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La señora Dolloway
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Libro electrónico244 páginas4 horas

La señora Dolloway

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Figura destacada del llamado «Grupo de Bloomsbury», Virginia Woolf fue autora de una serie de relatos que la sitúan en la vanguardia
del movimiento renovador de las técnicas narrativas. Fue en la amalgama de sentimientos, pensamientos y emociones, que es la subjetividad,
donde Woolf encontró el material apropiado para una narrativa que contribuyó a forjar la sensibilidad contemporánea. "Escribía contra la corriente", según afirma la narradora y guionista argentina Virginia Cosin. Eso significa que lo hacía "contra las modas, lo esperable, la
museificación de la lengua; a favor de la imaginación, de la sensación, del devenir. Las tormentas eléctricas que se desataron en su mente todavía refulgen como rayos que continúan iluminándonos". A sus cincuenta y nueve años, Woolf decidió quitarse la vida. En ese entonces escribió a su esposo: "Querido: Creo que voy a enloquecer de nuevo. Siento que no podemos atravesar otro de esos tiempos horribles. Y esta vez no me recuperaré. Comienzo a eso que es lo mejor…", escribió a mano sobre una hoja de papel.

"Virginia Woolf es dios, nadie ha escrito mejor".
Milena Busquets
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 ene 2022
ISBN9786287642966
La señora Dolloway
Autor

Virginia Woolf

VIRGINIA WOOLF (1882–1941) was one of the major literary figures of the twentieth century. An admired literary critic, she authored many essays, letters, journals, and short stories in addition to her groundbreaking novels, including Mrs. Dalloway, To The Lighthouse, and Orlando.

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    La señora Dolloway - Virginia Woolf

    La señora Dalloway dijo que ella misma compraría las flores.

    Porque Lucy ya había hecho su trabajo. Las puertas se sacarían de sus bisagras; los hombres de Rumpelmayer irían. Y entonces, pensó Clarissa Dalloway, ¡vaya mañana! Fresca como si estuviera hecha para niños en la playa.

    ¡Qué diversión! ¡Qué clavado! Porque siempre había sentido eso cuando, con el pequeño chirrido de las bisagras, que podía escuchar ahora, había abierto de par en par las ventanas francesas y se zambullía en el aire fresco de Bourton.

    Qué fresco, qué calmo, más que esto, por supuesto, era el aire de la incipiente mañana; como el romper de una ola; el beso de una ola; frío y afilado y aun así (para una joven de dieciocho años como lo era ella) solemne, sintiendo como lo hacía, de pie frente a la ventana abierta, que algo horrible estaba a punto de suceder; mirando las flores, los árboles con el humo enroscándose a su alrededor y los grajos elevándose, cayendo; de pie allí y observando hasta que Peter Walsh dijo: «¿Meditando entre los vegetales?» —¿fue solo eso?—. «Prefiero a los hombres que a las coliflores». ¿Fue solo eso? Seguro dijo eso durante el desayuno una mañana cuando ella salió hacia la terraza. Peter Walsh. Volvería de la India uno de estos días, junio o julio, ya había olvidado cuándo, pues sus cartas eran terriblemente aburridas; eran sus refranes lo que uno recordaba; sus ojos, su navaja de bolsillo, su sonrisa, su mal humor y, cuando millones de cosas se hubieran desvanecido —¡qué extraño era!—, unos cuantos refranes como este sobre coles.

    Se quedó quieta en el bordillo esperando a que pasara la furgoneta de Durtnall. Una mujer encantadora la consideraba Scrope Purvis (la conocía como uno conoce a los vecinos de al lado en Westminster); tenía algo de pájaro, de un arrendajo, verdeazulado, ligero, vivaz, aunque ella ya pasaba de los cincuenta y había empalidecido desde su enfermedad. Y allí se posaba, nunca viéndolo, esperando a cruzar, muy erguida.

    Porque habiendo vivido en Westminster —¿cuántos años ya? Más de veinte—, se siente incluso en medio del tráfico, o despierto por la noche, Clarissa estaba segura, una quietud particular, o solemnidad; una pausa indescriptible; un suspenso (pero ese podía ser su corazón, afectado, decían, por la gripe) justo antes de que suene el Big Ben. ¡Ahí! Truenan las campanas. Primero como una advertencia, musical; luego dando la hora, irrevocable. Los círculos de plomo se disuelven en el aire. Vaya tontos somos, pensó, cruzando Victoria Street. Porque solo Dios sabe por qué la amamos tanto, por qué la vemos así, imaginándola, construyéndola a nuestro alrededor, haciéndola pedazos, creando cada momento desde cero; pero incluso las mujeres más zarrapastrosas, los rechazados más miserables sentados en los portales (el alcohol, su caída) hacen lo mismo; no se puede lidiar con ella, pensó convencida, con leyes del Parlamento por esa misma razón: aman la vida. En los ojos de las personas, en los balanceos, pasos decididos o indecisos; en la calma y la agitación; en los carruajes, automóviles, buses, furgonetas, hombres cargando anuncios publicitarios de un lado a otro; en las bandas de música; en los organillos; en el triunfo y en el sonido de las campanillas y en el extraño cantar agudo de algún avión volando estaba lo que ella amaba: la vida; Londres; este momento de junio.

    Pues estaban a mediados de junio. La Guerra había acabado, excepto para algunas personas como la señora Foxcrot que, en la embajada la noche anterior, estaba con el corazón en el puño porque aquel amable chico había sido asesinado y ahora la vieja mansión la heredaría un primo; o Lady Bexborough, que abrió un bazar, decían, con el telegrama en la mano:John, su favorito, asesinado. Pero había acabado;gracias a Dios, había terminado. Era junio. El rey y la reina estaban en el palacio. Y por todas partes, aunque era aún muy temprano, se escuchaba un ritmo, el cabalgar de los caballos, el chocar de los bates de críquet; Lores, Ascot, Ranelagh y todos los demás; envueltos en el suave aire gris azulado de la mañana, que, a medida que avanzara el día, los liberaría y se asentaría en el césped y en los campos de juego de los caballos, cuyas pezuñas delanteras apenas tocaban el suelo para elevarse de nuevo, y a los jóvenes llenos de energía, y a las jovencitas risueñas en sus vestidos de muselina transparente, quienes, incluso ahora, después de bailar toda la noche, sacaban a sus absurdos perros lanudos por un paseo; e incluso ahora, a esta hora, damas viudas y discretas pasaban en sus automóviles de camino a recados de misterio; y los dependientes de las tiendas movían de un lado a otro de las vitrinas las réplicas y diamantes, los encantadores broches verde marino del siglo dieciocho para tentar a los estadounidenses (pero hay que economizar, no comprar cosas en un impulso para Elizabeth), y también ella, que amaba eso como lo hacía con una pasión absurda y fiel, era parte de ello, ya que su gente perteneció a la corte en la época de los Jorges, ella también iría esa misma noche a brillar e iluminar; a dar su fiesta. Pero qué extraño era, entrando al parque, el silencio; la niebla, el murmullo, los patos felices que nadaban lento; los pájaros más gordos anadeando; y quien se acercaba dándole la espalda a los edificios gubernamentales, muy apropiadamente, llevando consigo una encomienda con el sello del escudo de armas real, quién si no Hugh Whitbread; su viejo amigo Hugh, ¡el admirable Hugh!

    —¡Muy buenos días, Clarissa! —dijo Hugh, con extravagancia, pues se conocían desde que eran niños—. ¿Hacia dónde vas?

    —Amo pasear por Londres —dijo la señora Dalloway—. En realidad es mucho mejor que pasear por el campo.

    Solo habían ido, desafortunadamente, a citas médicas. Otras personas venían para ver cuadros; para ir a la ópera; sacar a pasear a sus hijas; pero los Whitbread venían para citas médicas. En innumerables ocasiones Clarissa había visitado a Evelyn Whitbread en un asilo. ¿Estaba Evelyn enferma de nuevo? Evelyn estaba bastante mal, dijo Hugh, dando a entender con una especie de puchero o un erguimiento de su cuerpo bien cubierto, masculino, en extremo apuesto y perfectamente ataviado (él siempre estaba casi demasiado bien vestido, pero debía estarlo ya que tenía un pequeño trabajo en la corte), que su esposa sufría de un padecimiento interno, nada serio, lo cual, como una vieja amiga, Clarissa Dalloway entendió perfectamente sin requerir detalles. Ah, sí, claro que lo entendía; vaya inconveniente; y experimentó un sentimiento de hermandad y fue extrañamente consciente al mismo tiempo de su sombrero. No era el adecuado para las primeras horas de la mañana, ¿o sí? Porque Hugh siempre la hacía sentir, mientras se movía con energía, levantando su sombrero con extravagancia y asegurándole que podría ser una joven de dieciocho años, y que por supuesto iría a su fiesta esa noche, Evenlyn había insistido, aunque quizás llegara algo tarde porque debía llevar a uno de los niños de Jim a la fiesta del palacio… Ella siempre se sentía un poco insignificante junto a Hugh; como una niña de colegio; pero atada a él, en parte por conocerlo desde siempre, pero también porque lo consideraba bueno a su manera, aunque Hugh enloquecía a Richard y, en cuanto a Peter Walsh, nunca le había perdonado el que a ella le gustara.

    Podía recordar escena tras escena en Bourton: Peter, furioso; Hugh, por supuesto, no era su igual, pero tampoco el redomado imbécil que Peter creía que era; no era un simple hombre excesivamente bien vestido. Cuando su vieja madre quería que dejara de cazar o que la llevara a Bath, él lo hacía sin quejarse; era realmente altruista. Y eso que decían, como Peter lo hacía, que no tenía corazón, cerebro y nada más que los modales y crianza de un caballero inglés, solo era su querido Peter en su peor momento; y podía ser inaguantable; podía ser imposible; pero adoraba pasear con él en una mañana como esta.

    (Junio había hecho aparecer todas las hojas de los árboles. Las madres de Pimlico amamantaban a sus bebés. Pasaban mensajes de la flora al almirantazgo. Parecía que Arlington Street y Piccadilly irritaran el mismo aire en el parque y levantaran sus hojas con calor, brillantemente, en olas de esa divina vitalidad que Clarissa amaba. Bailar, cabalgar, ella había adorado todo aquello).

    Porque si bien podrían separarse durante cientos de años, ella y Peter; ella nunca escribió una carta y las de él eran como palos secos; pero de repente un pensamiento se le ocurrió: si estuviera conmigo ahora, ¿qué diría? Algunos días, algunas imágenes se lo recordaban con calma, sin aquella vieja amargura; lo cual quizás era un premio por haberse interesado por las personas; volvían en medio del St. James Park en una mañana perfecta, claro que lo hacían. Pero Peter —sin importar lo hermoso que fuera el día, y los árboles y el césped, y la pequeña niña vestida de rosado—, Peter nunca veía nada de eso. Se pondría sus gafas, si ella se lo decía; y entonces él observaría. Era el estado del mundo lo que le interesaba; Wagner, la poesía de Pope, el carácter de la gente eternamente, y los defectos de su propia alma. ¡Cómo la regañaba! ¡Cómo discutían! Se casaría con un primer ministro y se quedaría de pie en lo alto de una escalera; la anfitriona perfecta, la llamaba él (lo que la había hecho llorar en su dormitorio), tenía las cualidades de una anfitriona perfecta, decía.

    Así que todavía se encontraba argumentando consigo misma en St. James Park, aún pensando que había estado en lo correcto —y de hecho así era— en no casarse con él. Pues en el matrimonio debe haber una pequeña licencia, una pequeña independencia entre las personas viviendo juntas día a día en la misma casa; cosa que Richard le daba, y ella a él. (¿En dónde estaba él esta mañana, por ejemplo? Un comité, ella nunca preguntó de qué). Pero con Peter todo tenía que ser compartido;todo hablado. Y eso era intolerable. Y cuando llegó esa escena en el pequeño jardín junto a la fuente, tuvo que romper con él o los dos se habrían destruido y arruinado, de eso estaba convencida. Aun así, había soportado durante años, como una flecha clavada en el corazón, la pena y la angustia. ¡Y luego el horror del momento en el que alguien le dijo en un concierto que él se había casado con una mujer que conoció en un barco de camino a la India! ¡Nunca podría olvidar todo aquello! Fría, sin corazón, una remilgada, así la llamaba él. Nunca pudo entender su manera de mostrar interés. Pero sí lo entendieron, probablemente, aquellas mujeres indias: tontas, hermosas, bobas delicadas. Y ella desperdició su lástima. Pues él era bastante feliz, le aseguró: perfectamente feliz, aunque nunca hizo nada de lo que hablaron; su vida completa había sido un fracaso. Eso todavía la enfurecía.

    Había llegado a las puertas del parque. Se quedó de pie un momento, mirando los buses en Piccadilly.

    Ella nunca diría de nadie en el mundo que eran esto o aquello. Se sentía muy joven, pero al mismo tiempo indescriptiblemente envejecida. Se deslizaba entre todo como un cuchillo; pero al mismo tiempo se quedaba fuera, observando. Tenía una constante sensación, mientras miraba los taxis, de estar excluida, por fuera, lejos en mar abierto y sola; siempre sintió que era muy, muy peligroso, vivir incluso un día. Tampoco es que se creyera muy ingeniosa o muy por fuera de lo común. Cómo había vivido con las pocas perlas de conocimiento que le había dado Fräulein Daniels, no lo entendía. No sabía nada: ni lenguajes ni historia; ahora raramente leía un libro, excepto algunas biografías en la cama; y aun así, todo esto para ella era absolutamente interesante; el pasar de los taxis. Y ella no lo diría de Peter, no lo diría de ella misma: soy esto, soy aquello.

    Su único don era conocer a las personas casi que por instinto, pensó, caminando. Si la metían en una habitación con alguien, su espalda se estiraba como la de un gato, o ronroneaba. Devonshire House, Bath House, la casa con la porcelana de la cacatúa, las había visto todas iluminadas alguna vez; y recordó a Sylvia, Fred, Sally Seton, grandes anfitriones para los invitados; y bailando toda la noche; y los vagones avanzando hacia el mercado; y conduciendo hacia su casa por en medio del parque. Recordó que una vez lanzó un chelín al Serpentine. Pero todos lo recordaban; lo que ella amaba era esto, aquí, ahora, frente a ella; la gorda mujer del taxi. ¿Importaba entonces, se preguntó, caminando hacia Bond Street, importaba que ella, inevitablemente, debía desaparecer por completo? Todo tendría que continuar sin ella; ¿lo resentía o no se convertía en un consuelo creer que la muerte era el fin absoluto? Pero de alguna manera en las calles de Londres, en el ir y venir de las cosas, aquí, allí, ella sobrevivía, Peter sobrevivía, vivían en el otro, ella siendo parte, pensaba con seguridad, de los árboles en casa; de la casa allí, fea, cayéndose a pedazos como estaba; parte de personas que nunca conoció; yaciendo como niebla entre las personas que mejor conocía, quienes la levantaban en sus ramas como ella había visto que los árboles elevaban la niebla, pero se dispersaba tanto, su vida, ella misma. Pero ¿con qué estaba soñando cuando vio el escaparate de Hatchard’s? ¿Qué intentaba recuperar? Qué imagen de un amanecer blanco en el campo, mientras leía en el libro que yacía abierto:

    No temas más el calor del sol

    Ni las furiosas iras del invierno.

    Esta edad tardía de la experiencia del mundo había criado en todos ellos, hombres y mujeres, un pozo de lágrimas. Lágrimas y penas; coraje y resiliencia; un porte perfectamente erguido y estoico. Piensa, por ejemplo, en la mujer que más admiraba, Lady Bexborough, abriendo el bazar.

    Ahí estaban los Paseos y Amenidades de Jorrock; la Esponja Enjabonada y las Memorias de la señora Asquith y la Caza de grandes presas en Nigeria, todos abiertos allí. Muchos libros sí que había; pero ninguno parecía ser el adecuado para llevárselo a Evelyn Whitbread al asilo. Nada que pudiera entretenerla y hacer que aquella indescriptiblemente menuda y enjuta mujer la mirara, mientras Clarissa entraba, solo por un momento con cordialidad; todo antes de que se sentaran a hablar de la interminable lista de los padecimientos de la mujer. Cuánto lo quería: que la gente se viera complacida cuando ella entrara, pensó Clarissa y se giró para caminar hacia Bond Street, molesta, porque era tonto tener otras razones para hacer las cosas. Prefería ser una de esas personas como Richard que hacía las cosas para sí mismos, mientras que ella, pensó, esperando para cruzar, la mitad del tiempo no hacía las cosas así, simplemente, no por ellas mismas; sino para que las personas pensaran esto o aquello; era una perfecta idiotez, lo sabía (y ahora el oficial de policía levantó su mano), pues nadie se engañaba ni por un segundo. Oh, ¡si pudiera vivir su vida de nuevo!, pensó, pisando el pavimento, ¡incluso podría haberse visto diferente!

    Podría haber sido, en primer lugar, de piel oscura como Lady Bexborough, con una tez de cuero arrugado y ojos hermosos. Podría haber sido, como Lady Bexborough, elegante y majestuosa; bastante grande; interesada en política como un hombre; muy solemne, muy sincera. En su lugar tenía una figura estrecha como de palillo; un pequeño y ridículo rostro, afilado como el de un pájaro. Que se sostenía con buen porte era verdad; y tenía bonitas manos y pies; y se vestía bien, considerando que gastaba poco. Pero a menudo este cuerpo que vestía (se detuvo a ver un cuadro holandés), este cuerpo, con todas sus capacidades, no parecía nada, nada en absoluto. Tenía la extraña sensación de que ella misma era invisible; que nadie la veía; era desconocida; que ahora que no habría más matrimonios ni hijos, solo quedaba este sorprendente y bastante solemne progreso con el resto de ellos, hacia Bond Street, de ser la señora Dalloway; ya ni siquiera Clarissa; de ser la señora de Richard Dalloway.

    Bond Street le fascinaba; Bond Street en las primeras horas de la mañana en plena temporada; sus banderas ondeando; sus tiendas; nada de excesos; nada de brillos; un rollo de tweed en la tienda donde su padre había comprado sus trajes durante cincuenta años; unas pocas perlas; un salmón en un bloque de hielo.

    —Eso es todo —dijo, mirando a la pescadería—. Eso es todo —repitió, parando por un momento frente al escaparate de una tienda de guantes donde, antes de la Guerra, podías comprar guantes casi perfectos. Y su viejo tío William solía decir que se conocía a una dama por sus zapatos y sus guantes. Una mañana en medio de la Guerra, giró en su cama. Y dijo: «Ya he tenido suficiente». Guantes y zapatos; ella sentía pasión por los guantes; pero a su propia hija, su Elizabeth, no le importaba ni lo uno ni lo otro.

    Ni lo uno ni lo otro, pensó, yendo por Bond Street hacia una tienda en donde reservaban flores para ella cuando daba una fiesta. A Elizabeth le importaba más su perro que todo lo demás. Esa mañana la casa entera olía a alquitrán. Aun así, mejor el pobre Grizzle que la señorita Kilman; ¡era mucho mejor el alquitrán y destemplarse y todo lo demás que quedarse sentada en una habitación cerrada con un libro de oraciones! Cualquier cosa era mejor, se atrevía a asegurarlo. Pero podía ser solo una fase, como decía Richard, por la que todas las jovencitas pasan. Podía estar enamorándose. Pero, ¿por qué de la señorita Kilman? Quien había sido maltratada, por supuesto; uno debe tolerar eso, y Richard aseguraba que era muy capaz, que tenía una mente muy dada a la historia. Fuera como fuera, eran inseparables, y Elizabeth, su propia hija, iba a comulgar; y en cuanto a cómo vestía, cómo trataba a las personas que venían a almorzar, no le importaba en absoluto, pues según su experiencia el éxtasis religioso endurecía a las personas (igual que las grandes causas); embotaba sus sentimientos, pues la señoría Kilman haría lo que fuera por los rusos, se mataría de hambre por los austríacos, pero en privado infligía torturas, tan poco sensible como era ella, vestida con un abrigo impermeable verde. Un año sí y el otro también, usaba ese abrigo; sudaba; nunca estaba más de cinco minutos en una habitación sin hacerte sentir su superioridad, tu inferioridad; cuán pobre era ella; cuán rica eras tú; cómo ella vivía en un barrio bajo sin un cojín, una cama, una alfombra o cualquier cosa, toda su alma se oxidaba con esa pena pegándose a ella, su expulsión del colegio durante la Guerra. ¡Pobre, amargada y desafortunada criatura! No era ella a quien se odiaba, sino a la idea de ella, la cual, sin duda, englobaba muchas cosas que no atañían a la señorita Kilman; se convirtió en uno de esos espectros que uno enfrenta por la noche; uno de esos espectros que se aparece frente a nosotros y engulle la mitad de nuestra sangre, dominantes y tiranos; pues sin duda, con otro tiro de los dados, si los negros hubieran tenido la supremacía y no los blancos, ¡habría amado a la señorita Kilman! Pero no en este mundo. No.

    Le molestaba, sin embargo, ¡tener a aquel monstruo agitándose en su interior! Escuchar ramas partiéndose y sentir los cascos resonando en las profundidades de la hojarasca del bosque, el alma; nunca estar completamente contenta, o siquiera segura, pues en cualquier momento se agitaría la bestia, este odio, el cual, especialmente desde su enfermedad, tenía el poder de hacerla sentir rasgada, herida en su médula; le producía dolor físico, y hacía que todo el placer de la belleza, las amistades, el estar bien, ser amada y hacer de su hogar algo encantador, se movieran, temblaran y se doblaran como si, de hecho, hubiera un monstruo escarbando en las raíces, ¡como si toda ostentación y el contento no fueran más que amor propio! ¡Este odio!

    ¡Tonterías! ¡Tonterías!, exclamó para ella misma, entrando por las puertas batientes de Mulberry’s, la floristería.

    Entonces avanzó, ligera, alta, muy erguida, para que la saludara inmediatamente la señorita Pym, con su cara de botón y sus manos que siempre se veían de un rojo

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