La pandilla del mero Pancho
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Allí, juntos, acompañados por la sabiduría de Manolo el Maestro, nos enseñan lo que es un hogar mientras comparten con nosotros lo que le ocurrió a Chuchi y a su padre con un peto y un enorme pez espada; y a Gavi con un guincho y su polluelo; y a Samir, que llegó una Nochebuena en una barca que había salido de las playas de Mauritania y que, de alguna manera, fue adoptado por el pueblo entero; y a los fantasmas del lugar, Agarfa y Ferinto, que procedían de cuando los bimbaches habitaban la isla y un enorme árbol, el Garoé, era su más preciado tesoro; y a Sabi, la que se sabía los números de teléfono de todos los que habitaban el sitio, y a Berto, que vino de Venezuela y tenía unos juguetes impresionantes que no le gustaba compartir; y a Richelieu y los mosqueteros, junto con las dos mamás de Juli, extraordinarias fotógrafas de los fondos marinos de la zona; y a Gen, que era todo un artista; y a Cipri, el héroe de Balo.
Acompañados por los lagartos, prehistóricos habitantes de la isla, y de personajes de ficción como Omar, el niño cangrejo, la pandilla del mero Pancho nos demuestra cómo, para que haya un hogar, un verdadero hogar, lo único que hace falta es cariño, ternura, lealtad, afecto, dulzura, amor…
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La pandilla del mero Pancho - Víctor Álamo de la Rosa
© Título: La pandilla del mero Pancho
© Víctor Álamo de la Rosa
ISBN: 978-84-127796-9-1
Primera edición: febrero 2024
Edición: Editorial siete islas www.editorialsieteislas.com
Editor literario: Victoriano Santana Sanjurjo
Corrección: Laura Ruiz Medina
Ilustración portada e interior: Juan Castaño
Maquetación: D. Márquez
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Para mi hijo Pablo Álamo de la Rosa,
tamaño del amor.
Para Victoriano Santana Sanjurjo,
editor literario y hogar de las resucitaciones
PRÓLOGO DE MANOLO EL MAESTRO
En el sur de El Hierro siempre había mucha luz. El sol se estiraba como un chicle y, a pesar de que la escuelita del pueblo de La Restinga era muy elemental, ten ía cuatro ventanas en medio de sus paredes de bloque que recibían unos chorros de luz solar magníficos, y entonces los cuadernos y la pizarra eran como lienzos que invitaban a pintar o inventar. Los días eran una fiesta. Todos mis alumnos querían ir al colegio, porque la otra opción era levantarse muy de madrugada para irse con sus padres pescadores a la larga mar, y eso suponía un trabajo muy duro. Todos preferían mis clases, aunque yo mezclara matemáticas, literatura, ciencia, higiene personal; es decir, todo lo que se me ocurría para aprender y divertirnos. En ese entonces, yo era joven.
Si quieres, no leas este breve prólogo. Son apenas las palabras de un viejo maestro, ya un anciano, que tuvo la suerte de dar sus clases en esa pequeña escuelita de La Restinga. Este pueblo es raro porque siempre ocurren cosas curiosas. Yo siempre lo pensé y por eso tenía muy claro que alguien, algún día, escribiría un libro como este que ahora tienes en tus manos, La pandilla del mero Pancho.
La verdad es que no sé quién lo ha compuesto, aunque sospecho que un antiguo alumno que tuve: Victoriano Alameda del Rosario, un alumno que, para simplificar las cosas, podríamos calificar de estudiante raro, más malo que bueno. Se liaba él solo y los estudios le costaban Dios y ayuda, como si estudiar fuera escalar una montaña muy alta. Sin embargo, Victoriano era ingenioso y siempre pensaba al revés, a contracorriente, como si viviera en un mundo paralelo. No seguía mis tópicos de maestro de toda la vida, sino que era original. Buscaba otras salidas al diálogo o al problema y siempre tenía ocurrencias que no me esperaba. No sé qué fue de él porque abandonó La Restinga y se marchó a Tenerife a buscarse la vida. Solo escuché todo tipo de rumores acerca de su vida: que escribió libros con seudónimo, que intentó casarse con una chica que lo había rechazado, que se había comprado una moto con la que se recorría medio mundo… Yo, la verdad, es que nunca supe más de él, pero recuerdo que le incitaba a escribir poemas, versos, porque tenía una facilidad pasmosa para hacer asociaciones, imágenes, metáforas. Una vez me dijo que todas las mareas del mar eran brujas y que los mapas eran naufragios; y que cerca de La Restinga había una caseta de piedras volcánicas repleta de fantasmas con los que podía hablar. Victoriano era así, imprevisible. Inventaba y con la misma salía pitando a jugar al fútbol o a hacer caballitos con su bicicleta. De él siempre me acuerdo a pesar de que en cincuenta años que llevo de maestro he conocido a mucho alumnado. Iba y venía. Ahora que lo pienso bien, creo que Victoriano me dijo un día que pensaba escribir un libro sobre La Restinga; pero como iba a citar a todo el mundo y a contar secretos, lo publicaría con un seudónimo, no con su verdadero nombre. ¿Será este? No lo sé. Es posible.
Yo me siento muy honrado por aparecer en este libro; pero, al leerlo, he podido sentir dos voces. Es como si todo el libro fuera una gran trampa. Una trampa maravillosa porque el propio libro que tienes entre tus manos es también un hogar. Aquí estamos casi todos. Y si leemos con atención y entre líneas, hay autor y seudónimo, hay secretos y toda la magia de La Restinga, ese pueblo especial.
En la literatura está todo lo que nos hace distintos.
0 + 0 = NADA
–No te soporto.
—No nos soportamos.
—En este matrimonio ya no hay amor.
—Intenta hablar más bajo, que el niño nos puede escuchar.
—Estoy hablando bajo.
—No. No lo estás haciendo. Habla más bajo, que no estoy sorda.
—No nos ponemos de acuerdo en nada. Solo en eso.
—Sí, en eso.
—Pues habrá que hacerlo.
—Sí, hagámoslo.
—¿Quién se lo dice?
—Tú eres quien quieres.
—Tú también.
—Vale, los dos… Pero ¿quién se lo dice?
—Hijooo…
—Ven. Siéntate en la cama.
—Hijo, de ahora en adelante vas a tener dos hogares.
Los adultos siempre piensan que los niños estamos sordos, que los niños no tenemos radares o antenas o intuiciones que nos avisan de que algo va mal, de que algo se está torciendo, como cuando se nos rompe un juguete. El coche teledirigido, por ejemplo, cuando su antena empieza a doblarse y a soltarse del amarre, sabemos que es cuestión de tiempo que se caiga y que pierda autonomía y nuestro coche no se pueda controlar. No somos bobos los niños. O el botón derecho del mando de la Play, cuando empieza a ponerse demasiado flojo. Enseguida pensamos que pronto saltará de su hueco, como los ojos de esos muñecos cuando cuelgan graciosamente.
Aunque yo estuviera en el cuarto del fondo y mis padres trataran de gritarse bajito, allá, en su dormitorio, yo no necesitaba siquiera escuchar lo que se decían. Ya lo sabía. Desde hace varios meses, en casa no había música, sino silencios; y mis padres evitándose, como si no estuvieran entre las mismas paredes, sino muy lejos. Cada uno en un planeta. O yo levantándome a orinar de madrugada y comprobar que no había cama de matrimonio, sino sofá del salón porque papá o mamá, según el día, había preferido quedarse viendo la televisión hasta tarde.
Los niños no somos bobos ni sordos, ni ciegos, a ver si los adultos se enteran de una vez. Nunca saben cómo tratarnos. O pecan de exceso o se quedan cortos. Nunca saben medir la madurez que tenemos. No me des un caramelo cuando yo quiero una hamburguesa con doble de queso. De día, en casa, mis padres disimulan sus silencios. No muestran todo lo que tienen roto por dentro, pero se les nota a kilómetros. Son ridículos. No consiguen ni montar un desayuno familiar en condiciones. Y los domingos —ay, los domingos—, como no tienen que salir a trabajar, son un suplicio. Son los días más largos del mes; y yo soy, por lo que veo, una pesada carga. Mi padre me propone ir a la cancha a jugar al fútbol, y yo le digo que sí; y en cuanto llego todo sudoroso, mi madre me pide que la acompañe a la playa. «Un ratito, hijo, anda, que mamá quiere nadar». Los viejos trucos para gastar el tiempo y ellos no tener