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Libro electrónico180 páginas2 horas

No leas los prospectos

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Gastón, seudónimo de un joven médico que inicia su camino en la literatura, atraviesa una profunda crisis existencial que lo lleva a replantear el sentido de su propia vida. En su descubrimiento como escritor, se encontrará acosado por el personaje que ha creado en su novela y deberá descifrar el origen de esta intrusión, aunque el proceso ponga en riesgo su propia alma. Con la compañía de un viejo y famoso escritor, un expaciente ciego y una mujer con la que intenta olvidar a su verdadero amor, enfrentará el misterio que oculta su propia obra. En No leas los prospectos, Gonzalo P. Nieto explora un verdadero abanico de elementos que condicionan el comportamiento humano, como la fe, el amor, el miedo y la muerte, a partir de una historia que llevará al lector a un desenlace tan reflexivo como emocionante.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 may 2024
ISBN9786316505859
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    No leas los prospectos - Gonzalo P. Nieto

    I

    No llovía de esta manera en Buenos Aires desde 1993, o al menos eso escuché en la radio, al mediodía. Por la ventana puedo diferenciar a la gente precavida, que camina a paso cuidadoso con paraguas abiertos, de aquella desprevenida que, sin protección alguna, corre a los saltos buscando techos que la cobije. Pensar que antes yo pertenecía al primer grupo y ahora soy de los que no miran el pronóstico, y reconozco que la vida se ha vuelto más divertida desde entonces. Es que me niego a recibir noticias del futuro o predicción alguna. Esta postura, fruto del aprendizaje, me ha llevado a extrapolar esta conducta incluso a cuestiones de mayor profundidad. Entre ellas, creo firmemente que el verdadero combustible humano es la ignorancia. Por ejemplo, si tuviéramos una certeza sobre el momento exacto en el que vamos a morir, con solo recibir ese dato ya empezaríamos a hacerlo.

    Desde esta habitación, asumo el riesgo moral de contar mi historia con total ausencia de prejuicio, condición ganada por ser transeúnte de mi segunda vida.

    El cautiverio climático es el escenario perfecto para un escritor y, ahora, sentado frente a una pantalla en esta sala a media luz, con un escandaloso concierto de gotas que golpean los vidrios de la ventana, aprovecho el encierro y reconstruyo el camino que me ha llevado hasta aquí.

    Creo con determinación que de cada elemento del universo debe crearse poesía y de cada circunstancia, un cuento. De esta manera, el tránsito por la vida y sus momentos más complejos podrían convertirse en un sendero productivo o una especie de sublimación. Empecé desde muy joven a aplicar este principio, pero la relectura de las palabras escritas en esos momentos de dolor solo hacían de él algo insoportable. Llegué al punto de destruir los escritos de forma sistematizada, como si romper esas hojas fuera la cura para los golpes que, aunque en ocasiones carecían de robustez, eran suficientes para alcanzar el knock-out.

    Entonces, ¿cuántos miles de pensamientos fueron incinerados y enviados a un olvido que no perdona ni devuelve las palabras? Hoy sería imposible recuperar todo aquello por diferentes razones, como mi memoria altamente perecedera y la represión propia de los motivos que contextualizaban dichas cavilaciones.

    Logré modificar ese desenlace exactamente hace dos años y fue por Carmen, la mujer que en esos tiempos motivaba la mayor cantidad de hojas destruidas.

    Recuerdo que aquella mañana de octubre, de un día demasiado gris para ser primavera, rumbo al hospital, la vi a unos cien metros, caminando en sentido contrario de tal manera que nos cruzaríamos en un par de minutos. Mi corazón, que galopaba de forma desesperada como pocas veces había sentido, me advertía que no la había superado. A esa altura de la cuadra no existía camino alternativo ni mecanismo visible de fuga. Odié no ser invisible o poder hundirme en el cemento. Era consciente de que, aunque evitase el encuentro, el daño ya estaba hecho. Fueron ochenta y cuatro pasos después, los conté para distraerme, y nos encontramos frente a frente. Una sonrisa nerviosa ilustraba nuestra incomodidad. Pude saludarla, preguntarle cómo estaba y mirarla a los ojos lo mínimo necesario que la cordialidad me permitía, pero caudalosamente más que lo suficiente para abrir todas mis cicatrices. Quedamos hipnotizados, en silencio, ese segundo posterior a un intercambio que solo incluyó cinco palabras tímidamente pronunciadas y otras mil más que quedaron guardadas en mi garganta para, como si no hubiese sucedido nada, luego continuar el camino. Sabía que debía evitar girar mi cabeza por miedo a que ella hiciera lo mismo y aunque mi materia siguió avanzando por esa vereda, en ese punto de encuentro quedó parte de mi alma retratada en el aire.

    Unos minutos después, como quien se arrastra tras haber recibido una bala en el abdomen, llegué al consultorio. Tenía, ya, gente en la sala de espera que, claro, no tendría por qué saber que su neurólogo acababa de luchar del lado romano en la batalla de Cannas. Me tomé un tiempo, hice esperar a los pacientes y utilicé el único recurso con el que contaba para sobrevivir: la escritura. Como resultado, nació, entre varias palabras sueltas, un poema. Sabía que, al reexplorarlo, lo eliminaría en las siguientes horas o días, como había hecho siempre, pero esta vez tuve una ocurrencia que, sin saberlo hasta ese momento, cambiaría el curso natural de mi vida. Envié el poema por correo electrónico con fecha programada a tres meses. Asumí que ese sería un tiempo considerable en el que probablemente mi alma ya estaría alineada con mi cordura. Así, fueron pasando los días y, si bien aún la extrañaba, al recibir ese mensaje en mi casilla de correo pude recuperar por primera vez el contenido de un escrito que había nacido en el pasado, en un momento de agonía. Me tomo el atrevimiento de transcribir aquellos versos.

    Hay un guiño en cada ceniza que cae del tubo de papel que llevas a tu boca,

    Y hay una brisa en cada armario en los que guardas los pedazos de tu alma.

    También he visto esperanza en cada segundo que llamas a mi puerta,

    y desaliento en cada gota de sudor de tu partida.

    Pero nunca he visto en mi gran colección de insomnios,

    ni un segundo donde pueda separarme de tu especie.

    Al final de mi obsesiva relectura, sentí tranquilidad. En efecto, en las palabras había un punto de escape, una fuga de lo racional y una posibilidad reemergente de encontrarme con mis destellos y, principalmente, con mis sombras. Es cierto que aún no he mencionado mi nombre, y como deseo preservar mi identidad, usaré el seudónimo Gastón. Me llamaré así a lo largo de este relato.

    Desde entonces, recibí correos del Gastón del pasado con las palabras que en otro contexto no hubieran sobrevivido. Quiero aclarar que mi obra no era solo de desasosiego. También existían textos esperanzadores y jocosos. A medida que escribía, los textos optimistas se alimentaban de ficción y los opuestos, en general, se inspiraban en aquellos correos que traían información del pasado. No tardé en darme cuenta de que cada vez era mayor la frecuencia de mensajes en mi bandeja de entrada, señal evidente de que algo no andaba bien.

    Justamente en aquella época yo era un tipo nostálgico y carente de fe, aunque no se notara a primera vista desde ojos ajenos. En mi interior convivían el Gastón que todos querían, el que era un hombre solidario, empático, provisto de una dialéctica envidiable, un humor cómplice y una recia honestidad, con el otro Gastón, el interior, el que pensaba sistemáticamente en la muerte, que era egoísta y que extrañaba lo que él mismo había saboteado. A fin de cuentas, ambos eran escritores, y así fue como mis textos de esa época parecen haber sido escritos no por una sola persona, sino por dos.

    Entre estas dos versiones, la interior era la más sincera. Se podría pensar que era un embustero, un hombre querido y respetado por todos, pero que cuando se sumergía en su profundidad era un ser despreciable, no por actos o pensamientos que devinieran en el mal de otros, sino por ser oscuro, introspectivo, muy distinto a la imagen cotidiana que dejaba ver. El arte del engaño es peligroso, fui extremadamente violento y agresivo con mi propia alma al desarrollar una especie de falacia ad verecundiam en donde nadie podía ver otra cosa más allá que lo que yo les permitía o imponía. Dudé si no era realmente un psicópata, pero la cantidad de noches y momentos de angustia tiraron por el suelo esa suposición.

    Así, a pesar de haber encontrado un desarrollo tal en mi profesión que me permitía vivir bien y ser reconocido, escribía cada vez más para paliar mis pensamientos.

    Desde mi nueva estrategia, algunos de esos textos eran enviados a mi propio correo con una fecha programada para tres meses más tarde como una suerte de máquina del tiempo emotiva, un seguro de vida, un método para revivir un estado mental que gobernó mi entendimiento del todo, unas doce semanas atrás. Así, revisando mi correo pude rescatar decenas de poemas, pensamientos, frases y cuentos que el Gastón del pasado había escrito y empaquetado en esas cápsulas del tiempo. ¿Acaso también esto era una forma de redención? ¿Este sistema de recuperación alivianaba la culpa de haber asesinado tantas palabras a lo largo de toda mi vida?

    El origen de la disociación entre lo que sentía y lo que decía provenía de mis primeros años. Era un chico introvertido y carente del don de la elocuencia. Es que nunca supe ni pude contarle a nadie de mis fallos y desamores. Temía ser visto como débil y a la vez condenaba la fragilidad, a la cual hoy considero una virtud. Tal vez la constitución de mi psiquis está fuertemente marcada por el origen en una familia de clase media tradicional, pueblerina y católica. Muchos instintos disruptivos que pretendían emanar de mí se veían reprimidos en aquel contexto y esto me direccionaba a actuar sobre preceptos que solo encarcelaban a la bestia. Esto afectó el desarrollo de mi inteligencia emocional y sufrí muchos años las consecuencias. Una carencia así es un problema mucho más común de lo que se cree, pero en función de la experiencia propia, asumo que está subdiagnosticada, ya que quienes la padecemos desarrollamos mecanismos compensatorios que nos permiten ser funcionales en la sociedad y disimular de forma eficiente esta aspereza psíquica. Entonces nosotros no somos reconocidos fácilmente por terceros hasta que los lastimamos.

    Claro, este déficit que poseemos y este esfuerzo constante por funcionar en la manada nos llevan a un desgaste permanente, lo que genera un aprendizaje por perseverancia, con todas las fallas que esto implica. Nuestra mente se configura entre el ser real, el que se construye por las experiencias vividas y el ser que se desea alcanzar, construido por nuestras limitaciones.

    He analizado muchas veces este aspecto. Si nuestro engranaje comportamental, lo que llamamos personalidad, es el resultado de una mixtura de nuestras experiencias, las cuales se constituyen fundamentalmente de recuerdos, ¿somos capaces de recordar al menos todos aquellos sucesos que nos marcaron? ¿Es capaz usted, lector de estas notas, de identificar su primer recuerdo?

    Pensando en esto, siento que no es casualidad que un aviso publicitario se cruce en mi camino cada vez que recorro la avenida Las Heras, a pocos pasos de mi trabajo. Un cartel me espera siempre ahí. Se trata de un mural de cigarrillos Camel. Jamás fumé, pero esa imagen significa demasiado.

    En el baño de la casa de mi infancia, había una caja que parecía ser de una distribuidora y precisamente era de estos cigarrillos. Es ese mi primer recuerdo, el inicio de mis infinitas percepciones sensoriales. No sé si acaso la imagen de un camello visto de perfil entre palmeras y pirámides tuvo suficiente poder como para encender el cerebro de un niño de poco más de un año o sencillamente fue una casualidad. Prefiero creer en lo primero. Pienso en lo extraño que es que algo que puede ser muy banal para unos, pueda ser el mismísimo big bang para otros y temo, por más irracional que parezca, que, si esos cigarrillos desaparecieran del mercado, una parte vital de mí lo haría con ellos.

    En definitiva, la historia de un hombre nace con su primer recuerdo y es la piedra fundacional de una entrañable carrera de sucesos representativos que conforman su personalidad o la destruyen.

    A partir de ese primer recuerdo, acumulé innumerables momentos en mi historia de los cuales siempre sacaba una reflexión. De chico sentía que tenía un don para ello, algo que no poseían otros niños de mi edad y consistía en encontrar siempre la fibra sensible de cada circunstancia. Además, dialogaba muchísimo conmigo mismo y creaba un mundo paralelo en donde era feliz. Eso me duró hasta la adolescencia tardía. El mundo real no te deja espacio para fantasías. Mi primer desplante amoroso fue la primera señal de alarma. No poder superar una historia que ni siquiera había comenzado ponía en la superficie una gran dificultad para lidiar con la frustración, y por tanto fue un golpe a mi autoestima, algo desconocido para mí hasta ese momento. Nunca se lo conté a nadie. Sentencio entonces y dejo esta premisa: quien no habla de lo que siente sufre el doble.

    Desde ese primer golpe contra el muro inesperado de no ser correspondido, una llama creciente empezó a devorar mi otro mundo como un fuego voraz sobre un bosque de maderas deshidratadas. Hablo del mundo imaginario en el que era invencible. Descubrí que escribir historias de un personaje que me representaba y aquejaba mis propias penas era una forma de escape, pero ahí empezó mi negación a la relectura. Cada palabra escrita me transportaba al dolor. Dejé de leerme, pero nunca dejé de escribir. Hoy podría calcular que son al menos mil escritos entre cuentos y poemas que he traído al mundo solo para sacarlos de allí como un vientre que da vida a un ser que sufrirá la maldición de no poder ser mirado a los ojos. Entonces, la madre, cuando descubre su mirada, ahoga al nacido y recién está lista para volver a procrear.

    Es cierto que cada mensaje que llegaba al correo podía representar el cimiento fundamental de una nueva obra, pero también podía pasar inadvertido. Alguna vez, uno de esos correos fue como una pequeña gota chispeante que cae del cielo sin cambiar absolutamente nada pero que, sin que uno se dé cuenta, también es el presagio de una tormenta incontrolable.

    Ahora tenía la capacidad de recopilar los poemas o prosas que nacían de mis angustias y lamenté no poder hacerlo con los del pasado, cuando escribir era la única forma de extraer todo lo que podía herirme. A pesar de esto, no me culpo. De no haber acudido a la escritura, esos pequeños monstruos dentro de mí podrían haberse convertido en bestias legendarias

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