Clarissa Dalloway y su invitada
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Virginia Woolf
Virginia Woolf (1882-1941) was an English novelist. Born in London, she was raised in a family of eight children by Julia Prinsep Jackson, a model and philanthropist, and Leslie Stephen, a writer and critic. Homeschooled alongside her sisters, including famed painter Vanessa Bell, Woolf was introduced to classic literature at an early age. Following the death of her mother in 1895, Woolf suffered her first mental breakdown. Two years later, she enrolled at King’s College London, where she studied history and classics and encountered leaders of the burgeoning women’s rights movement. Another mental breakdown accompanied her father’s death in 1904, after which she moved with her Cambridge-educated brothers to Bloomsbury, a bohemian district on London’s West End. There, she became a member of the influential Bloomsbury Group, a gathering of leading artists and intellectuals including Lytton Strachey, John Maynard Keynes, Vanessa Bell, E.M. Forster, and Leonard Woolf, whom she would marry in 1912. Together they founded the Hogarth Press, which would publish most of Woolf’s work. Recognized as a central figure of literary modernism, Woolf was a gifted practitioner of experimental fiction, employing the stream of consciousness technique and mastering the use of free indirect discourse, a form of third person narration which allows the reader to enter the minds of her characters. Woolf, who produced such masterpieces as Mrs. Dalloway (1925), To the Lighthouse (1927), Orlando (1928), and A Room of One’s Own (1929), continued to suffer from depression throughout her life. Following the German Blitz on her native London, Woolf, a lifelong pacifist, died by suicide in 1941. Her career cut cruelly short, she left a legacy and a body of work unmatched by any English novelist of her day.
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Clarissa Dalloway y su invitada - Virginia Woolf
Virginia Woolf
Clarissa Dalloway
y su invitada
Ilustraciones de
Fernando Vicente
Teresa Novoa
Traducción de
Colectivo Woolf BdL
019La señora Dalloway dijo que ella misma compraría los guantes.
El Big Ben sonaba cuando salió a la calle. Eran las once en punto y la hora intacta estaba fresca como si acabaran de dársela a unos niños en la playa. Pero había algo solemne en el deliberado ritmo de los repetidos golpes; algo excitante en el murmullo de las ruedas y la sucesión de pasos.
Sin duda, no todos se dirigían a hacer recados por placer. Hay mucho más que decir de nosotros, además de que caminamos por las calles de Westminster. Igual que el Big Ben no sería más que un montón de varillas de acero corroídas por el óxido si no fuera por la Oficina de Obras y Patrimonio de Su Majestad. Solo para la señora Dalloway el momento era completo; para la señora Dalloway, el mes de junio estaba lleno de frescura. Una niñez feliz… y no eran solo las hijas de Justin Parry quienes pensaban que era un buen hombre (débil, por supuesto, como magistrado); las flores en la noche, el humo ascendiendo; los graznidos de los cuervos que caían y caían desde lo más alto, en el aire de octubre…, no hay nada que pueda reemplazar a la infancia. Una hoja de menta la evoca; o una taza con el borde azul.
Pobres desdichados, suspiró, y continuó. ¡Oh, justo por debajo de las narices de los caballos, vaya un diablillo!, y ahí permaneció en la acera con la mano extendida, mientras Jimmy Dawes sonreía al otro lado.
Una mujer encantadora, serena, entusiasta, con demasiadas canas para sus sonrojadas mejillas; así la vio Scope Purvis, compañero de la Orden del Baño,[1] al apresurarse a la oficina. La señora Dalloway se irguió levemente y esperó a que la camioneta de Durtnall pasara. El Big Ben dio la décima campanada; la undécima. Los círculos de plomo se desvanecieron en el aire. El orgullo la mantenía recta, heredera, transmisora, conocedora de la disciplina y del sufrimiento. Cuánto sufrían las personas, cuánto sufrían, pensó al recordar a la señora Foxcroft la noche anterior en la embajada, engalanada con joyas y el alma rota porque aquel agradable joven había muerto y ahora la antigua casa señorial (la camioneta de Durtnall pasó) iría a parar a un primo.
imagen—¡Muy buenos días! —dijo Hugh Whitbread, levantándose el sombrero de manera un poco exagerada, ya que se conocían desde que eran unos niños, al pasar junto a la tienda de porcelana—. ¿Adónde vas?
—Me encanta pasear por Londres —contestó la señora Dalloway—. Es mucho mejor que pasear por el campo.
—Nosotros acabamos de llegar —dijo Hugh Whitbread—. Para ir al médico, por desgracia.
—¿Milly? —preguntó la señora Dalloway, sintiendo al instante compasión.
—No se encuentra bien, ya sabes. ¿Dick está bien?
—Divinamente —respondió Clarissa.