Inconmovible: Atrévete a responder el llamado de Dios
Por Christine Caine
4.5/5
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Christine Caine
Christine Caine is a speaker, activist, and bestselling author. She and her husband, Nick, founded the A21 Campaign, an anti–human trafficking organization. They also founded Propel Women, an initiative that is dedicated to coming alongside women all over the globe to activate their God-given purpose. You can tune into Christine's weekly podcast, Equip & Empower, or her TBN television program to be encouraged with the hope of Jesus wherever you are. To learn more about Christine, visit www.christinecaine.com.
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Comentarios para Inconmovible
22 clasificaciones4 comentarios
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5This was an ok book for me. She is a good story teller. I think we are all meant to do great things, just not all of them are big like A21. It could be a youth leader or someone who mentors women. I think almost anyone can make a difference on any scale.
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5This book is a very challenging, very wonderful book. I read it while on a missions trip to Guatemala. It was a serious kick in the pants to see and interact with people and their needs first hand while reading about Christine's life and her encouragement to go forth and show love in the world without reservation. I loved how she took lessons from her own life to show how God can move each if us past fear, past our own past, past our inadequacy or lack of knowledge, and into a destiny fighting injustice in the world and growing the kingdom of God. I was moved and inspired to keeping moving for justice in my own community.
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Me encantó, cada palabra a tocado lo más profundo de mi corazón, si Dios quiere también quiero ser inconmovible.
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Increíble.
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Inconmovible - Christine Caine
Prólogo
Me he preguntado cómo sería visitar al apóstol Pablo, el heraldo de la gracia, predicador del evangelio, trotamundos y rompedor de cadenas.
He imaginado una buena conversación con María, la madre de Jesús, la sencilla muchacha de pueblo que, tras saber que era virgen y estaba embarazada, le respondió al Señor: «Haré todo lo que digas».
He visualizado una conversación con Ester, la libertadora salida de la nada. Ella se atrevió a emerger de las sombras, y por sus actos se salvó toda una nación.
Pablo, María, Ester. Resulta que los he conocido a los tres en la persona de Christine Caine.
Ella posee el coraje de Pablo. Apenas ha salido al escenario, o se ha sentado a la mesa, y ya la estás oyendo hablar sobre sus pasiones: Jesús, su familia y las niñas olvidadas de la trata de esclavos. Uno sabe cuál es su postura. Y se percibe a quién ama. Ese sentir suyo es contagioso. Maravillosamente infeccioso.
Tiene la obediencia de María. ¿Quién habría identificado a una rubia impulsiva, griega de nacimiento y criada en Australia con alguien que cambiaría al mundo? Con todo, al igual que la madre de Jesús, ella lleva a Cristo a las naciones. A dondequiera que Christine va, desde Sudáfrica hasta Europa del Este, irradia esperanza.
En especial para las niñas que la consideran una Ester, los millones de chicas adolescentes que pasan por la agonía del más cruel de los inventos de Satanás: el comercio del sexo. Estas jovencitas se hallan en el momento de convertirse exactamente en eso, en mujercitas.
Deberían estar escuchando música, leyendo libros y coqueteando con los muchachos. En vez de ello, se ven encerradas en burdeles, golpeadas, violadas y tratadas como ganado.
¿Su única esperanza? Jesucristo. Y él ha escogido obrar por medio de personas como Christine. Cristo no solo es la raíz de la que se deriva su nombre, sino que se vuelve patente en su rostro, su determinación, su coraje y su gozo. Christine hace que el resto de nosotros deseemos amar al Jesús que ella ama de la manera en que ella lo hace.
Mi oración es que leas este libro. Si lo haces, descubrirás lo mismo que yo: Dios le ha dado un Pablo, una María y una Ester a nuestra generación. Y su nombre es Christine Caine.
Dios le ha proporcionado a nuestra generación la oportunidad de producir un impacto en la más repugnante atrocidad del siglo.
Tras haber leído este libro, he decidido hacer más.
Espero que tú también.
Max Lucado
capítulo 1
El momento de La lista de Schindler
La Grecia que encontré aquel miércoles por la tarde del mes de marzo del 2010 no era la que recordaba de mi luna de miel, catorce años antes. No había imponentes edificios encalados. Ni tejados de baldosas de lapislázuli. Ni música festiva. Ni mercados al aire libre con vendedores de aceite de oliva recién prensado, queso feta que te hacía la boca agua, o melón fresco.
Nada de esto. Aquella tarde, las calles estaban vacías, negras, húmedas. El Mediterráneo, siempre de un azul cristalino, golpeaba oscuro e irregular contra el puerto de embarque de Thessaloniki. Es extraño cómo el miedo lo cambiaba todo sin tener en cuenta la estación del año, aunque había sido un largo y duro invierno.
¿Es así como ellas lo ven?, me pregunté.
«Ellas» eran las jovencitas de catorce años, procedentes en su mayoría de Europa del Este, recientemente rescatadas del tráfico sexual. Sin embargo, no habían comenzado su viaje como mujeres. Cuando las engañaron para que salieran de sus hogares en Ucrania, Bulgaria, Georgia, Albania, Rumania, Rusia, Uzbekistán y Nigeria, no eran más que simples colegialas. Tenían dieciséis, diecisiete, dieciocho años. Unas niñas que deberían haber estado tonteando sobre música y baloncesto, preocupadas por qué ponerse para ir a la escuela… y no por cómo sobrevivir al minuto siguiente.
Aquella tarde sombría, escondidas, a salvo en una casa segura dirigida por Campaña A21, el ministerio de rescate que Nick, mi esposo, y yo habíamos fundado seis meses antes, teníamos que hablar cara a cara de una parte de Grecia que yo no había conocido jamás. No dejaba de repetirme: no se trata de una película. No es un «reality» televisivo. Esto es real. Es real.
Las muchachas y yo nos sentamos en medio de un silencio incómodo. ¿Cómo hablar de las indecibles profundidades de la vergüenza y la angustia?
Nadia cobró valor. Con voz entrecortada nos contó cómo se había criado en un pueblo de Georgia en tiempo de guerra y privaciones. Su familia poseía abundancia de amor, pero no de alimentos. La pobreza los consumía. Durante años vivió de sueños: soñaba con escapar del hambre, con un mundo lejos de aquel pueblo asolado, con llegar a ser enfermera. Si fuera una de ellas, como las que veía curando las heridas de los soldados en su aldea, podría salir de allí. Viajaría. Vería un mundo hermoso, uno en el que desempeñaría un papel útil.
No obstante, las muchachas de las pobres aldeas georgianas no sobrepasaban el segundo grado en la escuela. Lo único que necesitaban aprender era a cocinar y limpiar, no a leer y escribir. Después de todo, ¿qué hombre querría casarse con una mujer más educada que él? ¿Acaso no era eso lo único que cabía esperar: casarse, cuidar de la casa, tener hijos, depender del marido para todo?
Como hija obediente que deseaba complacer a sus padres por encima de todo, Nadia intentó apagar su sueño secreto. Sin embargo, los rescoldos quedaron en su corazón.
Así que tres semanas antes de su decimoséptimo cumpleaños, cuando un hombre se acercó a su grupo de amigas en la parada del autobús y les habló sobre las oportunidades de trabajo que había en Grecia, aquellas ascuas se prendieron con viveza. El individuo les contó que era un país hermoso y que allí la gente prosperaba. Les refirió que abundaban puestos de trabajo bien remunerados como camareras, peluqueras o dependientas. Precisó que habían vacantes esperando a que llegaran enfermeras.
Aquel hombre le entregó un folleto y le indicó que el próximo viernes, en una reunión, les proporcionarían todos los detalles.
Durante la semana siguiente, la luz de la oportunidad cegó a Nadia. Su sueño parecía tan posible, tan cercano. El viernes llegó temprano al salón de la comunidad del pueblo y encontró un sitio en la primera fila. Varias docenas de muchachas fueron llegando después de ella. La sala se llenó de entusiasmo, de conversaciones. Algunos hombres se presentaron como intermediarios e hicieron una convincente exposición de las oportunidades en Grecia. Prometieron un brillante futuro. Repartieron los formularios necesarios para obtener el pasaporte y la visa de trabajo, y ayudaron con toda paciencia a las chicas a llenarlos.
Nadia abandonó el salón de la comunidad llena de esperanza. Corrió a su casa y les contó a sus padres acerca de la oportunidad que tenía de comenzar una nueva vida. No solo conseguiría educación y formación como enfermera, viviendo una vida de servicio a los demás, sino que pronto podría enviar dinero a casa para toda la familia.
Sus padres se sintieron preocupados. ¡Grecia estaba tan lejos! Sin embargo, las ascuas de la esperanza también prendieron en ellos. Quizás su hija podría salir adelante como sus padres no pudieron hacerlo jamás. Tal vez se haría de una profesión, ganaría buenos ingresos. Quién sabe si no podría ayudarlos a ellos a iniciar del mismo modo una nueva vida. Tras mucha discusión, acordaron con renuencia dejarla marchar. Exprimieron sus cuentas, vendieron todo lo que pudieron, y hasta pidieron prestado para juntar a duras penas el monto que Nadia tendría que entregarles a los agentes de contratación para su pasaje a Grecia. El sueño de su hija de felicidad, éxito y prosperidad se convirtió en el suyo propio.
En el aeropuerto griego las recibió una mujer de la agencia que las contrataba, no hablaba ruso. Nadia no hablaba griego. Sin embargo, a pesar de la confusión, acompañó a aquella señora a un edificio de apartamentos donde se le mostró una habitación que, supuestamente, sería la suya. La mujer se marchó y ella comenzó a deshacer su equipaje.
Pocos minutos después comenzó su pesadilla. Varios hombres entraron precipitadamente y cerraron la puerta con llave. La golpearon y la violaron varias veces. Ella intentó luchar. Gritó pidiendo ayuda hasta que no le quedó voz. No obstante, por cada protesta, por cada chillido, recibió más insultos, más tortura.
Confusa, asustada, avergonzada, adolorida y quebrantada, Nadia intentó retirarse a un lugar oscuro, muy dentro de sí misma.
Las palizas y las violaciones continuaron durante dos semanas.
Finalmente, se le habló sobre su trabajo. No sería en un hospital. Tampoco en un restaurante. Era en un burdel. Su nueva vida consistía en ser una esclava sexual. «Si no haces lo que te decimos, mataremos a tu familia», le advirtieron.
Ella llegó a la conclusión de que una gente tan malvada con toda seguridad cumpliría aquellas amenazas. Además, le habían quitado toda su documentación, incluido el pasaporte, y no sabía hablar griego ni tampoco tenía la más remota idea de dónde se encontraba. Aun logrando escapar, sabía que no llegaría muy lejos, ni que hablar de conseguir regresar a su hogar en Georgia. Se sintió totalmente sola, aunque aquellos hombres que creyó eran agentes de contratación la rodeaban las veinticuatro horas del día, siete días a la semana. Cuando no estaban en su habitación, montaban guardia delante de su puerta y le daban paso a un constante flujo de clientes con los que se veía obligada a realizar actos innombrables… ¡hasta cuarenta veces al día!
Ya dudando de que hubiera un Dios en el cielo (¿por qué habría permitido que aquello sucediera?), Nadia le suplicó de todos modos. Déjame morir, rogó. Caer en el olvido sería mejor que esto. El silencio y el horror la hundieron aun más en la desesperación. Ya no quedaba ningún rescoldo de su sueño, y menos todavía cualquier esperanza de regresar a una vida con su familia, a las cosas conocidas y la libertad.
Un día, cuando el hombre que la vigilaba la dejó en su habitación, olvidó cerrar con llave la ventana. Aunque se encontraba en el tercer piso del edificio de apartamentos, Nadia se subió a la barandilla del balcón. Tal vez, con un poco de suerte, el impacto me mate. Ah, Dios, oró, permite que esta pesadilla acabe.
Ella saltó.
Una mujer que pasaba por allí vio cómo una joven se tiraba desde un balcón de la tercera planta y se estrellaba sobre la acera. Horrorizada, corrió hacia Nadia, que milagrosamente había resultado ilesa.
Nadia oyó hablar a la mujer… y le sorprendió entender que le preguntaba si se encontraba bien. ¿Había muerto? ¿Estaba en el cielo? No. Otro milagro. ¡Aquella mujer era real! ¡Y hablaba ruso! ¡Quería ayudarla! Rápidamente, Nadia la puso al corriente de su difícil situación.
La mujer levantó a Nadia del suelo y la llevó a la comisaría de policía, donde redactaron un informe. A continuación, la policía escondió a Nadia en una casa segura para protegerla de los traficantes.
97808297654_0017_002.jpgAquella tarde del mes de marzo las chicas que me rodeaban, una tras otra, compartieron historias como la de Nadia. La mayoría había sido criada en las antiguas naciones comunistas empobrecidas de Europa del Este. Cada una de ellas había venido a Grecia esperando hallar un empleo legal. Todas habían traído consigo sueños, esperanzas y aspiraciones de hacer algo más con su vida de lo que su propia familia había imaginado posible. Todos aquellos sueños tiernos de juventud habían sido destrozados de un modo que superaba con creces los peores temores.
Lo que más me impactó fue darme cuenta de que, por cada una de aquellas jóvenes con las que hablé aquel día, había miles que seguían atrapadas en el comercio de la esclavitud sexual sin vía de escape; cientos de miles de mujeres cuyo dolor indecible permanecía envuelto en el secreto. Silenciado.
Más tarde fue Mary, de Nigeria, la que contó su historia. Ella y otras cincuenta y nueve muchachas habían llegado a Grecia en un contenedor de embarque.
«Un momento», la interrumpí. «¿Quieres decir que las amontonaron en un barco?». Pensé que no la había entendido bien, o que se había perdido el significado de algo en la traducción.
Mary repitió: la habían traído a Grecia, junto a otras cincuenta y nueve muchachas, en un contenedor de embarque.
¿Un contenedor transportado en un barco? ¿Uno igual al que una empresa de mudanzas me había alquilado para traer mis enseres domésticos por barco a nuestro nuevo hogar? «¿Una caja?», insistí. «¿Un contenedor como los que se usan para llevar mercancías personales y comerciales, no personas?».
Exactamente, me aseguró Mary; una caja, un contenedor que se carga en un barco. Cuando ella y las otras cincuenta y nueve muchachas llegaron al puerto el día de su partida, creían que viajaban hacia puestos de trabajo bien remunerados, en un país lleno de oportunidades. En vez de ello, los agentes de contratación les dieron la bienvenida anunciándoles que había complicaciones con el papeleo. O viajaban dentro de un contenedor, se les dijo, o perderían el depósito entregado y cualquier oportunidad futura de trabajar en el extranjero. O hacían el trayecto dentro de un contenedor de embarque o daban media vuelta y se marchaban a casa.
«Nuestras familias habían dado todo lo que poseían para pagar nuestro pasaje», explicó Mary.
De manera que una tras otra, perplejas y asustadas, las chicas entraron en el contenedor. Cuando la última jovencita estuvo adentro, la puerta se cerró de un portazo y oyeron cómo corrían el cerrojo. Ellas se sentaron heladas en la oscuridad.
«¡Entonces se rompió la burbuja! ¡Se rompió la burbuja!», exclamó Mary.
«¿Qué burbuja?».
El filtro, me explicó, lo que permitía que el oxígeno circulara dentro del contenedor. Dejó de funcionar y el interior de la estrecha caja quedó de repente a oscuras y sin aire.
Se me escapó un grito ahogado al imaginar la rapidez con la que el oxígeno se agotaría, el calor que experimentarían, las mujeres boqueando en busca de aire en la más completa oscuridad.
El viaje en aquel contenedor sellado fue espantoso. La mitad de las muchachas fallecieron por falta de oxígeno. La otra mitad, las más fuertes, estaban también próximas a la muerte. No había dónde sentarse más que sobre su propio vómito y sus heces, ya que se vieron obligadas a aliviarse en el suelo del contenedor.
Mary contaba que cuando los hombres del puerto abrieron el contenedor, retrocedieron horrorizados por el olor a muerte, decadencia y excrementos.
Una de las muertas era Anna, la mejor amiga de Mary. Había tenido una muerte atroz, asfixiándose como si la hubieran enterrado viva. Sin embargo, Anna era real, insistió Mary aquel día. Anna había existido. Y se le debía recordar.
Los agentes de contratación prefirieron olvidar. Más interesados en obtener rápidamente del astillero lo que ellos denominaban su «mercancía embarcada», llevaron a las supervivientes a unos pequeños apartamentos cercanos donde, como Nadia, las chicas fueron violadas y golpeadas repetidas veces.
Una mañana, antes de que saliera el sol (Mary había perdido todo sentido del paso del tiempo), amontonaron a las chicas en pequeñas barcas de goma en las que cruzaron el Mediterráneo hasta una isla griega. Fue la primera vez que se dieron cuenta de que el viaje original ni siquiera las había llevado a Grecia. Las habían vejado en Turquía. Ninguna de las promesas de los agentes se había cumplido.
Ya en la barca, Mary sintió una oleada de esperanza. Aquella mañana la guardia costera griega estaba haciendo un control rutinario, algo inusual a aquellas horas, según supo más tarde. Esperaba que, a diferencia de la tripulación de los muelles, no se les pudiera sobornar para que se hicieran los de la vista gorda. Los captores de Mary dieron muestras de pánico. Aunque estaba helada, privada de sueño y comida, quebrantada y conmocionada, su esperanza fue en aumento. ¡Rescate! ¡Justicia! Una vez capturados, los traficantes se enfrentarían a un largo encarcelamiento.
Y por esa misma razón, estos hombres harían cualquier cosa por evitar que los atraparan.
Ellos empezaron a tirar a las chicas por la borda.
Solo cinco de las aproximadamente treinta chicas que habían sido lo suficiente fuertes para sobrevivir al viaje mortal en el contenedor de embarque se salvaron de ahogarse aquel día.
Cuando la guardia costera subió a bordo, las cinco fueron escondidas entre sus captores. Finalmente, a su llegada a Atenas, las llevaron a un burdel, donde se repitió la pesadilla del apartamento turco. Mary y las demás fueron obligadas a participar a diario en indecibles encuentros con docenas de hombres. Ella se hundió aun más en la desesperación, deseando haberse asfixiado también en el contenedor, o ahogado en el mar Mediterráneo.
El horror prosiguió durante semanas. O tal vez fueran meses… Mary no podía decirlo a ciencia cierta. No obstante, un día las autoridades contra la trata de personas hicieron una redada en el burdel, en respuesta a una denuncia. Mary y las demás chicas fueron amontonadas en la parte trasera de lo que parecía ser una furgoneta policial. ¿Las estaban rescatando? Si los agentes de contratación podían ser malvados, ¿no ocurriría lo mismo con la policía? Insegura y destrozada, Mary y una docena más de muchachas fueron llevadas a toda prisa a otro edificio de apartamentos. La policía las hizo entrar con precipitación y ellas esperaron atemorizadas y resignadas. Sin embargo, en lugar de golpes y violaciones, se les dio descanso, comida, agua y paz.
Aunque ya no estaba en una prisión física, Mary permaneció en silencio, atormentada constantemente por las pesadillas recurrentes. El horror diario podía haber cesado, pero el dolor no dejaba de gritar.
Mary estaba a salvo, no obstante, todavía no era libre.
97808297654_0017_002.jpgPerpleja, permanecí en silencio después que Mary terminara de contar su historia. A mi alrededor, las jóvenes sentadas en torno a la mesa también continuaron calladas, casi en actitud reverente. A pesar de ello, en mi interior se desencadenaba una tormenta de pensamientos. Las preguntas martilleaban mi quebrantado corazón: ¿cómo podía ocurrir algo así en nuestro mundo hoy en día? Independientemente de la cantidad de dinero involucrada, ¿cómo podía haber alguien tan depravado como para convertir a otros en esclavos sexuales, sin hablar de hacer de esto una operación internacional, esclavizando no tan solo a una muchacha, sino a cientos de miles, una y otra y otra vez?
Sonia, una chica rusa que había llegado al refugio el día antes, interrumpió el