Dioses en guerra: Cómo derrotar a los ídolos que combaten por apoderarse de tu corazón
Por Kyle Idleman
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Kyle Idleman
Kyle Idleman is the senior pastor at Southeast Christian Church in Louisville, Kentucky, one of the largest churches in America. On a normal weekend, he speaks to more than twenty-five thousand people spread across eleven campuses. More than anything else, Kyle enjoys unearthing the teachings of Jesus and making them relevant in people’s lives. He is a frequent speaker for national conventions and influential churches across the country. Kyle and his wife, DesiRae, have been married for over twenty-five years. They have four children, two sons-in-law, and recently welcomed their first grandchild. They live on a farm in Kentucky.
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- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5"What if I told you that every sin you are struggling with, every discouragement you are dealing with, even the lack of purpose you're living with are because of idolatry?" (12)With this statement, Kyle Idleman launches into a pointed, challenging, and needed assault on the idols in our lives. Idleman says that an idol is "anything that becomes the purpose or driving force of your life probably points back to idolatry of some kind" (26). He groups nine idols into three "temples": the temple of pleasure - addressing the god of food, the god of sex, and the god of entertainment; the temple of power - addressing the god of success, the god of money, and the god of achievement; and the temple of love - addressing the god of romance, the god of family, the god of me. The thoroughness with which Idleman dismantles the gods of culture leaves no stone unturned. Any reader of this book is likely to be skewered at multiple points.My only qualm with this book is the obviously Arminian thought that shines through at points. Interestingly enough, I was leading a group of highschoolers through this book; they were the ones who identified (correctly) Idleman's theological presuppositions. Their theological instincts made me proud!This book was a good read. I highly recommend it. It will challenge and lead many people to address sin in their lives. I know it did that for me.
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Great book for teaching class/small-groupish discussion.
- Calificación: 3 de 5 estrellas3/5This was the Big Idea at my church. We've all read it and studied it on Sundays and in small group. The book is sort of repetitive. I agree with my husband who said we could have just watched the video series without reading the book. I learned a lot and appreciated the insights.
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Dioses en guerra - Kyle Idleman
introducción
Fue simplemente una conversación con mi hija Morgan, de ocho años, tarde en la noche. Pero cambió mi vida y mi iglesia.
Estaba sentado en el borde de su cama para la oración de la noche. Pero ella tenía una sorpresa para mí antes de orar. Había estado realizando una tarea de memorización que quería recitar para mí.
«Papá», dijo, «¿quieres oírme recitar los Diez Mandamientos?».
«¿Los has memorizado todos?»
Una sonrisa de orgullo y asentimiento se dibujó en su rostro.
«¡Ah!», dije sonriéndole. «Escuchemos».
Me acosté junto a ella y escuché mientras Morgan se abría paso a través de la lista más grandiosa de los diez principales, aquella que había llegado en una tabla y estaba registrada en Éxodo 20.
Fue avanzando a través de los mandamientos, recitándolos con una cierta cadencia: «No tendrás dioses ajenos delante de mí… No te harás imagen…»
Prosiguió así hasta el final de la lista. Cuando acabó, apareció en mí el instinto de detección de un «momento pedagógicamente aprovechable». Le dije: «Morgan, ¡estuvo genial! Déjame ahora preguntarte. ¿Alguna vez has quebrantado alguno de los mandamiento?»
Volvió a sonreír. En esta ocasión no era una sonrisa tímida, sino de admisión de culpa. Como la sonrisa que ensayo ante mi esposa cuando me pregunta qué les sucedió a los melones destinados a las cajas de almuerzo de los niños. Podía ver que Morgan intentaba pensar en una respuesta que resultara sincera pero no acusadora. Decidí ayudarla.
«Bien, veamos», dije frotándome el mentón. «¿Alguna vez has mentido?»
Ella asintió lentamente.
«¿Alguna vez has deseado que alguien que poseía muchas cosas no las tuviera?» Asintió, descubriendo que era culpable de codicia.
Seguí presionando sobre el tema. «Sé que no has matado a nadie, Morgan, ¿pero alguna vez te sentiste muy, pero muy enojada con alguien en tu corazón? Tal vez tanto que, solo por un momento, odiaste a esa persona?»
«Morgan, ¿alguna vez… cómo decirlo… has dejado de honrar a tu padre y a tu madre?»
Ambos conocíamos la respuesta.
Las cosas no estaban yendo de la forma en que ella lo había planeado. Pero así sucede cuando uno está enredado con un padre predicador. Ella dejó salir un suspiro profundo, que inmediatamente reconocí. Se trataba del mismo suspiro que dejo salir yo los domingos por la mañana cuando alguien pierde interés en el sermón. Era tiempo de que yo acabara de predicar y le hiciera una invitación.
Antes de tener la oportunidad, sus ojos brillaron y me dijo: «¡Papá, hay un mandamiento que nunca he quebrantado! Nunca me he hecho un ídolo».
Ahora bien, ¡yo realmente deseaba responder a eso!
Quería decirle a mi hija que, de hecho, ese mandamiento en particular es el mismísimo que todos quebrantamos con mayor frecuencia.
Deseaba transmitirle lo que Martín Lutero había dicho: uno no puede violar los otros nueve mandamientos sin quebrantar primero este. Pero mientras estaba recostado junto a mi pequeña niña, decidí que era mejor dejar la lección de teología para otro día. Oramos y agradecimos a Dios por haber enviado a Jesús para acabar con nuestros pecados y culpas. Al marcharme le brindé una sonrisa, la besé en la frente y le dije que estaba orgulloso de que ella hubiera memorizado los Diez Mandamientos.
Pero al bajar las escaleras, me pregunté cuántas personas visualizarían este asunto de la idolatría exactamente como Morgan. Tal vez considerando los Diez Mandamientos como una lista más entre tantas. Como las reglas que la piscina de la comunidad fija en la pared: no correr alrededor de la piscina, no bucear en las áreas de poca profundidad, no orinar dentro de la alberca. Solo una larga lista de reglas. Y mirando muy por encima a la referida a los ídolos por pensar que ya tienen ese punto cubierto.
Después de todo, el tema de la idolatría parece mayormente algo obsoleto. El mandamiento era para aquel entonces, no para ahora. ¿No es verdad?
Y en cuanto a esas más o menos mil referencias a la idolatría que hace la Biblia, ¿acaso no han caducado? No conocemos de nadie que se arrodille delante de las estatuas de oro o que se incline ante imágenes talladas. ¿Acaso la idolatría no ha ido por el mismo camino que la ropa cómoda, las hombreras y los zapatos brillantes? ¿No estamos más allá de todo eso?
La idolatría parece ser algo muy primitivo. Muy irrelevante. ¿Siquiera hace falta escribir un libro sobre la idolatría? ¿Por qué no un libro sobre la danza de la lluvia y los médicos brujos?
Y sin embargo, la idolatría es el tema número uno en la Biblia, y eso debería encender en nosotros una señal de alerta. La idolatría aparece en cada libro. Más de cincuenta de las leyes que encontramos en los primeros cinco libros encaran esta cuestión. Dentro del judaísmo, ese era uno de los cuatro pecados al que le correspondía la pena de muerte.
Considerar mi fe y mi vida a través del lente de la idolatría ha reconstruido mi relación con Dios desde los cimientos. A medida que hablamos más de esto, muchas personas en nuestra iglesia dijeron lo mismo. Comprender lo significativa que es esta cuestión constituyó un factor de cambio.
Al mirar la vida a través de esta óptica, se hace claro que existe una guerra en desarrollo. Los dioses están en guerra, y su fuerza no debe ser subestimada. Esos dioses se disputan el trono de nuestro corazón, y hay mucho en juego. Todo en mi derredor, todo lo que hago, cada relación que desarrollo, todo lo que espero, sueño o deseo ser, depende del dios que gane la guerra.
La más temible de las guerras es aquella que la mayoría de nosotros nunca descubre que se está peleando. Entendí que mi hija de ocho años aún tenía que llegar a una comprensión de ese mandamiento. Pero el problema es que la mayoría de los adultos tampoco lo ha logrado. Me pregunto cuántos de nosotros estamos donde estaba Morgan, creyendo que podemos colocar en ese punto de la lista una tilde positiva y alejar cualquier preocupación acerca de los ídolos para siempre.
¿Y qué si no es una cuestión de estatuas? ¿Qué si los dioses del aquí y ahora no tienen que ver con deidades cósmicas de nombres extraños? ¿Qué si asumen identidades tan comunes que no los reconocemos como dioses para nada? ¿Y qué si llevamos a cabo el «arrodillarnos» y el «inclinarnos» con nuestra imaginación, con nuestro talonario de cheques, con nuestros buscadores de Internet, con nuestras agendas?
¿Y qué si les digo que cada pecado con el que estamos luchando, cada desaliento con el que lidiamos, y hasta la falta de propósito que experimentamos se debe a la idolatría?
primera parte
dioses en guerra
capítulo 1
la idolatría es la cuestión
La idolatría tiene una dimensión enorme en la Biblia, se presenta como dominante en nuestras vidas personales, y nos parece irrelevante según nuestra comprensión errada.
—Os Guinness
Imaginemos un hombre que ha estado tosiendo continuamente. Esa tos lo mantiene levantado la mitad de la noche e interrumpe cualquier conversación que dure más de un minuto o dos. La tos es tan constante que él va a ver al doctor.
El doctor le realiza exámenes.
Cáncer de pulmón.
Ahora imaginemos que el doctor es consciente de lo difícil de manejar que resultará esa noticia. Así que no le habla a su paciente acerca del cáncer. En lugar de eso, le receta una medicina que calma la tos fuerte y le dice que se sentirá mejor pronto. El hombre queda encantado con el diagnóstico. Y con toda seguridad duerme mucho mejor esa noche. El jarabe para la tos parece haber resuelto su problema.
Mientras tanto, calladamente, el cáncer va carcomiendo su cuerpo.
Como maestro y líder de la iglesia, cada semana hablo con gente que llega con tos.
En medio de luchas.
Lastimada.
Bajo estrés.
Engañando.
En lujuria.
Gastando dinero.
Preocupada.
Queriendo renunciar.
Medicándose.
Evadiendo.
Buscando.
Vienen a mí y me transmiten sus luchas.
Descargan sus frustraciones.
Expresan sus desalientos. Exponen sus heridas.
Confiesan sus pecados.
Cuando hablo con ellas, esas personas expresan lo que consideran que es su problema. Lo llevan clavado en la mente. No pueden dejar de toser. Pero he descubierto algo: Hablan de un síntoma más que de la verdadera enfermedad (la cuestión real) que siempre es la idolatría.
ESTUDIO DE CASO 1: no tiene que ver con el dinero
Cuando llego a mi oficina, veo que él ya está allí, sentado junto a la puerta. Posiblemente desde hace quince minutos. Imagino que es el tipo de hombre que jamás en su vida llega tarde a una cita.
Lleva ropa y zapatos que obviamente están más allá de mi bolsillo. Se me ocurre que yo debería ser el que estuviera esperándolo, tal vez buscando de él algún tipo de consejo comercial de alto nivel. Me sonrío sabiendo que probablemente él esté pensando lo mismo. Sin embargo, hay algo en él que no condice con ese aspecto tan cuidado. ¿Qué es lo que no encaja?
Allí aparece. En sus ojos. Hay una honda preocupación en ellos y no la relajada confianza que muestran aquellos que han alcanzado éxito en los negocios.
Ya en la oficina, le ofrezco un asiento. Él esquiva la charla casual y va directo al tema. Es fácil percibir que se trata de un tipo de hombre sensato, que va al grano.
«Estoy preocupado por mi familia», dice con un profundo suspiro.
«¿Tú familia? ¿Es por eso que estás aquí?»
«Bueno… no. Se trata de mí, por supuesto. Solo me preocupo por lo que les he hecho. Por su futuro. Por nuestro nombre».
Su historia es corta y no tan dulce que digamos. El Servicio de Rentas Internas lo ha descubierto evadiendo impuestos, y en una escala importante. Él enumera los diversos cargos que enfrenta; yo ni siquiera los entiendo todos. Sin embargo, resulta claro que él sí. Y también es claro que va a tener que dedicar una gran parte de su vida futura a solucionar el tema de las penalidades financieras que pronto se le impondrán.
No estoy seguro acerca de qué decirle. Él parece comprender la gravedad de su situación. En verdad, yo no brindo asesoramiento legal. Pero puedo percibir que no se trata tan solo de haber sido descubierto; tiene más que ver con aceptar lo que ha hecho.
Por un momento nos quedamos sentados sin hablar. Finalmente él levanta su mirada y dice: «La cuestión a la que vuelvo una y otra vez, y a la que no puedo encontrarle respuesta, es por qué lo hice».
«¿Te refieres a otra cosa que no tiene que ver con una ganancia económica?»
Ríe irónicamente. «¿Una ganancia económica? Kyle, yo no necesitaba el dinero. No necesitaba un centavo de todo eso; soy multimillonario. Yo podría haber ido a mis contadores y pagado mis impuestos como es debido. Además de eso, regalar una suma muy importante de dinero, y todavía seguir viviendo la misma vida confortable que llevo sin siquiera darme cuenta. ¿Qué es lo que realmente le debía al gobierno? No debería haber fallado en eso».
Ese es un mundo en el que yo no vivo, pero sonrío y asiento, fingiendo que entiendo. «Bien. Si no tiene que ver con una ganancia económica, entonces ¿cuál es tu principal teoría en cuanto al porqué
?».
Sus ojos se encuentran con los míos antes de dejarlos vagar a través de la ventana. El sol brilla sobre su rostro y puedo percibir un mínimo indicio de humedad en sus ojos.
«Es lo que dije, Kyle. No lo sé. Realmente no llego a entenderlo. Resulta ridículamente estúpido, y yo no hago cosas estúpidas. Ni con el dinero, ni con ninguna otra cosa. Y escucha…» Me dirige una rápida mirada. «Sé que soy un pecador. Me resulta claro. No tengo problema en llamar a esto como lo que es: pecado. Un horrible pecado. Pero, ¿por qué este pecado? ¿Por qué un pecado tan innecesario?».
Hablamos sobre ello. Hablamos sobre su vida, su familia, su crianza y aquellas cosas que han influido sobre él. Lo que quiero que vea es que el pecado no aparece de la nada. Generalmente crece donde se ha plantado algún tipo de semilla.
Necesitamos cavar un poco por debajo de la superficie.
«Me dices que no necesitas ese dinero», señalo. «Pero el dinero, como regla, ha sido muy importante para ti. ¿Estás de acuerdo?»
«Seguramente. Resulta obvio».
«¿Lo bastante importante como para considerarlo tu principal motivación, la meta dominante en tu vida?».
Lo piensa. «Sí. Sería justo decirlo así».
«¿Como si fuera un dios?».
Por un momento no alcanza a comprender la pregunta. Luego exhala el aire lentamente. Veo la respuesta escrita en su rostro.
«No siempre fue así», dice.
«No, nunca lo es en un comienzo. Las metas pueden convertirse en dioses. Y uno comienza a servirlas a ellas, a vivir para ellas, y a sacrificarse por ellas. En un principio se trataba de que el dinero lo sirviera a uno. Pero, ¿no crees que en algún punto se intercambiaron los roles?».
«Nunca lo había pensado así».
ESTUDIO DE CASO 2: no es algo tan importante
Se trata de una muchacha joven que ha crecido en nuestra iglesia. Su familia quiere que me encuentre con ella para conversar. Están preocupados porque está a punto de mudarse a vivir con su novio, que no es cristiano. Eso debería ser divertido.
La llamo dos veces y le dejo mensajes, pero ella no contesta mi llamado. La tercera vez atiende. Sabe por qué la estoy llamando e intenta tomárselo en broma.
«No puedo creer que mis padres le den tanta importancia a esto», dice con una risita nerviosa. Me la imagino dando vuelta los ojos. En su mente, todo esto no es más de lo que sería un poco de tos, y algo por lo que no hace falta preocuparse.
«Bueno, agradezco que me hayas llamado para hablar unos momentos. Pero tengo que preguntarte algo: ¿no piensas que es posible que tú estés considerando esto al revés?».
«¿Qué quiere decir?».
«¿No será que, en vez de que ellos se estén haciendo un problema por nada, tú le estés restando importancia a algo que la tiene?».
Se escuchan más risitas nerviosas. «No se trata de algo importante», dice otra vez.
«¿Me permitirías que te dijera por qué yo considero que lo es?».
Ella respira profundamente y procede a hacer una predicción de todas las razones que piensa que yo voy a esgrimir.
La interrumpo con una pregunta. «¿Has considerado todo lo que te costará mudarte con él?».
«¿Se refiere al costo del apartamento?».
«No, no estoy hablando solo de dinero. Me refiero a la forma en que tu familia se siente al respecto, y a la presión que percibes de parte de ellos. Eso es una especie de precio, ¿verdad?».
«Sí, imagino que sí, pero es problema de ellos».
«¿Y lo que te va a costar tu futuro casamiento?».
«Ni siquiera sé si nos vamos a casar», me responde.
«No estoy hablando de que te cases con él necesariamente, porque según las estadísticas, lo más probable es que no».
Ella comprende a qué quiero llegar, pero yo la presiono un poco más. «¿Cuánto le va a costar esto a tu futuro marido? ¿Qué precio deberá pagar a causa de esta decisión?». Ella tiene que detenerse a considerar la cosa.
Continúo señalando las distintas formas en que esa decisión resulta importante debido a que le costará mucho más de lo que entiende ahora.
«Así que esto es lo que yo sugiero al respecto: si estás dispuesta a pagar un precio es porque la cuestión te resulta muy importante. Debes considerarla una gran cosa si es que estás dispuesta a pasar por todo lo que he mencionado».
Considero que su silencio se debe a que está reflexionando, y finalmente llego al punto.
«Cuando veo los sacrificios que estás dispuesta a realizar, y el hecho de que estés decidida a ignorar lo que Dios tiene que decir sobre la cuestión, me parece que has convertido esta relación en un dios».
«¿Qué quiere decir con eso?».
«Un dios es algo por lo que nos sacrificamos y algo tras lo cual vamos. Desde donde yo lo veo, tienes a Dios el Señor de un lado, diciéndote una cosa, y a tu novio del otro, diciéndote otra cosa. Y tú estás eligiendo a tu novio por sobre Dios. La Biblia llama a eso idolatría, y en realidad se trata de algo muy importante».
Ya no hay más risitas nerviosas. Ella confiesa: «Nunca lo había pensado así».
CASO DE ESTUDIO 3: la lucha secreta
Él llega unos cinco o diez minutos tarde.
Me había preguntado si podía hablar conmigo unos instantes, y yo le sugerí que nos encontráramos a tomar un café. Pero él deseaba que nos reuniéramos en algún lugar «un poco más privado». Así que establecimos mi oficina como ese lugar.
Él llega y se detiene en la puerta de entrada, como si todavía no estuviera seguro de desear seguir adelante con la entrevista.
«¡Adelante!». Sonrío y le ofrezco una silla con un ademán.
Responde a mi sonrisa con otra más breve. Se sienta; su lenguaje corporal trasunta reticencia. Enrosca los brazos uno alrededor del otro, masajeándose suavemente el codo derecho. Imagino que tiene más o menos mi edad, treinta y tantos, y es un tipo común. Aún no me ha dicho de qué tratará la reunión, pero ya lo sé. La conversación que vamos a tener se me ha vuelto muy familiar.
Le hago algunas preguntas de rutina, como cuál es su trabajo y de dónde viene, tanto como para romper el hielo y crear un ambiente más relajado. Hasta allí llegamos durante el primer par de minutos; finalmente él aborda el tema. Puedo percibir que le toma todo el coraje que puede juntar el decidirse a soltar aquel secreto largamente ocultado.
«Yo… este… creo que soy adicto a la pornografía, o algo así», tartamudea.
Se mira los zapatos.
«Bueno, no eres la primera persona que entra aquí, se sienta en esa silla y dice esas palabras. ¿Por cuánto tiempo esto ha implicado una lucha para ti?»
Cuenta su historia, comenzando desde el tiempo en que tenía doce años y había visto ciertas imágenes con sus amigos en revistas sacadas del armario de los padres, las que se pasaban a escondidas. Fotografías que lo perturbaron en un principio. Imágenes que se alojaron en su mente, de las que no se pudo deshacer y que comenzaron a marcar una cierta inclinación. Imágenes que podía visualizar a la perfección aun el día de hoy.
Habla de su odio por Internet. Describe a la red como si ella fuera su enemigo mortal.
«Antiguamente la gente tenía que ir a ciertos locales comerciales», dice. «Horribles tiendas con sus vidrieras totalmente pintadas. Lugares baratos, sórdidos. Nunca tuve el valor de entrar a una de esas tiendas».
«Pero Internet es algo anónimo».
«Exactamente», dice. «Se vuelve tan fácil. Cualquier tipo de imágenes, cualquier clase de vídeo está al alcance de la mano. Así de simple. Una gratificación instantánea cada vez que uno siente el más leve deseo».
Habla con el tono cansino de alguien que se ha sentido esclavizado durante veinte años, de un prisionero que ha abandonado todo plan para escapar.
«¿Qué se supone que haga? ¿Que apague la computadora?», dice. «Dependo de Internet como todos. La necesito para trabajar. La necesito para cualquier cosa. Aun cuando solo usara el teléfono, podría levantar esas imágenes allí. Uno enciende el televisor, y aparecen millones de ideas sugerentes. ¿Se espera que yo solo mire Disney Channel?».
Confiesa que no tenía idea de lo que la pornografía le haría a su vida, y en lo particular, a sus relaciones. Parece comprender, al menos hasta cierto punto, la manera en que eso ha cambiado su manera de visualizar a las mujeres e interactuar con ellas.
«La cosa es», señala, «que uno llega a verlo como una picazón, como un deseo. Eso es todo. Una comezón. Pero nunca se va, y uno tiene que rascarse. Bueno, a medida que pasa el tiempo hay que rascarse más fuerte y más profundo. ¿Sabe lo que quiero decir?».
«Lo sé».
Se produce un silencio. Estoy seguro de que él espera que le dé el mismo tipo de consejos que ha recibido por tantos años: pon un filtro en tu buscador de Internet; únete a un grupo de apoyo; busca un compañero al que tengas que rendirle cuentas; redirecciona tus ojos. Todas esas son sugerencias útiles, pero yo sé que él ya ha intentado ponerlas por obra en múltiples ocasiones. De otro modo no estaría sentado ante mí.
Pero también sé que allí hay un ídolo que debe ser destronado, y que hasta que eso suceda, él seguirá sufriendo. No va a disfrutar de la intimidad de sus relaciones. Va a luchar por lograr una verdadera conexión con Dios.
«Piensas que tienes un problema de lujuria, pero en realidad lo que tienes es un problema de adoración. La pregunta a la que debes responder cada día es: ¿voy a adorar a Dios o voy a adorar al sexo?».
No lo verbaliza, pero la expresión de su rostro da a entender: «Nunca lo había pensado de esa manera».
Qué es lo que subyace aquí
La idolatría no es apenas uno de muchos pecados; más bien se trata del gran pecado del que se desprenden todos los otros. Así que si comenzamos a escarbar en el terreno de cualquier lucha que estemos enfrentando, finalmente descubriremos que debajo de todo hay un dios falso. Mientras ese dios no sea destronado y Dios el Señor ocupe su justo lugar, no alcanzaremos la victoria.
La idolatría no es una cuestión; es la cuestión. Todos los caminos conducen al concepto ignorado y polvoriento de los dioses falsos. Si consideramos solo las capas externas y brillantes de nuestra vida, tal vez nunca lleguemos a verlo; pero escarbemos un poco bajo la superficie, y comenzaremos a ver que eso siempre ha estado allí, debajo de una capa de pintura. Hay cien millones de síntomas diferentes, pero la cuestión es siempre la idolatría.
Es por eso que cuando Moisés, parado en el Monte Sinaí, recibió