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Simetrías rotas
Simetrías rotas
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Libro electrónico354 páginas4 horas

Simetrías rotas

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De la tragedia y el horror a lo surreal, pasando por la comicidad demoledora, estos relatos de Steve Redwood construyen, con su constante cambio de estilo, punto de vista y atmósfera, una recopilación cuya principal constante, además de una mirada incisiva y lúcida, es la variedad.

Doctores que se ven obligados a sacrificar a sus propios pacientes, sacerdotes infectados por un agujero negro, pedófilos que buscan la salvación espiritual en una criatura no humana en medio de una siniestra granja francesa, la verdadera historia de Highlander, criaturas poderosas atrapadas en la vastedad patagónica con sólo una fuente de sustento, billonarios que se convierten en su propia última voluntad y testamento, los últimos humanos sobre la Tierra cometiendo un error irreparable, gladiadores de la tercera edad en una plaza de toros española, monstruos buscando venganza sobre la diosa que los deformó, Esperanza Anguila enfrentándose a la justicia poética...

Simetrías rotas fue nominada a Mejor Recopilación en 2010 por la Sociedad Británica de Fantasía. La versión española incluye la mayoría de las historias, así como unas cuantas escritas especialmente para esta edición.

Uno de los autores más osados y trasgresores que he leído en mucho tiempo.
Carmen Posadas

Ideas originales y atractivas, una asombrosa gama de temas, géneros y registros, un sentido del humor juguetón, inteligente y tan cruel como compasivo, y unos personajes llenos de ternura, dolor y fracaso, fragilidad y fuerza, tratados con una mirada profundamente humana.
Elia Barceló

Uno de los libros más disfrutables que jamás he leído.
Ian Watson

Una recopilación de relatos sumamente entretenida. Cada uno es completamente distinto a los demás... salvo por el hecho de que todos son excelentes.
Steven Theaker, presidente de la Sociedad Británica de Fantasía

Burbujas de oscuridad atrapadas en un humor fluido, como jachís suspendido en vino dorado, una mezcla tan embriagadora como inquietante.
Rhys Hughes

IdiomaEspañol
EditorialSportula
Fecha de lanzamiento26 mar 2013
ISBN9788494103551
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    Simetrías rotas - Steve Redwood

    Esta edición no se corresponde exactamente al contenido de Broken Symmetries (Dog Horn Publishing, UK 2009).

    La mayoría de los relatos del libro original están aquí, pero por expreso deseo del autor se han eliminado algunos y se han incorporado varios nuevos, escritos especialmente para esta edición.

    Hemos usado el título de Simetrías rotas no sólo porque, pese a los cambios, las intenciones narrativas de la recopilación original siguen intactas, sino porque, qué narices, el título nos gustaba y nos parecía una lástima no usarlo.

    ¿A quién quieres más: a papá o a mamá?

    Dicho de otro modo: ¿Qué faceta de Steve Redwood como escritor prefieres: su lado serio o su vertiente humorística? ¿Dónde es más ácido, más punzante, dónde es más afilado su bisturí y dónde llega más hondo en su exploración de los aspectos más oscuros de la humanidad?

    Bastante antes de que surgiera la posibilidad de ser el editor de este libro, tuve el placer de traducir dos de los relatos incluidos en él: «Hasta la última generación» y «De Madrid al infierno».

    En la traducción del primero traté en todo momento de respetar el tono poético, casi elegiaco, que Steve sabe imprimir a la crónica de una sociedad ignorante de la terrible maldición que está desencadenando sobre sí misma. El texto que tenía entre manos lo merecía, sin duda alguna. Sólo espero que mi versión en castellano haya mantenido el contenido emocional, la sutil desesperación que en su momento me transmitió el original.

    Traducir el segundo fue como dar un giro de ciento ochenta grados. ¿El tipo que había escrito aquello, la mente enferma que había ideado aquella disparatada (o quizá no tanto), sangrante e irreverente parodia de la actual realidad española era la misma alma sensible (aunque no menos implacable) que había escrito el otro relato?

    Al parecer, lo era; y no tardé en confirmarlo a medida que iba leyendo los distintos relatos incluidos en estas Simetrías rotas y, de paso, asombrándome ante los continuos cambios de estilo, de enfoque, de tono y de humor. Steve no sólo se mueve por las historias humorísticas con la misma comodidad que por las narraciones más «serias», sino que modifica su forma de narrar y la adapta con tal versatilidad a lo que le pide cada historia que llega un momento en que parece que nos encontremos ante relatos surgidos de media docena de autores distintos cuya única característica común (aparte de cierto gusto por explorar lo malsano y lo grotesco como si fuera lo más natural del mundo) es lo endiabladamente buenos que son todos ellos.

    El entrecomillado de unas líneas más arriba es, evidentemente, deliberado. Como otros antes que él, Steve es consciente de que no hay nada como el humor para enfrentarse a lo más serio: humor a veces irónico, a menudo irreverente y casi siempre afilado; tanto, que muchas veces corta hasta el hueso y más allá. Una característica, por cierto, que Steve comparte con su compatriota Terry Pratchett; confieso que la mejor y más inteligente reflexión que he leído sobre los cuentos de hadas es Brujas de viaje (Witches Abroad), de la serie de Mundodisco.

    Como otro inglés, John le Carré, Steve es capaz de lanzar sobre su propia cultura la mirada del extranjero y mostrarnos con cierto desapego distante y a veces cruel algunos tipos característicamente ingleses. Pero no nos dejemos engañar: cuando retrata a esos británicos con problemas para relacionarse socialmente nos está retratando un poco a todos, a ciertas partes de nosotros mismos en las que preferimos no pensar.

    Pocas literaturas muestran y reflejan la sociedad que las ha creado mejor que la literatura fantástica. Pocas herramientas de reflexión sobre la realidad hay superiores a la ciencia ficción. Pocos géneros son más adecuados que la sátira para obligarnos a ver lo que no nos gusta de nosotros mismos... Al fin y al cabo, el bufón tiene bula para decir la verdad.

    Los relatos de Steve son todo eso y más: inquietante literatura fantástica, ciencia ficción con garra especulativa, sátira afiladísima y, sobre todo, un rostro que no aparta la vista y nos obliga a contemplar ciertos rincones oscuros y retorcidos de nosotros mismos.

    El espejo, la simetría que prefigura el reflejo, se rompe en cada uno de estos relatos. Y en sus añicos esparcidos por el suelo vemos cosas que quizá preferiríamos no haber visto.

    El autor no nos dará esa opción.

    RODOLFO MARTÍNEZ

    Diciembre, 2012

    Dado que mi mujer, Carmen Moreno, nos ha abandonado cruelmente a mí y a nuestros cinco hijos y medio (lo cual, visto en retrospectiva, no es más que el resultado inevitable de su desganado cumplimiento de los deberes maritales), me siento libre para dedicar este libro a otras dos encantadoras féminas… y a un irlandés loco.

    A la primera EF, Ana Sánchez, por su constante suministro de paciencia, galletas, ropas, salsas (deber éste compartido con el excelentísimo Ian Watson, docto en asuntos jengibre-chocolateros), lealtad, sinceridad, risas malévolas, alcachofas, regañinas, remedios tradicionales caseros para todos mis achaques y una amistad a toda prueba.

    A la segunda EF, Elena Clemente, por una paciencia aún mayor, una habilidad infalible para encontrar las mejores pastelerías, su disponibilidad para responder de inmediato a cientos de preguntas por email sobre cuestiones que van desde la tecnología más puntera (cómo responder a un teléfono móvil) a la vida sexual de las patas de una mesa pasando por la percepción visual de los bebés zombis y, sobre todo, por su promesa de mostrarme su secreto para mantenerse siempre joven.

    A Turlough Kelleher, el de los sinceros ojos azules que llevan a los aterrados profesores a su perdición del mismo modo que las sirenas atraen a los marineros, por dos décadas de amistad, un buen humor continuo, un dolor de espalda compartido y su lógica irlandesa reventadora de cerebros.

    En cuanto al libro que tenéis entre manos, preguntándoos cómo demonios vais ahora a llegar a fin de mes, me gustaría dar las gracias sobre todo a mis traductores, quienes no sólo trabajaron totalmente gratis (bueno, a las chicas les ofrecí una fortuna en besos, pero no parecieron muy emocionadas por la perspectiva y, de hecho, algunas se fueron repentinamente del país), sino que además tuvieron que soportar mi revisión de sus traducciones, feroz y despótica… y a menudo equivocada. Sin ellos el libro simplemente no habría existido… así que echadles la culpa a ellos.

    Debo un agradecimiento especial por su paciencia a María Angulo, mi experta en asuntos médicos, sobre todo en lo que se refiere a medicina astronómica y apocalíptica. Y también a Rodolfo Martínez, cuyo aspecto tal vez sea elegantemente mefistofélico pero, en realidad, tiene un tierno corazón (hay quien dice que lo tiene en un tarro, en su mesa de trabajo) y no sólo se ofreció a publicar el libro, consciente de que las posibilidades de ganar más de un euro con ello eran extremadamente bajas, sino que emprendió la tarea de traducir dos de los relatos más largos… uno de los cuales puede acabar teniendo como consecuencia su muerte «accidental». No contento con eso, contactó con Antonio Rivas para que realizase una corrección de estilo, algo que pocos «editores» parecen molestarse en hacer hoy en día.

    Por supuesto, estoy en deuda con Sandra Sue por la maravillosa ilustración de cubierta.

    El relato titulado «Virus» lo escribí originalmente para una revista feminista británica, Quality Women’s Fiction, en cuyas condiciones para remitir originales se podía leer algo como «Sólo aceptamos relatos escritos por mujeres. Si algún hombre trata de engañarnos, nos daremos cuenta enseguida».

    Un reto al que, por supuesto, ningún macho con sangre en sus venas habría podido resistirse.

    Aceptaron el relato y en el apunte biográfico de la autora (escrito por mí, obvio es decirlo) se podía leer al final: «Sandra Redwood se las apañó para sobrevivir a una granja de cerdos en Bodmin Moor, a un marido y a dos hijos, pero en cuanto llegó el primer nieto, no pudo por menos que rebelarse y escribir algunos relatos que ninguna abuela respetable habría escrito».

    Se convirtió en la historia más popular de aquel número y, de hecho, una lectora emocionada la describió como «¡una auténtica celebración del poder femenino!». Nunca me atreví a confesar la verdad.

    Como cosa de un año más tarde, escribí otra historia de viajes en el tiempo basada en la Crucifixión y, de pronto, me di cuenta de que ambos relatos podían relacionarse. El resultado final fue la novela ¿Quién necesita a Cleopatra?. Quienes la hayan leído quizá se den cuenta de que este relato, con muy pocas modificaciones, es la base del capítulo titulado «El camino de Damasco», incorporado a la novela como un ensayo escrito en un futuro lejano. Es uno de mis relatos favoritos.

    La historia tras «De Madrid al infierno» es un poco más complicada.

    Hace unos tres o cuatro años, estuve a punto de escribir una novela a medias con Tonino (del Caiga quien caiga original): una sátira política que partía de la idea de que el Diablo estaba usando los medios de comunicación, la televisión sobre todo, para engañar y destruir el espíritu de la gente, de forma que no tuvieran la fuerza moral para resistir cuando atacasen las legiones infernales. Los directivos de la TV iban a estar basados en El jefe y tú (Temas de hoy), un maravilloso «bestiario» de tipos de jefes escrito por Juanjo de la Iglesia y Tonino.

    Al final, el proyecto no llegó a buen puerto: ambos andábamos metidos en otras cosas y no hubo manera de encontrar tiempo para la novela.

    Hace poco, sin embargo, decidí rescatar el tema y usarlo en un relato. Estoy en deuda con Tonino por muchas de las ideas de partida, especialmente dos: usar a un becario (becaria, en este caso) como el personaje que acaba revelando la manipulación de TeleMadrid por Aguirre y compañía y, sobre todo, convertir el don de lenguas de Aznar en la marca de Satán.

    Lo cierto es que, algunos de mis traductores habituales, temerosos de las represalias (aunque creo que a Espe le gustaría su personaje, especialmente por el modo en que trata a Gallardón), estaban un poco nerviosos ante la perspectiva de traducirlo.

    Finalmente, el mundo no sucumbió gracias a Rodolfo Martínez, quien seguro que pensó que las hordas de la calle Génova no iban a ser más peligrosas que las jaurías que empuñan amenazadoramente sus tridentes en Gijón.

    Y, por supuesto, amable y temerario lector, contigo es con quien contraigo la mayor de las deudas. Sin ti, estos relatos no serían más que un puñado de palabras muertas.

    STEVE REDWOOD

    Febrero, 2013

    Los estantes de la biblioteca estaban bastante llenos aquel día. Desde el borde de cada balda, cientos de mujeres de piel dorada dejaban colgar sus lánguidas piernas desnudas. No se les permitía hablar, por supuesto, pero sus ojos tristes suplicaban: «A mí, a mí, llévame a mí». A través de la puerta entreabierta al fondo de un pasillo vio a algunas mientras las estaban curando. Empujó ligeramente hacia el mostrador a María 8, que ya tenía manchas enfermizas en la piel, y le dedicó una sonrisa falsa a la pielazul sentada detrás. Ella no se la devolvió.

    —Quisiera quedarme esta mujer un poco más —dijo. Por su tono estaba a la defensiva.

    La pielazul frunció el ceño.

    —Ya sabe que le tenemos que cobrar la renovación.

    —Sí, lo sé.

    Ella tomó nota de su nombre —John William Smith— y su número de la seguridad social y los tecleó en el ordenador; sus dedos se movían como alas de colibrí.

    John se fijó en que detrás de ella colgaba una reproducción a gran tamaño de Los Amantes de Magritte, las caras cubiertas con tupidos velos. ¿Se escondían el rostro el uno al otro para no decepcionarse?

    Ella imprimió una hoja y se la acercó.

    John le echó una ojeada al papel y levantó la vista con enfado.

    —¡Pero esto es el doble que la última vez!

    —En efecto.

    —Pero, ¿por qué?

    Ella lo miró fríamente con sus ojos sin párpados.

    —Sabe usted muy bien que cuanto más tiempo pase sin revisar más rápido será su deterioro. Y, en consecuencia, más costoso es el tratamiento.

    El ordenador emitió un pitido. La pielazul observó la pantalla y después volvió a mirarlo a él.

    —En cualquier caso, me temo que está ya reservada —le dijo—. Para... veamos... el catorce del mes que viene.

    —¿Qué?

    —Así que no podrá renovarla más de dos semanas, de todos modos.

    En su fuero interno, John sintió un enorme alivio. ¡No tendría que fingir más! Ya no dependía de él. Pero aun así...

    —¿Quién la ha reservado?

    —Usted sabe que no podemos dar esa información.

    María 8 permanecía inmóvil a un lado, con el rostro inexpresivo, pero él casi podía oler su miedo.

    —No comprendo. ¿Por qué la quiere precisamente a ella? ¿Era su dueño anterior?

    Ella no le contestó.

    John sabía que no era buena idea, pero no pudo evitar decir entre dientes:

    —¡No es como si hubiera estado en muy buenas condiciones cuando yo la saqué!

    La pielazul levantó la cabeza bruscamente y sus ojos descoloridos lo miraron amenazadoramente.

    —No olvide que está usted recibiendo ayudas del Estado. Cubrimos sus necesidades sexuales mínimas, pero no espere que le proporcionemos los últimos modelos o que le permitamos elegir a su antojo. Si quiere una mujer nueva busque un trabajo y cómprese una.

    Al darse cuenta de que había ido demasiado lejos, él hizo un ademán conciliatorio.

    —Disculpe. Es que el precio es mucho mayor de lo que esperaba.

    —Eso no es asunto mío. Bueno, decídase: ¿quiere renovarla (aunque sólo hasta el día catorce) o prefiere cambiarla ahora?

    John lanzó una rápida mirada a María 8, pero recordó donde se encontraba y volvió la vista inmediatamente hacia la bibliotecaria. Esperaba que no hubiera notado aquel instante de debilidad.

    Tenía la intención de decir: «Bueno, si sólo puedo llevármela un par de semanas, casi sería mejor devolverla ahora». Lo que de hecho dijo fue:

    —La renovación actual está en vigor hasta fin de mes. ¿Puedo volver dentro de un par de días, cuando me haya decidido?

    Ella pareció sorprendida. Después frunció el ceño.

    —Sí, si quiere.

    —Ah, gracias; eso haré. Buenos días.

    Esta vez no se molestó en sonreír. Empujó a María 8 hacia la salida, intentando no mirar la colección de relucientes piernas, pero su mente traicionera le susurraba que María 8, al pasar delante de ellas, era como una nube gris ocultando el sol.

    Así que alguien la había reservado. A los parados no se les permitía hacer reservas, y los trabajadores no tenían derecho a reclamar ayudas del Estado, así que seguro que se trataba de alguien por encima del sistema. Un pez realmente gordo. Casi se sintió aliviado. Ya no estaba en sus manos. Había hecho todo lo posible. Ella no podría echarle la culpa.

    Pero sabía que se la echaría.

    Estaba sentado, pensando, mientras ella preparaba la comida en la cocina. Casi no le había dirigido la palabra camino de casa. Se dio cuenta de que tenía las manos húmedas. ¿Estaba nervioso? Pero, por Dios, ¿por qué? Había hecho más de lo que se hubiera podido esperar de él. ¡No sólo la había renovado ya dos veces, sino que había intentado hacerlo una tercera! Y eso hubieran sido cuatro meses en total. ¡Cuatro meses enteros con la misma mujer usada! Estaba seguro de que nadie en la Ciudad había tenido jamás a una mujer durante tanto tiempo sin una revisión, y mucho menos a una mujer tan dañada como aquella.

    Durante la comida reinó un silencio incómodo hasta que, al final, intentando adoptar un tono despreocupado, él dijo:

    —Bueno, ¡parece que tienes un admirador importante! Deberías sentirte halagada.

    —Quizás, si supiera de quién se trata.

    Hubo un momento de silencio. Después, lo inevitable:

    —¿Por qué no me cambiaste y dejaste zanjado el asunto? En realidad era lo que querías, ¿no?

    Él no contestó de inmediato. Unas pocas semanas antes habría estallado furiosamente; le habría preguntado cómo podía ser tan ingrata, haciéndose la víctima, cuando quien estaba haciendo el sacrificio era él. En aquel momento, sin embargo, aceptó el reproche con resignación, porque sabía que en el fondo no era injustificado.

    Hacía dos semanas, ella lo había pillado hojeando los catálogos.

    —¡Sólo estoy mirando! —se defendió entonces mientras ella lo observaba con expresión triste y decepcionada—. Si de verdad quisiera tener otra mujer no tendría más que devolverte, como hacen todos los demás.

    Lo había dicho en su defensa, no como una amenaza, pero fue un momento crítico. Y aunque ella nunca volvió a mencionarlo, él sabía que no se lo perdonaba.

    Lo que era un disparate, porque no había nada que perdonar.

    Ahora, sin responder directamente a la pregunta, dijo:

    —Casi es mejor así. Quiero decir, por tu propio bien. Mira María, si no vuelves muy pronto para una revisión vas a ponerte seriamente enferma. ¡Incluso podrías morir!

    —Una revisión destruiría mis recuerdos.

    —¡Pero no pasar una te destruirá a ti antes o después!

    —Yo soy mis recuerdos.

    —Perdiste tus otros recuerdos, los que tenías antes de venir aquí conmigo, y no te ha pasado nada por ello.

    —¿Que no me pasó nada? ¡Cuando vine aquí estaba vacía, vacía, vacía! Quieres que vuelva a estar así otra vez?

    Él la miró, deseando decirle tantas cosas... aunque no las suficientes. Cuando llegó no había sido más que un recipiente para satisfacer sus deseos. Alguien que podía hablar y con unos conocimientos básicos de las cosas cotidianas, pero sin un solo recuerdo personal. Así lo había decidido el Gobierno después de que los pielazules hubieran ofrecido sus servicios; ya era bastante desagradable no disponer de dinero para poder comprarse su propia mujer, para además tener que aguantar los residuos emocionales que pudieran llevar consigo estas limosnas del Estado.

    Y la había renovado y la había vuelto a renovar, y como recompensa, ella había desarrollado suficiente carácter y personalidad para... ¿para qué?

    ¿Para tener deseos propios? ¿Para atreverse a juzgarlo?

    En aquel momento llamaron a la puerta. Voces. ¡Steve! Alguien a quien habría preferido no ver justo en aquel momento. Especialmente si había venido acompañado (y seguro que así sería) por su nueva mujer.

    María abrió la puerta. Steve la miró, sorprendido.

    —¿Todavía sigues aquí? —dijo. No tenía intención de ser descortés ni herir sus sentimientos.

    —No por mucho tiempo —repuso ella.

    La nueva mujer de Steve estaba a su lado, sonriendo. Por supuesto, no era exactamente hermosa —después de todo, Steve también recibía ayudas estatales— pero estaba resplandeciente. No le duraría mucho tiempo. Dentro de muy poco empezaría a perder su lustre. Siempre lo perdían. Sin embargo, el contraste entre las dos era dolorosamente obvio, como la diferencia entre una catarata que reflejase los destellos de sol y el agua estancada de un charco en un día cubierto. John fue más consciente que nunca de lo fina que había llegado a ser la piel de María; de lo que quedaba de ella. Casi transparente. Se veían claramente las señales de anteriores intervenciones.

    También el tamaño de algunas viejas heridas.

    ¿Quién podría haber hecho semejante cosa?

    Steve lo llevó de inmediato a la cocina, dejando solas a las dos mujeres.

    —¡No me digas que la has vuelto a renovar! ¿Por qué diablos lo has hecho?

    —No pude. No pude abandonarla otra vez en los estantes.

    —Vale, vale. Todos pasamos por eso en algún momento. Es natural. Les cogemos cariño. No hay nada malo en eso. Una vez yo renové a una mujer. ¡Pero ésta es la tercera vez! ¡Mírala, John, mírala! Casi no le queda brillo, ya está marchitándose. Es imprescindible que pase una revisión. Siempre puedes volver a sacarla, si tanto te gusta.

    —No se acordaría de mí, lo sabes.

    Steve le dio una palmada en el hombro.

    —¿Y qué? Con tal de que recuerde cómo cocinar y trate tu polla como la de un emperador...

    Tenía razón, no había duda. Pocos hombres negaban que era más agradable si uno le tenía cariño a la mujer alquilada, pero de ninguna manera era algo que considerasen imprescindible.

    —De todas formas, ya la han reservado.

    Steve soltó un silbido de sorpresa, y estaba a punto de decir algo cuando entró en la cocina su nueva mujer, un poco angustiada, seguida de María. Al principio todas eran así, incapaces de estar separadas de sus hombres más de unos pocos minutos sin que les entrara algo muy parecido al pánico. Obviamente, la mujer de Steve no tenía la calidad de las mujeres del sector privado, pero aun así estaba en buena forma, tal vez fuese la mejor de la biblioteca... (Aquello era extraño; John se preguntó de repente por qué lo llamarían biblioteca.) Casi lamentándolo, pensó que él mismo habría podido sacarla la semana anterior. «¿Qué me está pasando?»

    —¡Vaya, qué cocina tan bonita! —dijo la nueva mujer. Su voz era alta y aguda, como el silbido de una tetera nueva.

    —Es igual que en cualquier otra vivienda subvencionada —repuso María con frialdad. Era obvio que la mujer no le gustaba. Quizá le recordaba demasiado a cómo había sido ella al principio.

    —¡Pero la has vuelto mucho más encantadora! Para complacer a John. ¡Yo la arreglaré incluso mejor para Steve, ya verás!

    —Bien por ti.

    —Ah, ¿no es maravilloso no estar en los estantes? ¿Estar viva?

    —¿Qué significa «viva»? —replicó María tras una pausa casi imperceptible.

    La otra mujer frunció el ceño por un instante; después soltó una risita.

    —¡Significa hacer que Steve sea el hombre más feliz del mundo!

    —Ah, ya veo. Solo tú puedes conseguir eso, claro.

    Desconcertada, la mujer se volvió hacia Steve. Aunque su amigo sujetaba y acariciaba a su mujer, John notaba que no le prestaba ninguna atención. Era a María a quien escuchaba. «¡Steve también se ha dado cuenta!»

    Aquello resultaba satisfactorio en cierto modo. Una pequeña recompensa.

    Los visitantes no se quedaron mucho tiempo. Además, era imposible hablar con Steve a solas. Ya lo vería más tarde.

    Cuando se marcharon, María dijo:

    —Tu amigo parecía muy feliz hoy. ¿Por qué será?

    Lo estaba provocando a propósito.

    —No lo sé. Dímelo tú.

    Era la peor respuesta posible.

    —No me hace falta.

    María miraba fijamente por la ventana. La luz resaltaba los tendones de sus músculos. La palabra venía a la mente era «despellejada».

    John quiso gritar: «¡Pues demuestra un poco de gratitud!», pero se contuvo.

    No le sirvió de nada.

    —¿Qué pretendes demostrar? —preguntó ella.

    La injusticia le dolió.

    —No pretendo demostrar nada. ¡Maldita sea, lo hago por ti!

    María se giró y lo fulminó con la mirada.

    —¡Sí, por mí! ¡Eso es todo! ¡No por ti, sólo por mí! Oh, John... ¿No te das cuenta? Es casi peor así. ¡Es casi peor!

    —¿Qué coño pasa contigo? ¿Qué más tengo que hacer para...?

    Para... ¿Qué? Las palabras resonaban en su cabeza como un eco, como otra voz.

    Enfurecido, salió al patio trasero. Ella lo siguió unos minutos más tarde.

    —John, lo siento, son los recuerdos; es lo que temo perder. Me da mucho miedo despertarme un día y encontrarme con que no ha habido ningún ayer.

    Le tocó el brazo, y añadió:

    —Hay cosas que he aprendido contigo que sé que no volveré a aprender. No con otro hombre.

    Había muchas cosas que él pudo haber dicho en aquel instante. No dijo nada, y el momento pasó.

    Nunca había experimentado algo como aquello en su vida. No sabía cómo enfrentarse a ello.

    ¿Quién la había reservado? ¿Algún aficionado a la chusma atraído por su foto en los catálogos, o (un pensamiento escalofriante) el mismo hombre que le había causado tanto daño antes? John tenía miedo de esa persona sin saber bien por qué. Sentía, aunque no tenía ninguna razón lógica para ello, que la reserva de María 8 había sido un reto personal. Barruntaba el peligro, como si fuera un indefenso escarabajo tumbado de espaldas al fondo de un agujero en la arena, y el misterioso hombre fuera la hormiga león que acechaba debajo. Si resistía, el primer grano de arena empezaría a caer, seguido del segundo...

    Aquella noche, al observarla mientras se desvestía, notó otras señales de descomposición. Donde el oro se había descamado se veía la carne amoratada, y le empezaba a aparecer pelo en las axilas y en la parte inferior del vientre. Cuando se metió en la cama, John notó que despedía un ligero olor. Por primera vez se le pasó por la cabeza que realmente podría morir.

    Se maldijo a sí mismo por su propia debilidad. Allí estaba con una mujer que cada día que pasaba era menos atractiva (incluso su pelo tenía ya hebras de color castaño y negro) cuando todo lo que tenía que hacer era cambiarla, como todo el mundo.

    Era ridículo, y no tenía sentido renovarla por otras dos semanas. Simplemente, se deterioraría aún más. La cambiaría mañana. Sería lo mejor para ella.

    Se despertó en medio de la noche y la encontró hecha un ovillo en el suelo, desnuda y temblando, llorando desconsoladamente, aferrando unas fotos de sus primeros días juntos y manchándolas con sus lágrimas.

    Al

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