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La Posada de los Escritores
La Posada de los Escritores
La Posada de los Escritores
Libro electrónico351 páginas6 horas

La Posada de los Escritores

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Paul de Marcos es un joven escritor español que, gracias a un premio literario, vive en Nueva York para escribir su segunda novela, de la cual tiene que presentar una primera entrega en pocos días a su editor. Sin embargo, Paul esconde un secreto inconfesable y es incapaz de desarrollar el argumento que tiene en la cabeza. Por ello, pasa los días tratando de buscar el estado mental adecuado para desbloquearse, aunque solo consigue escribir nuevos inicios de historias, hasta que un día, en uno de sus paseos, encuentra un lugar que nunca antes había visto, La Posada de los Escritores.

En paralelo, en la visita a una librería con ejemplares de segunda mano, Paul encuentra unos papeles que le ponen sobre la pista de unos libros perdidos de Herman Melville, que lo llevaran a investigar sobre una posible relación de amistad con Chester Arthur, el presidente núm. 21 de los Estados Unidos. Lo que al principio parece un camino sin salida se convierte en la búsqueda del rastro de Herman Melville en Nueva York, una aventura que lo lleva a descubrir algo que nunca podría haber imaginado…
IdiomaEspañol
EditorialExlibric
Fecha de lanzamiento14 may 2024
ISBN9788410297067
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    La Posada de los Escritores - Roger Rovira Masana

    1

    Intenta tocar el piano con las manos atadas. Es lo único que puede hacer en ese salón oscuro. Las primeras horas no ha podido pensar, ni serenarse, pero ahora trata de canalizar su nerviosismo ocupando la mente en algo. Y le encanta tocar el piano. La primera vez que deslizó su dedo índice por una de las teclas blancas supo que no lo dejaría de hacer hasta el día de su muerte. Quizá hoy.

    Oye golpes al otro lado. Son golpes secos, su eco lleva un peso que le hunde en la silla. Prueba otra vez a quitarse las ataduras. Las de los pies se mueven un poco, por eso puede andar, aunque sea a pasitos cortos y tambaleándose. Las de las manos están muy fuertes, le aprietan las muñecas y el roce le está haciendo una herida que está a punto de sangrar. Vuelve a iniciar la canción… para no oír los golpes, no oírse y no verse. Se imagina delante del escenario.

    Daría el poco dinero que me queda por saber qué hacer con el hombre que tengo encerrado y amordazado desde hace semanas.

    No es lo que parece, no soy ningún delincuente. Tan solo soy escritor. Aunque, si debo ser sincero, solo lo primero es cierto.

    Son las 02:34 de la madrugada. La escena que contemplo desde el ventanal de mi apartamento es el Empire State de Nueva York, con mil luces minúsculas centelleando en todas direcciones, dando una sensación de movimiento perpetuo a esta ciudad vertical que nunca duerme. Más o menos como yo. Pero mi insomnio es provocado por mí mismo. Hoy aguanto el sueño lo máximo que puedo, jugando con el café como si fuera whisky y yo el último de los visitantes de un pub. No puedo dejar de mirar ese concierto de luces y sombras que nunca se detiene y pienso, aunque no sé en qué. El humo de mi cigarrillo viaja hacia ese paisaje tan sólido que se exhibe ante mí, tan bien construido, y lo cubre de una espesa niebla, provocando un halo translúcido en el vidrio. Aún se ve demasiado nítido, así que dibujo otra bocanada que tiñe el cristal y me separa de ese exterior que nunca se detiene.

    Vivo en una bruma constante. Trato de vivir en una bruma constante. Es la única forma que encuentro para buscar las palabras. Tratando de escribir. Tratando de ser ese escritor que un día dijeron que sería. Podría cubrir todos los cristales de este destartalado estudio con las páginas que me dedicaron y los elogios que se imprimieron a doble página y en tirada nacional. Pero ese premio, ahora visto desde la distancia y el tiempo, parece más una consolación que un triunfo. Una compensación por no conseguir escribir nada completo nunca más.

    Soy incapaz de terminar cualquier escrito que haya empezado. He iniciado varias novelas y no he conseguido llegar a poner el punto y final en ninguna. Y va a peor. Me vine a vivir a la Gran Manzana hace unos meses gracias a un premio literario. Lo había deseado desde que leí por primera vez La trilogía de Nueva York, de mi admirado Paul Auster, y después de publicar mi primera novela en España he podido cumplir mi sueño. Es cierto que quería ser escritor desde muchos años antes de leer ese libro, pero ese momento concreto fue en el que mi cerebro y mi destino se sincronizaron y decidieron ir al mismo son. La mía parece la típica historia del escritor que tiene éxito en su primera novela y se va a Nueva York a comerse el mundo. Pero yo siento que no tengo dientes.

    Tan solo consigo escribir cuando no soy consciente. En mi bloqueo absoluto y en los mil intentos que he hecho para solucionarlo, una noche, sentado en el sofá, lo conseguí. Tras todo el día a la deriva por la ciudad, presa del insomnio, pero ahogado por el cansancio, abrí una libreta que tenía en mi regazo y, en esa especie de estado catatónico, empecé a escribir, moviendo el bolígrafo sin conocimiento ni control. No sé cuánto tiempo estuve así, porque no recuerdo nada, pero al día siguiente, al despertarme, tras descifrar mi deplorable escritura, descubrí que había escrito unas cuantas líneas de la novela. Y desde ese día intento reproducir ese hábitat, línea a línea, venciendo a la consciencia y al sueño, viviendo en ese estado de duermevela donde mi subconsciente coge las riendas de mi vida.

    Puede parecer una excusa o una justificación para no escribir, pero es así. Ya lo he intentado todo, tanto aquí como en España, y no soy capaz de vencer a eso que he llamado «la página inacabada». Empiezo, parece que las palabras vayan a fluir y en algún momento, a veces antes, a veces después, se desvanecen, apareciendo una gran nebulosa en mi cabeza que le transmite a mi mano que ya no hay nada que hacer. He buscado mil maneras para solucionarlo, desde darle tiempo al argumento e intentar retomarlo al cabo de unos días a escribir de forma absurda la continuación, o a empezar por la mitad de la novela, pero nunca soy capaz de seguir con ello.

    El último argumento que tengo a medias, o a inicios, es el del hombre amordazado. Lo único que me queda es secuestrar a alguien de verdad para así poder ver qué ocurre luego. Hasta he pensado en ir a un psicólogo para ver si tengo un problema más grave y comprobar si puede ayudarme, pero me da miedo que se sepa de alguna manera. No se lo he contado a nadie, tan solo lo sabe mi padre, y sé que él no lo explicaría ni aunque le fuera la vida en ello. No puedo dejar de fustigarme a mí mismo imaginando que se lo cuento a mi editor, el señor Westbrook, vigilándome desde detrás de esa gigante mesa de su despacho, una mesa que lo separa de sus escritores de la misma manera que lo consiguen sus gafas a media nariz, trasladándote su escepticismo constante. Las gafas se le bajarían hasta la punta, las cejas se arquearían y, con el rostro medio de perfil, lanzaría uno de sus habituales exabruptos. Luego otro y otro, hasta que no se le ocurriera ninguna palabrota que no hubiera dicho ya. Abriría uno de los cajones del archivo ubicados detrás de él, cogería nuestro contrato y empezaría a leérselo. Con un gesto airado de la mano me invitaría a irme y recibiría una llamada al móvil a los pocos minutos. «Tienes dos semanas para traerme los tres primeros capítulos; si no, prepara los dos mil dólares que te adelantamos. Ya me dirás». Los sonidos del teléfono comunicando parecerían aullidos desesperados. Esta posibilidad, que no me parece nada descabellada, de momento no puedo tomarla como aceptable, así que tengo que desviarme para buscar el camino. Aquí señalo un waypoint para saber dónde tengo que girar. El gran problema es que ya estoy haciendo lo imposible, dentro de mis posibilidades. A alguien que no es mago no se le puede pedir un truco de magia. Y no puedo quejarme en absoluto del señor Westbrook. Primero, porque el piso en el que me alojo es suyo, me lo cede mientras esté escribiendo el libro, en lugar de la habitación de motel en State Island que me ofrecía la editorial; y segundo, porque me ayudó mucho en las primeras semanas que estuve en Nueva York. No conocía a nadie e iba muy perdido. Me invitó a cenar junto con Alice, su mujer, un par de ocasiones en un restaurante del Soho al que van a menudo. No me acuerdo cómo se llamaba el sitio. ¿The Journey, quizá? Después me llevaron a su casa de veraneo en Watkins Glen, a unas cuatro horas en coche, en el noroeste del estado, para que visitara su pequeño viñedo y me quedara unos días con ellos. Pero también es cierto que le he visto en acción, y si por un lado puede ser amable y cercano, en cuestión de plazos de entrega y calidad literaria se convierte en otra persona, no admite ni una excusa y es inflexible con todos y cada uno de sus escritores, ya sean reconocidos o noveles.

    Aunque lo intento, siento que no puedo hacer más. Hasta me he creado un pequeño rincón del escritor, buscando esa idea romántica del novelista antiguo que escribía con plumas de ave y mojaba la punta en un pequeño recipiente de cristal relleno de tinta, aunque he visto fotos de las estancias donde escribían grandes escritores y no se parecen mucho a esa imagen idealizada. Supongo que trato de autoimponerme la idea de que si parece el hogar de un escritor, yo lo soy. Y si lo soy, tarde o temprano, escribiré. En la pared tengo varios pósteres literarios: la primera página de Hamlet, la portada del libro de La trilogía de Nueva York, un mapa antiguo de la ciudad, y un corcho con las mejores citas de la literatura universal. Frases que valen una novela por sí mismas. Esencia concentrada. Los que saben escribir, saben transmitir. Y mi peor miedo es no tener voz. No tener una voz. Eso que te cuentan en la primera clase de los cursos de narrativa. Aquella voz que cautivará al lector, que será un chorro narrativo que explicará la novela de forma natural e hipnótica. De momento, estoy afónico, pero si no lo remedio me convertiré en alguien sin boca, el esbozo de una cara con dos puntos a modo de ojos, una raya a modo de nariz y un vacío a modo de boca y de alma, porque un escritor sin voz es como un hombre sin alma. La solución debería ser escribir desde dentro, desde el corazón, las entrañas o la parte que sea, pero no lo consigo. Trato de imitar el estilo de mi primera novela, pero tampoco soy capaz. Y a veces me pongo a gritar aquí, en el apartamento, como un loco, un loco afónico, sin cuerdas vocales ni consonantes sensatas. Por ahora, los vecinos no se han quejado. Pero necesito sacar lo que tengo dentro. Siempre será mejor gritar que romper. Sobre todo porque mi economía no está como para romper vasos o darle patadas a una puerta. Lo que sí que hice uno de esos días, y ahora, echando la vista atrás, me da la sensación de que estoy aún peor de lo que pensaba, fue quemar un libro. Era uno de estos libros que te enseñan a escribir. Es fácil decir lo que se tiene que hacer, difícil llevarlo a la práctica. Escribe lo que tienes dentro, escribe con el corazón y mil cosas de ese estilo. Pero no todo el mundo es válido. Aunque todos nos creamos que sí.

    No puedo esperar más, necesito intentarlo, ver si funciona otra vez. El plan empieza cerrando todas las cortinas, las persianas y comprobando que no pueda sonar ningún despertador. Me aseguro uno a uno. No hay ningún otro ruido en el edificio que mis pasos acelerados. Hay días que me tomo cinco cafés buscando agitarme y escribir, pero no sirve de nada. Seguramente hoy también será así, pero debo probarlo. Al pasar por delante del sillón, tropiezo con uno de los cuadernos que tengo por toda la casa. He colocado hojas en blanco, libretas y bolígrafos en cada uno de los rincones del apartamento, en el sofá, en el mármol de la cocina, en la mesa, en la mesilla de noche, hasta en el baño, para estar preparado por si la inspiración me visita en algún momento. Voy a la cocina y cambio de opinión. Me pongo dos dedos de whisky. Tres veces, seis segundos, cero palabras. Rápidamente causa el efecto buscado y empiezo a perder el sentido y a descolocarme. Estoy agotado, siento cómo se caen mis pensamientos, pierdo el control de la mente y del espacio. Me dejo llevar antes de caer dormido. Mi intención es combinarlo con la escritura automática, no dejar de hablar, de escribir, aunque lo que escriba sean sandeces o tonterías o historias de conejos voladores, pero la cuestión es no detenerse, abrir la mente, mirar las paredes y cubrirlas de páginas escritas, líneas y líneas que formen carreteras por donde circule la novela, y no se detenga nunca, y llegue a ese lugar situado entre las luces del día y las sombras de la noche, que no pertenece a nadie, y me haga yo el rey, mi subconsciente se haga el rey y haga todo aquello que yo no puedo ni despierto ni dormido, escribir a chorro, avasallando, arrasando, con una voz poderosa que explique, muestre, reflexione, enseñe y, además, de una forma bella y adecuada, ese sería mi primer deseo para Aladdin, el de la lámpara mágica, que lo mira desde otra dimensión, esas dimensiones que creamos los escritores, o que crean ellos, o que creo yo, lo veo y lo quiero poner en la habitación con mi hombre amordazado.

    2

    Huele a comida, debe ser la señora Kapinsky. Ese olor a cebolla y especias, unido al hecho de no oír la risa incansable de su hijo, me indica que son las doce de la mañana y que ya no duermo. Pero yo no quiero estar despierto. Estoy a oscuras, abro poco los ojos para no entrar en la realidad. Un dolor intenso me recorre la espalda, quieren salir unas alas y permitirme volar para que me dé igual cualquier cosa que me pueda suceder. Porque si vuelas, nada puede hacerte sombra. Noto cómo me roza en los dedos uno de los bolígrafos que dejé anoche por toda la casa. Buena señal. Ojalá haya escrito algo. Y tengo la sensación de que lo he hecho, y por eso necesito seguir así. A pesar del ruido ambiental de la calle, trato de cubrir mi pensamiento con una manta gris hecha de algodón y plomo, que nada la pueda atravesar y que además sea agradable al tacto. Sostengo la libreta en mi regazo y, a tientas y con los ojos cerrados, empiezo a escribir a mitad de página, escribo, escribo.

    Creo que me he dormido otra vez. Y lamentablemente ahora estoy muy lúcido. Demasiado. Ya he perdido el momento, una oportunidad en un mundo de únicas oportunidades. Pero ahora me acuerdo de Aladdin, empiezo a recordar ese último momento de conciencia surrealista de ayer por la noche, vagamente, y siento cómo algo se enciende en mi cerebro, expandiéndose, haciendo que me duela la cabeza y presionándola como si fuera un mando de televisor en manos de un niño ilusionado. Necesito comprobar si ayer conseguí escribir algo con sentido en ese instante de abstracción, ese instante del que tengo que inventarme la palabra. Necesito poderle dar nombre a ese estado de vacío en el que soy algo más que nada. Al abrir las persianas y las ventanas, aparece delante de mí lo mejor y lo peor. Unas pocas líneas escritas en la libreta, en dos partes, arriba y abajo, con mi inconfundible letra ininteligible, pero palabras escritas al fin y al cabo. A mi alrededor, toda la basura que he ido acumulando en estos días: botellas de cerveza, vasos apilados, blocs de notas encima de platos de plástico, manchas de tinta en la mesa y en el sofá. Como si se activaran todos los sentidos a la vez, noto el mal olor que emana de esa estancia. Hay límites que, por muy mal que vayan las cosas, no puedo sobrepasar. Si me viera mi madre, que en paz descanse, me daría una colleja y esbozaría una mueca que valdría más que mil palabras, y si son de las mías, más que diez mil palabras no escritas. A pesar de ello, no puedo dejar de pensar en darle un vistazo a lo que he plasmado en el papel. Me costará un buen rato poder descifrar cada una de esas frases, así que me pongo primero a limpiar el piso. Para mi sorpresa, lo hago de forma ágil, me noto más liviano que otros días y lo quiero aprovechar todo lo que pueda. Y ahora, no sé por qué, caigo en que mañana es viernes, otra buena noticia, porque por fin llega la cena con mis compañeros de la Sociedad Literaria. No tengo mucha más vida social aparte de este grupo, aunque tampoco la quiero. Yo lo que realmente necesito es poder escribir, encontrar un buen argumento con el que consiga narrar algo especial. Suerte tengo de la Sociedad, se convierte en una gran ayuda en esta búsqueda quimérica del argumento perdido, aunque ellos no sepan nada de lo que realmente me ocurre. La Sociedad es en una rama firme de ese gigantesco árbol que es la literatura, que me sostiene y me permite estar en contacto con él. Para mí, siendo sincero, ser miembro de una sociedad literaria, y concretamente de esta, la Sociedad Literaria de los Escritores Sin Nombre, es algo de lo que me gusta presumir y contar a mis amigos de toda la vida, porque me siento partícipe de uno de esos pequeños grupos selectos de los que luego se escribe o se filma. Me gustaría creer, puestos a fantasear y exagerar, que un libro sobre nosotros, o una película, sería un éxito de crítica y taquilla. Un día lo estuvimos hablando en una de nuestras reuniones. Jugamos a pensar quién haría de nosotros en la película y, claro, todos elegimos a los actores con más éxito, más premios y más reconocidos que se nos ocurrieron. Yo veía claro que mi papel lo interpretaría Orlando Bloom y, si no le interesaba, Oscar Isaac. Ya sé que no me parezco en absoluto a ninguno de los dos, pero cuando se adapta el guion hay muchas licencias y yo no me quejaría en absoluto. Edward estaba de acuerdo conmigo, solo si a él lo interpretaba Ryan Gosling, ya que, según él, tienen las mismas facciones. Jeffrey se decantó por Edward Norton, Emma Allison por Rachel McAdams y Reggie por Terrence Howard. Es curioso que todos elegimos actores mucho más guapos que nosotros. A los niños les preguntan qué quieren ser de mayores. Y nosotros, de mayores, parece que, además de ser reconocidos, queremos ser guapos. Pero a la vez también tenemos ese punto rebelde, fuera de lo convencional, de circuito off, ya que ninguno de nosotros ha conseguido hacerse un hueco estable en las librerías de esta ciudad inabarcable en tamaño, volumen y cristal. Solo queremos un pequeño espacio de unos treinta por cinco centímetros. Y todo aquel escritor que lo intenta, pero no lo consigue, cree que es una injusticia y que se lo merece. Sinceramente pienso que mis compañeros sí se lo merecen; los cuatro escriben bien, tienen talento de sobra como para estar en los expositores y las estanterías de The Strand Bookstore, Barnes and Noble, Rizzoli Bookstore o Housing Works. Es difícil destacar con tanta competencia en este mundo en el que miles de personas escriben y en el que millones cantan, bailan, juegan y mil cosas más por internet y a través de las redes sociales. Si hay una cosa que nos une a los que pertenecemos a la Sociedad, además de la literatura, es nuestra preferencia por el mundo real, ese en el que táctil significa que tocas algo con la mano y lo sientes, ese en el que coges un libro y pasas las páginas sintiendo que eres partícipe de una obra que se ha creado, que no es virtual, y que esos miles de horas han plasmado un mundo que es para ti. Eso no significa que seamos unos hombres de las cavernas que no saben utilizar un ordenador (bueno, yo seguramente un poco), pero creemos en la cercanía, en el diálogo visual, en el calor de lo que existe y no de lo que se ve a través de una pantalla. Y en esa lucha contra Goliat estamos juntos Jeffrey, Edward, Emma Allison, Reggie y yo, Paul, como me conocen aquí, o Ignacio, como me conocen allí. Hay tres o cuatro personas más en la Sociedad, pero no vienen a menudo a las reuniones y son poco activas. La reunión de mañana es especial porque es el segundo aniversario y lo celebraremos a lo grande. Iremos nada más y nada menos que a Chumley’s, uno de los rincones con más historia y de los más atractivos de Nueva York para los amantes de la literatura, por el que han transitado los mejores escritores de este país.

    Pensar en ello me ha subido el estado de ánimo. Y cuando me deshaga de las cinco bolsas de basura que acabo de llenar, el piso estará mucho más limpio además, apenas recordará a la madriguera de un joven borracho con aspiraciones de escritor que parecía hace un par de horas. Ese acto vergonzoso que era dirigir mi mirada hacia adelante, por fin se ha dignificado y me permitirá redescubrir mi libreta. Sigue en la mesa, abierta por la última página escrita, esperando a que vaya a comprobar si ha habido algún avance significativo. Mi hombre amordazado, mi hombre sin nombre, porque aún no sé ni cómo se llama. Sin nombre, como nosotros. Igual es uno de nosotros y no me he dado cuenta. No, aunque sea una broma mala de las mías, no me lo imagino así. Este hombre amordazado no es escritor, no viste de forma bohemia ni tiene una bolsa con libros a su lado. ¿Lleva traje? Quizá… ¿Sombrero? Ni lo sé, ni me atrevo a decantarme por ninguna opción. Mi mente, cuando tiene que tomar cualquier decisión relacionada con él, se queda en blanco, se traslada a otro lugar, a otro tema. Me enseña constantemente lo que significa procrastinar. Una palabra que es mejor no conocer, porque cuando lo haces significa que la utilizas demasiado. Pero en ese lugar sin nombre donde no hay ni luz ni sombra, donde solo hay esencia, olvido esa palabra y, de momento, parece que sí que puedo escribir, aunque sean unas pocas líneas. Hago acopio de valor y empiezo a leer, en voz alta y de forma lenta por culpa de mi mala letra y de mis nervios mal controlados.

    Apenas se ve a medio metro a causa de la niebla, más espesa de lo que él había visto nunca antes. No le da miedo, por eso se siente bien, despojado de cualquier otra cosa que una simple linterna. Ilumina hacia adelante y un haz de luz perfectamente redondo se dibuja a un metro de él. Respira hondo, cierra la linterna y ese círculo dorado sigue presente, titilando hasta que, de golpe, empieza a moverse y rebotar entre las paredes blandas de la niebla, convirtiéndose en una pelota de luz que zigzaguea sin parar a su alrededor.

    Apenas se oye su respiración, nada más. La niebla cada vez es más densa, más gris. Y en ese instante empieza a moverse, primero lentamente, acelerando poco a poco, dibujando un círculo en torno a él, engulléndolo en su interior. De pronto empieza a llover, arreciando con fuerza desde el primer segundo, explotando un trueno encima de él, y la niebla, sin perder su forma ni su esencia, se convierte en una ráfaga de viento frío interminable. En medio de la tormenta, con el viento indómito rodeándolo en una espiral inacabable y la lluvia mojando todo su cuerpo, él sigue con los ojos cerrados, de pie y tranquilo.

    Otra vez. Estas líneas no tienen nada que ver con el hombre amordazado. Pensaba que en esta ocasión podría seguir el argumento, pero es uno totalmente distinto. Y eso aparte de repetir la misma palabra al principio de cada párrafo, una muestra evidente de mi limitación al escribir. Un hombre en medio de la niebla y de la lluvia. Nada más. ¿Dónde va esta historia? Seguramente a un lugar donde yo no sé llegar. Sin más pistas o ayudas, tan solo es una fotografía de un pequeño rincón del gran universo que es mi incapacidad. Alguien que no se pone nervioso ante una gran tormenta, alguien a quien le gusta la lluvia, no sé qué hacer ni a dónde ir con eso. Me parece mucho mejor el otro argumento, básicamente porque con él aún tengo una mínima esperanza en un horizonte que cada vez se encuentra más lejos.

    Además, sinceramente, el del hombre amordazado es más atrayente e interesante, o al menos eso quiero creer. Contentarme con dos párrafos cuando necesito doscientas páginas es engañarme a mí mismo, pero tener esas pocas líneas con sentido en este momento es como si hubiera ganado un concurso. Y este de forma justa.

    Lo que es evidente es que necesito desarrollarlo más. Por enésima vez intentaré multiplicar esas pocas líneas. Nunca he sido tan tenaz y tan incapaz al mismo tiempo. El deseo de ser escritor me convierte en alguien que nunca he sido, y aún no sé si eso es bueno o malo. Espiro hondo, buscando la concentración. A ver. Por lo que parece, este hombre es pianista, o músico, o como mínimo ha estudiado años de solfeo y tal vez ofrece actuaciones. Y parece evidente que lo ha secuestrado alguien que está al otro lado de la pared, y que tal vez hay ahí otra persona más en su misma situación porque oye golpes. Por desgracia, luego ya no hay nada más escrito, supongo que me quedé dormido. Tan solo había una raya de tinta azul que recorría unos centímetros hasta desaparecer como por arte de magia. Un río mágico por el que nadan mis esperanzas, alejándose de mí hasta que desaparecen en un horizonte de papel en blanco.

    Pom, pom, pom.

    Unos golpes retumban en la puerta. No me muevo porque no sé qué es. Lo primero que me ha venido a la mente es que sean los que han secuestrado al pianista, pero no puede ser. Sacudo la cabeza para echar las tonterías de ella mientras me acerco a la entrada sin hacer ruido. Por la mirilla veo a Ernesto y suelto el aire que había reunido en mis pulmones para sentirme más fuerte y más alto, volviendo a mi cuerpo enclenque y de estatura media que no me ayuda en absoluto a mi deseo de sentirme seguro.

    —Paul… ¿Todo bien? El señor Johnstone, ya sabes, el vecino del piso de abajo, me ha dicho que había oído gritos y golpes un poco raros ayer aquí, y hace un rato otra vez…

    Ernesto es el conserje y encargado del edificio, que me habla desde el otro lado de la puerta en español con su inconfundible acento puertorriqueño y su eterno traje de faena gris.

    Una vez desaparecida la inexistente amenaza, abro los dos pestillos de la vieja puerta de madera. Ernesto es buen chico, cuando entré a vivir a este apartamento subió varias veces para interesarse por si necesitaba algo. Nos llevamos bien, hace unas cuantas semanas me convenció para ir a tomar una cerveza en el pub de la esquina, el Tavern 29, y a pesar de mi estado mental, fue tan ameno que hasta le presté uno de mis libros favoritos.

    —Buenos días, Ernesto. Sí, sí, tranquilo, ayer me descontrolé un poco. Ahora estaba haciendo limpieza y seguramente no he sido muy delicado en mis movimientos. —Hago gestos como si caminara de puntillas, aunque no confío mucho en mis dotes de mimo e imagino que me parezco más a la Pantera Rosa de los dibujos animados—. Pero hoy ya me pongo otra vez con mis libros, no te preocupes.

    —Tranquilo, hermano, sin problemas. Oye, ¿te has dejado barba? Te queda bien. Ya veo que quieres ir de interesante, ja, ja, ja.

    —Claro, ya sabes que voy de escritor intelectual. Solo me faltan unas gafas a juego —le devuelvo la broma—. Por cierto, he acabado un libro realmente genial. ¿Quieres que te lo preste?

    —Uff, no, seguro que está muy bien, pero aún tengo el que me dejaste hace unas semanas y apenas he empezado. Luego te lo devuelvo, que con la universidad y todo esto no tengo tiempo, y me tengo que concentrar demasiado para leerlo, hermano, ja, ja, ja. —Se ríe con la boca abierta y echa la cabeza un poco hacia atrás.

    Quizá no era su libro. Yo albergo la idea romántica de que todo el mundo tiene una serie de libros adecuados para él, esos que hacen que termines uno y quieras empezar otro enseguida. Hay miles de escritores, miles de estilos y miles de historias distintas, lo único que se debería conseguir es vincular al lector con la historia y el estilo. Suena a ficción, pero cosas más raras se han conseguido. Yo soy el más triste ejemplo.

    —Tranquilo, ya lo harás. Y yo ya te prestaré un libro que te guste más, ja, ja.

    Nos despedimos y vuelvo a entrar al apartamento. Lo primero que veo es la libreta, esperándome. Pero ese nuevo argumento no me sirve. Ya tengo un principio que me gusta con el del hombre amordazado y eso es mucho. Necesito aprovecharlo y tirar del ovillo. Venga, mil fracasos pueden ser la razón de un éxito. Un hombre encerrado en una habitación. A ver, lo habrán secuestrado. ¿Por qué? Se oyen golpes al otro lado. ¿A quién golpean? Él podría ser músico, pero eso no me da muchas posibilidades. ¿Por qué secuestrarían a alguien que toca el piano? ¿Problemas con el juego? Tal vez. Un músico con deudas con personas de mala fama que le han dejado un dinero que ha perdido. Pero eso ni es original ni es llamativo. Si le presento eso al señor Westbrook, ya puedo hacer las maletas inmediatamente. Me enviará a España de vuelta con una patada en mi culo de escritor fracasado. Sí, pero ahora es urgente que escriba. El tiempo es mi enemigo, los relojes me miran con desdén y los segundos se apelotonan en mi contra. Da igual lo que escriba, mientras escriba. Cojo mi pluma estilográfica, la llave de una puerta que desaparece cada día antes de que pueda abrirla. Me la regalaron los amigos de la oficina cuando me despedí, y en ese momento de aparente euforia ya sabía que me estaba equivocando. Ese día mi cara trataba de mostrar una sonrisa perfecta, pero para mí era la mueca de un títere, alguien que no tiene la capacidad de hacer nada, y aun menos de hacer nada bien. Muchas fotos, muchos brindis y un preparado discurso de despedida, como si fuera alguien importante. Pero lo importante es ser alguien. Escribe, escribe. Deslizo la pluma sobre la libreta, apenas tres palabras sin sentido. Lo vuelvo a intentar, pero se ha esfumado el argumento de mi cabeza. Solo veo una nube gris, una masa amorfa que va girando y moviéndose de un lado a otro. Mi mano no me obedece y mi pensamiento se queda hipnotizado en esa niebla compacta que lo oculta todo detrás de ella.

    Me quedo quieto, con la extraña sensación de que el mundo se ha detenido. Escucho mi respiración acelerada rebotar en mis sienes. Ahora que estoy sin moverme parece que oigo algo. Suena algo. Mi mirada se proyecta en el apartamento

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