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La oración - Edición revisada: ¿Hace alguna diferencia?
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La oración - Edición revisada: ¿Hace alguna diferencia?
Libro electrónico605 páginas10 horas

La oración - Edición revisada: ¿Hace alguna diferencia?

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En su libro más impactante desde que escribiera Gracia Divina vs. Condenación Humana y El Jesús que nunca conocí, Philip Yancey examina el núcleo vital —el aspecto más fundamental, controvertido, desconcertante y profundamente enriquecedor— de nuestra relación con Dios: la oración. ¿Qué es la oración? ¿Cómo opera? Y el punto más importante: ¿Sirve para algo? En teoría, la oración es el hecho humano esencial, el punto de contacto más valioso entre nosotros y el Dios del universo. En la práctica, la oración a menudo es frustrante, confusa y llena de misterios. Oración: ¿sirve para algo? explora el lugar misterioso donde Dios y el ser humano se encuentran y se relacionan. Yancey comparte sus inquietudes y plantea preguntas tales como: • ¿Estará escuchando Dios? • ¿Por qué habría de interesarse Dios en mí? • Si Dios conoce todas las cosas, ¿qué sentido tiene la oración? • ¿Por qué las respuestas a la oración parecen ser tan arbitrarias y caprichosas? • ¿Por qué a veces Dios parece estar tan cerca de mí y otras veces tan lejano? • ¿Cómo puedo hacer para orar más? «He descubierto que el propósito más importante de la oración tal vez sea dejar que Dios nos ame», dice Yancey. Este libro nos anima a orar a Dios el Padre, que sabe qué nos deparará el futuro, que conoce nuestras fibras más íntimas, y que nos invita a consolidar nuestra relación eterna con él por medio de la oración.

IdiomaEspañol
EditorialZondervan
Fecha de lanzamiento20 oct 2014
ISBN9780829740578
La oración - Edición revisada: ¿Hace alguna diferencia?
Autor

Philip Yancey

Philip Yancey previously served as editor-at-large for Christianity Today magazine. He has written thirteen Gold Medallion Award-winning books and won two ECPA Book of the Year awards, for What's So Amazing About Grace? and The Jesus I Never Knew. Four of his books have sold over one million copies. He lives with his wife in Colorado. Learn more at philipyancey.com.

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    La oración - Edición revisada - Philip Yancey

    PRIMERA PARTE

    EN LA COMPAÑÍA DE DIOS

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    La oración existe; no hay duda al respecto. Es la respuesta peculiarmente humana a este interminable misterio de bendición y brutalidad, poder impersonal e intimidad lírica que componen nuestra experiencia de la vida.

    PATRICIA HAMPL

    CAPÍTULO 1

    NUESTRO ANHELO MÁS PROFUNDO

    Cuando un estudiante de doctorado de Princeton preguntó:

    «¿Qué queda en el mundo en lo que podamos basar una investigación para una tesis original?», Alberto Einstein le respondió: «Investiga acerca de la oración. Alguien tiene que hallar algo acerca de la oración».

    Escogí un mal momento para visitar San Petersburgo, en Rusia. Fui en noviembre del 2002, justo cuando la ciudad estaba en plena reconstrucción preparándose para su tricentenario al año siguiente. Todos los edificios destacados estaban cubiertos por andamios, y los escombros se amontonaban en las calles adoquinadas, lo que convirtió mi salida matutina a trotar en toda una aventura. Salía a correr cuando aún estaba oscuro (el sol se levanta a media mañana en esa latitud) con la cabeza agachada, esquivando los montones de ladrillos y arena de los trabajadores, mientras echaba vistazos hacia delante, tratando de atisbar el tenue brillo que delataba la presencia del hielo.

    Una mañana, debo haber perdido la concentración, porque de repente me hallé dando con la cara en el suelo, aturdido y tiritando. Me senté. Podía recordar que había movido con rapidez la cabeza hacia un lado cuando caía, para evitar una varilla de acero que sobresalía del borde de la acera en un ángulo perverso. Me quité los guantes, me toqué el ojo derecho y sentí sangre. Tenía todo el lado derecho de la cara empapado de sangre. Me levanté, me quité del traje de correr la tierra y la nieve y me palpé el cuerpo en busca de más daños. Caminé lentamente, tocándome las rodillas y los codos adoloridos. En la boca sentí el sabor de la sangre, y como un par de calles más allá me di cuenta de que me faltaba uno de los dientes del frente. Volví a buscarlo en la oscuridad, pero fue en vano.

    Cuando llegué a Nevsky Prospekt, un traficado bulevar, noté que la gente se me quedaba mirando. Los rusos rara vez miran a los extraños a los ojos, así que debo haber sido todo un espectáculo. Llegué al hotel cojeando y logré convencer a los escépticos guardias de seguridad para que me permitieran llegar a mi habitación. Llamé a la puerta y dije: «Janet, ábreme, que estoy herido».

    Ambos habíamos oído historias de horror sobre la atención médica en Rusia, en donde se puede llegar con una herida superficial y salir con SIDA o hepatitis. Decidí curarme yo mismo. Después de rebuscar en el minibar todas las diminutas botellas de vodka, empezamos a limpiar los arañazos que tenía en la cara. El labio superior lo tenía abierto en dos. Apreté los dientes, vertí el alcohol sobre las cortadas y me restregué la cara con una toallita facial de un paquete que me había sobrado del vuelo en Lufthansa. Luego unimos lo mejor posible los bordes de la herida del labio superior con una venda adhesiva, en la esperanza de que se sanara bien. Ya para entonces la zona de la cara que me rodea el ojo se había hinchado y se había convertido en un moretón espectacular, pero felizmente, mi vista no había sufrido daño.

    Me tomé unas cuantas aspirinas y descansé un rato. Luego regresé a Nevsky Prospekt y busqué un café con Internet. Subí escaleras arriba hasta el tercer piso, usando lenguaje de señas para negociar el precio en rublos, y me senté ante una terminal de computadora. Mis dedos se apoyaron en un teclado extraño, y me vi frente a las letras del alfabeto cirílico en la pantalla. Después de diez minutos de intentos fallidos, al final logré abrirme paso hasta mi pantalla de AOL en inglés. Ah… conectado al fin. Les escribí una nota a un grupo de oración de mi iglesia local en Colorado y a unos pocos amigos y familiares. La red inalámbrica se interrumpía y se volvía a conectar, y cada vez tenía que encontrar AOL de nuevo para volver a escribir el mensaje.

    El mensaje era sencillo, unos pocos detalles sobre lo sucedido, y después: «Necesitamos ayuda. Por favor, oren». No sabía hasta qué punto eran serias mis lesiones. En los días siguientes se suponía que debía hablar en una convención de libreros de San Petersburgo, y después ir a Moscú para dar más conferencias. La banda de noticias de AOL me decía que unos rebeldes armados chechenos acababan de apoderarse de un teatro lleno de espectadores, y que Moscú estaba bajo control militar. Terminé mi mensaje y oprimí la tecla de «enviar» justamente cuando salió a la pantalla una advertencia para informarme que mi tiempo se estaba acabando.

    ¿Es así cómo funciona la oración?, me preguntaba al regresar al hotel. Enviamos señales desde un mundo visible hasta otro invisible, con la esperanza de que Alguien las reciba. ¿Y cómo lo sabremos?

    Con todo, por vez primera en el día, sentí que el nudo de temor y ansiedad que sentía en el estómago se empezaba a aflojar. En unas pocas horas, mis amigos y familiares, las personas que se interesaban por mí, encenderían sus computadoras, leerían el mensaje, y orarían a mi favor. No estaba solo.*

    Un clamor universal

    Toda religión tiene alguna forma de oración. Las tribus remotas presentan sus ofrendas y luego oran por cosas de todos los días, como la salud, la comida, la lluvia, los hijos y la victoria en las batallas. Los incas y los aztecas llegaron al extremo de sacrificar seres humanos para atraer la atención de los dioses. Los musulmanes de hoy detienen cinco veces al día lo que están haciendo —conduciendo, tomando café, jugando fútbol— cuando oyen el llamado a la oración.

    Hasta los ateos hallan maneras de orar. Durante los días victoriosos del comunismo en Rusia, los fanáticos del partido mantenían una «esquina roja», colocando un retrato de Lenin donde los cristianos habían puesto antes sus imágenes. Dejándose llevar por aquel fervor, Pravda publicó este anuncio para sus lectores en 1950:

    Si enfrentas dificultades en tu trabajo, o de repente dudas de tus capacidades, piensa en él, en Stalin, y hallarás la confianza que necesitas. Si te sientes cansado cuando no deberías estarlo, piensa en él, en Stalin, y tu trabajo marchará bien. Si necesitas tomar una decisión correcta, piensa en él, en Stalin, y hallarás esa decisión.

    Oramos porque le queremos agradecer a alguien o algo las bellezas y las glorias de la vida, y también porque nos sentimos pequeños, impotentes, y a veces temerosos. Oramos para pedir perdón, para pedir fuerza, para pedir un contacto con Aquel que es; para tener la seguridad de que no estamos solos. En los grupos de AA son millones los que dirigen a diario sus oraciones a un Poder Supremo, suplicándole que los ayude a controlar sus adicciones. Oramos porque no podemos evitarlo. La palabra inglesa prayer y la palabra española plegaria se relacionan ambas con la palabra latina precarius, de la que se deriva nuestra palabra precario. En San Petersburgo, oré movido por la desesperación. No tenía nadie más a quién acudir.

    La oración es universal, porque tiene que ver con alguna necesidad humana básica. Tomás Merton dice: «La oración es una expresión de quienes somos… Algo incompleto con vida. Somos una brecha, un vacío que necesita que lo llenen». En la oración rompemos el silencio, y a veces esas palabras fluyen de lo más profundo de nuestro ser. Recuerdo que en los días posteriores al 11 de septiembre de 2001 repetí una y otra vez la oración: «Dios mío, bendice a Estados Unidos». Lo que quería decir era: «Salva a Estados Unidos». Sálvanos. Permítenos vivir. Danos otra oportunidad.

    Según las encuestas Gallup, serán más estadounidenses los que orarán esta semana, que los que harán ejercicio, conducirán un auto, tendrán relaciones sexuales, o irán a su trabajo. Nueve de cada diez de nosotros oramos con regularidad, y tres de cada cuatro afirman que oran todos los días. Para tener una idea del interés en la oración, escribe «oración» u «orar» en una máquina de búsqueda de la Internet, como Google, y verás cuántos millones de enlaces aparecen. Sin embargo, detrás de esos impresionantes números se halla un enigma.

    Cuando yo empecé a explorar el tema de la oración cristiana, fui primero a las bibliotecas y leí relatos acerca de algunos de los grandes personajes de oración de la historia. George Müller empezaba cada día con varias horas de oración, implorándole a Dios que atendiera las necesidades prácticas de su orfanato. El obispo Lancelot Andrewes dedicaba cinco horas diarias a la oración, y Charles Simeon se levantaba a las cuatro de la mañana para empezar su régimen de cuatro horas de oración. Las monjas de una orden conocida como «Las que no duermen» oran todavía por turnos a todas las horas del día y de la noche. Susannah Wesley, madre atareada sin privacidad alguna, se sentaba en una mecedora con el delantal puesto sobre la cabeza, orando por John, por Charles y por el resto de sus hijos. Martín Lutero, que dedicaba dos o tres horas diarias a la oración, dijo que deberíamos hacerlo tan naturalmente como el zapatero hace un zapato o el sastre hace un traje. Jonathan Edwards escribió sobre las «dulces horas» pasadas en las riberas del río Hudson, «en rapto y ensimismado en Dios».

    Mi siguiente paso fue entrevistar a personas comunes y corrientes sobre el tema de la oración. Lo típico era que el resultado fuera más o menos este: ¿es importante la oración para usted? Sí, claro. ¿Con cuánta frecuencia ora? Todos los días. ¿Por cuánto tiempo aproximadamente? Cinco minutos; bueno, tal vez siete. ¿Se siente satisfecho con la oración? En realidad, no. ¿Siente usted la presencia de Dios cuando ora? En ocasiones; no a menudo. Para muchas de las personas con las que hablé, la oración era más una carga que un placer. La consideraban importante, incluso esencial, y se sentían culpables de su fracaso, echándose la culpa a sí mismos.

    Una lucha moderna

    Cuando escuchaba las oraciones públicas en las iglesias evangélicas, oía personas que le decían a Dios lo que debía hacer, combinado con sugerencias tenuemente veladas sobre la forma en que otros debían comportarse. Cuando escuchaba las oraciones en las iglesias de teología más liberal, oía llamados a la acción, como si la oración fuera algo que había que dejar detrás para poder hacer la verdadera obra del reino de Dios. El libro teológico de Hans Küng titulado Ser cristiano, un tomo de más de setecientas páginas, no incluye un capítulo; ni siquiera una entrada del índice temático sobre la oración. Cuando se lo preguntaron más tarde, Küng dijo que lamentaba aquel olvido. Se sentía tan hostigado por los censores del Vaticano y por las fechas límite impuestas por su casa editorial, que sencillamente, se olvidó de la oración.

    ¿Por qué la oración ocupa un lugar tan alto en las encuestas sobre su importancia teórica, y tan bajo en las encuestas sobre la satisfacción real que produce? ¿Qué explica la disparidad entre Lutero y Simeon, que pasaban varias horas de rodillas a diario, y el hombre moderno que cuando ora, al cabo de diez minutos se revuelve incómodo en su silla?

    Encontré por todas partes una brecha entre la oración en la teoría y la oración en la práctica. En la teoría, la oración es el acto esencial humano; un punto de contacto de un valor incalculable con el Dios del universo. En la práctica, la oración suele ser confusa y plagada de frustraciones. Mi casa editora realizó una encuesta en su sitio de la web, y de las seiscientas setenta y ocho personas que respondieron, solo veintitrés se sentían satisfechas con el tiempo que pasaban en oración. Esa misma discrepancia fue la que hizo que quisiera escribir este libro.

    Sin duda alguna, los avances de la ciencia y la tecnología contribuyen a nuestra confusión en cuanto a la oración. En el pasado, los agricultores alzaban la vista y les suplicaban a los cielos que terminara la sequía. Ahora estudiamos los frentes de baja presión, excavamos canales de irrigación y sembramos las nubes con partículas metálicas. En el pasado, cuando un niño se enfermaba, los padres clamaban a Dios; ahora llaman una ambulancia o telefonean al médico.

    En un gran sector del mundo, el escepticismo moderno contamina la oración. Respiramos una atmósfera de dudas. ¿Por qué permite Dios que la historia marche dando tumbos, y no interviene? ¿De qué sirve la oración ante una amenaza nuclear, ante el terrorismo, los huracanes y los cambios en el clima global? La oración les parece a algunos, como dice George Buttrick, «un espasmo de palabras perdido en medio de una indiferencia cósmica»… y esas palabras las escribió en 1942.

    La prosperidad también puede debilitar la oración. En mis viajes, he notado que los creyentes de los países en desarrollo dedican menos tiempo a meditar en la eficacia de la oración y más tiempo a orar de verdad. Los ricos se apoyan en sus talentos y recursos para resolver los problemas inmediatos, y en las pólizas de seguros y los planes de jubilación para asegurarse el futuro. Apenas podemos orar con sinceridad diciendo «Danos hoy nuestro pan de cada día» cuando nuestra alacena está repleta de provisiones para un mes.

    Las presiones en el uso del tiempo desplazan de forma creciente el paso tranquilo que la oración parece necesitar. La comunicación con otras personas sigue haciéndose más breve y más codificada: mensajes de texto, correos electrónicos, mensajes instantáneos. Tenemos cada vez menos tiempo para la conversación, y mucho menos para la contemplación. Tenemos la sensación constante de no tener lo suficiente: no hay suficiente tiempo; no hay suficiente descanso; no hay suficiente ejercicio; no hay suficiente esparcimiento. ¿Dónde cabe Dios en una vida que ya parece andar atrasada con respecto a su agenda?

    Si decidimos mirar hacia adentro y desnudar nuestra alma, los terapistas y los grupos de respaldo nos ofrecen actualmente unas soluciones que en otros tiempos estaban reservadas solo a Dios. Orar ante un Dios invisible no nos proporciona la misma respuesta que recibimos de un asesor, o de unos amigos que por lo menos asienten con la cabeza para indicar que nos comprenden. ¿Será cierto que hay alguien escuchándonos? Como Ernestine, la operadora telefónica de voz nasal que representaba la comediante Lily Tomlin, solía preguntar: «¿Me he comunicado con la persona con la que estoy hablando?».

    Para el escéptico, la oración es un engaño; un desperdicio de tiempo. Para el creyente, representa tal vez el uso más importante que se le puede dar al tiempo. Como creyente, estoy convencido de esto último. Entonces, ¿por qué es tan problemático orar? El pastor británico Martyn Lloyd-Jones resume esta confusión: «Entre todas las actividades a las que se dedica el creyente, y que forman parte de la vida cristiana, ciertamente no hay ninguna que cause más perplejidad y suscite tantos problemas, como esa actividad a la que llamamos oración».

    Una búsqueda de peregrino

    Escribo sobre la oración como peregrino, no como experto. Tengo las mismas preguntas que se les ocurren a casi todos en algún momento. ¿Está Dios oyendo? ¿Por qué se va a preocupar Dios por mí? Si Dios lo sabe todo, ¿de qué sirve orar? ¿Por qué las respuestas a la oración parecen tan inconstantes, y hasta caprichosas? ¿Tiene mayor posibilidad de sanidad física alguien que tiene muchos amigos que oran por él, que otra persona que también tiene cáncer, pero por la cual solo oran unos cuantos? ¿Por qué Dios a veces parece tan cercano y a veces tan distante? ¿Cambia la oración a Dios o me cambia a mí?

    Antes de empezar este libro, mayormente evadía el tema de la oración debido a la culpabilidad y a una sensación de inferioridad. Me abochorna admitir que no llevo un diario, no hablo con un director espiritual ni pertenezco a ningún grupo regular de oración. No tengo reparos en confesar que tiendo a ver la oración por el lente de un escéptico, más obsesionado con las oraciones no contestadas, que en el regocijo por las contestadas. En resumen, mi principal cualificación para escribir sobre la oración es que no me siento no cualificado… y tengo un genuino deseo de aprender.

    Por encima de cualquier otra cosa en mi vida, quiero conocer a Dios. El psiquiatra Gerald C. May observa: «Después de veinte años de escuchar los anhelos de los corazones de las personas, estoy convencido de que los seres humanos tenemos un deseo innato de Dios. Tanto si somos conscientemente religiosos, como si no, este deseo es nuestro anhelo más profundo y nuestro tesoro más preciado». Seguramente, si hemos sido hechos a imagen de Dios, él hallará una manera de satisfacer esos anhelos tan profundos. Esa manera es la oración.

    Movido por mis instintos de periodista, interrogué a muchos otros con respecto a la oración: a mis vecinos, a otros autores, a los miembros de mi iglesia, a mentores espirituales y a personas comunes y corrientes. He incluido algunas de sus reflexiones en recuadros insertados por todo el libro como ejemplos de encuentros con la oración en la vida real, y también como un recordatorio para mí mismo de que no debía alejarme demasiado de sus preguntas. En su mayoría, uso nombres de pila, aunque algunos de ellos son bien conocidos en los círculos evangélicos, para evitar todo tipo de jerarquías. Cuando de la oración se trata, todos somos principiantes.

    No he intentado producir una guía que detalle técnicas como el ayuno, los retiros de oración y la dirección espiritual. Investigo el tema de la oración como un peregrino que da una caminata, contemplando los monumentos, haciendo preguntas, meditando las cosas, probando las aguas. Admito un desequilibrio, una reacción desmedida al tiempo pasado entre creyentes que han prometido demasiado y meditado muy poco, y como resultado, trato de errar del lado de la sinceridad y no del fingimiento.

    Sin embargo, mientras iba escribiendo, llegué a ver la oración como un privilegio, y no como una obligación. Como todo lo bueno, la oración exige cierta disciplina. No obstante, pienso que la vida con Dios debe parecerse más a una amistad que a un deber. La oración tiene sus momentos de éxtasis y también de tedio, sus momentos de distracción con la mente ausente y sus momentos de fuerte concentración, sus destellos de alegría y sus arranques de irritación. En otras palabras, la oración tiene rasgos en común con todas las relaciones personales que realmente importan.

    Si la oración se destaca como el sitio donde se reúnen Dios y los seres humanos, entonces debo aprender lo que es. La mayoría de mis luchas en la vida cristiana giran siempre alrededor de dos temas: por qué Dios no actúa de la manera que nosotros queremos que actúe, y por qué yo no actúo de la manera que Dios quiere actúe. La oración es el punto preciso en el cual se encuentran esos dos temas.

    * Todo sanó bien. Y la petición de oración tuvo un beneficio muy práctico. La esposa de mi dentista, que estaba en el equipo de oración, recibió el mensaje, y de inmediato hizo una reservación para mí de modo que al día siguiente de mi regreso de Rusia me hicieron una operación de conducto radicular.

    † Las citas de otras fuentes, incluyendo la Biblia, se compilan en una lista en la parte de atrás del libro.

    CAPÍTULO 2

    UNA MIRADA DESDE LO ALTO

    Debemos dejar de fijar nuestras miradas en las luces de cada barco que pasa; lo que debemos hacer es establecer nuestro curso mirando a las estrellas.

    GEORGE MARSHALL

    Para ascender a una montaña de cuatro mil metros en Colorado tienes que empezar muy temprano, como a las cuatro de la madrugada, pero debes tomar poco café para evitar la deshidratación. Vas conduciendo el auto por caminos de tierra cuyos surcos le van dando golpe al chasis, en medio de la oscuridad, siempre alerta para no atropellar algún animal salvaje, ascendiendo cada vez más hasta algún punto entre los tres mil y los tres mil doscientos metros de altura, en el cual empiezan los senderos en los que hay que caminar. Allí comienzas la caminata por un bosque de abetos azules, pinos y cipreses, siguiendo un sendero que sientes esponjoso debajo de tus pies debido a las agujas de pino caídas. El suelo despide un acre olor a putrefacción y tierra. Caminas junto a un arroyo que baja con fuerza, blanco y espumoso bajo la luz de la luna previa al amanecer, y su gorgoteo es el único sonido que oyes hasta que despierten las aves.

    A eso de los tres mil quinientos metros, los árboles van desapareciendo, dando paso a una pradera lustrosa, alfombrada con flores silvestres. Ya para entonces, el sol está saliendo, arrojando primero un resplandor rojizo sobre las cumbres de las montañas, y lanzando después sus rayos por las hondonadas. Brillantes grupos de altramuces, aguileñas y otras flores motean los espacios abiertos, mientras que otras plantas con nombres más exóticos —capuchas de monje, cabezas de elefante, solideos de obispo, campanas, margaritas de pantano— se agrupan cerca de la orilla del agua.

    Sigues el arroyo hacia arriba, bordeando precipicios, hasta que el sendero de ascenso se desvíe en zigzag por la ladera de hierba del pico que quieres escalar. A estas alturas, tu corazón palpita como el de un corredor, y a pesar del frío de la mañana, sudas debajo de la mochila. Te detienes para beber agua, y luego emprendes el camino por un sendero muy empinado, obligándote a avanzar. El coro que hacen los pájaros al llegar la aurora ha empezado, y te sorprendes ante un destello azulado, brillante como la luz neón, mientras que de repente, una bandada de azulejos refleja los rayos del sol.

    Las flores silvestres de gran altura se han ido encogiendo hasta sus versiones en miniatura; para verlas de verdad, te tienes que agachar hasta ellas, practicando lo que la gente de esos lugares llama «botánica de vientre». Las marmotas alpinas vadean hasta sus puestos de vigilancia y les silban informes sobre tu progreso a sus colegas que se hallan más arriba.

    Pronto dejas la tierra y la hierba y empiezas a avanzar por un campo de piedra. Aparecen unos trozos de granito del tamaño de carretillas, decorados con líquenes de matices anaranjados, verde limón y amarillos. Mantienes inclinada la cabeza, tanteando cada roca para ver si tiene estabilidad antes de aplicarle tu peso. Por último, después de una hora de saltar de piedra en piedra, llegas a la cresta, una estrecha línea ascendente que tienes la esperanza de que te lleve hasta la cumbre misma. Te quitas la mochila y te detienes para recobrar el aliento. Tomas más agua y te comes un bocadillo. La sangre que te late con fuerza en las orejas apaga todos los demás sonidos. Mirando hacia atrás lo que ya has recorrido, te alegras de haberlo logrado. Vas a llegar a la cumbre; estás seguro.

    Al mirar hacia abajo, ves algo; un punto diminuto en el mismo borde del bosque. No; son dos puntos. ¿Animales, o simplemente piedras? Uno de los puntos se mueve; no puede ser una piedra. ¿Una marmota? El tamaño es difícil de medir desde aquí. El segundo punto parece rojo. ¿Se podría tratar de alpinistas? Miras al cielo en busca de señales de esas nubes de tormenta que aparecen antes del mediodía. Si son alpinistas, están jugando con el peligro, porque han empezado su ascenso tres horas después de lo debido. Contemplas el progreso de los dos diminutos puntos a paso de hormiga, mientras avanzan paso a paso por el sendero.

    Entonces se te ocurre algo: desde el lugar donde los estás observando, hace tres horas tú también eras un punto como esos; una insignificante mancha de vida humana en una montaña gigantesca, formidable, que crea el clima, y a la que no le importa para nada esa mancha. (Un famoso alpinista dijo: «Las montañas no matan a la gente. Simplemente, están donde están».) Te sientes adecuadamente pequeño, casi insignificante. Capta un vistazo diminuto, fraccional, de lo que Dios debe estar viendo todo el tiempo.

    Uno de los salmos describe el trueno como la voz del Señor, quien estremece la tierra con relámpagos. Por supuesto, sabemos que se produce un relámpago cuando una descarga positiva sale disparada de la tierra para chocar con una carga negativa en la parte inferior de una nube. Cien veces por segundo cae un relámpago en alguna parte en la tierra, y al menos yo, no creo que Dios programe personalmente cada uno de ellos. Sin embargo, me he visto atrapado en tempestades aterradoras cerca de la cumbre de alguna montaña. Con mi picahielos zumbando y un hormigueo en mi cuero cabelludo, me he acuclillado con los pies juntos, para que la carga no atraviese mi cuerpo, separado de mi compañero lo suficiente para aminorar las posibilidades de que ambos muramos, contando los segundos entre una descarga y otra («dos segundos… un kilómetro»), y entonces capto por un instante mi verdadero estado: soy una impotente criatura de dos piernas posada sobre la piel de un planeta fundido.

    Yo vivo con la esperanza diaria de poner mi vida bajo control. En mi casa dejé un escritorio cubierto de listas de cosas por hacer: estudiar el manual de mi caprichosa impresora, limpiar de agujas de pino los canalones, destapar el inodoro, cambiar los neumáticos de nieve, ir a ver cómo sigue mi vecino enfermo. Tal vez si me tomara un día libre, tendría tiempo… En la montaña, un relámpago que parte una roca en un pico cercano y explota contra mis tímpanos, me hace ver que la idea de llegar a tener alguna vez las riendas en la mano solo es una ilusión. Puedo contar con el momento que tengo ante mí, y nada más.

    «Hazme saber cuán fugaz es mi vida», decía el salmista en su oración. La tormenta aquí en la montaña responde con sus truenos esa oración. Las prioridades de mi vida se resquebrajan y van a caer a un nuevo lugar.

    Una mirada desde abajo

    He tenido indicios de otro punto de observación que empequeñece más aun el tamaño de las montañas. En 1997 me fui de noche a un lago que hay cerca de mi casa para ver un eclipse de luna. Hacia el este, colgado justamente sobre los picos de las montañas, el cometa Hale-Bopp iluminaba el cielo, mucho más brillante que cualquier estrella. Para juzgar su tamaño, estiré ambos brazos, y de un puño al otro cubría a duras penas su estela luminosa. Después contemplé con mis binoculares aquel objeto que había recorrido el sistema solar de un extremo a otro.

    En otra esquina del cielo, la sombra de la tierra con forma de creciente empezó a cruzar sobre la luna, reduciéndola a un matiz anaranjado que no era natural. Marte, más cerca de la tierra de lo que había estado en siglos, relucía rojo sobre la luna. Conforme el eclipse progresaba, todas las estrellas del cielo se fueron encendiendo más, como controladas por un reóstato. La Vía Láctea se derramaba por toda el firmamento, justamente encima de mí, como si fuera un ancho río de polvo de diamantes. Me quedé contemplando tanto tiempo, que el cuello, que tenía inclinado hacia detrás, se me comenzó a entumecer, y no me fui de allí hasta que se comenzaron a acumular las nubes y la nieve, borrando aquella vista del firmamento.

    Aquella noche también me sentí adecuadamente pequeño. Para que puedas valorar la escala, piensa que si la galaxia de la Vía Láctea fuera del tamaño de toda Norteamérica, nuestro sistema solar cabría en una taza de café. En estos mismos momentos, nuestras dos naves espaciales Voyager avanzan hacia el borde del sistema solar a una velocidad de más de ciento sesenta mil kilómetros por hora. Durante casi tres décadas han estado alejándose de la tierra de forma vertiginosa, hasta llegar a una distancia de unos catorce mil millones y medio de kilómetros. Cuando los ingenieros le envían una orden a una de estas naves espaciales a la velocidad de la luz, a esa orden le toma trece horas para llegar. Sin embargo, este vasto vecindario de nuestro sol, que en realidad es del tamaño de una taza de café, se encuentra entre varios cientos de miles de millones de estrellas más con todos sus acompañantes, dentro de la Vía Láctea, la cual es solo una entre tal vez cien mil millones de galaxias de este tipo en el universo. Enviar un mensaje a la velocidad de la luz al borde de ese universo llevaría quince mil millones de años.

    El salmista le preguntaba a Dios: «Cuando contemplo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que allí fijaste, me pregunto: ¿Qué es el hombre, para que en él pienses? ¿Qué es el ser humano, para que lo tomes en cuenta?» Excelente pregunta, que es también el recordatorio de un punto de vista que olvido con facilidad. Nosotros, los humanos, somos una simple pizca de polvo esparcida sobre la superficie de un planeta que no tiene nada de especial. En el núcleo mismo de toda la realidad se encuentra Dios, fuente inimaginable, tanto de poder como de amor. Frente a una realidad tal, nos podemos arrastrar con una humildad humanoide, o podemos hacer como el salmista; mirar hacia arriba y no hacia abajo, para llegar a una conclusión: «Oh Señor, soberano nuestro, ¡qué imponente es tu nombre en toda la tierra!»

    Para explorar el misterio de la oración, empiezo recordando aquí el punto de vista al que llego en la cumbre de una montaña cuando miro hacia abajo, o en un observatorio cuando miro hacia arriba. Cada uno de ellos me proporciona solo una fracción de la manera como Dios debe ver la realidad. La oración, como el relámpago, pone al descubierto por un nanosegundo lo que yo preferiría ignorar: mi verdadero estado, que es de una frágil dependencia. Las tareas sin hacer que se acumulan en casa, mi familia y todas mis demás relaciones personales, las tentaciones, la salud, los planes para el futuro… todas esas cosas las llevo a esa realidad más grande, a la esfera de Dios, en donde las hallo curiosamente volcadas al revés.

    La oración ayuda a corregir la miopía, trayendo a la mente una perspectiva que olvido a diario. Yo sigo invirtiendo los papeles, pensando en las maneras en que Dios debería servirme, en lugar de pensar en lo contrario. Como Dios le recordó ferozmente a Job, el Señor del universo tiene muchas cosas que administrar, y en medio de la lástima por mí mismo haría mejor en contemplar por un momento el propio punto de vista de Dios.

    ¿Dónde estabas cuando puse las bases de la tierra?

    ¡Dímelo, si de veras sabes tanto!

    ¡Seguramente sabes quién estableció sus dimensiones

    y quién tendió sobre ella la cinta de medir!

    La paz de las cosas silvestres

    WENDELL BERRY, COLLECTED POEMS [COLECCIÓN DE POEMAS]

    Cuando la desesperanza me llena

    y me despierto a medianoche por el menor ruido

    temiendo lo que mi vida y las vidas de mis hijos pudiera ser,

    voy y me acuesto donde el pato salvaje

    descansa en su belleza sobre el agua,

    y donde se alimenta la gran garza. Voy a la paz de las cosas silvestres

    que no oprimen su vida con pensamientos anticipados

    de aflicción. Voy a la presencia del agua tranquila.

    Y siento encima de mí las estrellas ciegas durante el día

    esperando con su luz. Por un momento

    descanso en la gracia del mundo, y soy libre.

    La oración eleva mi vista más allá de las circunstancias insulsas o incluso difíciles de la vida diaria, como en el caso de Job, para permitirme vislumbrar por un instante esa perspectiva tan elevada. Me doy cuenta de lo diminuto que yo soy y de lo inmenso que es Dios, y también de la verdadera relación que hay entre ambas cosas. En la presencia de Dios, me siento pequeño porque soy pequeño.

    Cuando Dios, después de hacer a un lado todas las cáusticas preguntas teológicas del desventurado Job, aquel pobre hombre se derrumbó. Lo lamento, fue lo que dijo Job en realidad. No tenía ni idea de lo que te estaba preguntando. No recibió ni una sola respuesta a sus penetrantes preguntas, pero ya para entonces, le habían dejado de importar.

    «¿Quién es éste, que oscurece mi consejo con palabras carentes de sentido?» [preguntó Dios]

    Reconozco que he hablado de cosas que no alcanzo a comprender, de cosas demasiado maravillosas que me son desconocidas.

    Aunque pateando y chillando por todo el camino, yo estoy aprendiendo aún la lección de Job. Dios no necesita que alguien le recuerde la naturaleza de la realidad, pero yo sí.

    Nuestro planeta, la tercera roca desde el sol, se ha salido de su eje teológico. El Génesis nos informa que hubo un tiempo en el cual Dios y Adán andaban juntos por el huerto y conversaban como amigos. Nada le parecía más natural a Adán que tener comunión con aquel que lo había hecho, que le había dado un trabajo creativo y que le había concedido el deseo de tener compañía adecuada con aquel encantador don que era Eva. En aquel entonces, la oración era tan natural como la conversación con un colega o un ser amado. Desde el momento de la caída, para Adán y para todos los que hemos venido después de él, la presencia de Dios se ha hecho cada vez más remota, más fácil de dudar e incluso de negar.

    Todos los días, mi visión trata de nublarme para que no perciba ninguna otra cosa más que el mundo de la materia. Se necesita un acto diario de voluntad recordar lo que Pablo le dijo a la refinada multitud de Atenas: «En verdad, él [Dios] no está lejos de ninguno de nosotros, puesto que en él vivimos, nos movemos y existimos». Por esta razón, la oración parece extraña; embarazosa incluso. (¡Qué extraño que la oración les parezca una necedad a los que basan su vida en las tendencias de los medios de comunicación, la superstición, el instinto, las hormonas, los modales sociales, o incluso la astrología!)

    A la mayoría de nosotros, muchas veces la oración no nos da una confirmación segura de que Dios nos ha oído. Oramos con la fe de que nuestras palabras cruzarán de alguna manera el puente que va del mundo visible al invisible, penetrando una realidad de la cual no tenemos prueba. Entramos en el entorno de Dios, el ámbito del espíritu, que a nosotros nos parece mucho menos real de lo que le pareció a Adán.

    Cómo unirse a la corriente

    Jane, un personaje de la obra teatral Our Town [Nuestra ciudad] de Thorton Wilder, recibió una carta dirigida a su granja, ciudad, condado, estado, y luego el sobre continuaba diciendo: «Estados Unidos de América, continente norteamericano, hemisferio occidental, planeta Tierra, sistema solar, universo, la mente de Dios». Tal vez el creyente debiera invertir este orden. Si empiezo por la mente y la voluntad de Dios, viendo el resto de mi vida desde ese punto de vista, los otros detalles caerían en su lugar; o por lo menos, caerían en un lugar diferente.

    Mi casa se encuentra en un cañón, a la sombra de una gran montaña y junto a un arroyo llamado Bear Creek [Arroyo del oso]. Durante la primavera, cuando la nieve se derrite y después de las fuertes lluvias el arroyo crece, abriéndose paso ruidosamente sobre las piedras, lo veo actuar más como un río que como un arroyo. Ha habido quienes se han ahogado en él. Una vez seguí el curso de Bear Creek hasta su misma fuente, en lo más elevado de la montaña. Me paré en un campo de nieve marcado por las llamadas «copas de sol», depresiones en forma de tazón que se forman conforme la nieve se va derritiendo. Debajo de mí, podía oír un suave borboteo, y por el borde de la nieve se filtraban riachuelos de agua. Estos se reunían en charcos, luego en pequeños estanques alpinos, y después se desbordaban para empezar su largo recorrido montaña abajo, uniéndose a otros riachuelos que toman la forma de arroyo al pie de mi casa.

    Se me ocurre, pensando en la oración, que la mayoría de las veces avanzo en la dirección equivocada. Empiezo río abajo con mis propias preocupaciones y se las llevo a Dios. Le informo sobre ellas, como si él no las conociera. Le suplico, como si esperara hacerlo cambiar de parecer y vencer su divina renuencia. Mejor me sería empezar arroyo arriba, donde comienza la corriente.

    Cuando cambio de dirección, me doy cuenta de que Dios ya se está preocupando por mis preocupaciones —el cáncer de mi tío, la paz mundial, una familia destrozada, un adolescente rebelde— más de lo que yo me preocupo. La gracia, como el agua, desciende hacia el nivel más bajo. Así corren los arroyos de la misericordia. Empiezo con Dios, que tiene la responsabilidad primaria de lo que sucede en la tierra, y le pregunto qué papel puedo desempeñar yo en la obra divina en la tierra. «¡Pero que fluya el derecho como las aguas, y la justicia como arroyo inagotable!», clamaba el profeta. ¿Voy a quedarme en la orilla o saltar a la corriente?

    Con este nuevo punto de partida para la oración, mis percepciones cambian. Miro la naturaleza y veo no solo las flores silvestres y los álamos dorados, sino la firma de un grandioso artista. Miro a los seres humanos y veo no solo un «pobre animal bípedo», sino una persona con un destino eterno, hecha a imagen de Dios. Así, las acciones de gracias y las alabanzas surgen como respuesta natural, y no como una obligación.

    Necesito la visión correctiva de la oración, porque todo el día pierdo de vista la perspectiva de Dios. Enciendo la televisión y me veo frente a una andanada de propaganda que me asegura que el éxito y los logros se miden por las posesiones y por la apariencia física. Mientras voy en auto por la ciudad, veo a un mendigo desharrapado junto a la rampa de salida de una autopista que sostiene un letrero donde dice: «Que Dios lo bendiga. ¿Me puede ayudar?», y desvío la mirada. Oigo en el noticiero que un dictador africano acaba de reducir a escombros barrios enteros de tugurios en una «Operación para sacar la basura», dejando sin vivienda a setecientas mil personas. El mundo oscurece la vista que viene desde arriba.

    La oración, y solo la oración, restaura mi visión para que se parezca más a la de Dios. Me despierto de mi ceguera para ver que la riqueza me acecha como un terrible peligro, y no como un objetivo que valga la pena perseguir; que el valor depende no de la raza o la situación social, sino de la imagen de Dios que toda persona lleva en sí; que ninguna cantidad de esfuerzo por mejorar la belleza física tiene importancia alguna para el mundo del más allá.

    Alexander Schmemann, el sacerdote ya fallecido que encabezó un movimiento de reforma en la Iglesia Ortodoxa Rusa, cuenta que una vez viajaba en el metro de París con su prometida. En una de las estaciones, una mujer vieja y fea vestida con el uniforme del Ejército de Salvación, se subió y halló un asiento cercano. Los dos enamorados comentaron en voz baja en ruso lo repulsiva que se veía. Unas pocas paradas más allá la mujer se levantó para salir. Al pasar junto a ellos les dijo en perfecto ruso: «No siempre fui fea». Aquella mujer era un ángel de Dios, les solía decir Schmemann a sus estudiantes. Le abrió los ojos, marcando su visión como con fuego, de una manera que jamás olvidaría.

    Un hábito de atención

    «Quédense quietos, reconozcan que yo soy Dios». En este conocido versículo de los Salmos encuentro dos mandamientos de igual importancia. En primer lugar, me debo quedar quieto; algo contra lo cual conspira la vida moderna. Hace diez años respondía mis cartas en un par de semanas, y mantenía contentos a los que me escribían. Hace cinco años, enviaba por fax una respuesta en un par de días, y también parecían contentos. Ahora quieren respuestas por correo electrónico el mismo día, y me reprenden por no usar los mensajes instantáneos o el teléfono móvil.*

    El misterio, la conciencia de que existe otro mundo, la insistencia más en ser que en hacer, incluso unos pocos momentos de quietud, no surgen de modo natural en mí en este mundo frenético y ruidoso. Tengo que buscar tiempo y permitir que Dios nutra mi vida interior.

    En un peregrinaje que hizo a pie hasta Asís, la escritora Patricia Hampl comenzó a hacer una lista en respuesta a la pregunta «¿Qué es la oración?» Anotó unas cuantas palabras. Alabanza. Gratitud. Rogar, suplicar, hacer tratos. Quejarse y gemir infructuosamente. Centrarse. Y allí interrumpió la lista, porque descubrió que la oración solo parece un acto del lenguaje: «Fundamentalmente, es adoptar una posición; colocarse a sí misma». Siguió su razonamiento hasta descubrir que «la oración como enfoque no es una manera de limitar lo que se puede ver; es un hábito de atención destinado a imponerse sobre todo lo que existe».

    Ah, un hábito de atención. Quedarse quieto. Con ese enfoque, todo lo demás queda centrado. En esa brecha dentro de mi rutina, el universo cae todo en su debido lugar.

    La quietud me prepara para el segundo mandamiento del texto: «Reconozcan que yo soy Dios. ¡Yo seré exaltado entre las naciones! ¡Yo seré enaltecido en la tierra!» Solo mediante la oración puedo creer esa verdad en medio de un mundo que se confabula para suprimir a Dios, y no para exaltarlo.

    En un testimonio dado en las audiencias ante la Comisión de Verdad y Reconciliación de África del Sur, un ciudadano negro contó cómo clamaba a Dios mientras los oficiales blancos sujetaban electrodos a su cuerpo después de azotarlo con garrotes. Se reían en su cara. Uno de los guardias se burló diciendo: «Nosotros somos Dios aquí». Las audiencias de la Comisión dejaron al descubierto el engaño de semejante afirmación llena de arrogancia, porque los guardias, despojados ya de todo poder, ahora estaban sentados en el banquillo de los acusados con la cabeza inclinada, mientras sus acusadores desfilaban ante ellos. Habían sido destronados.

    El Salmo 2 muestra a Dios riéndose en los cielos, burlándose de los reyes y gobernantes decididos a rebelarse. El prisionero surafricano, o el pastor hostigado en China, o los creyentes perseguidos en Corea del Norte, tienen que dar un gran salto para lograr esa fe sublime; para creer que Dios es realmente exaltado entre las naciones.* Pienso en Pablo cantando en la cárcel de Filipos o en Jesús corrigiendo a Pilato con la verdad: «No tendrías ningún poder sobre mí si no se te hubiera dado de arriba». Incluso en ese momento de crisis, Jesús tenía esa mirada de largo alcance, esa visión procedente de unos tiempos anteriores a la existencia del sistema solar.

    «Quédense quietos, reconozcan que yo soy Dios»: el imperativo latino que corresponde a las palabras «quédense quietos» es vacate. Simón Tugwell explica: «Dios nos invita a tomarnos un día feriado [vacación]; a dejar de ser Dios por un momento, y permitirle que él sea Dios». Demasiado a menudo pensamos en la oración como un quehacer serio, algo que se debe programar pensando primero en otras citas; ponerlo junto a otras actividades más apremiantes. Según dice Tugwell, no captamos el sentido de estas palabras: «Dios nos está invitando a tomarnos un descanso; a hacer novillos. Podemos dejar de hacer todas esas cosas importantes que tenemos que hacer en nuestra capacidad divina, y dejar que él sea Dios». La oración me permite admitir mis fracasos, debilidades y limitaciones ante aquel que responde a la vulnerabilidad humana con una misericordia infinita.

    Por supuesto, dejar que Dios sea Dios quiere decir bajarme de mi propio sillón de ejecutivo. Tengo que «descrear» el mundo que he moldeado tan cuidadosamente para promover mis fines y hacer avanzar mi causa. Adán y Eva, los constructores de Babel, Nabucodonosor, los guardias sudafricanos, por no mencionar a todos los que luchan con las adicciones o incluso con el ego, han sabido bien lo que estaba en juego. Si el pecado original se remonta a dos personas que trataron de llegar a ser como Dios, el primer paso en la oración es reconocer o «recordar» a Dios; restaurar la verdad del universo. «Que sepa el Hombre que no mora en su propio mundo», dijo Milton.

    Extranjeros

    Durante varios años he tratado de ayudar a una familia japonesa, los Yokota, en su desesperada búsqueda de justicia. En 1977, Megumi, su hija de trece años, desapareció de su casa al regresar de una práctica de bádminton después de las clases. Los perros policía olfatearon su rastro hasta una playa cercana, pero los afligidos Yokota no tenían ningún indicio que pudiera explicar la súbita desaparición de su hija.

    Dieciséis años más tarde, mucho después de que los Yokota se resignaran a la idea de que Megumi hubiera muerto, un desertor de Corea del Norte hizo una afirmación sorprendente: una japonesa llamada Megumi, que jugaba bádminton, vivía en Corea del Norte en un instituto de capacitación para agentes de inteligencia. Dijo que veintenas de japoneses habían sido secuestrados y obligados a enseñarles a los espías coreanos el idioma y la cultura del Japón. Reveló unos detalles que partían el corazón en cuanto al secuestro de Megumi: unos agentes la habían secuestrado, la habían envuelto en una estera, y se habían alejado remando hasta un barco espía que los esperaba, donde ella se pasó la noche arañando el casco con los dedos ensangrentados, mientras gritaba: «¡Mamá!»

    Por años, Corea del Norte negó tales informes, diciendo que eran invenciones. Pero frente a la presión creciente, el mismo Kim Jung II, el «líder amado» de Corea del Norte, terminó admitiendo el secuestro de trece japoneses, entre ellos Megumi. Cinco volvieron al Japón, pero los coreanos del norte insistieron en que los otros ocho, entre ellos Megumi, la cual, según dijeron, había usado en 1993 un kimono para ahorcarse. Gran parte de la información provista por Corea del Norte resultó falsa. Los Yokota se negaban a creer en los informes sobre la muerte de su hija. Por todo Japón surgieron grupos de oración para respaldar a los secuestrados. La señora Yokota viajó por todo el mundo en su búsqueda de justicia, convirtiéndose así en una de las caras más familiares en los medios de comunicación japoneses. Con el tiempo, visitó la oficina oval del presidente de Estados Unidos y le contó su historia en persona al entonces presidente George W. Bush, quien se solidarizó de su causa.

    En 2004, veintisiete años después de su secuestro, los coreanos del norte les dieron a los padres de Megumi tres fotografías de su hija. La más conmovedora, tomada inmediatamente después de su captura, la mostraba a los trece años todavía en su uniforme escolar japonés, con una expresión insoportablemente triste. «No pudimos impedir el llanto cuando vimos el retrato», les dijo llorando su madre a los reporteros. Otras dos fotografías la mostraban como adulta, una mujer en sus treinta y tantos años, con un abrigo de invierno.

    Los Yokota acariciaban los retratos una y otra vez, hallando algún solaz en el hecho de que las últimas fotografías mostraban a su hija saludable y razonablemente bien cuidada. Trataban de imaginarse la vida de Megumi. ¿Se habría reunido con otros secuestrados y conversado con ellos para no olvidarse de su lengua materna? ¿Qué la habría ayudado a recordar quién era: no una inmigrante en Corea del Norte, sino una japonesa llevada cautiva contra su voluntad? ¿Habría tratado de enviarles algún mensaje a ellos de forma subrepticia? ¿Habría intentado escapar? ¿Qué recuerdos retendría de su vida en Japón y de su experiencia como hija? ¿Cuántas veces habría mirado hacia el archipiélago japonés y hojeado los periódicos en busca de noticias sobre su país?

    Dios te bendiga, niña

    REINER

    ¡Qué bien recuerdo mi primera oración real! Un líder juvenil estaba

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