puerta lateral de acceso. Cuando llegué al centro de la redacción, entendí porqué se había congelado la atmósfera en aquel antro habitualmente ruidoso: el patrón se había sentado en el despacho del director, estaba en mangas de camisa guiando la edición del diario. Me di la vuelta y me fui a casa. Al día siguiente, recogí mis bártulos y me marché.
Tenía curiosidad por casi todas las cosas del mundo, la habilidad para escribir con rapidez el número de líneas que me pidiesen, un currículum que provocaría risa en cualquier negocio y unos pocos miles de pesetas. Todas mis pertenencias cabían en una bolsa.
Marta estaba en Londres, viviendo en una habitación que compartía con Piru, y me animó a ir allí, donde sería acogido en la casa que alquilaban unos periodistas ingleses a otros colegas que se habían marchado un tiempo a Brasil.
No sabía inglés. La única frase que podía pronunciar con más o menos acierto era un verso de una canción muy vieja de Bob Dylan: «The answer my friend is blowing in the wind». Requisé en casa de mis padres el manual de Inglés para españoles de Basil Potter y lo leí durante una noche de travesía por las carreteras de Francia, en el autobús de la línea Algeciras-Londres al que me subí en San Sebastián. Tras cruzar el canal de La Mancha en un ferry, un aduanero inglés me preguntó por el motivo de mi viaje.
Mi única relación con una persona inglesa hasta entonces había sido con un profesor que intentó enseñar su lengua a cincuenta alumnos de sexto del antiguo bachillerato, en un colegio de hermanos cristianos cuya brutalidad me espantaba desde el día en que salí de sus aulas. Era un hombre alto, con un rostro pálido y sonrosado, unas patillas que nos parecían extravagantes. Caminaba con zancadas muy largas y nos mostraba una cortesía que nos pareció cómica. Liberados del yugo de los hermanos y de sus cómplices seglares, nos comportamos con él como salvajes. Nos tronchábamos de risa cuando borraba el tablero con un paño que llevaba en su maleta y, cuando le explicamos el uso del borrador de fieltro, demostró a la clase que era un instrumento nocivo, porque aireaba la tiza, que manchaba la ropa y contaminaba los ojos, las fosas nasales, la boca. Sólo duró aquel año en el colegio. Quizás había regresado a su país, quizá lo echaron porque era incapaz de someternos. Sentía simpatía hacia los ingleses a través de aquel hombre que nos pareció tan ingenuo y que en un breve episodio nos había enseñado que tenía sus propias ideas sobre cómo hacer mejor las cosas cotidianas que suponíamos indiscutibles.
El aduanero me pidió que le mostrase el dinero para pagar mi curso de inglés. Me preguntó más cosas que no entendí. España no pertenecía a la Comunidad Económica Europea y las autoridades británicas daban visados para seis meses de estancia a quien demostrara su intención de residir en el país para estudiar su idioma. Pero el aduanero selló mi pasaporte con un visado de dos meses. Sería culpa de Basil Potter, o la venganza soterrada de aquel profesor de inglés a quien acosamos por su inusual cortesía, o que mis pesetas convertidas en libras no daban para más.
Marta y Piru me recibieron con otra mala noticia. Vivían en su casa, en el barrio de Brixton, dos hombres y un matrimonio con una niña pequeña, y el anuncio de que la habitación del piso superior iba a ser ocupada temporalmente por tres personas no había sentado bien.
El marido de la familia se había empeñado en convocar reuniones de los residentes en la casa para debatir asuntos de la convivencia y sobre ellas escribía un acta. Leí aquella colección de apuntes, que contenía resoluciones graciosas: «Como en la casa se habla portugués y español, debatimos sobre si se debe hablar en inglés en la cena o cuando vemos juntos la televisión. Se decide que cada uno hable el idioma que prefiera». Uno de los periodistas tenía a su familia en Brasil y el otro era soltero. Eran más libertinos, pero el redactor de aquellas actas era un funcionario municipal de personalidad meticulosa.
Tras la reunión, en el atardecer del mismo día que llegué