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El retorno
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Libro electrónico392 páginas6 horas

El retorno

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Desplegando sus alas de viajero, Dror levanta el vuelo de su tierra, Israel, y, luego de recuperar la libertad, palabra que lo ha acompañado desde el momento en que sus padres la escogieron para que fuera su nombre, sale de su kibutz, soltando las ataduras que le impedían expresarse libremente; y, aunque teniendo sus bolsillos escasos de dinero, con su corazón lleno de fe y esperanza emprende un viaje por dos continentes y once países de Europa y Suramérica, encontrando, en cada uno de sus recorridos, la realidad oculta para muchos, pero revelada para quien, como él, se atrevió a ir más allá, yendo hasta las entrañas de cada sociedad, experimentando desde la alegría de hacer nuevos amigos y conocer otras culturas, hasta la lucha y el sufrimiento entre la vida y la muerte. Viaje en el que llena sus maletas de la riqueza descubierta en cada experiencia que lo va conduciendo hacia el retorno de sus orígenes, dándole de esta forma el sentido pleno a su existencia, cuyas raíces se hallan en la historia más remota del pueblo hebreo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 mar 2024
ISBN9788410682641
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    El retorno - Dror Kfir

    1500.jpg

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Dror Kfir

    Coach editorial: Marco Antonio Reyes

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de cubierta: Rubén García

    Ilustración: Artista Andrés Domínguez

    Transcripción de textos: Alonso Moreno Sáenz

    Supervisión de corrección: Celia Jiménez

    ISBN: 978-84-1068-264-1

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    Prólogo

    Desplegando sus alas de viajero, Dror levanta el vuelo de su tierra, Israel, y, luego de recuperar la libertad, palabra que lo ha acompañado desde el momento en que sus padres la escogieron para que fuera su nombre, sale de su kibutz, soltando las ataduras que le impedían expresarse libremente; y, aunque teniendo sus bolsillos escasos de dinero, con su corazón lleno de fe y esperanza emprende un viaje por dos continentes y once países de Europa y Suramérica, encontrando, en cada uno de sus recorridos, la realidad oculta para muchos, pero revelada para quien, como él, se atrevió a ir más allá, yendo hasta las entrañas de cada sociedad, experimentando desde la alegría de hacer nuevos amigos y conocer otras culturas, hasta la lucha y el sufrimiento entre la vida y la muerte. Viaje en el que llena sus maletas de la riqueza descubierta en cada experiencia que lo va conduciendo hacia el retorno de sus orígenes, dándole de esta forma el sentido pleno a su existencia, cuyas raíces se hallan en la historia más remota del pueblo hebreo.

    Capítulo l

    — LA PRISIÓN DE MEGUIDO —

    Prisión de Meguido, verano de 1979

    Querida Norma:

    Son las cuatro de la madrugada en la torre de guardia de la prisión de Meguido, donde en medio de la noche y el cielo estrellado, me inspiro para escribirte estas líneas.

    Soñamos, aquí, y rogamos todos los días por la anhelada libertad, esperando que las puertas de la cautividad se abran…, algún día. Por eso plasmar estas palabras es liberar, desde lo más profundo de mi ser, el sentimiento de una relación que nos ha mantenido próximos a través del tiempo y que, hoy más que nunca, se fortalece en la distancia, porque los muros de esta prisión no alcanzan a tener el poder de romper esos lazos que nos han unido siempre.

    Son cuatro meses, todavía, los que me quedan aquí, y cuento todos los días con impaciencia, viendo el momento en el que estaré fuera de este encierro.

    He sido trasladado, hace un mes, a la prisión 4, cuya mayor parte consta de prisioneros drusos, que son muy difíciles de entender; en donde me asignaron el departamento de guardia.

    Los días y las noches en la cárcel se alargan y convierten en interminables; cada día que pasa, pienso si valió la pena este sufrimiento por 150 gramos de marihuana.

    La justicia que me enfrentó a un tribunal penal militar fue implacable, infligiéndome una condena de ocho meses de prisión; pero lo más doloroso fue el saber que todo parecía preparado como una trampa.

    Pronto, a las cinco de la mañana, bajaré a despertar mi reemplazo; pero la vida sigue su curso, y las lágrimas que en silencio he derramado por el dolor causado a mis padres tienen su consuelo al comprender que, en la más tenebrosa soledad, me fortalezco para continuar luchando sin desfallecer.

    Allá, a la distancia, entre las montañas, puedo ver la luz de la mañana iluminando el valle; no quisiera terminar de escribir sobre este papel, pero, si no me apresuro, no tendré tiempo para cerrar un poco los ojos antes de la formación en la plaza de armas.

    Un fuerte abrazo,

    Dror.

    Observé, desde la torre de vigilancia, el horizonte en el amanecer, tomando con fuerza sobre mi pecho la hoja de papel en la que acababa de escribir la carta a Norma. El turno se había cumplido; mi soledad había sido mitigada por la esperanza de saber que, al otro lado de los muros, mis palabras serían escuchadas.

    Mi cuerpo delgado se desencogía después de estar sentado cuatro horas en vigilia, y, con impulso, empecé a bajar por una frágil escalera que pareciera desbaratarse. Descendí y caminé hacia donde se encontraba el buzón para dejar la correspondencia. La carta sería escudriñada, palabra por palabra, por el comandante, pero no importaba, no había escrito algo que pudiera considerarse como escandaloso o llamar a una rebelión.

    Aquella había sido una noche larga en la torre de vigilancia, pedía a gritos mi lecho; me sentía cansado, solo buscaba mi cama para tirarme en ella.

    Me dirigí hacia la carpa, en donde también dormía Mansur, un hombre delgado y de elevada estatura; compañero de prisión del departamento de guardia, quien tenía un sueño pesado. Yo solo esperaba que, aquella vez, no fuera a dar lidia para levantarse. Con tono fuerte lo llamé:

    —¡Mansur! ¡Mansur! ¡Vamos! ¡Levántate! —Mansur continuaba durmiendo, pero insistí—: ¡Levántate, Mansur!

    Este se retorció en la cama, y se levantó, lentamente, poniendo cada pie sobre el piso.

    —Buenos días, Mansur —lo saludé.

    Mansur respondió a medias, indignado, buscando a tientas el uniforme. Eran tan grandes sus pies que, con paciencia, le tocó aflojar bien los cordones para poder introducirse las botas.

    La luz, al fin, comenzó a penetrar en la carpa. Miré el reloj, y, aunque ya había amanecido, el tiempo en esta prisión pareciera no avanzar, hasta el punto de llegar a detenerse. No esperé más y desamarré rápidamente los cordones de mis botas para dejarme caer sobre la pequeña cama, estirándome sobre ella. Estaba cansado y quería dormir algo; pronto tendría que estar listo para la formación en la plaza de armas y no podía mostrar debilidad ante el comandante; aunque sentía la fatiga en mi cuerpo por el rigor de la vigilia en aquella torre, debía ser fuerte.

    El departamento de vigilancia de la prisión de Meguido estaba formado por cinco guardias, quienes habitaban en carpas ubicadas en forma triangular.

    Dentro de la prisión, las condiciones de convivencia eran exigentes; todos los días se pasaba revista al personal en dos ocasiones, cada doce horas, para comprobar que nadie se hubiera escapado: una a las siete de la mañana y la otra a las siete de la noche. El área de servicios sanitarios estaba algo alejada de las carpas y todas las mañanas el acceso a ellos se hacía marchando. El momento de la ducha era algo que a todos ponía a prueba pues la cantidad de agua era limitada, y solamente había tres dispensadores de agua, razón por la cual todos querían llegar de primero para bañarse, cepillarse los dientes y alcanzar a salir, así fuera con algo de jabón en el cuerpo, o, de lo contrario, se podría salir retrasado a la formación, corriendo el riesgo de recibir un castigo que podría incrementar nuestra permanencia en la cárcel. La ducha en la mañana significaba uno de los pocos momentos que disfrutaba en la prisión.

    Había que estar a tiempo para presentarse ante el comandante Sason, hombre de contextura delgada, elevada estatura y mirada penetrante, que podía parecer inofensivo de no ser por la dureza en el trato que daba; su agilidad de pensamiento le hacía impredecible. Por eso nadie se podía confiar de este hombre, quien era la persona revestida de poder en Meguido para hacer cumplir las reglas, al precio que fuera.

    Así fue como muy a las siete de la mañana, la figura de Sason empezó a pasar frente a cada uno de los detenidos que estaban en la formación, llamándonos por nuestro nombre, a lo que cada uno respondimos:

    —¡Sí, señor!

    Ya en la formación, dirigiéndose hacia nosotros, Sason sacó un billete de su bolsillo y, levantándolo a la vista de todos, con un gesto sarcástico, empezó a rozar sus extremos en la barbilla de cada uno para comprobar su afeitada.

    —¡Okay, Kfir!, parece que hoy no va a ver prolongar su estadía en Meguido.

    Respiré profundamente y descansé, como si hubiera soltado un bulto pesado de mi espalda. Realmente no era una falta demasiado grave una defectuosa afeitada, pero Sason había puesto todo el rigor en hacer que hasta el más mínimo detalle se cumpliera, y nadie estaba dispuesto a que una suma de pequeñas faltas le hiciera prolongar la estadía en el infierno que significaba estar en esta prisión.

    La mirada inquisitiva del comandante Sason seguía buscando sobre quién hacer sentir el peso de su autoridad; y, con paso firme, avanzó entre la formación para clavar la mirada a mi amigo Simón, quien era de complexión robusta y cara arredondeada que, por encima de cualquier cosa, despertaba simpatía.

    * La prisión de Meguido ha dejado de ser una cárcel para militares dirigida por el cuerpo de la Policía Militar de las Fuerzas de Defensa de Israel, convirtiéndose en un centro de reclusión para prisioneros civiles. En el año 2005, hallazgos arqueológicos hechos en este lugar, que datan de los tres primeros siglos de esta era, motivaron el traslado de la prisión a otro sitio cerca de allí.

    —¡Sus botas, sus botas!, hay que hacerles algo, y usted parece que va a permanecer aquí un tiempo más —dijo Sason a Simón.

    Simón no llegó aquí precisamente por haber cometido algún delito dentro de la prestación de su servicio militar sino por negarse a vestir el uniforme de soldado y portar su arma de dotación; este era Simón, un consumado pacifista cuya renuencia a cumplir con su obligación, para con su país, lo llevó a pagar una condena de varios años.

    Así fue como Simón, con la frente en alto, se sostuvo ante la mirada aguda, dominante y agresiva de Sason, en un duelo entre un hombre para la guerra y otro para la paz, mostrando una gran calma interior, como quien tuviera el total dominio de la situación. Fueron unos segundos que debieron haberle parecido eternos. Se sintió una gran tensión; todo quedó en suspenso… Simón permanecía imperturbable. Todo estaba dado para que el jefe de la prisión descargara toda su ira. Sason miró fijamente a Simón y, con actitud petulante y voz fuerte, gritó:

    —¡A discreción! ¡Atención! ¡Firmes! ¡Marchen ya! —La orden de Sason pareciera haber liberado a todos de una gran carga, y noté en el rostro de Simón un gesto de descanso. El momento tenso había pasado, y el día seguía su curso.

    De esta forma, pasada la revista a los internos y luego de izar la bandera de Israel, y de cumplir con la rutina diaria matutina, se deshizo la formación para marchar cada uno a sus puestos.

    Simón lanzó una mirada como queriéndome decir algo; era un mensaje en clave en el que me daba a entender que buscásemos un espacio para hablar en secreto.

    Acusando el mensaje, levanté ligeramente mi puño derecho indicándole que había entendido la señal. Sin embargo, el gesto parecía que no había pasado desapercibido para todos pues uno de los prisioneros drusos miró hacia nosotros como intentando descubrir lo que pasaba. Me di cuenta del hecho e intenté disimular, ya tendría otra oportunidad para conocer el motivo de aquel visaje misterioso.

    De esta manera, llegó el momento del desayuno. Esperaba que Simón me descifrara el extraño ademán. Me dirigí hacia donde él estaba sentado y me ubiqué a su lado. Ese día, la avena de la ración tenía un sabor extraño, diferente a como de costumbre, pero estaba tan hambriento que me supo a gloria. Me zampé hasta el fondo de la taza las últimas gotas de la bebida. Simón asintió con su cabeza como si nos hubiésemos comunicado telepáticamente y, de igual forma, terminó con la avena hasta la totalidad del contenido.

    El refectorio se encontraba cerca de la plaza de armas, bajo un cobertizo de madera que estaba dispuesto en filas de mesas bajas, donde cada uno se sentaba a ambos lados en bancas sin espaldar. El desayuno para cada interno representaba un corto momento de disfrute, con avena caliente mezclada con canela y azúcar que cada uno servía en una taza. La comida era traída tres veces al día en grandes ollas desde la cocina que se hallaba en el otro lado de la prisión.

    Terminado el desayuno, volví nuevamente hacia la carpa; sentía el cansancio sobre mi cuerpo. Me tendí en la cama, e intenté dormirme de nuevo. Tenía menos de cuatro horas antes de mi siguiente guardia para cerrar los ojos y tratar de descansar.

    Cerré mis ojos y, al poco tiempo, una voz fuerte me sobresaltó:

    —¡Levántate!, ¡vamos!, ¡levántate!, tu tiempo ha llegado. —Era Mamud, otro de los internos, quien había terminado su turno de guardia y me llamaba para levantarme.

    Inmediatamente puse mis pies en el suelo, me incorporé sobre la cama y, amarrando mis botas, las calcé, estiré mi cuerpo y, con voz firme, le dije:

    —Ve a dormir, Mamud.

    El sentido del deber que siempre he tenido me hacía responder con la misma energía que me ha caracterizado toda mi vida. En ese momento me dirigí hacia las duchas para lavar mi cara, pensando: «Estas han sido las horas de mayor soledad, pero no debo desesperarme ni perder el control».

    Las torres de vigilancia estaban repartidas alrededor de la prisión en figura poligonal. Nuestro deber, para ser cumplido, se llevaba a cabo de manera que cada uno estaba de servicio durante cuatro horas y descansando otras cuatro.

    Subí con dinamismo la escalera que se movió ligeramente a izquierda y derecha, agaché un poco mi cabeza para entrar por la escotilla y tomé mi lugar en la torre. Afuera se podía ver el camino que conducía hacia Haifa, con el tráfico de vehículos que iban y venían. Esto, además de entretenerme, me hacía soñar con la anhelada libertad que yo esperaba que llegara algún día, ojalá no muy lejano.

    * Los drusos son una minoría religiosa que habita principalmente en Siria, el Líbano, Jordania e Israel. Hablan árabe y el idioma del país donde residen, son monoteístas, y quienes viven dentro del territorio israelí son admitidos dentro del Ejército de esta nación.

    Pero, de repente, algo sucedía…, un movimiento comenzaba a hacer estremecer la escalera.

    «¿Qué pasa?», me pregunté.

    Fue ahí, en ese instante, cuando se fue proyectando una gran sombra ovalada hacia el interior de la torre, que subía por la escalera, haciéndola estremecer y crujir…

    —¡Simón!, ¿qué haces aquí? Vaya que me asustaste; por un momento pensé que la tierra se movía —le dije en broma.

    —¡Vamos! No me digas que te espanté —me respondió ingenuamente.

    —No, no; de ninguna manera. Me alegra tu visita. Y, aunque inesperada, me alienta en esta soledad —le dije.

    Simón dibujó en su rostro una gran sonrisa, muy frecuente en él, en realidad, no recordaba haberle visto nunca deprimido o triste. Su risa se convertía en una gran terapia que hacía mucho más llevadera la agobiante reclusión. Se sentó frente a mí y dijo:

    —Te voy a revelar mi secreto.

    «¿Se refería a la seña misteriosa que cruzó conmigo horas atrás durante la formación?», me pregunté.

    Simón sacó una bolsa negra en la que guardaba algo y la abrió en frente de mí. Era de noche y la luz no era realmente muy intensa para dejar apreciar bien lo que contenía. Lo miré con suspicacia pues esa bolsa podría quizá contener alguna sustancia que fuera en contra de la ley; mi llegada a esta prisión estaba relacionada precisamente por esto. «Simón no podía ser tan osado de traer a este lugar alguna sustancia ilegal que, de ser descubierta, nos podría traer a ambos una condena tal vez indefinida», pensé.

    Con mucha serenidad extrajo de la bolsa la extraña materia que era…, ¿cáscaras de plátanos secos?

    «¡Uf!, qué alivio», suspiré. Bueno, al menos hasta ahora no había ninguna penalización o ley que castigara a alguien en Israel por posesión de cáscaras de plátano seco.

    —¿Qué haces con estas cáscaras de plátano? —le pregunté.

    —Una buena fumada —me respondió con una sonrisa picaresca— te refresca las células del cerebro.

    —El problema, Simón, es que, si alguien nos estuviera observando desde afuera, pensaría que podría ser cualquier sustancia menos cáscaras de plátano —le dije.

    De esta forma, con todos los pros y contras expuestos, Simón puso manos a la obra mientras yo, tomando un paquete de cigarrillos, le retiré la envoltura interior, separando con la uña el papel de aluminio que se adhería al delgado papel blanco, usando este para enrollar. Así, comenzó la preparación de un gran «porro» de cáscaras de plátano, del grosor de, por lo menos, cinco cigarrillos. Luego de encenderlo, lo aspiramos, y, expulsando las primeras bocanadas, intentamos ponernos high.

    —Tiene un sabor dulce y… ¡funciona! —le dije.

    El interior de la torre de vigilancia había quedado invadido de espeso humo que, luego, poco a poco se fue dispersando.

    Bueno, más allá de que las cáscaras de plátano surtieran algún efecto estimulante, era el disfrutar este juego con mi amigo, viéndolo reír y alegrarse con esta sensación que, a mí, también me producía risa. Pasamos más de dos horas hablando y riéndonos, tiempo que se me fue volando.

    El diálogo era ameno; Simón me hacía reír cada vez más, pero, en ese preciso momento, un chillido agudo y lastimero se escuchó en el silencio de la oscuridad y, en un instante, nuestros rostros de euforia se transformaron en semblantes vacilantes, entre la incertidumbre y el temor.

    —¡Simón!, ¡Simón!, ¿escuchaste eso?

    —Sí —me respondió.

    —¿Que podrá ser? —le pregunté.

    Aquel chillido que había rasgado el silencio de la noche se volvió a escuchar, y ambos asumimos una posición de defensa. Estábamos inermes, pero al menos yo tenía instrucción militar en defensa personal, y Simón, a pesar de no haberla recibido, también haría algo por defenderse.

    En esos instantes, en donde se esperaba que algo extraño pasara, una silueta negra saltó por la torre…, un gato; que no se sabe cómo había logrado burlar la defensa de la prisión, nos había dejado en ascuas por varios segundos. Muy seguramente el gato también había «saboreado» el humo de las cáscaras de plátano seco.

    Esclarecido este hecho, respiramos profundo y liberamos la tensión. Al final, no pude contener la risa y me acordé de mi querida gata, Matilda, del kibutz.

    Simón con recíproca risa me dijo:

    —Bueno, creo que por hoy es hora de despedirnos, pero queda pendiente explicarte cómo se prepara mi «experimento».

    —¿Te refieres a las cáscaras de plátano seco? Y, ¿es que tiene algún proceso de elaboración esto? —le pregunté.

    —Sí, claro, todo tiene su ciencia, y apuesto que, cuando lo sepas, lo harás de nuevo —me respondió sonriendo.

    —Está bien, Simón, hablaremos sobre esto luego —le dije.

    Al final, el ver animado a mi amigo y encontrar un motivo más para evadir, con este juego, el tedio de la reclusión, me hacía pensar que, aunque fuera muy descabellada su idea, valía la pena. Simón regresó a su sitio, bajando de nuevo por la escalera de la torre de vigilancia, dejándome a solas para continuar cumpliendo con mi turno.

    Mirando el muro de concreto que rodeaba la prisión con alambre de púas en la parte superior, y absorto en mis pensamientos, viajé unos cuantos meses al pasado recordando el kibutz, en donde se había originado la pesadilla que me significó el estar en esta prisión. «¿Cómo era que el kibutz, donde crecimos con nuestros padres que hicieron parte de su fundación, nos había denunciado a la Policía como si fuéramos una banda de terribles criminales?», cavilaba.

    Traje a las mientes aquella noche en la que disfrutaba de una licencia de descanso, poco antes de cumplir con el tiempo de mi servicio militar obligatorio, que era de tres años:

    Me dirigía al kibutz en el Volkswagen en el que viajaba con mi amigo Jonathan. Fue un recorrido tranquilo el que habíamos tenido desde Netanya, con una conversación agradable, escuchando un casete con música de Deep Purple, luego de una noche divertida. Jonathan conducía de una manera serena y pausada, como era su forma de ser. Las luces altas del auto, que iluminaban la vía, ya divisaban la reja del kibutz; cuando de repente, unos metros antes de que ingresáramos, emergieron de la oscuridad cinco automóviles blancos que nos rodearon y bloquearon el camino.

    —¡Esto se ve muy raro! —Jonathan reaccionó.

    Luego de asentar el pedal del freno y parar por completo el auto, metió la palanca de cambios en reversa y dio un giro de 180 grados, volviendo a poner el auto en marcha hacia adelante. Aceleró hasta el fondo, haciendo chillar sus llantas, para salir por un costado del camino, intentando escapar de lo que, al parecer, era una emboscada.

    —¡Cuidado, Jonathan, que nos podemos matar! —le grité—. Jonathan llevaba el Volkswagen a tope, pero, en una fracción de segundo, uno de ellos se nos cruzó, y solo le quedó asentar de nuevo el freno para evitar una colisión.

    Sin poder hacer más, fuimos interceptados por los vehículos persecutores, de los cuales bajaron seis hombres quienes, iluminándonos con linternas y apuntándonos con fusiles de asalto y pistolas, nos obligaron a salir del vehículo.

    —¡Manos arriba!, ¡al suelo! —nos gritaron.

    Ambos fuimos obligados a tirarnos al suelo con nuestras manos en la nuca. El total desconcierto se apoderó de nosotros dos.

    Uno de los sujetos ingresó al auto y fijó su mirada en el piso del vehículo, y, después de levantar el tapete, encontró algo que nos comprometía y verdaderamente nos metía en problemas. Traíamos con nosotros una pequeña caja con 150 gramos de marihuana.

    Nos dimos cuenta de que habíamos caído en una emboscada. Todo estaba planeado con anticipación. Los individuos armados eran detectives encubiertos, de civil, de la Policía de Israel. Los hombres nos requisaron hasta el más mínimo detalle, y, luego de ponernos esposas, ambos fuimos conducidos, por separado, hasta nuestros respectivos domicilios.

    Tres de los detectives ingresaron a mi habitación en el kibutz y, sin mediar palabra alguna, en pocos minutos, desmantelaron y destruyeron todo en busca de más marihuana o alguna otra cosa ilegal. No hubo ningún objeto, que se encontrara allí, que haya quedado intacto. Como sabuesos que olfatean y rasguñan buscaron debajo de las sábanas y colchones sin ningún cuidado. A Jonathan le hicieron lo mismo en su habitación.

    Todas las cosas que había conservado, algunas durante años, y que poco a poco había conseguido con esfuerzo: los muebles y accesorios que componían la sala, electrodomésticos y prendas de vestir estaban destruidas por completo.

    En el momento que observaba con profunda tristeza el caos que habían dejado los detectives, apareció el secretario del kibutz acompañado de otros miembros del comité directivo, quienes no se mostraron asombrados ante lo acontecido.

    Después de terminar con el allanamiento a nuestras habitaciones, los detectives nos llevaron a la estación de Policía de Netanya, donde fuimos encerrados en una celda durante una semana; mientras tanto, los abogados que el kibutz proveía para nuestra defensa alegaban que, como soldados, teníamos que ser puestos bajo un tribunal militar, y no uno civil. Daba la impresión de que alguien quería que nos infligieran el más duro castigo posible, debiendo esperar durante tres meses, cada uno de nosotros dos, el juicio y lo que este nos deparara. Entendí que detrás de este suceso se escondía algo innoble. En realidad, esto ya era consabido por el secretario del kibutz y todo el comité. Desde hacía varios días veníamos siendo objeto de espionaje y seguimiento. Lo más doloroso fue darme cuenta de que estos habían actuado en connivencia con niños y voluntarios extranjeros, cercanos a nuestro propio grupo de amigos, quienes habían sido obligados a espiarnos y a informar sobre nosotros bajo amenaza de ser expulsados del kibutz, exigiéndoles que entregaran nombres.

    * Los kibutz son comunas agrícolas esenciales para la creación del Estado de Israel y fueron fundados por la necesidad de desarrollar un tipo de vida comunal basándose en una ideología propia, sionista socialista. Los miembros de los kibutz desarrollaron un modo de vida en comunidad que atrajo el interés de la opinión pública mundial. El primer kibutz fue Degania, fundado en 1909 por diez hombres y dos mujeres liderados por Joseph Baratz. El territorio de Israel, por aquel entonces, estaba bajo el control del Imperio turco otomano.

    De regreso al kibutz, a la espera del juicio del tribunal militar, me refugié en mi habitación, lejos de las miradas acusadoras que se reflejaban en los miembros de la secretaría del kibutz. Era evidente que, para ellos, yo era un elemento peligroso que podía influenciar negativamente a los demás. Amaba mi kibutz, y, por eso, resultaba aún más desmoralizadora esta situación, pues era el hogar en el que crecí en mi niñez y en donde viví los mejores momentos de mi adolescencia. En verdad, fue para mí un golpe duro ver la repentina actitud inclemente de quienes consideraba, hasta ese momento, como a una gran familia.

    El control absoluto sobre la vida de los miembros del kibutz, incluyendo los hijos, con la supresión de su pensamiento independiente era, en su momento, el precio que se debía pagar en un sistema de vida colectivo en el que nadie padecía de escasez ni discriminación económica, pero que atormentaba a quien, como yo, tenía alas de libertad para volar por encima de las murallas que a otros detenían.

    Me acordaba de los días en los que, reunido en mi habitación con mis amigos, escuchábamos, en mi pequeña grabadora, la música que nos absorbía por horas enteras; cuando por las noches, a menudo, salíamos a comer donuts en Haifa, dando un paseo por el puerto pesquero.

    Las habitaciones del kibutz estaban al lado de huertos, aquí se compartía con los voluntarios que venían, incluso de todas las partes del planeta, para enseñar esta experiencia de vida y cómo se trabajaba allí. Había un club en donde se pasaban gratos momentos, dialogando en torno a alguna bebida, con la oportunidad de conquistar una hermosa chica venida del otro lado del mundo.

    Entre mis amigos estaba Jonathan, tímido y misterioso, quien había sufrido junto conmigo la detención; también estaba Mijha, que vivía un romance idílico con su novia Jennifer, a la que le llevaba flores con las que ella embellecía su habitación; además estaba Molly, quien era un voluntario que había llegado de Norteamérica.

    A mis amigos les gustaba la iluminación de mi habitación que mantenía siempre tenue; había logrado darle una atmósfera especial. Tenía cojines de colores en cantidad; todo era tapizado y acolchado con géneros comprados en el mercado de Haifa. Pero la atracción principal era la pequeña y desvencijada grabadora que, con su interruptor roto, se encendía mediante la inserción del diente de un tenedor.

    * Haifa es la tercera ciudad más grande de Israel, con uno de los principales puertos, por ella pasa gran parte de las mercancías importadas. Erigida en las laderas del monte Carmelo, Haifa tiene una historia que se remonta a los tiempos bíblicos. Tiene algunos de los paisajes más hermosos del país.

    Soñaba con viajar por el mundo y conocer diferentes y lejanos países, desconocidos aún para mí, reuniéndome con personas que hablaban otros idiomas, explorando otros paisajes y descubriendo otras culturas de las que no había oído hablar antes. Este fue un deseo que, desde mi infancia, siempre albergué.

    Quería salir del kibutz pues representaba para mí un pequeño agujero, que me ahogaba, con una presión social agobiante detrás de una máscara idealista. No quería vivir en ese contexto y, desde muy temprana edad, sentía que esto no era para mí.

    En ese instante, después de haber vuelto a vivir en el recuerdo aquellos momentos, volví en mí. El aire era fresco y sentía el rocío absorbido en el uniforme. Miré el reloj y faltaban tan solo veinte minutos para terminar de cumplir con mi turno de guardia. «Cuatro horas menos —pensé—; la pesadilla va terminando».

    Recordé que ese día era jueves y que mis padres vendrían a visitarme como lo hacían sistemáticamente todas las semanas. Me acongojaba el sentarme en el salón de visitas frente a ellos, viéndolos tristes, desvelados, decepcionados y frustrados por no haber podido hacer nada para sacarme de esta prisión. Después de cada visita, sentía un peso que me oprimía el pecho. Había, de alguna forma, un sentimiento de culpa por el sufrimiento ocasionado a mis padres; sabía que me amaban y de su preocupación por mí. Eran personas sencillas y bondadosas que habían vivido historias difíciles, y, especialmente mi padre, quien, luego de haber perdido su familia en el Holocausto, tuvo que sobrevivir como un niño solitario.

    Finalmente terminé mi guardia y bajé de la torre; quien debía reemplazarme era un prisionero nuevo, de nombre Yarón, que había sido trasladado del grupo de los oficiales. Lo único que sabía de él es que era un capitán de artillería. De algún modo, Simón y yo estábamos felices de que viniera otro israelita a unirse al departamento de vigilancia.

    Con la vista borrosa por el cansancio entré en la carpa, llegué hasta la cama de Yarón y empecé a llamarlo:

    —¡Yarón!, ¡Yarón!

    Al no mostrar signos de despertarse, le moví el cuerpo y, en voz alta, le dije:

    —Levántate, Yarón, llegó tu turno.

    Yarón despertó y se incorporó en la cama, mientras que yo me dirigí apresuradamente a la mía. En esta ocasión, Yarón no hizo resistencia para levantarse. Todos en el departamento de guardia en Meguido odiábamos estos turnos de vigilancia y, sobre todo, los de las torres; sentarse allá arriba en soledad durante varias horas, sin ver un alma, era algo que lo hacía más duro. Si alguien realmente quería escapar, su única posibilidad la tenía en el departamento de guardia. Era el único departamento en donde los prisioneros dormían en tiendas de campaña bajo las estrellas; el resto de los reclusos permanecían encerrados en celdas.

    De esta forma, a las diez de la mañana todo el personal de reclusos se encontraba en la plaza de armas, formados de tres en tres. Sason, el comandante de la prisión, leyó la lista de las visitas. Él nunca suavizaba su trato y, por el contrario, cada vez era más recio; cambiar era mostrarse débil, y esto era algo que él no podía permitir en la prisión de Meguido. Así fue como empezó a llamar a voz en grito a cada uno de los prisioneros que esperábamos con ansia recibir nuestra visita.

    —¡Dror Kfir! —se escuchó por el altavoz.

    Levantándome como un resorte me puse al instante en pie e ingresé al salón de recibimiento; pero, al fijar mi vista hacia mis padres, los ojos se me humedecieron ipso facto, no podía contener las lágrimas al verlos a ambos, junto con mi hermana mayor, con una mirada que, aunque triste, estaba llena de ternura y compasión infinita, que solamente pueden reflejar aquellos que aman de verdad.

    Ellos forzaron una sonrisa. Mi madre, extendiendo su mano, me entregó un paquetico.

    —Hijo, te trajimos chocolates y dulces —me dijo.

    Cada semana, mi madre me traía pequeños regalos, en ocasiones acompañados con algo de dinero, con el que compraba galletas y refrescos en el kiosco que estaba abierto unas pocas horas al día.

    —¿Cómo has estado? —preguntó mi padre.

    La respuesta era obvia, pero sabía que ellos no dormían bien en las noches, entendía el dolor que sentían, y contarles todo lo amargo de mi cautiverio era aumentar aquel sufrimiento inmerecido para ambos, pues la presión social en el kibutz era otro infierno.

    —Estoy bien —le contesté—; solo un poco aburrido por la rutina.

    No había terminado de decirlo cuando se me vinieron ineluctablemente las lágrimas.

    El gesto de mis padres y de mi hermana mayor, allí, me

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