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Entre la gloria y el resplandor
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Entre la gloria y el resplandor
Libro electrónico475 páginas7 horas

Entre la gloria y el resplandor

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"En medio de  las correrías de dos jóvenes soldados y a través de sus experiencias, se recrean hechos gloriosos de la historia de Francia y se descubren facetas hasta hoy inéditas o muy poco conocidas  de Napoleón.

De esta forma se logra conocer el interior del General, del Gobernante, del Estadista y del Emperador. Pero también al hombre, detrás de los acontecimientos, con sus sueños y ambiciones, con sus virtudes y defectos.

Esta es una historia apasionante de aventuras épicas y románticas, pero más aún, de homenaje a aquellos hombres y mujeres que enfrentan la vida con valentía y decisión.

IdiomaEspañol
EditorialLuis Gomez
Fecha de lanzamiento10 abr 2024
ISBN9798224544981
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    Entre la gloria y el resplandor - Luis Gomez

    MAUSS BARNA

    Entre la gloria y el resplandor

    © Mauss Barna, 2024

    Primera Edición

    Autor−Editor: Mauss Barna

    lmgomezv72@gmail.com

    Diseño de Portada: Marisol Villarraga

    marypublicista@gmail.com

    Impresión:

    Imprefacil S.A.S. − Bogotá

    Registro No. 10−878−186 de la DNDA

    ISBN: 978−628−01−2853−5

    El contenido de éste libro no podrá ser reproducido ni total ni parcialmente, por ningún medio escrito, electrónico ni audiovisual, sin el previo permiso del autor−editor. Todos los derechos reservados. Hecho el depósito de ley en Colombia

    NOTA DEL AUTOR

    Esta es una narración de contexto histórico en la cual, a través de los ojos de unos soldados, se van descubriendo variadas facetas de la personalidad del Emperador de los franceses, discurriendo desde el Napoleón militar, político y estadista, hasta el ser humano común y corriente, con sus virtudes y defectos, con sus sueños y esperanzas, con sus decepciones y conflictos internos.

    No se trata de un libro biográfico y aunque muchos de los personajes de la novela, existieron realmente, la narrativa gira también alrededor de algunas personas ficticias. Por otro lado, la gran mayoría de los eventos son históricos y sucedieron tal y como se plasman en esta obra, pero también hay algunos hechos menores que son solamente la percepción de cómo pudieron ser, o  producto de la imaginación del autor.

    Sin embargo, se aclara que casi la totalidad de los sucesos relatados en los cuales participa Napoleón, ocurrieron realmente, así como son verídicos los datos históricos y absolutamente todas las anécdotas y sus frases célebres.

    1

    El ruido era ensordecedor y el olor acre del humo que traían las ráfagas del viento hacía arder sus vías respiratorias. André se protegía detrás del matorral y adhería su cuerpo contra el piso, como si quisiera ir hundiéndose entre la tierra y los verdes manojos de pasto que sobresalían tímidamente entre la hojarasca. A su lado, casi en la misma posición estaba David, quien minutos antes tiritaba de fiebre, pero ahora en  su mente solo pensaba en protegerse también, pues sin duda su Compañía era la más expuesta al fuego enemigo. Les habían tomado por sorpresa, situación anómala para las tropas del General Desaix, quien era meticuloso en extremo y estudiaba hasta el más mínimo detalle de cada campaña, de cada batalla y de cada escaramuza.

    −¿Cómo es posible que los austriacos hayan movilizado e instalado los cañones sin haber sido descubiertos? −exclamó el capitán Clavier− no podremos sostener esta posición.   

    −Creo que alguien pagará por esto mi capitán −indicó el sargento Dupont, como respondiéndole a su superior. Luego continuó­− pero me parece que de eso se debe encargar el coronel. ¿Qué ordena usted señor?

    −Lo primero que debemos hacer es replegarnos hacia un lugar donde encontremos protección. Transmítales de inmediato la orden a los Comandantes de Pelotón −ordenó el oficial, mientras se agachaba para evitar el fuego de fusilería que venía desde el otro lado del camino.

    −Cómo ordene mi capitán, procedo.

    Dupont, con el vozarrón que le caracterizaba, comenzó a impartir las ordenes pertinentes a los soldados mensajeros, sobreponiéndose al ruido de los disparos de la fusilería enemiga:

    −¡Vamos, infórmenle a los dos oficiales que deben moverse¡ Apresúrense, pierdan tiempo.

    Los mensajeros transmitieron las órdenes y toda la Compañía  comenzó a movilizarse hasta alcanzar el risco, cualquier matorral, cualquier trozo de pasto crecido lo utilizaban para ocultarse de los austriacos. Se escuchaban los gritos de los heridos y el estupor de la muerte.

    André, quien subía al mando de sus de sus hombres, sintió un ardor muy intenso en el costado izquierdo, un poco debajo de la cintura. Continuó arrastrándose hasta encontrar una pequeña zanja rodeada de matorrales. Se dejó caer boca abajo y miró por un instante el cielo cargado de nubes.

    −Solo eso nos faltaba −pensó− que comience a llover.

    El dolor se acentuaba y comenzó a percibir algo caliente sobre la piel. Girando un poco el cuerpo se palpó el lugar y notó que la camisa estaba roja, cubierta con su sangre, que seguía manando. Se asustó y llamó a un soldado que se encontraba algunos metros más arriba, enviándolo por el enfermero. Cuando lo vio acercarse le gritó:

    −¡David ven, ayúdame, estoy herido!

    Tan pronto llegó a su lado, procedió a levantar la camisa de André y a verificar la herida.

    −No te preocupes es solo un rasguño, bastante grande, pero nada más. No es profundo. 

    Ça alors (Caramba), pero cómo duele.

    Por unos instantes la mente de André viajó hasta Toulon, a aquellos tiempos juveniles, cuando no conocía el mundo y pensaba que todo lo podría alcanzar. Eran épocas en las cuales pensaba que no habría nada más emocionante que ser un soldado de la Francia revolucionaria.

    2

    André nació en Estrasburgo el 3 de septiembre de 1782, pero sus padres se habían trasladado a Toulon cuando el niño contaba con tan solo cuatro años. El chico fue muy inquieto desde su más temprana edad. Poseía una gran curiosidad y un deseo de aprender y de conocer todas las cosas que le rodeaban, al punto de que sus padres en muchas ocasiones llegaban a desesperarse cuando salían con su hijo a recorrer las calles de la ciudad o los campos de los alrededores, pues todo lo quería saber. Tuvo la suerte de ser un muchacho muy sano y salvo una varicela que no pasó a mayores y el sarampión tan común en los niños de su edad para aquella época, gozó de una salud envidiable. Su buen estado corporal lo complementó con una mente muy traviesa y alegre, sonreía permanentemente y casi todo le causaba gracia. Físicamente, heredó de su madre Isabelle, el cabello rubio y los ojos azules, propios de la herencia prusiana de su progenitora. Ese aspecto físico le hacía resaltar entre los otros chicos de Toulon, cuya fisonomía era más mediterránea. André disfrutó de una infancia muy feliz y  tranquila, gracias a un ambiente familiar agradable, unos padres cariñosos y especialmente una madre muy comprensiva. Franz el padre, era sumamente estricto con sus hijos, no toleraba indisciplina ni malas maneras, incluso en más de una ocasión reprendió las pilatunas de André con firmeza. No obstante, él era un hombre justo que amaba profundamente a sus hijos, se preocupaba por enseñarles buenas costumbres y darles el ejemplo para que en el futuro fueran personas honestas, decentes y trabajadoras. Por su parte Isabelle fue mucho menos estricta, aunque aferrada a las costumbres de su tierra natal, donde todas las cosas se debían hacer buscando la perfección. Era una madre muy cariñosa, algo condescendiente con los hijos varones, pero sumamente rigurosa con las niñas.

    En fin, André fue creciendo y desarrollándose  en ese bello lugar del Mediterráneo, en donde además, fue mejorando su francés. En su ciudad natal, aunque en casa se hablaba en el idioma de Molière, su lengua materna era el alsaciano y tanto en la escuela como en la calle hablaban alemán, dado su gran parecido con la lengua de la región. Además fue un idioma que le incentivó su madre, quien procedía de Sajonia y era hija de prusianos puros que habían emigrado a mediados de siglo hacia la antigua ciudad imperial en la frontera del Rhin. Una vez allí y afrancesando su nombre original Elizabeth, comenzó a llamarse Isabelle.

    La prusiana, como le llamaban en Estrasburgo, era una bella y espigada mujer de cabellos rubios y ojos azules como un cielo de primavera. De modales algo rudos pero elegantes, con una finísima inteligencia y una cultura y conocimientos poco habituales para una mujer de su época. Al poco tiempo de estar viviendo en la ciudad conoció en un baile popular a Franz, incipiente comerciante que había perfeccionado el oficio del teñido de telas. Él era oriundo de Lyon y su nombre también se había transformado del François con que fue bautizado, al de Franz como se le conocía en Alsacia.

    La tradicional fiesta de la música se celebraba cada 21 de junio para conmemorar el inicio del verano y atraía a la ciudad a gentes de todos los pueblos de la región, tanto a franceses como a wurtemburgueses, badenses y otros germánicos de lado y lado del Rhin. La música, el folklor, el vino y la cerveza eran los reyes de las fiestas y las chicas se vestían con los trajes típicos, compitiendo entre sí en derroche de gracia, colorido y alegría. Entre tanto el licor corría a chorros por carpas y tabernas, desinhibiendo tanto a jóvenes como a adultos. Los niños por su parte se divertían en diversos pasatiempos, sobresaliendo la llamada carrera de liebres y los famosos juegos de destreza alsacianos, fabricados en madera. En ese ambiente alegre,  festivo y en medio de la multitud se conocieron los padres de André. Andaban quizás los dos muy desprevenidos durante el jolgorio, ella con un strudel, el típico bizcocho prusiano y él con una gigantesca jarra de cerveza, cuando involuntariamente  se tropezaron. El choque fue leve, pero sí suficiente para que parte de la cerveza de la jarra que llevaba Franz, se derramara sobre el vestido de la chica.

    −¡Oh, perdón! Le ruego que me disculpe −dijo él mirándole directamente a los ojos.

    −No se afane caballero −contestó ella devolviéndole la mirada, la cual sostuvo más de lo prudente, algo embelesada ante la presencia del hombre de cabellos largos, fornido y bien parecido.

    Franz retiró rápidamente el pañuelo que envolvía su cuello y procedió a entregárselo a la chica, haciendo el ademan de que  secara la cerveza de su traje. Isabelle le agradeció con un coqueto gesto y frotó el pañuelo contra su vestido. Él no podía dejar de mirarla minuciosamente, como quien observa un cuadro en un museo, tratando de descubrir hasta su más mínimo detalle. Ella por supuesto lo notaba pero fingía indiferencia, disfrutando del momento, pues se había sentido atraída por el joven. Ambos hubiesen querido que la escena se prolongara, pero de algún modo debía terminar. Franz volvió a disculparse, pero más por iniciar una conversación que por el hecho de que aún estuviese turbado por el impase.

    −Deseo reiterarle mis disculpas −le expresó inclinando un poco la cabeza− he sido muy torpe.

    −Despreocúpese por favor −respondió ella− yo también caminaba por aquí un poco distraída y por eso no le he visto.

    −Espero que no considere impertinente si le digo que, a pesar de mi torpeza y su descuido al andar, las consecuencias de ello me han agradado mucho. Ya que me han permitido conocerle, aunque aún no nos hemos presentado. Mi nombre es François Trivinne, aunque aquí todos me llaman Franz.

    −Ja, ja, ja −rio ella de buen agrado, aunque sonrojándose un poco. Luego agregó− le repito caballero, que no ha sido nada importante y confieso que también me agrada conocerle, mi nombre es Elizabeth, pero desde que llegué a Estrasburgo me conocen como Isabelle.

    −Me gusta más su nombre en francés.

    Ella volvió a reír. Posteriormente agregó:

    −Eso mismo han pensado los alsacianos desde el mismo instante en que puse pie en esta bella tierra.

    −¿Y de dónde viene usted, si no es mucho atrevimiento preguntarle?

    −De muy lejos, de Sajonia. Mi padre es relojero y se ha instalado en esta ciudad.

    −Pues me alegra mucho.

    Por tercera vez Isabelle sonrió coquetamente. Enseguida le dijo:

    −¿Será acaso porque usted necesita que le reparen algún reloj?

    −Ja, ja, ja −ahora fue Franz quien rio, luego contestó− es usted muy perspicaz, no lo digo tanto por el tic tac de un reloj, sino por los latidos de mi corazón.

    −Tic tac o latidos, descubro que usted es demasiado directo, mucho más de lo que la mesura y las buenas maneras deben señalar.

    −De nuevo le ruego que acepte mis disculpas −exclamó Franz sonrojándose un poco por su impertinencia, enseguida agregó− sé que no han sido expresiones muy caballerosas, pero sí muy sinceras. Y apelando a la honestidad, aunque usted me reproche la impertinencia, no puedo evitar decirle que es un privilegio poder mirarse en sus ojos, ya que refleja el cielo en ellos.

    Isabelle se volvió a sonrojar, ya no sabía si por incomodidad o por vanidad ante el halago tan directo. Sin embargo, sintiendo algo de pánico, decidió culminar la conversación.

    −Es usted muy galante caballero, pero inadecuado en sus palabras cuando no nos conocemos −le devolvió el pañuelo y agregó− ha sido usted muy gentil, le deseo una buena noche.

    −Me siento honrado de haberle conocido y también deseo que se divierta −recibió el pañuelo diciendo− muchas gracias y espero volver a verle algún día.

    Isabelle se quedó un instante pensativa y luego dijo:

    −Es posible que alguna vez requiera que le reparen un reloj o desee adquirir un buen Blancpain.

    −¿Un qué? −preguntó el hombre mostrando extrañeza.

    Una vez más sonrió Isabelle, mientras le explicaba:

    −No se preocupe, no le estoy hablando en sajón. Me refiero a una reconocida marca de relojes. Quizás usted no se preocupa mucho de la hora.

    −Depende de con quien esté −replicó rápidamente Franz.

    Ella frunció el ceño, pero casi enseguida esbozo una ligera sonrisa. A  Franz le agradó el gesto, pues  evidentemente no era un rechazo. Sin dudarlo un instante, agregó:

    −Reconozco que no sé mucho sobre relojes, pero de algo estoy seguro y es que el mío requerirá una revisión.

    Luego, con una expresión seria juntó sus piernas un poco, inclinó la cabeza y se despidió cortésmente. Sin embargo quedó tan impresionado con la muchacha alemana que, haciéndose el distraído, la siguió con la mirada de allí en adelante. Ella lo notó, pues también le había caído en gracia el joven, pero lo disimulaba especialmente al estar cerca de sus padres y otros parientes.

    Franz rondaba cerca del lugar donde se encontraba Isabelle. Al fin se decidió, encaminándose hacia ella y aprovechando que se había alejado un poco de sus padres. Iba acompañada de una amiga, con la cual reía mientras veía a chicos y grandes divertirse en el carrusel. Se aproximó y saludó cortésmente. Isabelle le miró y su rostro se iluminó con su encantadora sonrisa, mientras le decía:

    −Al parece su reloj se ha descompuesto muy pronto, señor.

    −Así es encantadora dama. Ha acelerado mucho el pulso, tanto el reloj como mi corazón.

    −No se sabe si es cortesía o atrevimiento de su parte −le contestó Isabelle− ¿Qué opina usted?

    −Las dos cosas y le ruego que me excuse −contestó él enseguida, luego añadió− continuando con lo segundo, ¿Sería demasiado atrevimiento, solicitarle que baile conmigo?

    −Definitivamente sí, debería usted solicitarle el debido permiso a  mi padre.

    −Pues lo haré de inmediato −dijo Franz totalmente decidido, mientras miraba hacia ambos lados, como buscando al relojero.

    Ella sonrió, y excusándose en que la orquesta principal iniciaba una alegre melodía, precisamente prusiana, le tomó del brazo diciéndole:

    −La atrevida voy a ser yo, acepto su invitación, vamos a bailar.

    La amiga de Isabelle quedó sorprendida mientras les miraba alejarse hacia el costado del carrusel, donde ya las parejas se divertían alegremente al son de la música. Realmente le parecía que ellos lucían muy bien juntos.

    De este encuentro casual y la correspondiente aprobación de los padres de Isabelle, se llevaría a cabo pocos meses después, un sencillo pero elegante matrimonio. La feliz pareja permanecería junta muchos años y fruto de su unión vendrían al mundo seis hijos, cinco de los cuales sobrevivirían a su infancia. Tres chicas y dos muchachos que conformarían con sus padres, una familia sencilla, próspera y feliz. Franz progresaría en su negocio de telas, especializándose en teñidos y estampados. Con esfuerzo y dedicación, llegó a convertirse en uno de los principales distribuidores del sur de Francia. Isabelle se dedicaría a la crianza de sus hijos, haciéndolo con gran esmero y procurándoles una buena educación. Desde su temprana infancia incentivó en ellos la afición al estudio, así como a las artes y a las buenas maneras. Los Trivinne, aún sin poseer grandes riquezas se podían considerar una familia acomodada, que disfrutaba de un elevado nivel de vida. Todos los hijos tuvieron la oportunidad de recibir una esmerada educación. El primogénito Sébastien, desde muy joven mostró inclinación por las leyes, razón por la cual sus padres le enviaron a la universidad para estudiar la carrera de derecho.

    Las hermanas mayores de André se destacaron por dominar el arte de la música y las dos tocaban con maestría. En aquella época se hicieron famosos sus conciertos en las más prestigiosas casas y salones de alto nivel de Toulon.  Amélie la mayor, era una verdadera virtuosa del piano y Monique tocaba con delicadeza y maestría el violín.

    André era el cuarto de los hijos y se distinguió desde muy pequeño por ser un muchacho inquieto y aventurero, además de mostrar un gran interés por la lectura. Desde muy temprana edad sintió deseos de viajar y conocer diversos lugares. Le  apasionaban los descubrimientos científicos y las áreas de investigación. Definitivamente su fuerte no eran las artes, pero a cambio de ello, demostró poseer una inteligencia y una memoria excepcionales. Le encantaba estar inmerso en el mundo de los libros, aficionándose por los clásicos y las novelas de aventuras. Su interés por las ciencias le hizo decir una vez a  Franz:

    −André, a pesar de su escasa edad, podría sostener una conversación con los más ilustres científicos y pensadores de la República.

    Finalmente Laurie la hija menor y la más cercana a André, quizás porque solo les separaba un año de edad, fue una chica muy despierta y vivaz. Era la consentida de Franz y la adoración de André. Al igual que su hermano desarrolló una gran curiosidad investigativa, que fue incentivada por él. También se aficionó desde muy jovencita a la lectura y al estudio de las ciencias, de hecho desde muy temprano, cambio las muñecas por los libros. Se caracterizaba por tener una personalidad muy fuerte y decidida. Defendía sus convicciones con denuedo y afirmaba que cuando fuera mayor se convertiría en una científica, palabras muy poco usuales para la época y que generaban una sonrisa en sus padres.

    La vida de los Trivinne era apacible y fluía sin grandes contratiempos. De hecho, los primeros meses de la revolución no afectaron en demasía la rutina en Toulon, por lo menos no con la fuerza o la contundencia con que sí cambió completamente las instituciones y el diario vivir de otras regiones de Francia. Los negocios de Franz sufrieron algunos percances de cierta magnitud, pero logró apañarse a las circunstancias y adaptarse a las nuevas condiciones. En ese ambiente relativamente tranquilo y sin afugias económicas vivió André una infancia dichosa, jugaba con otros niños en las calles y muelles de Toulon, completamente ajeno a los acontecimientos que se desarrollaban en esos aciagos años revolucionarios. Incluso poco se interesaba por aquellos hechos y siendo un niño tan pequeño, no participaba en las acaloradas conversaciones que sostenía su hermano Sébastien, cuando visitaba la casa durante los permisos o vacaciones que le otorgaba la escuela de leyes de Lyon. El mayor de los Trivinne era un ferviente revolucionario, las ideas de libertad e igualdad habían calado profundamente en su mente y en su corazón.  André por su parte y como buen aventurero, esperaba siempre con ansias la oportunidad de poder acompañar a su padre en las correrías comerciales que llevaba a cabo por las ciudades del Mediterráneo francés, entre Montpellier y la frontera italiana e incluso en algunas poblaciones piamontesas.

    El negocio de Franz consistía en la adquisición de telas vírgenes que importaba y que luego pasaban por un proceso de teñido o estampado. Salían posteriormente de la fábrica que poseía en la ciudad, para ser distribuidas a los comerciantes, que las enviaban al resto del país. La empresa era próspera y gracias a un trabajo arduo y constante, lograba obtener suficientes beneficios como para mantener holgadamente a su familia, vivir en una elegante casa rodeada de jardines y ser propietario de una villa de recreo en las montañas.

    A principios de abril de 1792 enfermó gravemente el padre de Isabelle, razón por la cual la pareja decidió viajar a Estrasburgo para estar cerca del viejo relojero. Franz quería aprovechar también la ocasión para visitar a sus propios familiares. El pequeño André les rogó a sus padres que le permitieran acompañarlos. Conservaba recuerdos muy vagos de la ciudad alsaciana donde había nacido, pero para él cualquier viaje significaba una gran aventura. Ante su insistencia sus progenitores accedieron y fue así como emprendieron un trayecto que al niño le resultaba fascinante.

    Ya en Estrasburgo, Isabelle dedicó el tiempo a acompañar a su padre y a estar pendiente de su recuperación. Por fortuna el relojero respondió positivamente al tratamiento, superando su enfermedad. Esto fue motivo de gran felicidad para los Trivinne y les permitió pasar unos días agradables en Estrasburgo departiendo con familiares y amigos a los cuales no habían visto desde hacía varios años. Uno de ellos era particularmente apreciado por el padre de Isabelle y por ella misma, ya que le conocían de mucho tiempo atrás y además  compartían con él las mismas creencias religiosas. Se trataba del Barón Philippe Frederic de Dietrich, miembro de una antigua casa noble y  descendiente de protestantes. Había sido perdonado por los revolucionarios debido a su carácter filantrópico y a su comprobada generosidad hacia todos los pobladores de Estrasburgo, quienes le tenían en gran estima y admiración. Precisamente para esa época en que visitaban la ciudad los Trivinne, se desempeñaba como alcalde. Isabelle y Franz, junto con el padre de aquella ya bastante recuperado, decidieron hacerle una visita a Philippe. Llegaron acompañados del pequeño André, quien se sorprendió con la lujosa casa del alcalde. Sin embargo su fascinación fue mayor cuando tuvo allí su primer encuentro con un oficial que vestía su uniforme de gala. Quedó extasiado con los colores, los adornos y los botones dorados de ese traje militar y a partir de tal momento, comenzó a soñar con ser algún día un soldado de Francia.

    André nunca olvidaría aquel encuentro en la sala del alcalde, quién por cierto era un hombre amable y jovial, que luego de saludarle muy formalmente y al notar que el niño no quitaba los ojos de aquel miembro del Ejército, señalándolo con el brazo, le dijo al chiquillo:

    −Ven, voy a presentarte a nuestro  amigo.

    El chico se emocionó y siguió presuroso al alcalde hacia el fondo del salón, junto a la ventana, donde el militar se encontraba departiendo con un familiar de Philippe. Se acercaron y muy ceremoniosamente el alcalde le dijo al niño:

    −André, te presento al capitán Rouget.

    El oficial sonrió y extendiéndole la mano le saludó:

    −Encantado de conocerte, soy el capitán de ingenieros Claude Joseph Rouget, al servicio de Francia y de todos los franceses, por lo tanto a tu servicio también.

    El niño muy tímidamente y todavía emocionado por estar junto al oficial, devolvió el saludo y solo se atrevió a balbucear:

    −Gracias señor, me encuentro muy honrado de poder conocerle.

    El capitán sonrió de nuevo y se dirigió posteriormente hacia Franz e Isabelle, a quienes conocía con anterioridad pues ya habían coincidido en varios eventos durante la época en que los tres vivían en Estrasburgo. Fue así como luego de una cena que les ofreció el Alcalde, se sentaron en el salón y al calor de una copa de vino iniciaron una conversación que no resultaba de mucho interés para André quien incluso comenzó a aburrirse. Sin embargo, en un momento dado prestó atención cuando el capitán Rouget extrajo unos pliegos y los extendió sobre una de las mesitas del salón. Luego comenzó a explicarle a sus padres y a su abuelo sobre un trabajo escrito que venía elaborando por encargo de Philippe. Lo que le interesó a André de la conversación fue que el capitán hablaba de un Ejército, específicamente del Ejército del Rhin. Como el chico ya se había entusiasmado con los uniformes y los soldados, se acercó a la mesa y escuchó cuando Rouget les decía a sus padres:

    −Este es un encargo que me hizo el señor Alcalde, lo vengo trabajando desde hace algunas semanas −abrió completamente los pliegos y continuó− él desea que se componga una canción para exaltar a los soldados del Ejército del Rhin, un himno que les llegue al alma y al corazón.

    −Loable propósito −afirmó el abuelo de André.

    −Bueno, como ustedes saben mis queridos Franz e Isabelle, una de mis aficiones siempre ha sido la escritura y la poesía, además de la música.

    −Doy fe de ello −dijo Isabelle, luego agregó− incluso sé que compusiste algunas melodías que se volvieron populares en las fiestas de verano aquí en Estrasburgo, cuando venías a la ciudad, aunque no estabas de guarnición por estos lares.

    −Exactamente, hacía bailar y divertir a la gente.

    −Durante una de esas festividades fue que nos conocimos Franz y yo −continuó Isabelle.

    Su esposo rio y agregó:

    −Eso es muy cierto, yo recuerdo una de tus melodías, al compás de ella me enamoré de esta maravillosa mujer y aunque fue muy difícil, logré que finalmente aceptara bailar conmigo el mismo día en que la había conocido.

    Ahora fue Isabelle la que sonrió, mientras decía:

    −Bueno Claude, algo incidiste en este feliz matrimonio.

    Al oír eso el capitán Rouget expresó:

    −Entonces creo que merezco que ustedes hagan un brindis por mí en este momento.

    Todos lo hicieron de buen agrado y luego del brindis Franz intervino:

    −Claude, muéstranos tu trabajo. Si ya lo tienes listo podrías leerlo o incluso si cuentas con la melodía podrías entonarnos esa canción. Has despertado nuestra curiosidad.

    −La tengo prácticamente terminada −contestó el oficial− faltarían algunos detalles pero ya me comprometí con el señor alcalde. A más tardar la próxima semana se la haré escuchar para conocer su opinión al respecto.

    −Pero algo podrías adelantarnos −le insistió Franz.

    −De acuerdo −contestó el capitán Rouget− aquí está la letra, es un himno militar, pero os aclaro que mi intención es exaltar no solamente a los soldados, sino a todos los franceses. Lo que pretendo es que cuando la escuche cualquier francés se le encienda el ánimo, hierva la sangre en sus venas y esté presto a tomar las armas para defender a la Republica.

    Comenzó a leer sus párrafos y cuando hubo terminado, todos le expresaron su aprobación. Isabelle se conmovió con el escrito y resaltó su elocuente marcialidad.

    −Gracias por tus generosos elogios Isabelle, me complace que hayan  captado la esencia del mensaje −dijo el capitán.

    Isabel respondió:

    −Te repito mi querido amigo que lo encuentro bastante apropiado para el fin que se pretende. ¿Considerarías demasiado atrevimiento de mi parte hacer una sugerencia?

    −Por supuesto que no, en realidad me resulta conveniente conocer la percepción de otras personas.

    −Bien, tú dices que quieres exaltar no solamente a los soldados, sino a la población, que cuando escuchen esta canción no sea solo como un himno militar, sino que encienda el ánimo de todos los franceses.

    −Exactamente, esa es mi intención −le contestó Rouget.

    −Bueno, asimilando esa idea −continuó Isabelle­− ¿Qué te parecería modificar la frase A las armas soldados franceses, por A las armas ciudadanos?, de este modo creo que lograrías involucrar a todos nuestros compatriotas, no solo a los soldados.

    Claude se levantó de su asiento y exclamó:

    −Creo Isabelle que tienes toda la razón, me parece un cambio apropiado −luego, dirigiéndose a los otros asistentes les preguntó− ¿Qué opináis vosotros?

    Los demás estuvieron de acuerdo, incluyendo a Philippe. Entre tanto André seguía la conversación mirando a un lado y al otro, sin asimilar demasiado lo que escuchaba. En ese momento y a pesar de sus escasos nueve años, se atrevió a interrumpir:

    −¿Puedo decir una cosa?

    Todos le observaron. Al fin el capitán le dijo:

    −Por supuesto hijo, tú tienes todo el derecho, pues  eres un pequeño soldado de Francia, dinos.

    Un poco tímido André exclamó:

    −Yo veo que la letra es muy bonita y entiendo que ustedes quieren que la canten los soldados, pero ¿Cómo es la música?

    −No te afanes mi pequeño sobrino, la próxima semana me tomaré el atrevimiento de decirle al señor Alcalde que les invite nuevamente, cuando yo la interprete ya con todos sus acordes.  

    A André se le iluminaron los ojos y dijo que le encantaría estar presente. Lo mismo dijeron Franz e Isabelle. A continuación pidieron más vino, mientras le servían una limonada al pequeño.

    Una semana después regresaron los Trivinne a la casa del Alcalde de Estrasburgo y allí, ya acompañado por algunos músicos, Claude entonó la melodía que él mismo bautizó: Canción de guerra para el Ejército del Rhin. André y sus padres tuvieron el privilegio de estar entre algunos de los primeros que escucharon este bello y glorioso himno.

    Unos días después los Trivinne emprendieron el regreso a Toulon. Para André fue una experiencia muy agradable haber compartido con sus padres en su ciudad natal. Además el viaje para el chiquillo era toda una aventura que le permitió conocer muchos lugares de los cuales tan solo había escuchado el nombre. Tal fue el caso de Lyon, donde había nacido su padre y ciudad con la cual tenía grandes vínculos comerciales, debido a que allí se encontraban varias fábricas de telas y empresas de teñido de las mismas.

    La vida de los Trivinne se desenvolvía sin mayores contratiempos. Franz aspiraba a que su hijo menor fuera conociendo los pormenores del comercio de las telas, para así irlo preparando y que algún día tomara las riendas del negocio. Más aún cuánto el hijo mayor Sébastien, había optado definitivamente por seguir la carrera de las leyes y no demostraba el más mínimo interés por la importación y distribución de telas, ni por el proceso de teñirlas y luego comercializarlas. Resultaba evidente que no sería la persona llamada a continuar con esta empresa y mucho menos ser el artífice de la idea que ya tenía Franz en mente, la cual era importar las materias primas y fabricar sus propias telas.

    Sin embargo para decepción de Franz, André mostraba todavía mucho menos interés en la vida comercial que el mismo Sébastien. Él era un niño de corazón audaz y  mente inquieta que prefería leer toda clase de libros y que soñaba con algún día viajar por muchos lugares del mundo. Después de la visita a Estrasburgo y de haber conocido al capitán Rouget, comenzó a despertar en él un gran interés por la vida militar. Leía con suma avidez los periódicos que traían las crónicas sobre las campañas de la Francia revolucionaria y de las grandes batallas que se libraban en las fronteras de la joven República. Isabelle muy pronto notó la inclinación que iba surgiendo en su hijo menor hacia la milicia, especialmente cuando André no perdía la más mínima oportunidad de salir presuroso y mirar extasiado, a cualquier piquete de soldados que pasaba o desfilaba por las calles de Toulon.

    Esa afición que se despertaba por la vida castrense la compartía su mejor amigo, Louis David. Este era un chico de su misma edad, muy vivaz e inteligente, pero que no había contado con las mismas oportunidades que se le habían prodigado a André. Louis David, a quien todos llamaban por su segundo nombre, era hijo de un reconocido pescador de la ciudad, Robert Bougot. De hecho la familia se había dedicado a dicha actividad por generaciones. Debido a su origen humilde y aunque poseía una aguda inteligencia, no había asistido a la escuela, puesto que desde muy niño había comenzado a trabajar al lado de su padre. Tenía una destreza innata para las manualidades, además de una memoria prodigiosa, pero era prácticamente semi analfabeta. Era un buen muchacho que había aprendido el oficio de la pesca desde que tuvo uso de razón. Su madre Lucie, era modista y con su trabajo aportaba algunas monedas para el sostenimiento del hogar, que lo componían además de Louis, dos hermosas gemelas y otro hermano más, todos menores que David. Él tenía la misma edad que André, al cual le llevaba solo cuatro meses. Físicamente no se parecía en nada a su amigo, su tez era muy morena, el cabello oscuro y los ojos castaños. Los dos chicos eran amigos desde que André llegó a Toulon con apenas cuatro años de edad. Eran felices jugando en la calle, en los muelles, en las playas y en todos los alrededores de la ciudad. Se habían vuelto inseparables y juntos compartían todo tipo de aventuras y travesuras infantiles. También les unía esa admiración por los soldados y habían decidido que algún día serían militares.

    David a pesar de su corta edad era un trabajador muy responsable, constituyéndose en un apoyo fundamental para toda la familia. Aunque eran muy amigos, David no solía ingresar a la casa de André, pues Isabelle consideraba que no era una compañía adecuada para su hijo menor, por lo cual le había prohibido mantener esa amistad. Pero André había hecho caso omiso y continuaba compartiendo cotidianamente con su entrañable compañero, ocultándoselo a su madre. Los padres de Louis David, en medio de sus necesidades económicas, mantenían buenas costumbres y trataban siempre de ser ejemplares para sus hijos.

    Con sus cabellos negros y ojos color miel, David tenía una buena estampa y ya se notaba que sería un hombre de elevada estatura. Sus modales eran rudos y algo toscos, por supuesto no había gozado de una buena educación y se había criado en los muelles, pero su interacción con André le había permitido refinarse un poco. No mostraba las inquietudes científicas y escolásticas de André pero compartía con su amigo la inclinación por la vida aventurera y la ambición de ser alguien importante en el futuro. Su afición por la milicia superaba con creces a la de André y de hecho fue el responsable en buena medida de que este se interesara cada vez más, por la vida castrense. El máximo sueño de Louis David era poder alcanzar una posición que le permitiera mejorar la calidad de vida de sus padres y hermanos. Había una característica mutua que compartían los dos amigos y es que ambos eran soñadores e idealistas.

    Los dos chicos admiraban el colorido de los uniformes y por eso merodeaban por los alrededores del cuartel militar de la ciudad. Cada vez que había un desfile, al igual que el resto de los chiquillos, marchaban detrás de las tropas con sus mosquetes de madera rustica mal tallada. Se sentían los dueños del mundo al caminar tras las paradas militares e incluso se habían aprendido los grados y las canciones que entonaban los soldados.

    Un día se encontraban recostados conversando en el sector de los muelles, mirando a lo lejos los pequeños veleros de los pescadores que regresaban al puerto. André le relató a su amigo la experiencia que vivió en Estrasburgo cuando conoció y tuvo la oportunidad de hablar con el capitán Rouget. La narración despertó aún más el entusiasmo de David por llegar a ser militar en el futuro.

    −El problema es que debo ayudar a mi padre en la preparación de las redes y la posterior venta del pescado. Mi hermano aún es muy pequeño.

    −Pero no te quedarás para siempre en ese trabajo −le expresó André.

    −Por supuesto que no, algún día mi hermano crecerá y podré dedicarme a lo que siempre he deseado.

    −Espero que puedas cumplir tus sueños.

    −Así será, ya lo verás, seré capitán del Ejército  −afirmó con total convicción, luego continuó− luciré un uniforme como el del militar que me has contado o como el de los oficiales de la guarnición.

    −Primero tendrás que aprender a leer −le objetó André entre risas.

    −Tienes razón. Será necesario que tú me enseñes, ¿Lo harías?

    −Por supuesto.

    −Con tu ayuda lograré mis objetivos, ¿Qué fecha es hoy?

    André se le quedó mirando, algo extrañado.

    −¿Qué importancia tiene eso?

    −Porque voy a anotar en mi memoria este día, como aquel en el en cual decidí mi futuro.

    Resultaba muy melodramática la conversación entre dos niños de apenas diez años. André muy serio le dijo a su amigo:

    −Bien David, hoy es el 17 de noviembre de 1792 o como ahora dicen, 26 de Brumario del año 1. Lo recordaremos y celebraremos el día en que obtengas las insignias de capitán.

    ***

    André no perdía ocasión de poder viajar y constantemente le solicitaba a su padre que le permitiera acompañarle, por supuesto cuando no afectaba sus estudios. Fue así como tuvo la oportunidad de recorrer muchas ciudades del sur de Francia e incluso, alguna vez su padre le llevó hasta Génova. Sin embargo para ese año de 1793 los negocios no iban muy bien, el ambiente revolucionario estaba cada vez más caldeado en el sur de Francia, lo cual afectaba el libre desarrollo comercial. Las circunstancias se agravaban por el hecho de

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