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Alcanzando al Dios invisible: ¿Qué podemos esperar encontrar?
Alcanzando al Dios invisible: ¿Qué podemos esperar encontrar?
Alcanzando al Dios invisible: ¿Qué podemos esperar encontrar?
Libro electrónico440 páginas

Alcanzando al Dios invisible: ¿Qué podemos esperar encontrar?

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Información de este libro electrónico

La vida con Dios no siempre es como nosotros pensamos. Las altas expectativas se vienen abajo ante la realidad de las flaquezas personales y las sorpresas inoportunas.¿Está Dios entretenido? ¿Podemos contar con él? ¿Cómo podemos saberlo? ¿Cómo podemos conocer a Dios?Al encuentro del Dios invisible nos da una comprensión profunda y satisfactoria que afirma y dignifica aquellas preguntas que muchas veces tememos hacer. El galardonado escritor Philip Yancey explora seis áreas fundamentales: nuestra sed de Dios, la fe en los tiempos cuando Dios parece inalcanzable, la naturaleza de Dios mismo, nuestra relación personal con Dios, las etapas a lo largo del camino y la meta final de la transformación espiritual. Honesto y profundamente personal, este libro es una conversación directa sobre la vida cristiana con el hombre o la mujer que quiera algo más que una simple respuesta a los imponderables de la vida.
IdiomaEspañol
EditorialZondervan
Fecha de lanzamiento25 jun 2013
ISBN9780829778274
Alcanzando al Dios invisible: ¿Qué podemos esperar encontrar?
Autor

Philip Yancey

Philip Yancey previously served as editor-at-large for Christianity Today magazine. He has written thirteen Gold Medallion Award-winning books and won two ECPA Book of the Year awards, for What's So Amazing About Grace? and The Jesus I Never Knew. Four of his books have sold over one million copies. He lives with his wife in Colorado. Learn more at philipyancey.com.

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  • Calificación: 1 de 5 estrellas
    1/5
    I was very disappointed by this book. For the countless believers who long to know the invisible God this book offers little help. The invisible God that Yancey writes about is not so 'unknowable'. For believers who long for intimacy with God and who like Moses yearn for more of His glory I recommend "Revival" by Lloyd-Jones, "Holiness" by J.C. Ryle, "Why Revival Tarries" by Ravenhill or anything by A.W. Tozer.
  • Calificación: 5 de 5 estrellas
    5/5
    Philip Yancey is one of my favourite modern Christian authors; he writes honestly, without being over-religious or assuming that everyone is the same. He addresses the kinds of questions that Christians (and others) have about God. How is it that we can 'have a relationship' with Someone who is invisible and intangible? What does it mean to relate anyway? Can we really know God?

    Peppered with anecdotes, this book is refreshing and insightful. It's not something to read all in one sitting: there's too much to take in. Mostly I read a few pages every day or two, sometimes a whole chapter, sometimes nothing. I found it inspiring in a low-key, comfortable sort of way. I do like it when an author writes in the way I would like to write, expressing sentiments that have occurred to me... yet with his own slant, and circumstances quite different from my own.

    Highly recommended to anyone who likes a thoughtful Christian book.

    On second reading, five years after the first, I found it a bit slow-moving and less inspiring in the early sections, but much more thought-provoking in the second half. Still five stars overall.
  • Calificación: 5 de 5 estrellas
    5/5
    Fabulous. Another Yancey classic.
  • Calificación: 3 de 5 estrellas
    3/5
    Substance: Basically a collection related essays on the nature of God and how we get to know It (Yancey, along with most modern Christians, subscribes to the non-corporeal theory). He offers a number of interesting anecdotes and observations, but nothing startlingly original. Comfortable inspirational reading.Style: Casual without being chummy.

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Alcanzando al Dios invisible - Philip Yancey

ÍNDICE

Cover

Title Page

Prefacio

Primera parte — La sed: Nuestro anhelo de Dios

1. Nacido de nuevo, pero en mala posición

2. Sediento junto a la fuente

Segunda parte — La fe: Cuando Dios parece ausente, indiferente, e incluso hostil

3. Lugar para la duda

4. La fe bajo fuego

5. Las dos manos de la fe

6. Vivir en fe

7. El dominio de lo ordinario

Tercera parte — Dios: El contacto con el Invisible

8. Conozca a Dios, o a alguien más

9. Un perfil de personalidad

10. En el nombre del Padre

11. La piedra de Rosetta

12. El intermediario

Cuarta parte — La unión: Una relación de desiguales

13. La transformación

14. Fuera de control

15. La pasión y el desierto

16. Amnesia espiritual

Quinta parte — El crecimiento: Las etapas del camino

17. Niño

18. Adulto

19. Padre

Sexta parte — La restauración: La meta de la relación

20. El paraíso perdido

21. La ironía de Dios

22. Un matrimonio concertado

23. El fruto de la labor del viernes

Copyright

About the Pubilisher

NOTAS

PREFACIO

En cierto sentido, he estado escribiendo este libro desde el primer día en que sentí hambre por conocer a Dios. Esta hambre parece más bien básica, pero muchas de las recetas que he seguido para saciarla no me han satisfecho. Los cristianos presentan la brillante promesa de «una relación personal con Dios», como indicando que el conocimiento de Dios funciona de la misma forma que la relación con una persona humana. Sin embargo, un día baja el telón; el que separa lo invisible de lo visible. ¿Cómo puedo tener una relación personal con un ser, cuando nunca estoy totalmente seguro de que esté presente? ¿O es que existe alguna forma de estar seguro?

He escrito el libro en forma de progresión desde la duda hasta la fe, de manera que recapitule mi propio peregrinar. A los desconfiados con la espiritualidad, o tal vez escarmentados por malas experiencias en las iglesias, les sugiero que lean mientras puedan y después se detengan. Tengo planes de escribir un segundo libro para hablar de cuestiones más prácticas sobre esta relación, como la comunicación con Dios. En cada caso, tengo presente el comentario de C. S. Lewis de que, más que recibir instrucción, necesitamos que se nos recuerde lo que sabemos. Al fin y al cabo, estoy tomando las preguntas más antiguas dentro de la experiencia cristiana, preguntas que sin duda preocuparon tanto a los cristianos del siglo primero como nos preocupan hoy a nosotros en el siglo veintiuno.

A causa de ciertas sensibilidades, también debo mencionar que en ocasiones me apoyo en el pronombre masculino para referirme a Dios. Por supuesto, sé que Dios es invisible, y que no tiene cuerpo con partes (razón fundamental por la que escribo este libro), y es lamentable que no tengamos unos pronombres personales neutros adecuados. Me disgustan todas las soluciones que convierten a Dios en una abstracción, haciéndolo menos personal. A causa de las limitaciones del lenguaje, regreso a la solución bíblica de los pronombres masculinos.

John Sloan, mi corrector de estilo, me acompañó a lo largo de un sendero editorial más tortuoso que de costumbre. John se las arregla para señalar defectos que van a necesitar semanas de trabajo para corregirlos, pero lo hace de forma tal que lo hace sentir a uno animado y esperanzado. Según he podido aprender, un buen corrector de estilo tiene algo de terapeuta o de trabajador social. Bob Hudson y muchos otros en Zondervan hicieron pasar mi original por las etapas electrónicas posteriores. Y Melissa Nicholson, mi ayudante, me prestó un servicio muy valioso.

Les envié un primer borrador de este libro a una diversidad de lectores, a fin de recoger sus impresiones, y las copias con anotaciones que recibí de vuelta por correo me convencieron de que la relación con Dios es tan subjetiva y variada como las personas que están en el otro extremo. Quiero presentar mi agradecimiento a Mark Bodnarczuk, Doug Frank, David Graham, Kathy Helmers, Rob Muthiah, Catherine Pankey, Tim Stafford, Dale Suderman y Jim Weaver por sus valiosas respuestas. Me ayudaron, no solo con el contenido, sino también con la estructura y con el concepto general del libro. En los primeros borradores, me sentía como atrapado dentro de un laberinto; ellos me dieron las indicaciones que me ayudaron a encontrar el camino de salida.

Uno de esos lectores me contestó diciendo: «Así que tenga buen ánimo, amigo mío, y deje que este libro sea lo que todo libro religioso es: un dedo imperfecto que señala con una inexactitud indeterminable hacia Alguien al que no podemos hacer presente solo con señalarlo, sino hacía Alguien de quien y hacia quien aún así sentimos el permiso para señalar débilmente, irrisoriamente, tiernamente». A estas palabras respondo de todo corazón: ¡Amén!

PRIMERA PARTE

La sed

Nuestro anhelo de Dios

CAPÍTULO

UNO

NACIDO DE NUEVO, PERO EN MALA POSICIóN

¡Oh, Dios mío, no te amo; ni siquiera deseo amarte, pero quiero querer amarte!

TERESA DE ÁVILA

Un año, mi esposa Janet y yo visitamos Perú, el país donde ella pasó su niñez. Viajamos hasta el Cuzco y Machu Picchu para ver las reliquias de la grandiosa civilización inca, que tuvo tantos logros sin el beneficio de un alfabeto y sin conocer el uso de la rueda. En una verde meseta en las afueras del Cuzco, nos acercamos a una pared formada por unas inmensas piedras grises que pesaban unas diecisiete toneladas cada una.

«Las piedras que ven aquí fueron cortadas a manos y ensambladas en el muro sin mortero, y con una precisión tal, que no es posible ni insertar una hoja de papel entre ellas», se ufanó nuestro guía peruano. «Ni siquiera los rayos láser modernos pueden cortar con tanta precisión. Nadie sabe cómo lo hicieron los incas. Por supuesto, esa es la razón por la cual Erich von Daniken sugiere en el libro Chariots of the Gods que una avanzada civilización procedente del espacio debe haber visitado a los incas».

Alguien de nuestro grupo preguntó acerca de la ingeniería necesaria para transportar aquellas gigantescas piedras por el terreno montañoso sin el uso de ruedas. Los incas no dejaron nada escrito, lo cual hace surgir muchas preguntas de este tipo. Nuestro guía se acarició la barbilla pensativo, y después se inclinó hacia nosotros, como si fuera a divulgar un gran secreto. «Bueno, la cosa es así …» El grupo se quedó callado. Pronunciando con cuidado cada palabra, nos dijo: «Conocemos las herramientas … pero no conocemos los instrumentos». Una mirada de satisfacción cruzó su rostro quemado por el sol.

Mientras todos lo seguíamos mirando en espera de una explicación, el guía se dio media vuelta y siguió al recorrido. Para él, su misteriosa respuesta había resuelto el rompecabezas. A lo largo de los días siguientes, como respuesta a otras preguntas, repetía la frase, que para él tenía algún significado especial, aunque el resto de nosotros no lo lograba captar. Después de irnos del Cuzco, aquello se convirtió en una especie de chiste continuo dentro de nuestro grupo. Cada vez que alguien decía, digamos, que iba a llover por la tarde, otro contestaba, imitando al guía: «Bueno … conocemos las herramientas … pero no conocemos los instrumentos».

Esas enigmáticas palabras me vinieron a la mente hace poco, cuando asistí a una reunión con varios antiguos compañeros de estudio de un colegio universitario cristiano. Aunque no nos habíamos visto durante veinte años, muy pronto pasamos de la charla inconsecuente a un nivel de intimidad más profundo. Todos habíamos luchado con la fe, pero a pesar de esto, seguíamos sintiendo el gusto de identificarnos como cristianos. Todos habíamos conocido el dolor. Nos fuimos poniendo al día, hablando primero de nuestros hijos, profesiones, traslados de un lugar para otro y títulos universitarios. Entonces la conversación se volvió más difícil: padres con la enfermedad de Alzheimer, compañeros de estudios divorciados, enfermedades crónicas, fallos morales, hijos de los que habían abusado miembros del personal de las iglesias.

Al final llegamos a la conclusión de que Dios está mucho más en el centro de nuestra vida ahora que durante nuestra época de estudiantes. Pero al recordar el lenguaje usado entonces para describir las experiencias espirituales, nos parecía casi incomprensible. En las clases de teología de veinticinco años atrás, habíamos estudiado la vida llena del Espíritu, el pecado y la naturaleza carnal, la santidad, la vida abundante … Sin embargo, ninguna de aquellas doctrinas había resultado de la forma que nosotros esperábamos. Explicarle una vida de éxtasis espiritual a una persona que se pasa el día entero cuidando a un padre enfermo de Alzheimer, malhumorado y que moja su cama, es como explicar las ruinas incas diciendo: «Conocemos las herramientas … pero no conocemos los instrumentos». Sencillamente, el lenguaje no transmite el significado.

Las palabras que se usan en las iglesias tienden a confundir a la gente. El pastor proclama que «el propio Cristo vive en usted» y que «somos más que vencedores» y, aunque esas palabras despierten una nostálgica sensación de añoranza, en el caso de muchas personas no tienen aplicación a la experiencia diaria. Un adicto sexual las oye, ora para pedir liberación, y esa misma noche cede de nuevo ante un mensaje que le llega sin pedirlo a su carpeta del correo electrónico, procedente de alguien que lleva por nombre Candy o Heather, y que promete satisfacer sus fantasías más ardientes. Una mujer que se sienta en la misma banca, piensa en su hijo adolescente, encerrado en un reformatorio a causa del abuso de drogas. ¿Acaso Dios ama a su hijo menos que ella?

Muchos más ya ni se acercan a la iglesia, y entre ellos se incluyen tres millones de estadounidenses que se identifican a sí mismos como cristianos evangélicos, pero nunca asisten a una iglesia. Tal vez tuvieron una época de fervor en el colegio universitario, y después ese ardor se desvaneció para nunca volverse a encender. Uno de los personajes de John Updike hacía notar en la obra A Month of Sundays [Un mes de domingos]: «No tengo fe. Mejor dicho, tengo fe, pero no parece tener aplicación alguna a mi vida».

Escucho a algunas personas así, y recibo cartas de muchas más. Me dicen que la vida espiritual no los marcó de manera permanente. Lo que experimentaban en persona parecía ser de un orden distinto a lo que oían describir con tanta seguridad desde el púlpito. Para mi sorpresa, son muchos los que no culpan a la iglesia, ni a otros cristianos. Se culpan ellos mismos. Piense en esta carta de un señor de Iowa:

Yo sé que hay un Dios: creo que existe; solo que no sé qué creer acerca de él. ¿Qué puedo esperar de ese Dios? ¿Interviene cuando se lo pido (a menudo o raras veces) o debo aceptar el sacrificio de su Hijo por mis pecados, sentirme afortunado y dejar en ese punto la relación?

Acepto que soy un creyente inmaduro; que obviamente, mis expectativas con respecto a Dios no son realistas. Supongo que sea porque me he visto desilusionado tantas veces, que cada vez oro pidiendo menos, para no seguir recibiendo desilusiones una y otra vez.

A fin de cuentas, ¿qué aspecto debe tener una relación con Dios? ¿Qué debemos esperar de un Dios que dice que somos amigos suyos?

Esa desconcertante pregunta acerca de las relaciones sigue apareciendo en las cartas. ¿Cómo se sostienen relaciones con un ser tan diferente a todos los demás, imposible de percibir por nuestros cinco sentidos? Es lo que estoy escuchando de un incontable número de personas que luchan con estos interrogantes. Me imagino que sus cartas hayan sido motivadas por libros que he escrito con títulos como: Cuando la vida duele: ¿Dónde está Dios cuando se sufre? [Editorial Clie] y Desilusionado con Dios [Editorial Unilit].

Una persona me escribió diciendo:

He estado pasando por un par de años enormemente difíciles. A veces me parece que la presión me va a aplastar. Todo esto ha sacudido mi fe en Jesucristo, y todavía estoy tratando de empatar los pedazos de una fe que solía ser indestructible. No me pregunto, si Dios o Jesús son reales, sino si mi fe y lo que llaman una «relación personal» son genuinas. Recuerdo todo lo que he dicho y hecho con relación a él, y me pregunto: «¿Era realmente sincero en lo que estaba diciendo?», o sea, ¿cómo puedo decir que tengo fe en Dios cuando me estoy preguntando siempre si él realmente, está presente? Oigo hablar de gente que ora para pedir cosas, y que Dios les ha dicho esto o aquello, pero cuando yo soy el que digo esas cosas «espirituales», me encuentro con que solo estoy tratando de impresionar a alguien, o simplemente, actuando con poca sinceridad. Solo pensarlo me revuelve el estómago. Por eso me sigo preguntando: «¿Cuándo me va a tocar a mí? ¿Cuándo van a funcionar las cosas para mí?» ¿Qué me sucede?

Otro lector me escribió con el mismo espíritu de abatimiento, preguntando si la frase «relación con Dios» tiene en realidad algún sentido. Me describió a su abuelo, un santo varón que se pasa todo el día orando, leyendo la Biblia y libros cristianos, y escuchando sermones grabados. El anciano apenas puede caminar u oír, y toma píldoras para aliviarse del dolor que le produce la artritis en las caderas. Desde la muerte de su esposa ha vivido solo en un estado cercano a la paranoia, en continua ansiedad por las facturas de la calefacción y las luces que se quedan encendidas. «Cuando lo miro», me decía el nieto, «no veo a un santo lleno de gozo y en comunión con Dios; veo a un anciano solitario y agotado, sentado la mayor parte del tiempo en espera de ir al cielo». Entonces citaba un pasaje de Garrison Keillor acerca de la anciana tía Marie: «Ella sabía que la muerte solo era una puerta de entrada al reino, donde Jesús le daría la bienvenida, donde no habría más llanto ni sufrimiento, pero mientras tanto estaba obesa, le dolía el corazón y vivía sola con sus malgeniosos perritos, dando vueltas por su oscura casita llena de figuritas chinas y periódicos dominicales viejos».

Otro lector fue más conciso: «Me pregunto si en la metáfora de nacer de nuevo, yo no habré nacido en mala posición».

Hace unos diez años, los miembros de un grupo de discusión al que pertenecía acordamos realizar un ejercicio en el cual cada uno de nosotros le iba a escribir a Dios una carta abierta, para traerla consigo a nuestra siguiente reunión. Hace poco, mientras revisaba algunos papeles, encontré mi propia carta:

Querido Dios:

Una de las amigas de Pattie le hizo la siguiente acusación: «Tú no actúas como si Dios estuviera vivo», y desde entonces, la misma me ha perseguido en forma de pregunta: ¿Actúo yo como si tú estuvieras vivo?

Algunas veces te trato como si fueras una sustancia; un narcótico como el alcohol o el valium, cuando necesito alivio, cuando hace falta suavizar la dureza de la realidad o hacerla desaparecer. Algunas veces me puedo salir de este mundo con facilidad para entrar en una conciencia de que existe un mundo invisible; y la mayor parte del tiempo creo realmente que existe, y que es tan real como este mundo de oxígeno, de césped y de agua. Pero, ¿cómo hago lo opuesto? ¿Cómo hago que la realidad de tu mundo —tu realidad— entre en mi vida diaria, en mi yo diario, para transformar su entumecedora monotonía?

He visto progresos; lo admito. Ahora te veo como alguien a quien respeto; incluso, reverencio, en lugar de temer. Ahora, tu misericordia y tu gracia me impresionan más que tu santidad y el temor a ti. Jesús es quien lo ha hecho, supongo. Te ha amansado; al menos lo suficiente como para que podamos vivir juntos en la misma jaula sin que me tenga que mantener arrinconado todo el tiempo. Te ha hecho atractivo, digno de amor. Y me digo que a mí también me ha hecho atractivo y digno de amor. Nunca habría podido lograr eso por mi cuenta; tengo que aceptar tu palabra. Gran parte del tiempo, apenas la creo.

Entonces, ¿de qué manera actúo como si tú estuvieras vivo? Esas células de mi cuerpo; las mismas que sudan, orinan, se deprimen y dan vueltas incómodas durante la noche en mi cama; ¿cómo llevan consigo esas células el esplendor del Dios del universo de una forma que se desborde de ellas para que los demás lo noten? ¿Cómo amo aunque sea a una persona con el amor que tú viniste a traer?

De vez en cuando me quedo atrapado en tu mundo, y te amo, y he aprendido a arreglármelas bien en este mundo, pero ¿cómo los puedo reunir a los dos? Eso es lo que te pido, me parece: que pueda creer en la posibilidad de un cambio. Cuando vivo dentro de mí mismo, me es difícil observar el cambio. Muchas veces parece como una conducta aprendida, como una serie de adaptaciones a un ambiente, tal como dirían los científicos. ¿Cómo dejo que me cambies en mi esencia, en mi naturaleza, para hacerme más semejante a ti? ¿O es eso posible siquiera?

Es divertido que me sea más fácil creer en lo imposible —creer que abriste el Mar Rojo, creer en el Domingo de Resurrección— que creer en lo que debería parecer más posible: el lento y continuo amanecer de tu vida en gente como yo, y Janet, y Dave, y Mary, y Bruce, y Kerry, y Janis, y Paul. Dios mío, ayúdame a creer en lo imposible.

Recuerdo que mi amigo Paul se sorprendió cuando le leí mi carta al grupo. Me dijo que parecía muy impersonal, distante y vacilante. Lo que describía no tenía nada que ver con la cercanía que él sentía con respecto a Dios. El recuerdo de su reacción resucita mis propias dudas, haciendo que me detenga para preguntarme qué me autoriza a escribir un libro en el que investigue una relación personal con Dios. En una ocasión, una casa editora me pidió un libro más «pastoral», y no se lo pude escribir. No soy pastor, sino un peregrino infectado por la duda. Solo puedo ofrecer esa perspectiva: la de un peregrino en el que se refleja lo que Frederick Buechner ha descrito como «uno que va por el camino, aunque no haya recorrido un gran tramo, y que al menos tiene una idea ligera y a medio construir de a quién es al que hay que darle las gracias».

He vivido la mayor parte de mi vida en la tradición protestante evangélica, que insiste en la relación personal, y he decidido por fin escribir este libro porque quiero identificar por mí mismo cómo funciona en realidad la relación con Dios, no cómo se supone que funcione. La posición de la tradición evangélica —la de una persona que busca a Dios ella sola, sin sacerdotes, iconos u otros mediadores— encaja de manera peculiar en el temperamento de un escritor. Aunque consulte otras fuentes y entreviste a gente sabia, al final debo poner orden en las cosas en medio de la soledad, de forma introspectiva, con papeles en blanco para escribir en ellos mis pensamientos. Esto crea sus propios peligros, porque la vida cristiana no está hecha para que la viva una persona que se pase todo el día sola, sentada pensando acerca de ella.

Cuando comienzo un libro, tomo un machete y me empiezo a abrir paso a machetazos por la selva, no con la idea de abrirles brecha a otros, sino con el fin de hallar un sendero por el cual la pueda atravesar yo mismo. ¿Me va a seguir alguien? ¿He perdido el camino? Nunca sé las respuestas a esas preguntas mientras escribo. Solo sigo blandiendo el machete.

Sin embargo, esa imagen no es muy precisa. Al abrirme paso, estoy siguiendo un mapa trazado por muchos otros, la «gran nube de testigos» que me han precedido. Mis luchas con la fe tienen por lo menos esto a su favor: proceden de una larga y distinguida línea de personas. En la propia Biblia encuentro unas expresiones semejantes de duda y de confusión. Sigmund Freud acusaba a la iglesia de enseñar solo las preguntas que ella misma puede responder. Tal vez haya iglesias que lo hagan, pero podemos estar seguros de que Dios no lo hace. En libros como Job, Eclesiastés y Habacuc, la Biblia hace unas francas preguntas que no tienen respuesta.

Al investigar, descubro que hay grandes santos que también se han encontrado con muchas de las mismas barricadas, los mismos desvíos y los mismos callejones sin salida que yo experimento y también expresan los que me escriben. Las iglesias modernas tienden a presentar con frecuencia testimonios de éxitos espirituales; nunca fracasos. Eso solo hace que aquellos que están batallando en las bancas se sientan peor que antes. Los libros y los videos se centran también en los triunfos. Sin embargo, indague con un poco más de profundidad en la historia de la iglesia y va a hallar una historia diferente. La de aquellos que se esfuerzan por nadar contracorriente como los salmones que van a desovar.

En sus Confesiones, San Agustín describe con minuciosos detalles su lento despertar. «Quería estar tan seguro de las cosas que no puedo ver como lo estaba de que siete y tres son diez», escribe. Nunca llegó a hallar esa certeza. Este sabio del siglo cuarto que vivió en el norte de África luchaba con las mismas cuestiones que incomodan a los cristianos hoy: creer en lo invisible y superar una persistente desconfianza con respecto a la iglesia.

Hannah Whitall Smith, cuyo libro The Christian’s Secret of a Happy Life [El secreto de la vida feliz del cristiano] alentó a millones de lectores de la era victoriana a escalar a un plano más elevado en la vida, nunca halló mucha felicidad ella misma. Su esposo, famoso evangelista, se fabricó una nueva fórmula para llegar al éxtasis que satisfacía los anhelos espirituales con emociones sexuales. Más tarde, fue cayendo en esquemas de adulterios serios y renegó de la fe. Hannah permaneció con él, cada vez más desilusionada y amargada. Ninguno de sus hijos fue fiel a la fe. Una de sus hijas se casó con el filósofo Bertrand Russell y se convirtió en atea, como su esposo. Las descripciones que hace Russell de su suegra describen a una mujer cuya vida no tenía nada de victoriosa.

El autor contemporáneo Eugene Peterson asistió siendo adolescente a una conferencia religiosa en la cual la gente se reunía junto a un lago todos los veranos. Manifestaban una ardiente intensidad espiritual y usaban frases como «una vida más profunda» y «la segunda bendición». Sin embargo, mientras observaba la vida de esas personas, notó que había poca continuidad entre la exuberancia que había en el lugar donde sostenían las conferencias y la vida diaria en sus hogares. «Las madres de nuestros amigos que eran unas arpías, seguían siendo arpías. El señor Billington, nuestro maestro de historia, tan venerado en aquel centro, nunca abandonó su posición en la escuela secundaria como el más malvado de todos nuestros maestros».

Menciono estos fallos, no para apagar la fe de nadie, sino para añadirle una dosis de realismo a la propaganda espiritual que promete más de lo que puede dar. De cierta forma extraña, los mismos fallos de la iglesia demuestran sus doctrinas. Como el agua, la gracia corre hacia los lugares más bajos. En la iglesia lo que tenemos para ofrecerle al mundo no es una fórmula para el éxito, sino humildad y contrición. Casi solos dentro de nuestra sociedad tan orientada hacia el éxito, admitimos que hemos fallado, estamos fallando y siempre seguiremos fallando. La iglesia del año 3000 va a estar tan plagada de problemas como la iglesia del año 2000, o la del año 1000. Por eso nos volvemos hacia Dios con tanta desesperación.

«El cristiano tiene una gran ventaja sobre los demás hombres», decía C. S. Lewis, «no porque sea menos caído que ellos, ni menos condenado a vivir en un mundo caído, sino por saber que es un hombre caído que está en un mundo caído». Ese reconocimiento es mi punto de partida para lanzarme a andar por un camino que me lleve al conocimiento de Dios.

Cuando comencé este libro, acudí a amigos a quienes respeto como cristianos. Algunos son líderes de sus iglesias y unos pocos tienen renombre a nivel nacional. Otros son ciudadanos comunes y corrientes del mundo trabajador que se toman en serio su fe. Les hice esta pregunta: «Si se le acercara una persona que anda buscando y les preguntara en qué difiere su vida cristiana de la suya como persona moral no cristiana, ¿qué le diría?» Quería saber si la fe de ellos ofrecía algo además de los fallos y los sueños sin realizar; tal vez la esperanza de una transformación. Si no, ¿para qué molestarme?

Hubo quienes mencionaron cambios concretos. «Gracias a Dios, no he abandonado mi matrimonio, a pesar de que hay inmensas cuestiones sin resolver», dijo uno. «Y la forma en que uso el dinero también ha quedado muy afectada. Busco formas de ayudar a los pobres, en lugar de pensar solo en mis propios deseos».

Una señora que había sobrevivido a un aterrador encuentro con la cirugía de seno hablaba de sus ansiedades. «No puedo evitar preocuparme. Me preocupaba por el cáncer, me preocupaba que mis hijos se fueran a extraviar. Sé que preocuparse no ayuda, pero lo hago de todas formas. Sin embargo, tengo una especie de confianza básica en Dios. Aunque parezca algo muy diminuto, creo a un nivel muy profundo que él tiene el control de todo. Hay quienes dicen que eso solo es una muleta. Yo lo llamo fe. Al fin y al cabo, para un lisiado hay una cosa que es peor que las muletas: no tener muleta alguna».

Otra hablaba de sentir la presencia de Dios, de tener la sensación de no estar sola: «Tengo que inclinar el oído y esforzarme para oír hablar a Dios; algunas veces me habla mejor por medio del silencio, pero me habla». Un hombre me decía que solo podía detectar su progreso espiritual a base de mirar al pasado. «Sé que si se incendiara mi casa, correría a salvar mi diario. Es mi posesión más valiosa; un registro de mi relación con Dios. He tenido pocos momentos dramáticos, pero han sido momentos íntimos. Al leer ahora mi diario, en retrospectiva, puedo ver la mano de Dios sobre mi vida».

Una enfermera de un hospicio describía los resultados evidentes de la fe junto a la cama de los pacientes en agonía. «Veo una diferencia en la forma en que las familias con fe se enfrentan a la muerte. Claro que se lamentan y lloran, pero también se abrazan, oran y cantan himnos. Hay menos terror. Para los que no tienen fe, la muerte es definitiva; con ella termina todo. Se quedan allí, hablando del pasado. Los cristianos se recuerdan unos a otros que también habrá un futuro».

Tal vez la respuesta más conmovedora fue la que me vino de un amigo cuyo nombre es famoso en los círculos cristianos. Tiene un programa nacional de radio donde da sólidos consejos bíblicos todas las semanas. Sin embargo, su propia fe ha sido sacudida en estos últimos años, sobre todo después de una enfermedad que por poco acaba con él. A causa de su entrenamiento en la radio, mi amigo responde muchas veces las preguntas por pedazos, como si le estuviera respondiendo en el aire a un oyente. Sin embargo, esta vez pensó por algún tiempo antes de responderme, y después dijo:

No tengo problema alguno en creer que Dios es bueno. Mi pregunta es más bien hasta qué punto es bueno. Hace algún tiempo oí decir que la hija de Billy Graham estaba pasando por problemas en su matrimonio, así que los Graham y los padres del esposo volaron a Europa para reunirse con la pareja y orar por ellos. De todas formas, terminaron divorciándose. Si las oraciones de Billy Graham no obtienen una respuesta, ¿para qué voy a orar yo? Miro a mi propia vida: los problemas de salud, las luchas de mi hija, mi matrimonio … Clamo a Dios para pedirle ayuda, y me es difícil saber cómo me responde. En realidad, ¿hasta qué punto podemos contar con él?

Esa pregunta final me sacudió como una bala, y se ha quedado alojada en mi interior. Conozco teólogos que se burlarían de unas palabras así como una señal más de una fe centrada en sí mismo. Sin embargo, creo que esta frase se encuentra en el centro de gran parte de la desilusión con Dios. En todas nuestras relaciones personales —con nuestros padres, nuestros hijos, los empleados de las tiendas, los de las gasolineras, los pastores, los vecinos— tenemos una idea de lo que podemos esperar de ellos. ¿Y de Dios? ¿Qué podemos esperar de una relación personal con él?

Mi compañero de cuarto durante dos años en un colegio universitario cristiano era un alemán llamado Reiner. Después de graduarse, Reiner volvió a Alemania y estuvo enseñando allí en un campamento para personas incapacitadas. Apoyándose en las notas que tenía de sus estudios, pronunció un ardiente discurso sobre la vida cristiana victoriosa. «A pesar de la silla de ruedas donde estás sentado, puedes tener la victoria. Puedes tener una vida plena. ¡Dios vive dentro de ti!», les dijo a sus oyentes parapléjicos, pacientes con parálisis cerebral y personas con limitaciones mentales. Le pareció desconcertante hablarles a personas con poco control de sus músculos. La cabeza se les tambaleaba, estaban desplomados en sus sillas y babeaban continuamente.

Los oyentes hallaron igualmente desconcertante lo que les dijo Reiner. Algunos de ellos se acercaron a Gerta, la directora del campamento, quejándose de que no le encontraban sentido a lo que él estaba diciendo. «¡Bueno, díganselo!», fue la respuesta de Gerta.

Una audaz mujer se armó de valor y se enfrentó a Reiner. «Cuando usted habla es como si nos estuviera hablando del sol y nosotros estuviéramos en un cuarto oscuro sin ventanas», le dijo. «No podemos entender nada de lo que nos dice. Habla de las soluciones, de las flores que hay fuera, de vencer y de victoria. Esas cosas no tienen aplicación a nuestra vida».

Mi amigo Reiner se sintió destrozado. Para él, aquel mensaje había sido muy claro. Les estaba citando directamente las epístolas de Pablo, ¿no era así? Con el orgullo herido, pensó en volver con una especie de estaca espiritual y decirles: «Hay algo en ustedes que no anda bien. Necesitan crecer en el Señor. Necesitan triunfar sobre las adversidades».

En lugar de hacerlo, y después de una noche de oración, Reiner volvió con un mensaje distinto. «No sé qué decir», les dijo a la mañana siguiente. «Me siento confundido. Sin el mensaje de victoria, no sé qué decir». Se calló y bajó la cabeza.

Por fin, la señora que se le había enfrentado le habló desde aquella habitación llena de personas incapacitadas. «Ahora lo comprendemos», le dijo. «Ahora estamos listos para escucharlo».

Los conceptos crean ídolos; solo el asombro llega a comprender algo.

GREGORIO NICENO

CAPÍTULO

Dos

SEDIENTO JUNTO A LA FUENTE

La comedia humana no me atrae lo suficiente. No soy totalmente de este mundo … soy de algún otro lugar. Y vale la pena hallar este otro lugar más allá de los muros. Pero, ¿dónde se encuentra?

EUGENE IONESCO

En una visita que hice a Rusia en 1991 asistí por vez primera a un culto de la iglesia ortodoxa. Estos cultos están pensados para expresar con los sentidos el misterio y la majestad de la adoración. Las velas de los candelabros le daban un resplandor suave y misterioso a la catedral, como si las paredes de estuco fueran la fuente de aquella luz, en lugar de reflejarla. Se sentía en el aire un murmullo procedente de la grave armonía gutural de la liturgia rusa, un sonido de vibración celular que parecía proceder de debajo del suelo. Un culto dura entre tres y cuatro horas, y los asistentes entran y salen según lo necesiten. Nadie invita a los congregantes a «dar la paz» ni «a saludar a los que les rodean con una sonrisa». Permanecen de pie —no hay sillas ni bancas— y observan a los profesionales, los cuales, después de mil años de una liturgia sin cambio alguno, son ciertamente muy profesionales.

Aquel mismo día, acompañado por un religioso y por Ron Nikkel, representante de Prison Fellowship, visité una capilla situada en el sótano de una prisión cercana. En un notable acto de atrevimiento, un funcionario comunista de aquella nación anteriormente atea había permitido su construcción. Situada al nivel subterráneo más bajo de todos, la capilla era un oasis de belleza en medio de una sombría mazmorra. Los presos habían sacado de la habitación toda la suciedad acumulada de setenta años, instalado un piso de mármol y puesto en las paredes unos candelabros de bronce finamente trabajados. Se sentían orgullosos de su capilla, que en aquellos momentos era la única capilla existente en una prisión rusa. Cada semana, los religiosos iban desde un monasterio a celebrar allí un culto, y para esta ocasión el alcaide permitía que los presos salieran de sus celdas, lo cual, como es natural, garantizaba una buena asistencia.

Nos pasamos unos pocos minutos admirando el trabajo realizado en aquella habitación, y el Hermano Bonifato, el religioso, señaló el icono de la capilla, llamado «Nuestra Señora que se lleva la tristeza». Ron comentó que dentro de aquellos muros debía haber mucha tristeza, y después se volvió hacia el Hermano Bonifato y le preguntó si quería hacer una oración por los presos. Él puso cara de asombro, así que Ron repitió: «¿Podría hacer una oración por los presos?»

«¿Una oración? «Ustedes quieren una oración?», nos preguntó el Hermano Bonifato, y nosotros asentimos. Él desapareció detrás del altar que estaba al fondo de la habitación. Sacó otro icono de la «Señora que se lleva la tristeza» y lo colocó en un soporte. Después sacó dos candeleros y dos cuencos con incienso, que colgó en su lugar con gran trabajo y encendió. Su dulce fragancia llenó la habitación al instante. Se quitó el sombrero y las vestimentas exteriores y se puso unos resplandecientes puños dorados sobre las negras mangas de la ropa. Se colocó alrededor del cuello una estola dorada que le caía sobre el pecho y después se puso un crucifijo de oro. Con gran cuidado, se cubrió la cabeza con una especie de gorro diferente y más formal. Antes de cada acción hacía una pausa para besar la cruz o hacer una genuflexión. Finalmente, estuvo listo para orar.

La oración comprendía una nueva serie de formalidades. El Hermano Bonifato no pronunciaba aquellas oraciones, sino que las cantaba, siguiendo la pauta de un libro de rúbricas litúrgicas colocado en otro atril.

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