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Siempre es ahora
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Libro electrónico203 páginas3 horas

Siempre es ahora

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Javier es músico y vive en Madrid acosado por el recuerdo borroso de una mujer y por un sueño donde golpea el portón de un cuartel. A cada recuerdo le recrudece la picazón de las dos heridas que tiene en la cabeza. Un día, mientras trabaja en un crucero, alguien lo reconoce pero lo llama con un nombre errado. ¿O no? Javier intenta seguir con su vida hasta que su esposa lo deja por su mejor amigo y ya no tiene más excusas. Entonces vuelve a Rosario para comprobar si esa mujer que sueña existe de verdad. Allí vaga sin rumbo. Decidido a regresar a Madrid es reconocido por la calle y el pasado se rearma ante sus ojos pero no de la forma esperada. Así se va escribiendo otro presente, grotesco pero real y donde "siempre es ahora", según repiten otros personajes. Ahora Javier debe lidiar con ese presente donde se destacan villeros que filosofan y citan a Borges, amigos borrachines que podrían tener la clave de ese pasado atomizado, un ominoso auto abandonado en un garaje, canciones que reflotan del olvido y mujeres despechadas, a veces con razón y a veces no.
Chiabrando escribe una novela trágica y a la vez divertida, con el pasado como tema y el marco histórico de la violencia institucional que comienza a desperdigarse, casi gratuitamente, casi como una broma, en esa sociedad donde siempre es ahora.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 mar 2024
ISBN9789873905810
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    Siempre es ahora - Javier Chiabrando

    PRIMERA PARTE

    1

    En el sueño siempre hay un Ami 8, un portón, una pregunta y un cabo con nariz de sargento. Y yo, que estaciono el auto frente a un portón que es verde o azul, o de un verde que en los sueños se confunde con el azul, y golpeo el portón. Los golpes suenan a retreta, siempre. Se asoma el cabo con nariz de sargento.

    —¿Acá anotan voluntarios para ir a las Malvinas? —digo.

    Por muchas cosas que cambian en mi sueño, siempre hay un Ami 8 gris y un cabo con nariz de sargento. Y mis palabras, que son y suenan iguales: ¿Acá anotan voluntarios para ir a las Malvinas?. El cabo me mira como si estuviera harto de ver tantos giles que quieren morir pudiendo vivir. Yo repito la frase, exactamente igual, palabra por palabra y énfasis idénticos.

    —¿Acá anotan voluntarios para ir a las Malvinas?

    El cabo abre la boca para hablar y habla. Nada oigo porque me distraigo con el bigote que se le mueve al ritmo de la boca. Me reiría por las veces que me morí de miedo y me desperté bañado en transpiración, pero me paraliza un grito.

    No es el cabo el que grita. Es Leba. El grito es una palabra.

    —¡Javier!

    A pesar de haberlo soñado muchas veces, nunca logré escuchar lo que respondía el cabo. Se interponían ruidos de coches que tocaban bocina, un churrero que se aparecía a mi lado promocionando su mercancía (una vez los probé y le convidé uno al cabo que no aceptó y me cerró el portón en la cara, seguramente apurado por subirse a un tanque y recuperar las islas él solito). Pero la mayoría de las veces el sueño es una repetición infinita donde yo vuelvo a aparecer una y otra vez en el Ami 8, y luego de golpear el portón hago la misma pregunta que el cabo con nariz de sargento no llega a responder: ¿Acá anotan voluntarios para ir a las Malvinas?.

    Ahora, en mitad de mi sueño, Leba grita Javier, y después de gritar Javier, grita:

    —¿Vos sos boludo o te hacés?

    El cabo mira hacia los costados como si él también hubiera escuchado los gritos. Pero el cabo vive en el sueño y los gritos vienen de la realidad.

    —¿Vos sos boludo o te hacés?

    ¿Si yo soy boludo o me hago?, me pregunta Leba a los gritos, como si fuera algo fácil de contestar.

    —¡Javier! ¿Vos sos boludo o te hacés? —grita Leba. 

    Ya no es posible seguir durmiendo. Y menos soñando. Leba me grita como ella sola sabe gritar para decirme que se va de mi casa y de mi vida. Otro alarido. Sí, es Leba, irremediablemente, que desde la puerta del dormitorio me grita:

    —¿Y a ti quién te entiende, chaval? —para rematarla con otro vigoroso—: ¿Vos sos boludo o te hacés?

    Leba, valija en una mano, picaporte en la otra, sigue con sus reclamos de mujer herida. Reclama como si quisiera ajustar cuentas con todos los hombres que alguna vez desilusionaron a una mujer, desde Eva hasta hoy. Pero yo no tengo la culpa de que Ana Karenina se haya tirado bajo un tren, Leba. ¿O sí?

    —¿Qué tiene que ver esa Ana con que yo me esté yendo de tu casa, boludo? —me pregunta.

    De tan enojada que está, mezcla el castellano con el francés y el idioma de su tierra, una especie de percusión verbal que tienta a la risa de tan cacofónico que es. Apenas distingo que no todas las palabras son insultos.

    —Divorcio. Di… vor… cio —silabea agudizando progresivamente hasta que la o suena a tren que parte, y yo me tengo que esforzar para no reír. Mi boca se curva de risa (para no reír), y ella cree que me estoy burlando y su furia se vuelve rabia. Ahora me acusa de cosas horribles. Si los vecinos la oyen van a pensar que soy peor de lo que creen que soy. Yo no me defiendo. Quiero que termine. Que Leba se quede o se vaya, pero que deje de gritarme así.

    —No es necesario que me pidas el divorcio, Leba, porque no estamos casados —susurro en un intervalo de sus quejas.

    Leba cierra la puerta del departamento donde vivimos juntos hasta hoy. En segundos saldrá a la calle y se subirá a un taxi que la llevará lejos de mí. La oigo en el piso de abajo; luego una pausa, quizá cambia la valija de mano o llora. Al silencio le siguen más pasos hasta que los ruidos se confunden con el ruido general del mundo (ascensor, toses, chicos, coches, sirenas, televisores).

    Qué lejanos los días en que me rogaba que me casara con ella. El amor no necesita certificados, le dije entonces. Pero yo sí necesito certificados para mi permiso de residencia en España, me contestó ella. Al fin Pedro se ofreció a casarse con ella. Pedro, siempre disponible para pagar de su bolsillo una cuota de los males causados por los países ricos a los pobres. Para conseguir los papeles es mejor que se case con un español de nacimiento, argumentó Pedro, con razón. La ceremonia fue breve. La fiesta la pagó Pedro; pizza y cerveza en su casa. Como recuerdo le regalé una botella de Cristal que me costó una fortuna, casi tanto como la fiesta. ¿Leba quiere el divorcio? ¡Que se lo pida a Pedro y que Pedro me devuelva la botella de Cristal!

    La puerta de calle se abre y se cierra. El ruido de las bisagras oxidadas entra por la ventana y algo vibra en el departamento cuando la puerta pega contra el marco. Dos ruidos que indican que te están dejando o que están volviendo a tu vida. Ahora me están dejando. Leba está a dos pasos de desaparecer de mi vida. Dos pasos es lo que la separa de la esquina. Hago un último intento por retenerla. Salto de la cama pero la sábana se me enreda en un pie. Pareciera que mi cuerpo no desea abandonar el sueño. Los ruidos de la calle me despiertan mejor que el mejor de los despertadores. Me asomo para decirle algo a Leba que logre paralizarla allí mismo, como si la vida pudiera ser por un instante una película de hadas, y luego yo bajando las escaleras, de dos en dos, de tres en tres, para retenerla a puro amor rosado mágico. Saco medio cuerpo por la ventana. Es la única forma de verla en la calle, donde está a dos segundos, a dos pasos, de desaparecer de mi vida. La pirueta la pone a tiro de piedra de mi declaración de amor tardía.

    —¡Leba! —le grito con el mismo énfasis con que ella me gritara un rato antes.

    El amor y el odio se confunden cuando generan reacciones semejantes. Ella gritó. Yo grito. Leba gira hacia el lugar desde donde le llega mi grito de amor. Al girar retrocede un paso y vuelve a estar fuera de mi vista. Me asomo un poco más. Ella retrocede otro paso, como si el sol le diera en la cara. No tengo más remedio que pasar una de las piernas por la ventana.

    Menos mal que anoche me acosté con pijama, porque la gitana gorda y bigotuda que vive en el mismo piso está limpiando los vidrios y me ve. Esas eran las cosas que Leba no comprendía, que yo estuviera una semana encerrado en mi casa con el pijama puesto para tirarme a dormir cuando se me daba la gana. Si cada vez que me daba sueño tenía que sacarme la ropa de calle y ponerme el pijama lo único que lograba era desvelarme. Entonces, mientras estaba en casa, estaba con pijama. Y a pesar de eso podía pasarme dos días sin dormir. Otra opción era dormir con la ropa puesta, pero eso a Leba le hubiera gustado menos. Y tiene razón, la ropa se arruina y se arruga de tal forma que luego perece pijama. Mejor el verdadero pijama, que para eso fue inventado.

    La gitana me saluda. No sé si es realmente gitana pero bigotes tiene.

    —¿Está Leba allí? —le pregunto mientras le señalo hacia abajo, hacia donde supongo que está Leba, que ya no es visible a mis ojos. La gitana se asoma casi tanto como yo.

    —Si tu mujer es la negra, sí, está allí mismo.

    —Se llama Leba —le digo cuidando de mostrarme un poco ofendido.

    —¿Leba? ¿Qué nombre es ése?

    —Un nombre como cualquier otro. ¿Tú cómo te llamas?

    —Lorelei.

    —¿Lorelei, qué nombre es ése? 

    —En mi familia todas las mujeres se llaman Lorelei.

    Desde otra ventana se asoma el viudo del C. Es un poco sordo y del Real; escucha los partidos a un volumen que logra que no se oigan los ruidos de las bisagras de la puerta de calle y el golpe contra el marco. El viudo dice que en su familia todos los hombres se llaman Antonio menos él, pero no dice cómo se llama. Leba está parada en medio de la vereda desde donde ahora sí me ve y la veo claramente. Estoy a punto de decirle que se quede, que no me abandone, que soy capaz de tirarme por la ventana si se va. Como respuesta Leba me muestra su dedo medio, gesto que evidentemente en África significa lo mismo que en todos lados. Luego me da esa espalda que tanto me conmovió cuando la conocí. Mitad guitarra, mitad tobogán. O violonchelo de ébano. Al principio le gustaba que yo le dijera mi violonchelo de ébano, hasta que un día me dijo que era un comentario racista, igual que mi negrota, África mía, noche sin día, mi esclava. Desde allí la llamé siempre Leba o señora.

    Dos pasos vuelven a separar a Leba de mi vida, pero ella no necesita darlos porque aparece el auto de Pedro ronroneando. Pedro no levanta la cabeza y por eso no me ve en la ventana. El auto desaparece tan sigiloso como llegó, llevándose a Leba luego de rodear redondamente la plaza Elíptica. Me quedo mirando la calle y la puerta del bar más cercano, con su cartel de neón minúsculo que parece invitarme a tomar una copa. Me bajo de la ventana. La gitana se despide de mí y del viudo, cierra su ventana y corre las cortinas.

    Yo trago saliva y giro para enfrentar el departamento vacío, situación inofensiva con dos copas entre corazón y espalda, pero no tanto si estás fresco como estoy ahora. Me rasco las heridas de la cabeza, que siempre me pican cuando estoy nervioso. El departamento se ve enorme. Nunca creí que Leba ocupara tanto lugar. Pero si todo lo que tenía le entró en dos valijas que ella misma cargó sin delicadeza alguna en el asiento trasero del auto de Pedro.

    Cierro dos puertas, enciendo el televisor y me siento a leer ABC. Las únicas noticias que me interesan son las de fútbol y la que habla de una delegación de veteranos de Malvinas que anda por Madrid camino a Londres, donde se reunirán con veteranos ingleses para hablar del pasado; o sea de la guerra. Me pregunto si con los años el odio desaparece o se vuelve invencible. Qué raro debe ser mirar la cara del que pudo matarte sin que se te noten, ahora, porque siempre es ahora, las ganas de saltarle a la yugular. Busco el número de la embajada argentina en Madrid. Media docena de veces levanto el teléfono, marco y cuelgo. Al fin desisto, convencido de que lo que el diario cuenta sucedió el día anterior —¿cómo no?— y que esos héroes ya andan matando ingleses en pleno Covent Garden. Me pregunto si los conoceré, si me habré revolcado con ellos en trincheras llena de barro y mierda de oveja, o barro de mierda y mierda inglesa. Cierro el diario y allí me doy cuenta de que es de la semana pasada.

    Enciendo el televisor y busco un partido de fútbol. Siempre hay un partido de fútbol para felicidad de los insomnes y los abandonados. ¿Quién juega? ¿Y a quién le importa? Voy a la cocina con la idea de prepararme un café y vuelvo sin café pero con la botella de 100 Pipers. Brindo por uno de los equipos y después por el otro. Cierro la puerta del baño y abro la del placard de la sala. Otro trago y la vuelvo a cerrar. Mido el largo de la sala con pasos uniformes. Vuelvo a medirlo otra vez pero sin pensar en el largo de los pasos. La primera vez fueron ocho; la segunda seis. Arrastro al lado del televisor la mesa ratona que no sirve más que para sostener la guía telefónica. Mido de nuevo la sala con los pasos de la primera vez. Ahora suman siete.

    El departamento me resulta ridículamente grande. Otro trago de whisky y comienzo a restarle importancia, lo mismo que hacen los hinchas de Real Madrid con sus jugadores que apenas empataron sobre la hora. Nada garantiza que los próximos jugarán mejor. Nada garantiza que el futuro será más interesante. Ni siquiera pidiéndolo a los gritos. Me despierto a las cuatro de la mañana en el sillón donde miré el partido. Ventajas de vivir en pijama. Debería llamar a Leba para decirle que cuando tengo razón, tengo razón. En la televisión hay otro partido. Es el mismo. Me quedo un rato mirándolo de nuevo. Intento adivinar las jugadas que vienen. A veces acierto, otras no. La repetición es infalible: donde antes el jugador erraba, ahora vuelve a errar. Afuera, el cartel de neón del bar sigue activo pero el bar está cerrado.

    Otra vez es ahora, irremediablemente. Ahora es cuando la plaza Elíptica alberga restos de civilización desperdigados como trofeos de una jornada de caza donde las presas son los pobres, los idiotas y los que no se avivan rápido: botellas vacías, jeringas, hombres comprando droga, vendiendo, y tres o cuatro en el suelo como gusanos pero bien humanos. Ellos, como los jugadores, también erraron en la primera oportunidad y luego en la repetición.

    —Salud —les grito desde las alturas divinas de mi ventana enarbolando la botella de 100 Pipers, y cierro para no oírlos maldecirme y desearme tan variadas muertes. Vuelvo a sacar la botella por la ventana y a gritarles—: Salud —y ellos repiten los insultos.

    Una de las mujeres me levanta una botella como invitándome a beber. En cambio uno de los hombres me tira una botella vacía que rebota en la vereda sin romperse, muy lejos de mí y de la posibilidad de lastimarme. Por lo visto, la repetición no es una ley. Se puede innovar, rebelarse, matar al mensajero. Vuelvo al televisor. La jugada del gol anulado se mantiene inalterable; algo debe significar pero no sé qué.

    Me acuesto en la cama, me tomo dos tragos de whisky, que equivalen a diez pipers, y me pongo a leer Los Pichiciegos. Y volvían. Otros Harrier, del sur, venían bajito. Le salió un cohete a uno, después un cohete al otro del ala de ese mismo costado y después, los dos al mismo tiempo, soltaron los cohetes de las otras dos alas.. Releo el párrafo dos veces y me duermo con coro de bocinazos que llegan de la avenida y que parecen gaitas. Desafinan igual, suenan a chanchos a los que les apretás los huevos. Solamente hombres con polleras pueden ser felices escuchando esa música; no creo haber visto ni oído gaitas en las islas, pero las soñé muchas veces. ¿Sí? No es hora de pensar en más tonterías, Javier. Por hacerse tantas preguntas es que los zombis de la plaza se volvieron tan zombis que no saben que lo son. Ahora es momento de volver a soñar para saber de una puta vez qué me dijo mi cabo con nariz de sargento cuando golpeé la puerta del cuartel.

    Me

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