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Ráfaga de viento
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Libro electrónico644 páginas23 horas

Ráfaga de viento

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El hombre surca la vida a bordo de una nave forjada en sus primeros años. Es en el alma tierna del infante donde se graba a fuego la primera descripción de la realidad en consecuencia con su entorno. El ser humano se forma en casa y su formación lo predestina, nublando las más de las veces su libre albedrío.
Cuando las experiencias van probando que la nave resulta ingobernable por haber sido concebida para una realidad distinta, el libre albedrío y la voluntad se suman en el intento desesperado de remodelar los conceptos aprehendidos en la infancia, en una lucha casi siempre destinada al fracaso.
El protagonista de este relato debió sufrir más de cinco décadas de colisiones con su destino para comprender que son sus anhelos lo que lo determina, no su historia. Debió entender que nos es la barca lo que define la meta, sino aprovechar el viento pero, ¿a dónde ir cuando todo se ha vuelto lo mismo?
Ser hombre, ser barca, ser mar; de pronto todo resulta igual. Mejor ser viento, ráfaga de viento...

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 ago 2014
ISBN9781311477439
Ráfaga de viento

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    Ráfaga de viento - Francisco J. Marín

    Introducción

    A Fray José Luis María Martí, Xochimilco, D. F.

    Hermano Luis:

    Acabo de regresar de la ciudad de Reynosa, tuve que llegar ahí para comprender que atravesar la frontera de manera ilegal no es tan fácil como creía. Los polleros que contacté me piden una cantidad que no tengo, ellos suponen que puedo pagar más y me presionan a proporcionar datos de la familia para llegar a un arreglo; además, al otro lado no tengo con quién llegar, ¿qué haría sin más que una muda húmeda de ropa, sin conocer a nadie, sin casa, sin trabajo? Esa no es la solución.

    Según mi plan de vida en emergencia, este es el fin; espero sólo sea en metáfora, porque lo último que la vida me ha enseñado es que debo vivir. Lo que he escrito en muchas hojas es un análisis de conciencia, por mis conclusiones te puedo afirmar que soy y he sido el resultado de circunstancias adversas, gran parte de ellas sembradas por personas. El escrito, pensado con detenimiento durante años, me libera interiormente, pero mi realidad me tortura y me presiona a lo indecible.

    Es por eso que hoy me encuentro de regreso en el Estado de Guanajuato, cerca de la gente y el lugar donde empezó el principio del fin. Prefiero estar aquí, pase lo que pase. El antídoto al temor es saberse inocente; aunque rebelde, digno. Y no solo acerca de lo sucedido en San Miguel de Allende, sino en toda la vida, la misma que tú y yo compartimos en la infancia.

    Hermano, hoy, convencido de que salvo raras y explicables circunstancias, todos en el mundo somos el resultado de lo que desde pequeños hemos vivido, con este relato llego a la conclusión de que para mí, para ti, para todos, desde entonces todo empezó.

    Sé que difícilmente podrás disponer del tiempo para leerme, varios cientos de hojas escritas por un improvisado escritor circunstancial en busca de sanación son muchas; me conformo con que se encuentren en tu archivo; el relato es fuerte, hasta a mí me impresiona. En su momento traté de retomar las ideas para no ser tan áspero, tan crudo, sobre todo en la catarsis de la parte final; pero todos esos adjetivos tienen sustento en algún lugar del relato y nada debo cambiar; la verdad no tiene sinónimos.

    Hoy veo ese final como una especie de autoprofecía cumplida. Recordarás lo que aventuradamente especulé en mi apartamento de Comonfort… Hoy está hecho realidad.

    He vagado por muchas partes como ráfaga de viento sin llegar a algún lugar. Esa locura de inestabilidad me enfrenta a convertirme sin querer en detective de mi conciencia. He descubierto que no solo estos días, sino siempre, he vivido en una especie de infierno terrenal. No abuso ni exagero acerca de lo que digo, no me aventuro con señalamientos sin fundamento, hablo con la verdad que en muchos casos aún es posible comprobar. Por cierto, que ante la falsedad de la justicia yo soy nadie, la falta de respuesta al señalamiento que le hago al Gobernador de Guanajuato lo prueba:

    Esa es la verdad que no puede ser soslayada por recovecos legales ni patrañas de la abogacía, léalo o no, la verdad es la verdad y es esta. Se la entrego a usted, a la familia que perdí, a quienes ya no son mis amistades, a la opinión pública.

    Hermano Luis, es claro que si me leyeran conocerían la verdad y al menos enfrentarían lo corruptos e hipócritas que son al torcer la justicia, pero sus razones tuvieron.

    En paralelo, la única diferencia con lo que me sucedió con mis consanguíneos es el tiempo de duración. Con ellos, antítesis del concepto familia, el mal es permanente; casi toda la vida. Hoy espero se haga efectivo mi derecho a ser alguien para exigir una respuesta de ellos, me refiero a nuestro padre y sus dos primeros hijos —él y ella—. Si bien la justicia terrenal suele ser falsa, la divina, aun en la tierra, tiene que ser verdadera. No más aquella frase tan gastada: no juzgues a tus mayores. No, hermano, porque es así como protegen sus abusos y traiciones, es así como confunden y manchan el nombre de Dios verdadero usándolo como escudo. Si Dios es amor, Dios es verdad, y la verdad no tiene contubernios, edades, jerarquías ni parentescos; así como ellos, apoyados en las leyes mercantiles, exigen claridad en sus transacciones comerciales; yo, avalado por las más elementales leyes de humanidad, espero una respuesta clara.

    Descubrir los últimos vestigios en el fondo del oscuro baúl de mis recuerdos —bondades del insomnio— alarga cada vez más el final de esta historia. En ella casi todos los nombres son reales, algunas importantes excepciones son don Josué y Josué junior. Hay otro, Gertrude, quien en donde quiera que se encuentre aún lleva un pedazo de mi corazón, después de ella… crecieron las llamas del infierno. Para nuestra abnegada madre, la heroína de esta historia, el ser humano más bueno de la tierra, el nombre es mamá. Para no escribir en primera persona ni mencionar mi nombre escogí Pablo, porque me he hecho a la idea de que un rayo me tumbó de la cabalgadura, y al caer una voz me dijo que la religión de los fanáticos es una droga nociva para la mente.

    Por cierto, ya me sacudí de aquella droga que eventualmente me aprisionaba, la que defendí como inofensiva y natural, la que alteró mi conciencia y destruyó mi vida. ¡No más drogas para mi organismo, y menos para mi mente! Para ti, hermano Luis, escogí Francisco, porque al parafrasear a Rubén Darío en su poesía al santo de Asís, siempre llega a mi mente como un símil de mi historia.

    Para terminar, deseo pedir perdón a tantas y tantas personas, a quienes a lo largo de mi vida, en tantos tiempos y lugares, mi conducta social y humana, de una u otra forma, dejó mucho que desear, razón por la cual hoy vivo en extrema y merecida soledad.

    A mi hijo, a quien ahora entiendo que con mis actitudes llevé por el camino equivocado, a quien adoro, a quien le digo que aún hay tiempo para que desde hoy caminemos juntos en busca de la verdad y la libertad. A Silvylú, su madre, quien ¡gracias a Dios! nunca se quebró.

    Hermano, me disculpo contigo en representación de todos ellos, no por quien eres para mí ni por lo que haces para los demás, más bien porque con tus actitudes hacia mí me has hecho confiar en ti; pero sobre todo, por que fuiste uno más de esos cinco hermanos a quienes se nos impartió una educación especial. Por esa razón creo que tú sí comprenderás que no me justifico, que a nadie culpo por tener la sensación de haber despertado con un agrio sabor de boca al recordar todos los errores que cometí en la pesadilla que soñé, ¡viviendo!

    Antes de la etapa de uso de la razón accedí a un mundo confuso que nunca supe discernir. Las palabras culpar y justificar son las jugadas claves en el deporte de la retórica, aderezo de la hipocresía. Por eso te aclaro que a nadie culpo por sentirlo ni a mí por decirlo, pues mi conciencia no está en venta, solo me atengo a mi propio derecho de buscar explicaciones para apaciguar a un demonio dentro de mí que exige respuestas, en especial a una pregunta: ¿por qué siempre fallé, en cada decisión importante de mi vida?

    La respuesta no es simple, pero de entrada descubro que malbaraté mi existencia confiando en divinidades malinterpretadas, por lo tanto falsas. ¿Por qué siempre traté de ser la réplica de alguien? ¿Por qué nunca fui yo mismo? ¿Por qué jamás descubrí mi propio potencial? Nunca supe quién era, a dónde iba, ni qué quería. Detectar el problema es ya un avance, así lo siento; sin embargo, te soy sincero, mi disfuncionalidad en la sociedad que adora a un solo Dios, el dólar, y sus métodos para llegar a Él, me vuelve a la realidad de que aún no sé quién soy, qué quiero, ni a dónde voy.

    Hermano Luis, esta historia es una carga muy pesada que debo soltar ya, antes de hundirme con ella. Al dejarla en tus manos empiezo una nueva vida. Si decides adentrarte en ella ten cuidado, también para ti podría ser un rayo que te tumbara y te hiciera ver la vida de otra manera. Mientras tanto, hermano Francisco, yo me quedo en el monte, me quedo en el risco. Seguiré en busca de mi libertad.

    Tu hermano Pablo.

    Primera parte

    I - Otro lugar

    Había sido difícil sonreír, pero lo hizo tantas veces como fue necesario. Era su último día de convivencia con José Alfonso, su pequeño hijo. Había sido un día muy agitado.

    Por la mañana esa familia, mínima por el número de sus integrantes, paseó reconociendo los lugares interesantes del zoológico de la ciudad de León, Guanajuato, retozando con el pequeño que, entre jaula y jaula, se esmeraba en demostrar a mamá y papá sus últimos avances como ciclista de casi siete años de edad. Aún faltaban cuatro días para su cumpleaños, el 10 de septiembre de 1998.

    Silvylú era a todas luces una madre responsable, también excelente en su profesión como maestra de ballet clásico. El orden formaba parte de ella. Como siempre en esos casos, se había encargado de organizar por adelantado la celebración del cumpleaños del pequeño pues papá debía emprender un largo viaje esa noche.

    Pablo era pasante de arquitectura con un currículum abultado a lo largo de quince años. Por alguna razón su trayectoria profesional había transcurrido llena de cambios y vacía de constancia. El cachorro —como les gustaba llamar a José Alfonso— había sido informado previamente y de manera adecuada por sus padres.

    El niño se la pasó de maravilla en compañía de cinco de sus compañeritos de clase. A juzgar por la cantidad de regalos recibidos, la fiesta había resultado un éxito. Después de la celebración, que se llevó a cabo en el McDonald’s de la Plaza Mayor, regresaron a casa.

    Silvylú y Pablo fueron pareja viviendo bajo el mismo techo hasta el tiempo en que su pequeño tenía cuatro años, después aparecieron las circunstancias que los llevaron a la separación. Entonces acordaron siempre tratar de ser razonables en sus conductas en beneficio del cachorro.

    Ya en casa, los tres compartían el momento de abrir los regalos y tomar las fotos, actividades que el pequeño disfrutaba con eufórica intensidad.

    Poco después llegó el tiempo de bañarlo y luego arroparlo, envuelto como taco en la enorme toalla. El convivio continuaba entre risas, cosquillas y carcajadas al frotar en su cuerpecito la crema humectante para después meterlo en el pijama, ponerse cómodos e iniciar la acostumbrada sesión de lectura. Esa vez tocaba leer la parte de los atardeceres que tanto le gustaban al personaje de la novela El Principito, justo como los dos lo hacían cinco años atrás, desde aquella ventana de su apartamento en Playas de Tijuana que se orientaba al oeste, con vista directa al horizonte del Océano Pacífico.

    El pequeño José Alfonso aseguraba recordarlo todo aunque en ese entonces recién aprendía a caminar. Durante la lectura el pequeño quedó dormido de pronto sobre el brazo izquierdo de papá, como se esperaba que sucediera. Pablo lo observó unos instantes con el pesar de saber que el tiempo se le acababa. Aprovechó para besarle suavemente la frente y las mejillas por última vez, imaginando lo mucho que lo iba a extrañar.

    Repentinamente el escandaloso claxon del vehículo que se estacionaba en la puerta de la casa despertó sobresaltado al pequeño, era el taxi que llevaría a Pablo a la central de autobuses. Habían pedido advertir al conductor que evitara esa práctica, pero bueno, así son las cosas algunas veces; en consecuencia, los atribulados padres enfrentaron momentos difíciles.

    Pablo sintió que se le estrujaba el corazón al percibir el llanto del pequeño sonando diferente; el sentimiento con que lloraba le decía algo que no podía descifrar, pero que sabía que recordaría durante mucho tiempo. Escucharlo y sentir la fuerza con la que el pequeño lo abrazaba en claro intento de impedir su partida lo estaba consumiendo. Lo abrazó y lo volvió a besar; después de todo, sería la última vez que pudiera hacerlo en mucho tiempo. Con un nudo en la garganta y con la ayuda de su mamá logró desprenderlo de sí para abordar casi en huida el taxi, que ya para entonces había insistido con el escandaloso sonido de sus cornetas.

    Pasó la noche en blanco viajando en un autobús a Monterrey y al mediodía abordó un vuelo con destino a Houston. En el trayecto muchas ideas y recuerdos pasaban por su mente, la idea de que a sus 43 años su vida aún pareciera una lista de preguntas sin respuestas, casos, circunstancias y sentimientos que se repetían. Como una cinta de película, en el centro de su cráneo reproducía el pensamiento que desde su primera infancia quedó cautivo en su memoria; venía de muy lejos, cuando vivían en los alrededores de la basílica de Guadalupe.

    Los dueños de un corral de vacas eran los ricos del vecindario. Permitían pasar a los niños de los vecinos a acuclillarse en el frío piso de la sala para compartir la tecnología de punta. En uno de los primeros aparatos de TV que existieron, junto a algunos hermanos, veían el programa de un trailero que se llamaba Mike Malone, otro programa del que no podía escribir ni recordar sus detalles pero que sonaba como aibanjó, y algunos más. Sin saber precisar en qué programa, ahí conoció y comprendió el significado de la palabra suicidio. Pablito quedó impresionado por la decisión del protagonista de aquella serie o novela. Esa vez, mientras caminaba de regreso a casa, su pensamiento mezclado con su imaginación se colocaba en el lugar del suicida de la tele.

    Yo en su lugar mejor me habría ido a vivir a otro lugar y así empezaría una nueva vida, reflexionó aquella vez, recorriendo con la mente tantos lugares del mundo como entonces podía imaginar. Pronto su curiosidad por la geografía lo llevó a leer acerca de Australia y le fascinó por su historia, su fauna y sobre todo su interesantísima lejanía, lo que le hacía pensar que ese país continente era el lugar ideal para olvidar los posibles motivos que algún día lo hicieran enfrentar una drástica decisión. Era realmente otro mundo, como para empezar en verdad una nueva vida.

    De pronto la sensación de desaceleración e inclinación frontal del avión le avisó que el vuelo estaba llegando a su fin; durante el descenso, entre claros y nubes intermitentes, se distinguía la inmensidad de la zona urbana, sus amplias vialidades y, a lo lejos, la impresionante área de rascacielos de la Ciudad Espacial.

    Ya en tierra su preocupación aumentaba. Al acercarse a la revisión aduanal sentía pánico ante la posibilidad de que con solo la mirada, como le habían dicho, el funcionario aduanero adivinara sus intenciones de quedarse a trabajar como un indocumentado más; pero todo salió bien.

    Al poco tiempo estaba más relajado, lidiando con su pesado equipaje por los andenes del Aeropuerto Internacional Bush. Poco después un vuelo urbano de 15 minutos lo colocó en Ellington Field, en donde lo esperaba su nueva familia. Ellos eran Hermelinda y Agustín, que de alguna manera podían ser considerados familia ya que Agustín era sobrino de Silvylú y por lo tanto primo del cachorro.

    Hermelinda era invidente, algo mayor que Agustín. Sus hijas Anita y María José tenían unos 15 y 12 años respectivamente. Agustín se había ofrecido a recibirlo y ayudarle a conseguir empleo, como normalmente sucede entre los familiares o amigos de quienes emigran a los Estados Unidos.

    El siguiente día fue lunes feriado por ser día del trabajo y toda la familia salió de paseo a visitar la isla de Galveston, el battle ship, que es el viejo acorazado Texas convertido en museo después de servir en las dos guerras mundiales, y para terminar una pasadita por el centro de Houston. Esa vez los acompañó Alfonso, familiar político y amigo íntimo de la familia. Fueron él y su exesposa Francisca quienes a su vez recibieron a los Velázquez tres años atrás.

    La siguiente semana fue muy larga para Pablo. Aún no llegaban los documentos falsos con los que podía empezar a buscar un empleo. No había alternativa y tuvo que pasar casi todo el tiempo dentro del apartamento de los Velázquez, que se encontraba en el vecindario de Nassau Bay, a solo unos metros de los límites del área de la NASA.

    Hubo mucho tiempo para platicar con Hermelinda. Ella, por su condición de invidente, no acostumbraba salir de casa; el teléfono era su herramienta de trabajo. Cuando encontraron que tenían características en común supusieron que serían buenos amigos; ella era licenciada en comunicaciones y para entonces se había relacionado con algunos conductores de los medios televisivos locales. Con satisfacción contaba que, después de varios intentos, finalmente había sostenido una charla telefónica con el director general de noticieros para los Estados Unidos y Latinoamérica de la cadena Telemundo, Raúl Peimbert. Para Pablo fue grato presumirle que Raúl había sido su compañero en la pensión de estudiantes en Xalapa, Veracruz, donde ambos vivieron en 1980.

    —Fue entonces —abundó Pablo—, cuando Raúl se inició como director de noticieros en el canal 4+ TV, el canal oficial del gobierno del estado.

    Cohabitar con los Velázquez implicaba cierto grado de incomodidad, pues los cuartos de baño estaban dentro de las habitaciones. Pablo dormía en el viejo sofá de la sala y le resultaba un tanto estresante violentar la privacidad de una habitación para usar el baño.

    Pablo se apresuraba a aprender y practicar el idioma por medio del material didáctico conseguido en la biblioteca municipal. Cuando estudiante, el inglés siempre le pareció una materia fácil, pero le bastó con ir a la tienda más cercana a comprar el periódico para comprobar que ahora el caso era distinto. Hermelinda, en cambio, en solo tres años ya lo hablaba bastante bien. Por supuesto que era la encargada de las relaciones públicas de la familia. Diariamente se le escuchaba opinar al aire vía telefónica para alguna radiodifusora hispana, y aunque nada de eso le redituaba beneficio económico, era ella quien llevaba los pantalones en la casa.

    Tan pronto llegaron los documentos de Pablo ella hizo de agencia de colocaciones. Lo comunicó con un ex patrón de Agustín, don José.

    Don Pepe era un empresario mexicano, dueño de un par de restaurantes de nombre Mely’s. El nuevo indocumentado ya casi tenía su primer empleo. Después de las preguntas convencionales acordaron entrevistarse a la brevedad en el restaurante de la ciudad de Pearland. El probable patrón le advirtió que de ser aceptado debería vivir en esa vecina ciudad en una traila, como llamaban a las casas rodantes, por lo que le pedía ir preparado con ropa suficiente para quedarse cinco días.

    Al colgar se llevó una contradictoria sorpresa. Hermelinda, quien por supuesto había escuchado todo, le advertía que aún no debía aceptar ese trabajo, solo hasta que su Agustín estuviera informado y de acuerdo. No tenía sentido esa exigencia, ¿cómo ignorar la posibilidad de trabajo que había venido desde tan lejos a buscar? ¿Por qué razón lo ayudaba a conseguir el empleo, y cuando al fin lo tenía no le permitía aceptarlo? Después de argumentos y súplicas sin llegar a un acuerdo, contrariado comenzó a marcar el teléfono del restaurante con la intención de disculparse y cancelar la entrevista, pero al momento recordó a Alfonso, el hombre con quien pasearon el día de asueto. Parecía ser una buena persona. No lo pensó mucho y prefirió marcarle con la intención de ser tan breve como fuese posible, pues Hermelinda, con la mirada perdida pero la atención fija, lo escuchaba todo, justo frente a él.

    Cuando lo tuvo en la línea logró explicarle la situación con tres palabras, hasta tuvo la impresión de que su interlocutor entendía demasiado rápido lo que le estaba pidiendo.

    —Yo te llevo, ya baja al estacionamiento, voy por ti de inmediato —le dijo interrumpiéndolo.

    Esa era justo la ayuda que necesitaba. Por lo demás, dentro de lo difícil que resultaba, Pablo trató de componer las cosas con la señora de la casa mientras se acercaba a la puerta de salida. De todas maneras ella quedó balbuceando rabietas.

    Durante el trayecto Alfonso le contó que recientemente se había divorciado de Francisca, la hermana de Hermelinda.

    —Ella tuvo todo que ver en la destrucción de mi familia —decía triste cuando recordaba a sus dos hijas ausentes—. Lo menos que trates con ella será mejor —fue su recomendación.

    Al fin llegaron a su destino y pronto se encontraban los dos sentados en una mesa del restaurante con don José. Él, quizá un poco más joven que Pablo, era de lento caminar y pausado para hablar, y llamaba hijo a todo aquel que fuera su empleado con el inconfundible acento de los habitantes del D.F.

    Cuando el patrón terminó de explicar los detalles del trabajo, Pablo estuvo de acuerdo y quedó contratado. Acompañó a Alfonso de regreso al auto para recoger su maleta y agradecerle la ayuda. Minutos más tarde se encontraba solo, suspirando una nueva experiencia en el local anexo al restaurante, inmiscuido en el proceso de remodelación, rodillo en mano, pintando una pared entre latas de pintura, herramienta, equipo para construcción y otros materiales.

    Al otro lado del muro divisorio de tabla-roca aumentaba gradualmente el bullicio de los comensales, que puntuales, a las cinco de la tarde asistían al lunch y llenaban el restaurante a su máxima capacidad. Esa fue una tarde muy larga, en la que se vio interrumpido varias veces por empleados que lo veían como bicho raro. La apariencia física de Pablo no cumplía con el estereotipo del mexicano o latino trabajando de ilegal en los Estados Unidos, y eso llamaba la atención del resto del personal, que con cualquier pretexto se hacía presente para formularle todo tipo de morbosas preguntas personales.

    Más tarde, esa noche, conoció a Prisciliano, hombre joven de unos 30 años de edad, procedente de la ciudad de Querétaro, con quien en lo sucesivo haría mancuerna para trabajar en la remodelación y cohabitar en la traila.

    La hora de salida del trabajo fue cerca de las once de la noche. Como el vehículo solo contaba con una cama, a Pablo le tocó dormir en el suelo, aunque lo que se puede decir dormir le resultó imposible; el calor, los mosquitos y los bichos que salían de algún lugar para aparecer en la alfombra eran insoportables.

    La rutina a la que tenía que acostumbrarse empezaba muy temprano. Ellos dos eran los primeros en llegar al restaurante, a las siete. Poco después comenzaban a llegar gradualmente los empleados de la cocina, según sus cargos y actividades, y atendían los preparativos para abrir al público a las once. La hora de salida no estaba especificada, pero normalmente pasaba de las diez de la noche cuando iniciaban la caminata de casi media hora a la traila.

    Prisci se manejaba con mucha soltura y algunas veces hacía lo que le venía en gana, pasando incluso sobre las órdenes del patrón. Una vez don José llegó como a las dos de la mañana, Pablo despertó primero y el patrón le dijo que los necesitaba a ambos para sacar un mueble de la bodega que tenía a unas quince millas de distancia. Espabilándose, Pablo subió de inmediato al auto, pero Prisci no llegaba. Por órdenes del patrón fue a apresurarlo, pero él seguía en su cama como si nada pasara.

    —¡Dile que no esté chingando, qué me deje dormir! —fue la respuesta, emitida a un nivel sonoro tal que no hubo necesidad de repetírsela al patrón.

    Así que, acatando las ordenes de Prisci, el patrón solo dispuso de Pablo para realizar el incompresible trabajo; por su parte, él se limitó a obedecer, entendiendo que era la diferencia entre tener o no un empleo. Estaba enterado, como todos los empleados, incluida la esposa del ejemplar matrimonio católico, de que la hermana de Prisci, Alejandra, era amante del patrón; básicamente por esa razón ella era la mánager del área de cocina en el otro restaurante, en la ciudad de League City.

    En el trabajo Pablo ponía siempre su mejor esfuerzo, haciendo méritos para continuar al menos unos cinco años de esa manera y generar el ahorro que le facilitara el regreso a su país. Por esa razón trabajaba duro y buscaba la manera de hacer un poco más.

    Su trabajo había superado las expectativas del patrón, aportando nuevas ideas que se llevaron a la práctica y mejoraron en mucho el proyecto inicial. La idea del patrón era tapizar algunos muros con hojas o láminas de hielo seco, lo que pretendía era dibujar en esa superficie formas de piedras sin más relieve que las juntas que las definieran. Meses antes Pablo había hecho algunos ejercicios acerca del concepto tridimensionalidad, durante su último fallido intento por titularse con maestría en diseño; por esa razón, por propia iniciativa eligió un bloque de ese material, el más grueso que había, y lo trabajó de tal manera que pareciera piedras reales. Fue un trabajo de escultura hecho con un cautín como única herramienta. Fue muy tardado y el humo que despedía el material al ser trabajado era molesto y sin duda dañino, pero el resultado final modificó el proyecto del patrón.

    Don José regresó las láminas de ese material y en su lugar hizo traer bloques, y así surgieron más ideas. El dueño contrató a Timothy, un artista pintor, para conferirles realismo a los diseños por medio del color. Durante el proceso los patrones recibieron de visita a otros restauranteros, gringos amigos suyos de la ciudad de Waco. Don José los invitó a ver el proceso de remodelación y ellos se mostraron impresionados por el concepto.

    —Excelente trabajo, José, tienes que prestarme a tus artistas —dijeron los señores.

    Cuando se presentaron con Pablo trabajaba solo, y mientras lo hacía ponía atención tratando de captar, traducir y entender algo de la conversación que sostenían en inglés. El patrón decía que la idea era suya y que Pablo simplemente la había sabido interpretar.

    Por esos días don José le dijo que sin duda él era la persona que requería como supervisor general de sus sesenta empleados.

    Fueron sus mejores tiempos en ese empleo y pasaron rápido, por fortuna coincidieron con el último anuncio oficial en los medios de que en el estado de Texas era posible obtener una licencia de manejo aun careciendo de número de seguridad social. Prisciliano se encargó de gestionar el permiso del patrón para que salieran ambos a realizar los trámites, que resultaron un éxito. Contar con licencia de manejo en los Estados Unidos es un gran avance para un indocumentado.

    Prisciliano y Pablo frecuentemente comentaban acerca del excesivo trabajo al que eran sometidos. Se pasaban, especialmente Pablo, los días encerrados en el área de trabajo, así que, suponiendo que el patrón sería benévolo y comprendería, decidieron proponerle definir el horario de labores. Esta vez confiaba que por su trabajo el patrón sería comprensivo y aceptaría, por eso fue el encargado de llevar la palabra.

    El resultado fue inesperado y muy malo, pues no solo les aumentó el trabajo, sino que le advirtió a Pablo que ya era hora de que pagara una renta mensual por usar su traila.

    Días después el patrón llevó dos hombres sucios y malolientes que recién habían atravesado la frontera. Les urgía un baño y un buen descanso tras haber caminado largo tiempo a campo traviesa detrás del pollero. El personal de cocina se formaba principalmente por mexicanos y centroamericanos, traídos de esa manera por don José a vivir su sueño americano.

    Uno de los recién llegados era cuñado de Prisciliano y él compartió la traila con ellos en lo sucesivo. Los cuñados juntos eran dinamita pura, sus borracheras solían prolongarse hasta las madrugadas, así que dormían poco, y cuando por fin lo hacían emitían ronquidos insoportables. Una vez, poco antes del amanecer, el cuñado se levantó a orinar. Pablo notó que se movía como autómata y se disponía a hacerlo ahí mismo, dentro de la traila. Trató de advertirle, pero fue imposible. El hombre seguía borracho e inconsciente. Durante el día se comentó el asqueroso suceso, y los jóvenes le advirtieron a Pablo que tomarían represalias en su contra en caso de que lo dijera el patrón; pero él no se intimidaba y no podía soportar esa rutina de vida, así que decidió hablar con don José.

    —Qué bueno que me lo digas, hijo. Hoy voy a hablar con ellos, pero también quiero que sepas que, si tengo que decidir por alguien, será por Prisci y no por ti; tú ya sacaste la uñas con eso de un horario fijo, ¿de qué derechos me hablas con ese estatus migratorio?, aquí se trabaja como yo diga…

    La arenga continuó, argumentando además su desacuerdo con que Pablo hubiera usado la máscara de seguridad al trabajar con el cautín y algunos productos solventes cuyas instrucciones así lo recomendaban. Finalmente le hizo saber que ya no lo necesitaba y que a partir de ese momento estaba despedido. Debería regresar el día de pago para recoger su último cheque.

    Después de diez semanas de trabajo, Pablo volvía a estar desempleado. Las implicaciones de esa nueva realidad lo tenían permanentemente preocupado. Suspender el envío mensual de dinero para apoyar a su hijo sería doloroso. Esperaba encontrar algo antes de que eso tuviera que suceder.

    Mientras Pablo vivió en la traila de Pearland, su rutina de fin de semana fue visitar a los Velázquez los sábados por la noche y dormir en el viejo sofá. Salían juntos a algún paseo el domingo, y por las tardes, antes de regresar a casa, hacían alto en un HEB para hacer las compras de la semana. Esas veces Pablo colaboraba con veinte dólares para la despensa aunque solo comía una vez, esa tarde, y después regresaba a su lugar para amanecer cerca de su trabajo. Así parecía estar bien para todos, por eso había sobrellevado la relación con Hermelinda; sin embargo, regresar a su casa no era buena idea. Eso le había quedado claro gracias a la espesa atmósfera que se respiró la noche que tuvo que volver con ellos.

    Esa mañana fría y lluviosa iniciaba el mes de diciembre. La gente empezaba a disfrutar el ambiente de las festividades. Aunque presionado por las circunstancias, Pablo disfrutaba circular por las vialidades americanas. Soñaba con el día en que lograra integrarse a esa forma de vida. Cuando se despidió de la cajera del banco con un "thank you very much" se sintió bien. Le pareció que había sonado normal, o por lo menos ella le había entendido; fue todo lo que tuvo que decir para cobrar su último cheque en el banco, donde normalmente algún enviado del patrón lo hacía por él y otros en grupo.

    En realidad había sido la primera vez que entraba solo a un banco, resolvía su trámite y salía conduciendo su propio auto, un viejo Honda Accord ‘82 recién comprado por 800 dólares. Sonaba bien para alguien con solo tres meses en esa tierra de oportunidades.

    Pero en realidad su situación era muy delicada. A fin de cuentas se encontraba casi como al principio, solo con unos dólares en la bolsa y muchas preguntas sin respuestas. Se pasaba el día en las calles lleno de temor, llenando solicitudes de empleo, buscando otra oportunidad de trabajo, pero su ignorancia del idioma interponía una enorme barrera.

    Una amiga de la familia Velázquez lo ocupó un día para cosas de pintura dentro de su casa. La señora ecuatoriana y su esposo americano eran miembros de la Iglesia Cristiana. Ella conocía a Hermelinda y tenía referencias de su forma de ser. Entre lo que se habló aquel día ella dijo que sabía de un joven mexicano, miembro de su Iglesia, con quien quizá podría compartir un apartamento en el futuro.

    El siguiente fin de semana hubo una fiesta de bautismo y Pablo asistió como uno más de la familia Velázquez. Ahí conoció a Everardo, un joven constructor mexicano que se dedicaba a la construcción de estructuras de madera para casas, "frame", quien lo contrató.

    El siguiente lunes Pablo se presentaba a su segundo trabajo en la unión americana estrenando indumentaria laboral. Ahora se ajustaba a su cintura una especie de cinturón de piel burda con bolsas laterales en las que se guardaban clavos, y por un lado un asa de donde colgaba el martillo. Fue así como conoció uno de los trabajos más peligrosos y pesados de ese país.

    Apenas minutos después de iniciar la labor empezaron también el dolor y el cansancio por cargar al hombro largos tablones y malabarear la vida trepado en las cabrillas, a tres o seis metros de altura, armado con una enorme pistola neumática de clavos "nail gun". Todo eso desde el primer día de trabajo y con muy dudosas medidas de seguridad.

    —Usté’ no se agüite, don; este patrón tiene buena aseguranza —le gritaban los paisanos imaginando una tragedia con el morbo en sus mentes.

    El día de su cumpleaños 44 Pablo recibió su primer cheque como trabajador de la construcción, unos doscientos dólares de a 5.50 la hora. Con ese tipo de trabajo no llegaría muy lejos, de hecho sentía que el dolor corporal, mezclado con el cansancio y los riesgos, lo ponía en una encrucijada. Por lo menos tenía que intentar lo que traía en mente.

    Aunque los Velázquez y otros le habían advertido que no funcionaría, Pablo decidió solicitar trabajo en alguna pizzería como chofer repartidor.

    I want an application please —ensayó algunas veces la frase, y cuando llegó el momento de decirla la señorita tras el mostrador de Domino’s Pizza le pidió que la repitiera. Trató de hacerlo, pero con el nerviosismo su pronunciación empeoró. De todas maneras la dama le alargó una hoja y le preguntó algo que, en plena crisis nerviosa, Pablo no comprendió. El momento de confusión atrajo la atención de los empleados cercanos.

    Thank you —fue lo último que pretendió decir al dar media vuelta, sin importarle lo que dijeran sus espaldas. Abochornado, emprendió la huida.

    A ese momento tenso se le traslapó el siguiente. A través de los cristales de la pizzería vio una patrulla de policía que se estacionaba en el mismo centro comercial. Probablemente el oficial se dirigiera a la pizzería de la que él seguía alejándose; tan aprisa como para avanzar y tan lento como para no levantar más sospechas. Para él, tener enfrente un oficial de policía era como sufrir una pesadilla.

    El suceso comprobaba lo difícil de su situación. Debía aceptar que tal vez no podría conseguir un trabajo como ese. Realmente no sabía qué hacer.

    En el camino a casa hizo alto en un mercado para abastecerse de comida de emergencia. Le llamaba el kit básico de leche, pan y jamón. Al llegar a casa le explicó a Hermelinda que por su crisis económica tenía que hacer una despensa personal. Ella, con el argumento de que en su casa todo era de todos, demostró su molestia. Su malestar empeoró cuando Pablo le dijo que además ya no podría cooperar semanalmente con los veinte dólares para la canasta, que había sido costumbre aunque él siempre comiera fuera. Trataba de explicarle que necesitaba ahorrar.

    El nivel sonoro de sus reclamos e insultos le hizo entender que tenía que salir de ahí inmediatamente. Pablo se despidió con rapidez y Hermelinda se quedó hablando sola, aumentando su malestar. Después de colocar su maleta en la cajuela subió al auto, y al arrancar vio que María José, la menor de las hijas, lo alcanzaba apresurada:

    —Que dice mi mamá que me regreses la llave de la casa.

    La crisis arreciaba y también el frío. Ahora no sabía qué hacer ni tenía a dónde ir, solo sentía incertidumbre y temor, sobre todo al ver acercarse alguna patrulla de policía; entonces se las ingeniaba para observar al uniformado de reojo o con mucha discreción por los retrovisores, ya que, como le habían dicho, podría estar cotejando los datos de su vehículo y descubrir que no tenía la aseguranza obligatoria; paranoia completamente justificada.

    Circulaba sin rumbo fijo por el área de la NASA, Webster y League City pensando en una solución. Recordó que tenía anotado el teléfono de Adalberto. El joven de quien le había hablado la señora ecuatoriana vivía en Pasadena, el lado mexicano y latino de Houston, a unos treinta kilómetros de distancia. Solo esperaba que tuviera un lugar disponible. Lo contactó, conversaron un poco y acordaron detalles del hospedaje y la forma de llegar.

    Mientras manejaba por el freeway veía a través de la neblina que los tableros electrónicos de información indicaban que la temperatura seguía en descenso. Al llegar al lugar no tuvo más que sorprenderse ante ese macrocomplejo de apartamentos. Era un lugar de latinos, empezando por los guardias de la caseta de vigilancia de Willow Creek y hasta el chino de la lavandería. Estar ahí dentro era como estar en cualquier hacinado conjunto habitacional de interés social de México.

    Adalberto era un joven de unos veinte años de edad, más o menos igual que sus otros cuatro inquilinos, todos mexicanos, que compartían ese pequeño apartamento de dos recamaras. Al momento de entrar en la sala de su nuevo hogar Pablo se enteró de que todos ellos eran sumamente friolentos. Usaban la calefacción al máximo. El interior de esa vivienda era como un baño sauna; como la locura de los excesos; blanco y negro; frío y caliente. Pero había que aguantar, ser muy cuidadoso con los comentarios y olvidarse de los derechos para evitar conflictos.

    Como marcado por el destino para dormir en viejos sofás recogidos de los basureros, Pablo conoció el que le había sido asignado. Había otro más en la sala y correspondía precisamente a Adalberto, su casero, quien sumó otra calamidad a la difícil situación.

    Sin tener otra opción, debió soportar al muchacho hablando spanglish por teléfono con la novia hasta las tres de la mañana. Cuando finalmente aquel se despidió de su amada, a Pablo le resultaba mejor no dormir. Esperó una hora y salió abrigándose con todo lo que tenía. Calentó el motor poco más de lo usual pues había algo de hielo sobre los vehículos, y enseguida se dirigió hacia la tienda de gasolinera más cercana como primera escala. Café, donas, kolaches, etcétera. Es una costumbre a la que se han acogido millones de latinos que hacen el trabajo pesado en ese país. Para ellos es el sabor del despertar en América, el aroma del sueño americano.

    Con los párpados pesados por la necesidad de dormir, tomando café para espantar el sueño y Maalox líquido para aliviar el ardor de la gastritis, Pablo circulaba por el freeway 45.

    La caudalosa corriente vehicular hacía contrastar los dos arroyos como fluidos en circulación. Tenía un largo trayecto por recorrer para un vehículo de alto riesgo, el avance era irregular y a veces muy lento, defensa con defensa, en una de las horas de mayor tráfico en una de las más congestionadas autopistas de Houston.

    El día siguiente hubo novedades. Las relaciones con sus compañeros de vivienda empeoraron peligrosamente, y apenas en el segundo día hicieron crisis. Lo mejor fue retirarse.

    Otra vez en la calle y sin saber a dónde ir. No había mucho que se le ocurriera como no fuera circular por las carreteras vecinales que conocía. Trazó una ruta con escalas en cada Walmart o gasolinera grande que se atravesara por su camino, así podría entrar a calentarse un poco y hacer tiempo sin levantar sospechas.

    Pasó la noche paranoico y nostálgico, viendo a cientos de familias felices y sonrientes reunidas. La deseada mañana lo sorprendió en la isla de Galveston. Al circular por el malecón, Seawall Boulevard, que le recordaba el malecón de Veracruz, vio autos estacionados. Hizo lo mismo para intentar dormir un poco. Era víspera de Navidad y quería hablar a León para saludar a su hijo. Silvylú contestó el teléfono y le dijo que ya estaba enterada de los últimos sucesos, le informó que sus sobrinos estaban esperando su llamada para hacer las paces, para que volviera a su casa. Era una excelente noticia entre tanta adversidad, pues estaba realmente cansado y confundido por cómo sucedía todo; los llamó y las cosas se arreglaron.

    Más tarde se presentaba en la misma casa de la que había sido echado llevando una botella de vino barato y un billete de veinte dólares. Después de un baño con agua caliente se sentía mejor, y como en familia, fueron a la iglesia para asistir a la misa navideña. Después volvieron a casa, donde los villancicos y el simbolismo de una nueva vida con el nacer de Jesús empalagaban el ambiente.

    Como para hacer más apetito, la señora de la casa de pronto improvisó una especie de obra teatral en la que, llorando y gimiendo, se dirigía a su Dios agradeciéndole ¡todo lo que le había dado! Aunque en realidad nunca aclaró a qué se refería, fueron momentos muy emotivos para la familia.

    Finalmente llegó la hora de la cena, aunque hubo que esperar hasta después de la medianoche para acostarse a descansar. El momento de volver a estar a solas con el viejo sofá al fin llegó.

    Los problemas volvieron tan pronto se acabó la Navidad, pues algo faltaba por aclarar. Con muchos rodeos, los Velázquez se dieron a entender. Lo que ellos le pedían era que colaborara con la renta del apartamento, aparte de la aportación acostumbrada para la despensa semanal, y le recomendaban que por su seguridad volviera a dejar sus ahorros guardados en casa, con Hermelinda, como lo hacía antes de comprar el auto.

    Pablo estuvo de acuerdo en colaborar según sus posibilidades, que no solo eran cortas, sino inciertas; por eso les explicó con números aproximados que sus ingresos de ese mes no alcanzarían ni para la mitad de lo que le estaban pidiendo. Esa condición era imposible de cumplir. Simplemente no tenía el dinero. En cambio, ofreció como inicio la quinta parte de los gastos, pues en total eran cinco personas viviendo en el apartamento. Les ofreció que en cuanto su situación mejorara ajustaría lo que fuera necesario. Para ellos tal propuesta resultó una gran ofensa. Indignados, decían que ni las niñas ni Hermelinda trabajaban, así que insistían en que la colaboración de la renta debía ser el cincuenta por ciento. La controversia continuó con un par de preguntas y respuestas más, tras las cuales terminaron la conversación con mala actitud. Él insistía en que llegaran a un arreglo razonable, pero lo dejaron hablando solo. Así las cosas, no tuvo más que hacer su maleta y salir para siempre de esa casa.

    Enfiló hacia Galveston e hizo su primera escala en una gasolinera muy frecuentada. Después de cargar y pagar el combustible buscó un punto estratégico para estacionar. Entró a los sanitarios y se lavó la cara, disfrutó su café con donas y se dispuso a realizar bien el extraño trabajo forzado de hacer nada y hacerlo al menor costo.

    Después de un tiempo subió a su auto y recurrió a la paranoia aplicada. Imaginando alguna eventualidad, se acercó el mapa del área en preparación para responder con alguna pregunta a cualquier cuestionamiento; posiblemente echando un vistazo al reloj de vez en vez para hacer creer que esperaba a alguien y preparando una historia en la mente para saber qué decir. Sin duda, llegado el momento no funcionaría, pero era lo más que podía hacer.

    Por lo demás, encerrarse en el vehículo, frotarse las manos para mitigar el frío y escuchar música, al menos buena música. En ese ambiente se dio a recapitular sobre los últimos cuatro meses y sus adversidades. Habría querido emplear más tiempo en esa parada, pero vio una patrulla de policía ingresar a la gasolinera. El oficial echó un vistazo en su dirección, así que era hora de ponerse en movimiento y continuar el paseo. Apagó la radio, arrancó el motor y salió con naturalidad. Constató que se trataba de dos oficiales y continuó manejando normalmente dentro de la gasolinera, pasando casi frente a ellos, sin perderlos de vista a través del espejo retrovisor con el rabillo del ojo. Así se dirigió a la autopista. El recuerdo había quedado grabado como un video en su memoria.

    En ese momento conducía para incorporarse al freeway. En actitud de relajación soltó el aliento, aliviado por sentirse a salvo. Mientras aceleraba para alcanzar la velocidad límite vio casi al frente la majestuosa espectacularidad con la que la luna, como un impresionante disco de plata brillante, se levantaba en el horizonte de las planicies interminables del estado de Texas.

    Suspirando por su belleza activó sus recuerdos. Inconscientemente pidió un deseo, que se le concedió en el momento mismo en que encendió la radio para escuchar desde el principio Paseo a la luz de la luna, la poesía que un poeta americano convirtió en su primera canción. Fue con esa pieza con la que Pablo, aquel 3 de julio de 1971, inició una nueva forma de vida a sus dieciséis años. Fue cuando todo empezó.

    II - Sueño americano

    Había sido una noche muy fría, después de haber hecho escala en varias tiendas de gasolineras y haberse retirado de ellas por avistamientos de patrullas, por fin amanecía. Pablo llegaba al mismo Walmart de la isla de Galveston donde había estado dos días antes. Tomó un desayuno económico en McDonald’s y se propuso consumir el mayor tiempo posible en cada lugar donde apagara el motor del auto. Solo tenía que sortear veinticuatro horas más como viajero de la incertidumbre, esperaba que al día siguiente su patrón Everardo o alguno de sus compañeros lo recomendara con algún pariente o conocido que tuviera lugar en su apartamento. Todo eso era incierto, pero de momento debía cambiar su lugar de estacionamiento. Antes había hecho un breve recorrido por algunas calles y avenidas de la isla, y al transitar por un crucero observó cierta cantidad de pordioseros, los sin casa, los llamados homeless. A ellos normalmente se les veía por las calles deambulando lentamente, en silencio, como espectros; todos tan sucios que parecía como si recién hubiesen salido de trabajar en una mina de carbón; algunos más encorvados que otros, a veces por el tambache negro de mugre que cargaban a todas partes, unos más transportando sus pertenencias en el carrito que con su propio permiso habían tomado prestado de alguna tienda cercana.

    Avanzada la tarde estacionó el auto en una calle perpendicular al malecón. Más temprano el Seawall Boulevard había estado a reventar, como en todas las temporadas vacacionales, sin embargo aún quedaba concurrencia suficiente como para pasar desapercibido. Eso le dio la oportunidad de abatir el respaldo del asiento y hacerlo cama; se encerró, se abrigó y quedó profundamente dormido.

    El despertar fue un sobresalto provocado por un ligero movimiento del vehículo que lo hizo abrir los ojos para descubrir que era observado cara a cara por un espectro, un homeless, a través del parabrisas. Su vista se levantó hacia una cara de facciones difíciles de distinguir, en parte por la oscuridad y en parte porque su aliento empañaba el parabrisas. Cuando el dramático personaje se vio descubierto, echó a correr en sentido contrario a la orientación del vehículo. Con el susto en el pecho y la garganta seca, Pablo trató de seguirlo con la vista, pero el medallón del auto estaba empañado. Se bajó y lo siguió con la mirada hasta que, cojeando al correr, se perdió en las sombras de la noche.

    Después del violento despertar se percató de que había pasado más tiempo en ese sitio del que consideraba seguro. Debía cambiar de lugar antes de que fuera demasiado tarde. Al girar la llave descubrió que no había corriente, la radio había descargado la batería en menos de dos horas mientras dormía. Para ese momento el suelo en el malecón había vuelto a su propósito original, como una avenida de media intensidad y ya no como estacionamiento y mirador turístico, así que un viejo auto estacionado en la zona, aislado y aparentemente abandonado, llamaría de inmediato la atención de la policía. Lo primero que haría un oficial sería revisar el vehículo y, de estar alguien en él, hacer preguntas que se deberían responder. Si eso ocurriera, al no comprender el idioma quizá además de la licencia tendría que enseñar su pasaporte con visa de turista, y si junto con eso, o a raíz de eso, como alguien le dijo que solía suceder, el oficial le pidiera abrir la cajuela, encontraría ahí su ropa y sus herramientas de trabajo, lo que delataría su situación ilegal.

    Después de meditarlo un poco decidió que lo mejor sería abandonar el auto sin importar lo que pudiera sucederle. Se abrigó lo mejor posible y cargó con lo que consideró más importante, cerró el auto y empezó a caminar hacia el centro histórico de la ciudad. Mientras avanzaba su sensación de soledad y desesperación aumentaba, las limpias y seguras calles de la isla lucían prácticamente vacías.

    ¿Por qué razón un hombre debía ir solo, caminando cuadras y cuadras, sin llegar algún lado? En sus crisis de paranoia imaginaba lo que el policía que lo viera por segunda o tercera vez y le ofreciera ayuda pensaría de él. Si eso sucediera, y suponiendo que el idioma no fuera la barrera que era para Pablo, ¿qué pasaría cuando el oficial supiera que el misterioso extranjero no tenía a dónde ir?, ¿qué pasaría cuando se enterara de todo? Pero, ¿y qué pasaría si…?

    Cruzar la isla transversalmente para llegar al centro histórico de Galveston le había tomado casi una hora, al llegar se abocó a buscar lugares con luz de neón y movimiento de gente. Se dispuso a hacer un recorrido ordenado de los lugares públicos y comerciales en donde pudiera asomar las narices, esperando toparse con algún milagro, algo, alguien que de alguna manera lo salvara de ese atolladero; pero no encontró nada ni nadie, y menos en su idioma. En realidad estaba en problemas. Después de casi tres agotadoras horas de caminar y caminar, inspeccionando el área, husmeando aquí y allá sin levantar sospechas, llegó la hora del cierre comercial. Los turistas rezagados conformaban un fluido humano de cierta intensidad con dirección a sus respectivos cruceros de lujo, cuyos puentes de mando, confortables camarotes y relucientes chimeneas con logotipos sobresalían entre los antiguos edificios. Pabló quedó como flotando en el vacío, sin saber a dónde dirigirse, sin estar seguro de que pensaba y hacía lo correcto, tampoco podía detener la marcha. Como por inercia sus pasos tomaron el camino de regreso al auto abandonado horas antes.

    En el trayecto su paranoia llegó al nivel de alarma amarilla cuando se percató de que el número de patrullas que circulaban por las calles parecía haberse incrementado, en parte por la disminución normal del tráfico en la noche de un día feriado; eso lo podía entender, pero lo cierto era que se sentía más vigilado. Memorizar el número de cuatro dígitos estampado en una patrulla y volverlo a ver hizo parpadear la alarma roja en su ánimo. Era la tercera vez en pocos minutos que leía ese número. De reojo notó que el oficial de policía, un corpulento hombre afroamericano, volteaba brevemente hacia él mientras sostenía comunicación por radio. Sintió cierto de alivio al ver pasar de largo el vehículo oficial, aunque solo un poco, porque se sabía observado por el uniformado a través del espejo retrovisor. Podía apostar que estaría de regreso pronto y lo abordaría, podía percibir su propia adrenalina por sentirse a punto de ser atrapado.

    Su instinto de conservación le dijo que no debía seguir caminando en línea recta, y en un súbito impulso aceleró el paso y dio vuelta en la siguiente esquina. En el panorama de fondo de la nueva avenida distinguió dos figuras conocidas, se trataba de un par de homeless que caminaban por separado; pronto divisó a un tercero y después ubicó que se encontraba muy cerca de aquel crucero donde los había visto esa mañana. Recordó al personaje espectral que se le apareció como anuncio de que empezaban los problemas. Delirando fantasías pensó que el nauseabundo sujeto quería invitarlo a pernoctar en su hogar; sí, tal vez era eso pero, ¿qué casa podía tener el pobre diablo…? O… tal vez por eso la ofrecía. De rehusarse renunciaría a la única solución que se le había presentado.

    Al punto recordó que al pasar había detectado una abertura en el cerco de un terreno abandonado, por donde vio salir a uno de ellos. Hacia allá se dirigió. Estaba muy cerca. Al entrar echó un vistazo. Pese a la oscuridad podía percibir que había gente en el baldío, el lugar era feo y olía un tanto mal, podría haber alimañas por ahí; sin embargo no había más tiempo que perder, volver a salir era mala idea.

    Se adentró un poco más percibiendo en la oscuridad evidencias de otras presencias, un par de tosidos femeninos, suaves y delicados, ¿quién sería? ¿Por qué estaría ahí esa dama? ¿Cuál sería su historia? Tras una breve revisión del sitio casi a tientas, actuó con decisión. Ajustó la capucha de su chamarra impermeable a la cabeza, se acuclilló apoyando la espalda en una pared en ruinas y adoptó posición fetal; así, acompañado de la música del rechinar de sus dientes

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