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Emily triunfa
Emily triunfa
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Libro electrónico288 páginas4 horas

Emily triunfa

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Emily está firmemente persuadida de que va a convertirse en una escritora de éxito; pero también lo está de que para ello necesita tener cerca al que ha sido su gran amor desde la infancia, Teddy Kent. Cree que el amor de ambos va a durar para siempre, y que juntos van a ser capaces de lograr todo aquello que se propongan. Sin embargo, cuando Teddy decide marcharse a Montreal sin ella, para hacer realidad su sueño de ser artista, el mundo de Emily se rompe en pedazos. Sin la compañía de Teddy, Emily debe volver a plantearse sus ilusiones y deseos. Refugiada en sus libros y escritos, tendrá que aprender en qué consiste realmente la vida de una escritora.

Emily triunfa cierra con broche de oro la deliciosa trilogía de Lucy Maud Montgomery (celebrada autora de la no menos deliciosa saga de Ana la de Tejas Verdes) que tiene como protagonista a la joven Emily Starr. Un desenlace tan redondo como memorable para una trilogía que es ya parte de la mejor literatura juvenil escrita nunca.

"Para mí, éste es el libro que despierta más emociones de los tres. He sufrido y me he alegrado mucho con Emily. (...) Esta saga ha sido lo primero que he leído de esta autora, pero no será lo único. El final de la historia es conciso, coherente y esperanzador; no podría ser mejor." http://bordedelarealidad.blogspot.com.es/
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento4 dic 2016
ISBN9788415943563
Emily triunfa
Autor

L. M. Montgomery

L.M. Montgomery (1874-1942), born Lucy Maud Montgomery, was a Canadian author who worked as a journalist and teacher before embarking on a successful writing career. She’s best known for a series of novels centering a red-haired orphan called Anne Shirley. The first book titled Anne of Green Gables was published in 1908 and was a critical and commercial success. It was followed by the sequel Anne of Avonlea (1909) solidifying Montgomery’s place as a prominent literary fixture.

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    Emily triunfa - L. M. Montgomery

    Capítulo 1

    I

    «Ya está bien de té de batista», escribió Emily Byrd Starr en su diario cuando volvió a casa, a Luna Nueva, desde Shrewsbury, dejando atrás los días de la escuela secundaria y con la inmortalidad ante ella.

    Lo que era todo un símbolo. Cuando la tía Elizabeth Murray permitió a Emily beber té de verdad —como algo natural y no como una concesión ocasional— consintió, de manera tácita, dejar que Emily creciese. Durante algún tiempo, Emily había sido considerada adulta por otras personas, sobre todo por el primo Andrew Murray y por su amigo Perry Miller, cada uno de los cuales le había pedido que se casara con él, y habían sido rechazados con desdén para su dolor. Cuando la tía Elizabeth lo descubrió, supo que era inútil seguir haciendo beber a Emily té de batista. Sin embargo, incluso entonces, Emily no tenía muchas esperanzas de que le permitiera llevar alguna vez medias de seda. Unas enaguas de seda se podían tolerar, puesto que eran algo oculto, a pesar de su susurro seductor, pero unas medias de seda eran inmorales.

    Por lo que Emily, de quien las personas que la conocían susurraban misteriosamente a personas que no la conocían, «ella escribe», fue aceptada como una de las señoras de Luna Nueva, donde no había cambiado nada desde su llegada siete años antes, y donde el ornamento tallado en el aparador seguía arrojando la misma sombra extraña de una silueta etíope exactamente en el mismo lugar de la pared donde, con deleite, se había dado cuenta en su primera noche allí. Una vieja casa que había vivido su vida hacía mucho tiempo, y que era muy tranquila, sabia y un poco misteriosa. También un poco austera, pero muy amable. Algunas personas de Blair Water y Shrewsbury pensaban que era un lugar y una perspectiva aburrida para una joven, y decían que había sido una tonta al rechazar la oferta de la señorita Royal de «un puesto en una revista» en Nueva York. ¡Desperdiciar una buena oportunidad de hacer algo consigo misma! Pero Emily, que tenía las ideas muy claras de lo que iba a hacer de sí misma, no pensaba que la vida en Luna Nueva sería aburrida o que había perdido su oportunidad de escalar el Sendero Alpino porque hubiera elegido quedarse allí.

    Pertenecía por derecho divino a la Antigua y Noble Orden de los Escritores. Si hubiese nacido hace mil años, se habría sentado en el círculo alrededor del fuego de la tribu y fascinado a sus oyentes. Pero puesto que había nacido en un tiempo tan reciente, debía llegar a su audiencia por medio de muchos medios artificiales.

    Pero los materiales con los que se tejen las historias son los mismos en todos los tiempos y en todos los lugares. Nacimientos, muertes, matrimonios, escándalos, éstas son las únicas cosas realmente interesantes en el mundo. Por lo que se dispuso muy determinada y feliz a buscar la fama y la fortuna, y algo que no era ninguna de las dos cosas. Porque escribir, para Emily Byrd Starr, no era principalmente una cuestión de ganancias mundanas ni de una corona de laurel. Era algo que tenía que hacer. Una cosa —una idea— sin importar si era bella o fea, la torturaba hasta que «la escribía por completo». Humorística y dramática por instinto, la comedia y la tragedia de la vida le fascinaban y exigían ser expresadas a través de su pluma. Un mundo de sueños perdidos pero inmortales, que se ocultaba más allá del telón de fondo de la realidad, la llamaba para materializarse e interpretarse, la llamaba con una voz que no podía, ni se atrevía, a desobedecer.

    Estaba llena de la alegría de los jóvenes en la mera existencia. La vida era por siempre atrayente y le hacía señas de manera incesante. Sabía que ante ella había una dura lucha; sabía que tendría que ofender constantemente a los vecinos de Blair Water, que querrían que les escribiese necrológicas y que, si utilizaba una palaba desconocida, dirían con desdén que estaba «hablando con grandilocuencia»; sabía que habría notas de rechazo en abundancia; sabía que habría días en que sentiría desesperadamente que no podía escribir y que era inútil intentarlo; días en que la frase de las editoriales, «no es necesaria una observación de sus méritos», la sacaría de quicio hasta tal punto que se sentiría como si imitase a Marie Bashkirtseff y lanzase por la ventana al burlón reloj del salón que hace tictac sin remordimientos; días en que todo lo que había hecho, o intentado hacer, se desmoronaría, se volvería mediocre y despreciable; días en que estaría tentada a la amarga incredulidad en su convicción fundamental de que había tanta verdad en la poesía de la vida como en la prosa; días en que el eco de esa «palabra al azar» de los dioses, por la que escuchaba con tanta avidez, sólo parecería burlarse de ella con sus sugerencias de inalcanzable perfección y belleza más allá del alcance del oído o la pluma de un mortal.

    Sabía que la tía Elizabeth toleraba, pero nunca aprobaría su manía de garabatear. En sus dos últimos años en la escuela secundaria de Shrewsbury, Emily, ante el asombro casi incrédulo de la tía Elizabeth, había ganado realmente algo de dinero con sus versos e historias. De ahí la tolerancia. Pero nunca antes ningún Murray había hecho algo así. Y siempre tenía la sensación de que a la señora Elizabeth Murray no le gustaba estar excluida de algo. La tía Elizabeth estaba realmente molesta por el hecho de que Emily tuviera otro mundo, aparte del de Luna Nueva y Blair Water; un reino estrellado y sin límites en el que podía entrar a su voluntad, y en el que ni siquiera la más determinada y suspicaz de las tías podía seguirla. Realmente, pienso que si los ojos de Emily no pareciesen tan a menudo estar mirando a algo soñador, encantador y secreto, la tía Elizabeth podría haber albergado más simpatía hacia sus ambiciones. A ninguno de nosotros, ni siquiera los autosuficientes Murray de Luna Nueva, nos gusta estar excluidos.

    II

    Aquellos de vosotros que ya habéis seguido a Emily a través de sus años de Luna Nueva y Shrewsbury¹ debéis de tener una idea general de cómo era. Para aquellos de vosotros a los que se os presenta como una extraña, dejadme que os dibuje un retrato de cómo la vería un desconocido en el encantador portal de los diecisiete años, caminando donde los dorados crisantemos iluminaban un otoñal jardín marítimo. Un lugar de paz es lo que es ese jardín de Luna Nueva. Una fuente de placeres encantada, llena de colores ricos, sensuales y maravillosas sombras espirituales. Los aromas de los pinos y las rosas estaban en él; el zumbido de las abejas, el lamento del viento, los murmullos del golfo azul del Atlántico; y siempre el suave suspiro de los abetos en el «bosque» de John Sullivan el Alto, hacia el norte del mismo. Emily amaba cada flor, sombra y sonido, cada hermoso árbol viejo en y alrededor, sobre todo a sus propios amigos íntimos, sus amados árboles; un grupo de cerezos silvestres en la esquina suroeste, las Tres Princesas de Lombardía, un ciruelo silvestre similar a una cierta doncella en el camino del arroyo, el gran abeto en el centro del jardín, un arce de plata y un pino a lo lejos, un álamo en otra esquina siempre coqueteando con alegres vientos y toda una fila de majestuosos abedules blancos en el bosque de John el Alto.

    [1] Véase Emily, la de luna Nueva y Emily, lejos de casa.

    Emily siempre estaba contenta de vivir donde había muchos árboles, viejos árboles ancestrales, plantados y cuidados por manos ya fallecidas, cargados con toda la alegría y la tristeza que había llenado las vidas a sus sombras.

    Una joven esbelta y virginal. Cabellos como la seda negra. Ojos de color gris purpúreo, con sombras violetas debajo de estos, que siempre parecían más oscuras y más atractivas cuando Emily se había sentado a alguna hora intempestiva para la tía Elizabeth para completar una historia, o para trabajar el cuerpo de un argumento; labios escarlata, con un pliegue en las comisuras como los Murray; orejas con una ligera punta traviesa. Tal vez era la punta y las orejas lo que hacía que algunas personas pensaran en ella en una especie de gatita. Una línea exquisita de la barbilla y el cuello; una sonrisa con un truco: que florece lentamente con un resplandor repentino al completarse. Y unos tobillos que elogiaba la escandalosa vieja tía Nancy Priest, de Priest Pond. Tenues manchas rosadas en sus mejillas redondeadas que a veces, de manera repentina, se profundizaban en un color carmesí. Muy pocas cosas podían traer ese rubor transformador: un viento desde el mar, un repentino destello del azul de las tierras altas; una amapola roja como una llama, blancas velas que salen del puerto en la magia de la mañana; las aguas plateadas del golfo bajo la luna, una aguileña de color azul Wedgwood en el viejo huerto de árboles frutales. O cierto silbido en el bosque de John el Alto.

    ¿Era guapa? No podría decirlo. Emily nunca era mencionada cuando se mencionaba a las bellezas de Blair Water. Pero nadie que contemplase su rostro lo olvidaría jamás. Nadie que se encontrase con Emily por segunda vez decía alguna vez «eh… tu cara me resulta familiar pero…». Generaciones de mujeres encantadoras estaban tras ella. Todas le habían legado algo de su personalidad. Tenía la gracia del agua que corre. También algo de su destello y nitidez. Un pensamiento la mecía como un fuerte viento. Una emoción la sacudía al igual que una tempestad sacude a una rosa. Era una de esas criaturas vitales de las que, cuando mueren, decimos que parece imposible que puedan estar muertas. En el contexto de su clan, práctico y sensato, brillaba como la llama de un diamante. A mucha gente le gustaba; a muchos otros les disgustaba. Pero nunca a nadie le fue del todo indiferente.

    Una vez, cuando Emily era muy pequeña y vivía con su padre abajo, en la vieja casita de Maywood, Emily empezó a buscar el final del arcoíris el día en que él murió. Corría llena de esperanza y expectante sobre largos campos y colinas húmedas. Pero mientras corría, el maravilloso arco se desvaneció, se volvió borroso, se fue. Emily estaba sola en un valle extraño, no muy segura de en qué dirección estaba su casa. Por un momento sus labios temblaron y sus ojos se llenaron de lágrimas. Entonces levantó la cara y le sonrió con valentía al cielo vacío.

    —Habrá otros arcoíris —dijo Emily.

    Emily era una cazadora de arcoíris.

    III

    La vida en Luna Nueva había cambiado. Tenía que adaptarse a ella. Y debía encarar una cierta soledad. Ilse Burnley, la alocada amiga de siete fieles años, se había marchado a la Escuela de Literatura y Expresión de Montreal. Las dos chicas se separaron con las lágrimas y promesas de la infancia. Nunca se volverían a encontrar exactamente en el mismo lugar. Por qué ocultar el hecho de que, cuando los amigos se separan, incluso los más íntimos —tal vez más a causa de esa misma cercanía—, en el reencuentro posterior se da siempre una cierta frialdad, pequeña o grande, motivada por el cambio. No se encuentra a la otra persona exactamente igual. Esto es natural e inevitable. La naturaleza humana siempre está creciendo o retrocediendo: nunca se queda inmóvil. Pero aun así, con toda nuestra filosofía, ¿quién de nosotros puede reprimir un leve sentimiento de decepción desconcertada cuando nos damos cuenta de que nuestro amigo no es, y nunca podrá volver a serlo, el mismo de antes, incluso aunque el cambio pueda ser para mejor? Emily, con esa extraña intuición que hace las veces de la experiencia, lo sintió así, a diferencia de Ilse, y tuvo la sensación de que estaba despidiéndose para siempre de la Ilse de los días de Luna Nueva y de los años de Shrewsbury.

    Perry Miller, el antiguo «chico contratado» de Luna Nueva, el medallista de la escuela secundaria de Shrewsbury, el pretendiente de Emily rechazado pero no sin esperanzas, el blanco de las iras de Ilse, también se había marchado. Perry estaba estudiando derecho en una oficina de Charlottetown, con su mirada fija firmemente en varias brillantes metas oficiales. Nada del final del arcoíris, ni nada de míticas ollas de oro para Perry. Sabía que lo que quería no se movería e iría tras ello. La gente empezaba a creer que lo conseguiría. Después de todo, la brecha entre el asistente legal en la oficina del señor Abel y el asiento del Tribunal Supremo de Canadá no era más ancha que la brecha entre el mismo asistente legal y el pilluelo descalzo de Stovepipe Town.

    Había más del buscador de arcoíris en Teddy Kent, de Tansy Patch. Él también se marchaba. A la Escuela de Diseño de Montreal. Él también conocía, había conocido durante años, el placer y la atracción, la desesperación y la angustia de la búsqueda del arcoíris.

    —Aunque nunca lo encontremos —le dijo a Emily cuando se detuvieron en el jardín de Luna Nueva, bajo el cielo violáceo de un largo y maravilloso crepúsculo en el norte, la última tarde antes de que se marchara— hay algo en la búsqueda que es incluso mejor de lo que sería el hallazgo.

    —Pero lo encontraremos —dijo Emily, levantando los ojos hacia una estrella que brillaba sobre la punta de una de las Tres Princesas. Algo en el «nosotros» que dijo Teddy hizo que se emocionara por sus implicaciones. Emily siempre era honesta consigo misma, y nunca había tratado de cerrar los ojos a sabiendas de que Teddy Kent significaba más para ella que cualquier otra persona en el mundo. Mientras que ella, ¿qué significaba para él? ¿Poco? ¿Mucho? ¿O nada?

    Llevaba la cabeza descubierta y se había puesto en el cabello un racimo de diminutos crisantemos amarillos como estrellas. Había pensado mucho sobre el vestido antes de decidirse por el de seda prímula. Pensaba que se veía muy bien pero, ¿qué importaba si Teddy no se daba cuenta? Él siempre la trataba de la misma manera, por lo que Emily se sintió un poco rebelde. En cambio, Dean Priest sí que se habría dado cuenta y le habría pagado con algún sutil cumplido al respecto.

    —No lo sé —dijo Teddy malhumorado, mirando con el ceño fruncido hacia los ojos grises topacio del gato de Emily, Daffy, que se imaginaba como un tigre merodeando en el matorral de espireas—. No lo sé. Ahora que realmente estoy a punto de volar me siento… desinflado. Después de todo, tal vez nunca pueda hacer nada que valga la pena. Un poco de habilidad pintando, ¿a qué asciende? Sobre todo cuando te despiertas a las tres de la madrugada.

    —Oh, conozco ese sentimiento —coincidió Emily—. Anoche estuve dándole vueltas a una historia durante horas y concluí, con desesperación, que nunca podría escribir, que era inútil intentarlo, que no podría hacer nada que realmente valiese la pena. Me fui a la cama con esa idea y empapé la almohada con lágrimas. Me he despertado a las tres y ni siquiera podía llorar. Las lágrimas parecían tan tontas como la risa o la ambición. Estaba falta de esperanza y de fe. Y entonces me he levantado en un frío amanecer gris y he empezado una nueva historia. No dejes que un sentimiento a las tres de la madrugada empañe tu alma.

    —Desgraciadamente, las tres de la madrugada vienen todas las noches —dijo Teddy—. A esa hora intempestiva siempre estoy convencido de que si quieres demasiado las cosas, no es probable que alguna vez las consigas. Y hay dos cosas que quiero muchísimo. Una, por supuesto, es ser un gran artista. Nunca supuse que era un cobarde, Emily, pero me temo que ahora lo soy. ¡Si no lo hago bien todo el mundo se reirá de mí! Mi madre dirá que lo sabía. Odia de verdad que me vaya, ya lo sabes. ¡Irse para fracasar! Sería mejor no irse.

    —No, no lo sería —dijo Emily apasionadamente, preguntándose al mismo tiempo, en su fuero interno, cuál era la otra cosa que Teddy quería con toda su alma—. No debes tener miedo. Mi padre me dijo, la noche en que murió, que no debía tenerle miedo a nada. ¿Y no fue Emerson el que dijo «Haz siempre lo que tengas miedo de hacer?»

    —Apuesto a que Emerson lo dijo cuando ya no le tenía miedo a las cosas. Es fácil ser valiente cuando te has quitado el arnés.

    —Sabes que creo en ti, Teddy —dijo Emily, con suavidad.

    —Sí, lo sé. Tú y el señor Carpenter. Vosotros sois los únicos que realmente creéis en mí. Incluso Ilse piensa que Perry, de lejos, tiene más oportunidades de traer el pan a casa.

    —Pero tú no vas a ir tras el pan. Tú vas tras el oro del arcoíris.

    —Y si no logro encontrarlo y te decepciono, será lo peor de todo.

    No vas a fracasar. Mira esa estrella, Teddy, la que está justo encima de la Princesa más joven. Es Vega, la estrella de la constelación de la Lira. Siempre me ha encantado. Es la que más quiero de entre todas las estrellas. ¿Te acuerdas de cómo hace años, cuando tú, Ilse y yo nos sentábamos en el huerto de árboles frutales por las tardes, cuando el primo Jimmy hervía las patatas de los cerdos, solías contarnos historias maravillosas sobre esa estrella, y de una vida que habías vivido en ella antes de que vinieras a este mundo? No existían las tres de la madrugada en esa estrella.

    —Qué felices y despreocupadas criaturitas éramos en aquellos tiempos —dijo Teddy, con una voz que recuerda a los hombres de mediana edad, preocupados y oprimidos, recordando con melancolía la irresponsabilidad juvenil.

    —Quiero que me prometas —dijo Emily— que cada vez que veas esa estrella te acuerdes de que creo en ti. Y mucho.

    —¿Me prometerás que cada vez que mires a esa estrella pensarás en mí? —le preguntó Teddy—. O mejor dicho, vamos a prometernos que cada vez que veamos esa estrella siempre pensaremos el uno en el otro, siempre. En todas partes y mientras vivamos.

    —Lo prometo —dijo Emily, emocionada. Le encantaba tener a Teddy mirándola de esa manera.

    Un pacto romántico. ¿Qué significaba? Emily no lo sabía. Sólo sabía que Teddy se marchaba, que de repente la vida parecía vacía y fría, que el viento del golfo, suspirando entre los árboles del bosque de John el Alto, era más triste; que el verano se había ido y que el otoño había vuelto. Y que la olla de oro al final del arcoíris estaba en alguna colina muy lejana.

    ¿Por qué había dicho eso sobre la estrella? ¿Por qué el anochecer, el perfume del abeto y el resplandor de los atardeceres otoñales hacían que la gente dijese cosas absurdas?

    Capítulo 2

    I

    Luna Nueva,

    18 de noviembre de 19…

    Hoy he recibido el número de diciembre de Marchwood con mis versos El Vuelo Dorado. Considero que la ocasión es digna de ser mencionada en mi diario porque le han dedicado una página entera y le han puesto ilustraciones; es la primera vez que han honrado tanto a uno de mis poemas. Supongo que es de bastante mala calidad, porque el señor Carpenter sólo resopló cuando se lo leí, y se negó a hacer ningún comentario al respecto. El señor Carpenter nunca «condena con vanas alabanzas», aunque con el silencio puede condenar de una manera magnífica. Pero mi poema aparecía tan digno que un lector descuidado podría encontrar en él algo sofisticado. Bendito sea el buen editor que se inspiró para ilustrarlo. Ha reforzado mi autoestima de una manera considerable.

    Pero no me importan demasiado las ilustraciones en sí. El artista no ha entendido del todo el significado. Teddy lo habría hecho mejor.

    A Teddy le va espléndidamente bien en la Escuela de Diseño. Y Vega brilla con esplendor cada noche. Me pregunto si de verdad piensa siempre en mí cuando la ve. O si alguna vez la ve. Tal vez las luces eléctricas de Montreal corren un espeso velo sobre ella. Parece que ve mucho a Ilse. Es muy agradable que se conozcan en una gran ciudad llena de extraños.

    II

    26 de noviembre de 19…

    Hoy ha sido una resplandeciente tarde de noviembre, con el apacible verano y el dulce otoño. Me he sentado y he leído un buen rato en el cementerio, junto al estanque. La tía Elizabeth cree que es un lugar espantoso para sentarse, y le ha dicho a la tía Laura que teme que haya en mí un rasgo macabro. No veo nada de macabro en ello. Es un lugar hermoso donde los silvestres olores dulces llegan siempre a través de Blair Water en los vientos errantes. Y es tan tranquilo y silencioso… con las viejas lápidas a mi alrededor, pequeños montículos verdes espolvoreados con pequeños helechos cubiertos de escarcha. Los hombres y mujeres de mi casa yacen allí. Hombres y mujeres que habían sido victoriosos —hombres y mujeres que han sido derrotados— y sus victorias y derrotas son ahora una. Allí nunca me puedo sentir ni muy glorificada ni muy deprimida. Tanto la picadura como los aromas fuertes se salen de la cuestión. Me gustan las viejas, las antiquísimas losas rojas de arenisca, sobre todo la de Mary Murray, con su «Aquí estoy», inscripción en la que su marido puso todo el veneno oculto de una vida. Su tumba se encuentra justo al lado de la de ella y estoy segura de que se perdonaron hace mucho tiempo. Y tal vez vuelven a veces, en la oscuridad de la luna, miran la inscripción y se ríen de ella. Se está volviendo un poco borrosa a causa de los diminutos líquenes. El primo Jimmy ha renunciado a limpiarla. Algún día crecerán demasiado, por lo que no será más que una mancha verde, roja y plateada sobre la vieja piedra roja.

    * * *

    20 de diciembre de 19…

    Hoy ha ocurrido algo estupendo. Me siento francamente entusiasmada. ¡¡¡La revista Madison ha aceptado mi historia Un Error en la Acusación!!! Sí, se merece los signos de exclamación, claro que sí. Si no fuera por el señor Carpenter lo escribiría en cursiva. ¡Cursiva! No, utilizaría las mayúsculas. Es muy difícil conseguirlo. ¡Claro que lo sé! ¿No lo he intentado en

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