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La rebelión de los pelones
La rebelión de los pelones
La rebelión de los pelones
Libro electrónico379 páginas6 horas

La rebelión de los pelones

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Todos somos historias de muchas otras historias. Cargamos con una narrativa sobre la espalda que nos hace lo que somos. Estas narrativas, igualmente, nos revelan fugazmente lo que seremos. El libro narra el encuentro de personajes y eventos realistas en un mundo en donde persiste una mágica desolación que hace tan única a la idiosincrasia del mexicano, cuya vida se encuentra en todo momento bajo el yugo de las historias de su pasado. En los personajes confluyen narraciones e historias que intentan reflejar un México de recuerdos fantásticos y memorias perdidas que en realidad nunca tuvieron lugar. En cambio, este México existió gracias a la inmovilidad del sintiempo y bajo la interpretación del relator de historias. La multiplicidad de narradores en la historia hace que las anécdotas puedan ser contadas en primera persona, justo como sucede en la vida misma. La historia trata sobre de un grupo de jóvenes estudiantes de una universidad militar que se rebela contra un régimen violento de novatadas, contra las injusticias y contra el tedio.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 abr 2012
ISBN9781476367798
La rebelión de los pelones
Autor

Roberto Carvallo Escobar

Nacido en México y con un gusto por viajar que lo ha llevado a estar lejos de su país por casi diez años. Su pasión por viajar es compartida con la Filosofía y la narrativa latinoamericana. Después de completar su doctorado en Filosofía (Epistemología), decidió incursionar en letras más ingeniosas para intentar lograr, desde su rincón del mundo, un muy humilde homenaje a los grandes como García Márquez, Cortázar, Saramago, Vargas Llosa, Octavio Paz y Fuentes.

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    La rebelión de los pelones - Roberto Carvallo Escobar

    Roberto Carvallo Escobar

    LA REBELIÓN

    DE LOS

    PELONES

    La rebelión de los pelones
    Roberto Carvallo Escobar
    Published by Roberto Carvallo Escobar at Smashwords
    Copyright 2012 Roberto Carvallo Escobar
    Ilustración original de portada: Aurelie Collet
    Para aquellos que quiero
    hasta la pared de enfrente

    Índice

    I

    II

    III

    epílogo

    I

    Alrededor de las siete de la mañana lentamente salió el sol asomándose sobre un par de débiles rayos invernales a través de una de las ventanas de la habitación de Francisco Utigarribia. Los rayos de luz atravesaban las pesadas nubes bajo las que amanecía ese día la ciudad de Texcoco. La densa niebla se asentaba sobre la Universidad. Cabe decir que ya de esta niebla se había hablado extensamente, en libros y relatos, en cuentos y mitos, en canciones y leyendas. Ella daba pie a largas historias de amor, de misterio y algunas otras de carácter más o menos desmedido, dependiendo de cómo se quiera ver la vida, y claro está, también de cómo se quiera ver la muerte, porque no sería justo dejarla de lado en nuestra historia y peor aún, dejarla ajena a toda otra historia, de aquí y de allá, que trate de personas, de animales o simplemente de cosas a las que atribuimos personalidades antrópicas, a las que nosotros, más hábiles que ellas en la tinta y el papel, les asignamos personalidades y sentimientos en las historias de novelas que escribimos a solas durante las noches. Lo hacemos también en los chistes que contamos rodeados de amigos y que aprendemos de otros tantos, y en anécdotas que saltan generaciones tan fácilmente como saltan fechas y meses, años y países pero que no cambian hasta que cuando de repente, sin previo aviso, mueren las memorias y los intereses por ser escuchadas, tanto como cuando se deja de leer una novela como cuando se pierde la gracia de un chiste. En este caso, el de la niebla, el de esta niebla y de otras tantas que llegan con los días y con las noches, y que desaparecen tan rápidamente como llegan pero dejan el silencio de la quietud y de la tranquilidad, vamos a decir que es tan única como todas las demás, una siempre más espesa que la otra pero menos blanca que la siguiente. Siempre hay una niebla referente pero el asombro nos hace olvidarla para pasar a la incalculable incredulidad de la siguiente vez en que la niebla vuelve a ser niebla, y cómo no, también a estar con nosotros. En este día, esta niebla se posaba sobre toda la Universidad. Era más densa sobre los jardines aledaños a la fuente de las Circasianas, la cual descansaba frente a la gran capilla de la Universidad que muchos años después se llegaría a conocer como la capilla de Diego Rivera. Aquí, la niebla se hacía más densa y poderosa, alimentando de dicha forma al misticismo del amanecer y del salir de la obscuridad sin luna. Ya era la hora de salida de la profunda noche pero la niebla se resistía a dejarla ir para darle paso a la luz del sol con la libertad con la que llega irresistible e imperturbable día con día. La niebla se resistía a sujetar la noche como quien se apega a un recuerdo lejano o como quien intenta detener el paso del agua de un riachuelo con nada más que dos manos y el deseo del absurdo ingenuo. En este día, así como el mural de Rivera llamaba al irreflexivo canto a la tierra liberada, a la tierra del campesino y a la tierra de sangre y dolor, esta niebla tan blanca como la nieve más nueva producía en Francisco Utigarribia, y en la mayoría de los pelones del veinticinco una sensación en la que se mezclaba el aislamiento, la soledad y el desasosiego. La niebla hacía que todo permaneciera como siempre lo había hecho, sin cambio ni novedad, y tal vez así es como estaba predeterminado el día con día de la Universidad. La niebla brindaba la calma que se perdería ese día y en los días siguientes, los días de la rebelión, los días de la barricada y durante los días de la capitulación sin encuentros ni desencuentros. Tal vez todo era un error y era mejor que la niebla se quedara para siempre, por lo menos que se quedara todo ese día, que no cambiaran las cosas porque no hay temor más grande que el miedo a lo transitorio, al conocido misterio que traen los cambios necesarios de la vida diaria, que sin cambios ni repercusiones no podrían haber esperanzas ni tristezas. Francisco pensó por unos instantes, fugazmente, que la niebla fuera de su habitación podría asentar los hilos volátiles de los odios en la Universidad, y así podrían comenzar de nuevo todos los pelones y veteranos, sin nerviosismos ni antipatías, sin rencores ni aborrecimientos, un año en el que no existiera de una vez y por todas, ninguna de las novatadas ni los castigos a manos de los veteranos. Francisco recordaba también que con la desaparición de la niebla, en unas horas, la generación de los pelones pelearía con piedras, palos y manos, y haría todo lo necesario para defenderse, para vencer a los veteranos y a todo aquel que se considerara enemigo de los pelones, quienes en poco tiempo se adentrarían en el vago territorio de lo desconocido y nuevo. Francisco imaginaba a la rebelión tan justa como cualquier batalla revolucionaria. Tan válida como cualquier pelea por el desprotegido y hambriento. Pero esto no quería decir que dejara de pensar en lo que pasaría si no se levantasen los pelones contra el status quo, contra la vida común de la Universidad, la que ha llevado a tantas generaciones al poder y al progreso de México, según decía el mismo status y la esperanza del quo. Quizá la enseñanza de la Universidad necesariamente traía consigo las novatadas, contra las que se iban a rebelar en unas horas, Quizá no sea tan buena idea cambiar las tradiciones de la Universidad, si es que para ellas hemos venido realmente, pensó brevemente Francisco mientras reflexionaba acerca de las posibles consecuencias de la primera y realmente única rebelión de los pelones, Tal vez sea eso lo que nos hace aprender más de la vida, y de ella no sabemos mucho todavía, tal vez para eso estamos aquí, dudaba Francisco. Vacilaba entre las opciones que tenían los pelones frente a los veteranos, yendo de un lado a otro, de una opción a una decisión. Iba en un vaivén de posibles, de argumentos vagos y posiciones difusas. Todo ello le inundaba la cabeza. Le acogía y le hacía separarse del mundo que tenía enfrente, aunque ese mundo fuera lo que le obligaba a divagar.

    Francisco imaginaba que la rebelión podría ser tan compleja como la guerra en que desembocó la Revolución mexicana, aquella que todos querían pero nadie deseaba, claro está, y para no ofender a aquellos héroes y no tan héroes de la Revolución que tanto muerto dejó y tan bien o tan mal dejó al país, tan rico o tan pobre, repito, depende del cristal con el que se mire, y también claro estaría decir que en el caso de los pobres, ni cristales ni lentes tendrían, ya no para mirar a la vida a distancia, que ni siquiera terminaron con cristales de ventanas ni intentos de vidrios sostenidos débilmente por los marcos de sus casas de adobe, de tierra y de barro con techo de madera, en los mejores casos, ya que en los no tan mejores se encontraban los habitantes de las casas en la deplorable, pero necesaria situación, dirían los líderes de la Revolución, de tener que recordar lo que era vivir sin un techo y fantasear por lo que hubiese sido no haber tenido que perder el techo completo de sus casas, o en otros casos, añorar lo que era tener un techo sin tantos agujeros ocasionados por los morteros e incendios, Que los guarde de la intemperie, a veces tan dura pero a veces tan apacible en el México que quedó después de su Revolución, logrando que gran cantidad de mexicanos pasara de la pobreza a la mayor pobreza aunque, sobra decir, tuvieron el gran gusto, por obra y gracia de la bendita Revolución, de tener que dormir con nada más que los mantos que proporcionaban los mismos ángeles, sólo para los seres inocentes que purgaban sus penas con rezos, y eso sí, con uno que otro tequila para bajar el frío, o a veces diablos para la otra parte de la población que reducía el frío únicamente con tequila olvidando rezos y mantas, Sí, mi General. En peores casos, los más, simplemente el dormir bajo el manto de estrellas ya no debía ser una preocupación porque el dormir ya no era menos permanente que la eternidad, O por lo menos hasta que les llegara el juicio final. Pero olvidando a estos últimos, a estos últimos pobres, y para no deprimirnos ni sonrojarnos, ni sonrojar a aquellos a los que todavía se les podía llamar pobres y no pobres muertos, la Revolución les permitió el gusto de dormir abrigados por el calor de una nación libre y grandiosa, en llamas, y derruida la segunda mitad del territorio y población, pero eso sí, libre de cualquier opresión dictatorial que acababa de despedir a tierra europea, que es de donde se sacan las ideas que atosigan a este país, Sí, mi General, Y eso sin olvidar que estas ideas no llegaban tan puras como pudieron haberse pensado en las cabezas de los idealistas europeos, sino que se implementaron en los gobiernos latinoamericanos gustosamente ensalzadas por los grandilocuentes y no tan grandilocuentes personajes de este continente, produciendo ese folclor y no volklor tan único de tierra caliente que podía asegurar a sus connacionales e hijos de madre pero no tanto de padre, que el cielo no bajaría con tanto frío como para tener miedo o para recordar los estragos de esa Revolución que se llevó unas cuantas almas entre las alas de la victoria y obviamente, también de la derrota, derrota para los muertos, para los vivos, para los no tan vivos y para los no tan muertos. En esta categoría, la de los revolucionarios, deberíamos incluir a los sin techo pero con casa, y a los, por razones arquitectónicas sobre las que no hablaré, sin casa y por tanto sin techo pero con rincón de paja sobre los escombros, y a los sin nada de nada, De lo que es nada de nada, ni para caerse muertos, y ni qué decir caerse vivos, Sí, mi General. Para ellos, el censo ciudadano después de la Revolución, ya inventado desde tiempos de Jesucristo, quien por cierto pudo haber previsto esta guerra tan santa como la santa más santa a la que le rezan los que van ganando una batalla, no servía solamente para identificar la cantidad de capital humano que se encontraba dividiendo al país sino también para definir la cantidad de casas que se debían construir, renovar o derribar por el nuevo gobierno constitucional regido sólo por una única y más que respetable voz, la del pueblo, la de la gente, la de nosotros, la de ellos, una que se oiga bien aunque no guste lo que dice y menos lo que diga de nosotros, porque para eso estamos, críticos y democráticos, que si no estuviésemos aquí, no hubiéramos podido enviar al caudillo a otro país, Y no queremos otro, por lo menos por ahora, ya que no sabemos qué pasará si se nos olvida o si vemos que en realidad no era tan mala la idea esa del caudillismo, o simplemente vemos que esto de la democracia nos pega con la culata, nos tira por ella sin darnos el pitazo con que evitaríamos salir quemados por la pólvora y no sólo por la victoria y por el desgaste de tantos años de gobierno, Sí, mi General, Que no creas, pero ya son muchos años, y a ver cuántos todavía nos quedan, Sí, mi General, La voz de la crítica contra los dictadores, no olvides esto, se alimentó de la fuerza y las agallas de mis soldados, Sí, mi General, Señores y luz de la Revolución que es una santa por habernos brindado tanto, y tanto que sin ella no podríamos haber renovado este país destruido, Sí, mi General, Es más, ni siquiera hubiera habido esta niebla ya que no habría sobrevivido la Universidad, Sí, mi General, muy cierto, Claro que va a ser cierto, dijo.

    La niebla, podríamos decir, estaba apenas desayunando, es más, estaba comenzando por el café así que podemos decir sin miedo a error que todavía había que esperar a que llegue el jugo de naranja con fina pulpa, para no olvidar pues, que un jugo sin pulpa no es un jugo de mañana sino de noche, sobre todo por las pesadillas y el desvelo, que ya se ha dicho, en la pulpa está el pecado pero para más pecado el de dormir sin tener el día entero para purgar los pecados, y más cuando se sabe que esta mañana que no es fría sino helada, y tan helada que los huesos parecen dormidos y la cabeza tiembla haciendo que la piel sienta que le recorre una corriente eléctrica, lo que más se necesita es calentarse con lo que sea, sean pecados o sea un café caliente que acompañe a la concha o a la telera que en tiempos de hambre y no tanta seducción, es lo único que hay para desayunar haciendo olvidar en el mundo de los imposibles los desayunos de la alcurnia en donde la variedad de quesos franceses y mantequillas exquisitas no se encuentran en tiendas después de los estragos de la Revolución, aunque también dirá alguien que para qué diablos se necesita una dieta tan europea cuando la mayoría muere de hambre o tiene lombrices en la panza, que es mejor que todos seamos iguales, todos jodidos, pero todos iguales, Mejor que parecerse a unos cuantos viviendo de un continente que ni siquiera se puede ver desde aquí, ni desde la montaña más alta, ni ninguno de sus volcanes, que para eso estamos en México y no en los Alpes, repetiría el mismo argumentante, Y si no tenemos Alpes, entonces para qué tener porquerías de aquella gente. Por eso la niebla desayunaba con calma su jugo, su pan, su café y su leche para que nadie la critique ni le diga que se vaya a otro país donde se desayune de otra forma. Se movía con calma sobre la Universidad, sobre los jardines y sobre las compañías. Se quedará hasta que ella quiera, no vaya a ser que alguien se crea señor y dador de luz en este país, Que para eso enviamos a esos señores en barco, lejos de aquí, muy lejos de aquí, y si se hubiese podido, en lancha de papel, Pero con esas no se llega muy lejos, dirían otros que no viesen el punto intencional y macabro del de la idea de la lancha. Esta niebla no se iba a ir hasta que pudiera desayunar bien y de buena gana. La niebla no es mala, no lo hace adrede. No es a propósito esto del desayuno de siete a ocho de la mañana. Tampoco lo hace por desidia o por haber invitado a sus amigos y amigas, ya sea si la niebla es hombre como lo indica su persistencia o mujer como lo muestra su resistencia. La niebla descansa desayunando porque después tiene un largo camino a otros lugares de la ciudad y del campo, si nos localizamos ya en la historia, y no tiene otro método de transporte que sus propias alas, muy imaginativamente hablando, ya que para verle alas a la niebla habría que verle primero cuerpo, y ese, discúlpeme el lector, es solamente una herramienta literaria muy útil pero de nula evidencia empírica, ya que nunca se verá a la niebla aleteando y mucho menos tomando el autobús con dirección al centro de la ciudad porque tiene prisa y ni qué decir de que la niebla conduzca una bicicleta o monte a caballo, o a burro para las nieblas que desayunan más austeramente. Primeramente, la niebla no tiene bolsillos para guardar el poco dinero que le dé su madre naturaleza para pagar su transporte ni podría pedalear a causa de sus cortas piernas. Por eso la niebla descansa para preparar su largo viaje al centro de la ciudad para después volar rápidamente a las afueras de ella, donde los escenarios se hacen más verdes al igual que más montañosos en los que puede descender libremente sobre el mundo natural sin tener que limitarse a los tamaños urbanos de las plazas y futuros mercados, apartamentos y estacionamientos.

    Francisco al despertar vio la niebla fuera de su habitación y decidió abrir la ventana para despejar el olor a humedad que rondaba inexorablemente por el interior del edificio. Para deshacerse del penetrante olor a humedad, Francisco intentó muchas veces perfumar su habitación con flores de lavanda, manzanas, limones y bicarbonato de sodio pero nada funcionaba mejor que la niebla de la mañana para erradicar el olor a encerrado de la habitación, dejando un olor de mañana si bien no muy duradero, sí lo suficientemente sagaz para despejar toda pesadez de la atmósfera. Francisco se despertaba todos los días a las siete de la mañana y hoy no era una excepción. La niebla tampoco lo era para estos días de invierno en los que la luz del sol levantaba un vaho grisáceo sobre los campos y jardines de la Universidad, sin olvidar, claro está, el claroscuro que producía el efecto del vaho sobre el moho de las piedras y adoquines de los muros de los edificios de la Universidad, La mejor del momento, faltaba más, Sí, mi General, Una gloria entre las glorias, Sí, mi General, Digna mano amiga de la Revolución, Por supuesto, mi General. Francisco Utigarribia cerró la ventana cuando la habitación comenzó a llenarse de la nube ligera que bajaba a lo largo de la mesa que servía de escritorio, siguiendo el borde de la mesa y de la silla, delineando con su estela blanca la silla de mimbre tan gastada por el paso de las generaciones de tanto pelón en la Universidad. Tan gastada, la silla y no la Universidad, que se podía ver el color original no sólo del mimbre sino hasta del vacío al que tanto temían los filósofos. La mesa de color obscuro, todavía con el brillo de la capa de barniz recién aplicada al darse la instrucción de renovar todo el mobiliario de madera vieja tanto de las habitaciones como de las aulas de estudio de la Universidad, hacía juego dispar con el mimbre de color claro y apelambrado de la silla de asiento hundido y de patas encorvadas que se escondió de la acción renovadora de las hábiles manos de los peones de la Universidad, ya que simplemente esperaba, la pobre silla, el día de su muerte para poder renacer en otra silla, quizá una de caballo para viajar más, o menos dependiendo del caballo y de su jinete, o mejor aún, una silla de águila, Que tantos quieren pero que pocos pueden sentir su suave terciopelo. En el cielo de las sillas se abre continuamente el debate por los derechos de la reencarnación, ya que a falta de una silla inmóvil y eterna, una silla teocrática reguladora, se da paso a las acaloradas discusiones por los justos premios y castigos en el postmundo por el accionar de las sillas en su convivencia en el mundo de los vivos. Los colores de la mesa y de la silla resaltaban a la vista, contrastadas con el color azul mar de las paredes de todas las habitaciones de las compañías.

    A comparación de la suerte del mobiliario, las paredes no pudieron ser repintadas, renovadas ni reempastadas porque en este año era más importante renovar los bártulos, enseres y demás materiales, aunque eso no significaba renovarlo en el sentido estricto de la palabra en el que los muebles viejos se cambian por nuevos sino más bien en el sentido convencional de la palabra en el que los muebles viejos se hacen nuevos, retando así al sentido común y al sentido del tiempo, contradiciendo las leyes de la naturaleza y hasta revirando los efectos del oxigeno del aire y del viento, y hasta si se quiere ver de una forma más moderna, rebatiendo las leyes de la entropía, ya que esas leyes funcionan irrevocablemente en el día a día de la vida, sin olvidar que son ciertas y muy ciertas, ciertísimas, en el laboratorio pero que a veces, para la estática vida de los muebles, esas leyes y muchas otras no tienen el mismo efecto esperado que en el laboratorio, si es que existiera uno en que se probaran los efectos del tiempo en cosas menos trascendentales en la vida como los muebles y los adornos hogareños. La luz que se reflejaba en las paredes azules de las compañías de los pelones simulaba un túnel enmohecido de las cuevas con las que rompían las olas del mar. El ambiente húmedo, dentro de las compañías en todo momento del día y de la noche, hacía que el calor se pegara a la piel desde el primer paso en el edificio y desde la primera respiración dentro del túnel de las habitaciones. En algunas paredes ya había muestras de la humedad que se colaba desde los pisos inferiores y que subía desde los rincones que limitaban los marcos de las puertas. También se notaban las huellas que dejaban las gotas que recorrían lentamente las paredes cuando se hacían suficientemente grandes para poder formarse y no deformarse sino hasta tocar un suelo de piedra gastada. Las habitaciones, más pequeñas de lo que parecían, tenían camas literas, cuatro por habitación. Resultaban ser también más cómodas de lo que parecían aunque compensaban su amabilidad con el ruido que producían por la mañana, durante los días, por las tardes y por supuesto durante las noches, que es cuando más se utilizaban. El rechinido de las literas junto al zumbido de las casi imperceptibles charlas, casi silentes aunque con mucho jugo pero poco ritmo dialéctico, competían con el grillar de la noche y el frecuente ladrar de algún perro callejero, que de callejeros no tienen mucho considerando que estos caminos no son calles transitables por coches, confusión fácil de ver si se entiende que la Universidad era pública y no privada.

    Cuando Francisco cerró la ventana ya había despertado Alberto Santés, su compañero de habitación. Por el destino y por razones desorganizacionales, Francisco y Alberto compartían, ellos dos, una habitación cuádruple, la última habitación de la primera planta de la sexta compañía, la ciento siete, y cabe decir, no hubo razones ni juegos malévolos para poner entredicha la honestidad y honradez de estos dos muchachos al ser los únicos que disfrutaban de dicha amplitud. Fue solamente una simple coincidencia del capricho de las secretarias encargadas de la organización residencial que situaron a Francisco y Alberto en la misma habitación. Tuvieron la suerte, la puritita suerte que ningún otro pelón tuvo, para tener para ellos solos el uso de otras dos camas. No llegaron a personarse sus otros dos compañeros de cuarto, siendo cuatro el número máximo y mínimo establecido, no sólo por norma común sino por norma axiomática del reglamento de la Universidad de pelones y veteranos, sin importar su grado ni especialidad, que debían dormir en la misma habitación. El que durmieran únicamente dos pelones en una habitación fue un error coincidental, de esos en los que la casualidad ni siquiera está presente ya que es tan vaga la situación que no se tomó la molestia de venir a repartir sus encantos en el caótico mundo de las compañías universitarias por lo intrascendente del caso. Sin embargo, el error circunstancial sí tuvo algunos efectos sobre otros estudiantes, rompiendo de igual manera, y a modo de solución rápida, la organización de otras residencias. Fue una de las secretarias que pensó, Espero que nadie se entere, y dijo, eso sí, sin pensar, Porque por alguna razón nos faltan camas. Notó el error de abrir la boca y vociferar sus interiores. Ahora, ya callada y en pleno control de su boca, observaba cómo la veían sus compañeros de secretaría y pensó, Habría que revisar, Sí, respondió su conciencia, Habría que revisar pero ya es tarde y estoy cansada, repensó la secretaria, Yo también, dijo la consciencia, Yo también, vociferó la secretaria, otro error y más miradas, Además no se van a dar cuenta porque son pelones y ellos siempre creen que es así todo y que no pueden quejarse, Y mi marido me está esperando para que le dé de cenar, Tengo que llegar a casa a hacer tortillas que ayer se nos acabaron y eso que hice apenas antier, Se acabaron porque preparaste chilaquiles para el desayuno de ayer, ¿Y cómo te quedaron?, Si vieras que estaban bien buenos, picosos pero sabrosos, ¿Sí?, Pero tú estabas ahí, Sí, pero las conciencias no prueban la comida sino sólo sentimos los dolores, nos intranquilizamos, pero no comemos, Ya tengo hambre, Pos ya vámonos, Sí, ya vámonos, que nadie se va a dar cuenta. Un día después comentaban las secretarias que faltaban por lo menos dos camas para alojar a dos pelones de su lista de, sí con cama, y no, todavía sin cama. Debido al error secretarial, y gracias a la decisión ejecutiva del, Así está bien y no hay que darle más vueltas al asunto, en otras habitaciones se tuvo que instalar una cama extra y un petate, en uno de los casos, en medio de las dos literas para hospedar a cinco pelones que tendrían que dormir en una misma habitación. Quiso, eso sí, la mano amiga del destino y del capricho que nadie notara, sin pretender ser ocultado por Francisco y Alberto, que había dos plazas libres en su habitación. El capricho, cabe decir, fue ayudado por la logística y la arquitectura de la sexta compañía ya que la habitación ciento siete se encontraba al final del pasillo. Era la habitación más alejada de la salida y del baño, por lo tanto, no había razón ni motivo para que fuese notable la ausencia de dos pelones en una habitación que supuestamente estuviese ocupada por cuatro, siempre pulcra, y tanto como el rigor militar lo manda. Más que una regla, la limpieza era una condición necesaria, y suficiente si se quiere ver con más rigor lógico pero menos estética literaria, para la subsistencia en la Universidad, La pulcritud y la limpieza debían estructurar las formas más básicas de la vida para la convivencia humana, Sí, mi General, Por eso en todo momento debían estar límpidas las habitaciones, nada de desórdenes ni tiliches regados, No, mi General. El reglamento de las compañías indicaba que no se aceptaría bajo ningún motivo que se encontrasen muestras de basura o polvo ya que en caso contrario, se procedería al término de la posibilidad para el estudiante de seguir recibiendo los beneficios tan excelsos de la índole que solamente una Universidad como ésta podía brindar. Este reglamento, bajo previa aceptación del estudiante, regía como último juez competente para entablar disputas al respecto. Para la redacción del mismo, el redactor del reglamento mostró su lado más literario ya que en vez de terminar con puntos y aparte, y puntos y comas, se dedicó a abrir y cerrar signos de exclamación, todo con la intención de introducir lo que creía todo interlocutor debía percibir al leer el texto, es decir, provocación y reacción. Para él, las reglas no sólo eran normas que debían dirigir el actuar social de un grupo determinado sino que eran verdaderos principios éticos, únicos y valederos, que debían dirigir la moral de los estudiantes limitando sus pasiones estrambóticas, Y mira que son muchas esas pasiones, se dijo a sí en silencio el mismo redactor mientras se le encargaba tan digna tarea. Este fue el único reglamento que redactó libremente durante toda su vida ya que inmediatamente tras la publicación de tal, por motivos de disgusto del Rector de la Universidad, regresó a su posición habitual de asistente en el entintado y engrasado de la imprenta local.

    ****

    Alberto Santés

    Alberto Santés provenía de San Luis Potosí. Ahí, su padre tenía una hacienda con tierras manejadas por casi dos decenas de peones dedicados al cultivo de trigo y otros cereales, en la que él, Domingo Santés, había nacido, crecido, tenido a su hijo, tenido también a sus hijas, y en las que esperaba morir cuando ya no pudiera sembrar ni cultivar más. Domingo era gente de tierra, y aunque estaba orgulloso de tener su hacienda, de haberla visto crecer desde que era una parcela asentada a los costados de un río de caudal pequeño entre planicies que dejaban pasar, imperturbables, los vientos de la sierra, también entendía que el paso del tiempo era más constante que la estabilidad de su hacienda y más firme que los vientos del norte. Domingo sabía que ni su hacienda ni él vivirían para siempre. Por eso entendía que era necesario darle las mayores oportunidades a su familia para que la hacienda no decayera rápidamente frente a los cambios del mercado, de políticos o simplemente porque el paso del tiempo es imparable. Era de vital importancia para él que ésta, su familia, fuese capaz de arañar la tierra de ser necesario para tener algo que comer, no únicamente para ellos sino también para los hombres y mujeres que habían sido fieles servidores durante tanto tiempo y de quienes él se sentía tan responsable como se sentía de sus hijos. Domingo se enorgullecía de poder proveer a su familia con un hogar en el que no faltara nada y en en el que no faltaría nada hasta que, por lo menos, él pudiera seguir utilizando sus manos maltratadas por la resequedad de la tierra y por el calor de la siembra, Hasta que Dios me dé vida, hasta que él quiera yo voy a querer, le decía Domingo a su esposa cuando tenía meses difíciles en los que la siembra se perdía o algunos animales morían de frío. Esos eran los períodos más difíciles para mantener el ánimo elevado ya que eran también los días en los que la responsabilidad pesaba más sobre su espalda ya que el hambre proyectada al tiempo futuro se hacía más presente, más honda y más carnosa de lo que alguna vez llegó a ser para él, para su familia y para todo aquel que vivió bajo su ala de protección. Igualmente, Domingo cada noche agradecía a Dios que le pudiera dar la fuerza para no faltarle a su familia ni a todo aquel que dependía de él, como hacendado productor, como padre de familia y como jefe de capataces, y de peones.

    Ahora bien, sería incorrecto decir que todo trabajador de la hacienda se dedicaba al cuidado de la tierra. Para ello estaban los peones y los capataces. Pero también entre las responsabilidades de Domingo y de su familia se encontraban las cocineras y las encargadas de la limpieza y cuidado de la hacienda, todas ayudantes bajo las órdenes de su esposa. Todas y todos dependían del trabajo de Domingo, y, Sin la presencia de usted, Don Domingo, todo se iría al diablo, le confesó uno de sus capataces al calor de unos brandis cuando terminaron de guardar en el establo los caballos y los cuchillos para las cepas, No digas eso, hombre, que aquí tú y todos los muchachos ayudan tanto o más que yo, aquí todos hacemos nuestro trabajo y todo funciona bien porque todos le echamos ganas, No, pos eso sí, Don, salud por eso, Salud. Si Domingo lograba vivir para siempre, la hacienda se podría mantener tanto tiempo como él pueda respirar en el mundo. Pero él no era eterno, y eso lo supo desde que tuvo su primer infarto por exceso de trabajo en los campos, según dijo el doctor del pueblo que lo atendió, Y qué coincidencia que en ese momento venía llegando a su hacienda, Don, Sí, Doctor, qué habría hecho yo sin usted, mire que me salvó la vida, a ver ahora cómo se lo pago, No se preocupe, Don, que para eso estoy, le decía el doctor siempre después de sus visitas al convaleciente Domingo Santés que duró en cama reposando un par de semanas después de desplomarse sobre los campos de trigo de la hacienda. A causa de su lejano encuentro con la muerte, y porque no tenía más hijos que se pudieran hacer cargo del resto de su familia, Domingo pensó en darle a su hijo la mejor oportunidad para lograrlo, una que él no tuvo, que siempre quiso y que sólo podía imaginar, La vida es así y nunca da explicaciones, decía Domingo, Que la cosa no se ponga canija, Virgencita, por favor, échame la mano y riégame la siembra, que ya estoy terminando el altarcito en la entrada de la hacienda, vas a ver qué bonito queda, te va a gustar mucho, rezaba Domingo durante los primeros meses del primer embarazo de su esposa. Los planes de Domingo de un mejor futuro para su hijo tenían que ver con su educación y esperaba que su único hijo, Alberto, no tuviera solamente como educación los tiempos de las cosechas, las finanzas de la hacienda y el manejo de los capataces, lo cual Domingo minimizaba su complejidad por la misma razón que un padre y una madre nunca olvidan alimentar a sus hijos, o darles abrigo, quererlos, así dicho sin más vueltas de hoja, que así es la vida, y uno es así, a veces uno olvida por qué hace las cosas y que unas cosas son más difíciles que otras, y que otras cosas son más fáciles porque uno siempre las ha hecho y pasan ellas a terrenos en los que la vida las hace normales, forzando a uno a limpiarse el sudor de la frente y de las mejillas, del cuello y de los brazos y tirar para adelante, porque no hay de otra, Yo creo que no hay de otra, o tal vez sí, pero no conozco otra forma, y por eso quiero que estudies algo y no termines como tu viejo que no sabe hacer más cuentas que las necesarias, y que sepas leer desde niño, ya ves que tu padre no pudo hasta que ya era grande gracias a tu madre, decía Domingo a su hijo, Quiero que vayas a la escuela, hay una escuela en México, una Universidad, y ahí te van

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