El Quemadero: Cuentos reunidos
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Silva Santisteban nos lleva a un viaje a través de historias que interpelan y conmueven, que explotan, que ofrecen reinterpretaciones íntimas y conmovedoras de la realidad o nos sumergen en parajes de pesadilla tan cercanos a nuestra propia experiencia. Nos traslada a escenarios de una urbe decadente o incluso a una Amazonía desolada por la minería ilegal. Los personajes que habitan estos relatos, como señala Alejandro Susti en el prólogo, están "despojados de sensibilidad y cobran la apariencia de los sobrevivientes de una catástrofe (el desamor, la soledad, el hastío, el engaño, la violencia) cuyas causas el lector implícito debe deducir".
El Quemadero es el compendio de una obra de necesaria lectura y que dejará una marca perenne en quienes se aventuren en su compleja profundidad.
Rocío Silva Santisteban
Activista, feminista, escritora, ha sido Congresista de la República de Perú por la coalición de izquierda Frente Amplio y directora ejecutiva de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos. Es PhD en Literatura por la Universidad de Boston, diplomada en Género y graduada en Derecho y Ciencia Política. Consultora en temas de derechos humanos, género y conflictos ecoterritoriales, también es profesora universitaria en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya y en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ha publicado diversos libros de poesía, ensayo y artículos, así como los libros de cuentos Me perturbas (1994) y Reina del manicomio (2013) recogidos en este volumen. Su último libro es Una herida menor. Antología poética 1983-2022 (2022).
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El Quemadero - Rocío Silva-Santisteban
La narrativa de Rocío Silva Santisteban:
una poética de la perturbación
Poco tiempo atrás, como parte de una investigación que llevamos a cabo junto con la académica Olga Saavedra, le hicimos llegar un cuestionario a un grupo representativo de cuarenta y siete escritoras y críticas peruanas contemporáneas en el que se consideraban tres temas centrales: (1) la recepción crítica de la narrativa producida por mujeres en nuestro país a lo largo de las tres últimas décadas; (2) las estrategias discursivas y narrativas que adoptan al escribir sus textos —el diseño y caracterización de sus personajes, por ejemplo— y, (3) si consideraban que existía una «escritura/narrativa femenina».
La primera pregunta produjo un marcado consenso: la mayor parte de las consultadas coincidieron en señalar la apática e indiferente recepción de aquellos críticos literarios y reseñistas que en el pasado —salvo honrosas excepciones— consideraban esa producción inferior a la de sus pares masculinos. Muchas de las consultadas hicieron referencia al carácter patriarcal de nuestra sociedad que conjuga, entre otros muchos aspectos, los prejuicios, estereotipos y roles tradicionales asignados a las mujeres —principalmente el reproductivo— que impidieron el desarrollo de sus facultades y talento literarios, pero también a las relaciones de poder dentro del campo literario en nuestro medio —que se traslucen, por ejemplo, a través de la construcción de un canon¹— y a las políticas adoptadas por las editoriales más importantes con respecto a la producción narrativa de las mujeres escritoras.
En la segunda de las preguntas aludidas, las respuestas fueron muy diversas. Rocío Silva Santisteban —quien ha escrito largamente sobre el tema² y cuyas ideas y respuestas han de tomarse en cuenta aquí—, respondió: «No sé si de manera tan conscientemente militante he tocado temas vinculados a mujeres en mis textos, sean narrativos o poesía, pienso que se ha dado, en la medida que mis intereses personales están íntimamente vinculados con la emancipación de las mujeres, la necesidad de reivindicar nuestros derechos, pero especialmente nuestras voces en el ámbito de la cultura». Esta respuesta, más adelante, se complementó con otra referida a la existencia de una escritura/narrativa femenina:
¿Pero existe acaso una esencia femenina? Entrar en este terreno pantanoso sobre la discusión de lo esencial, universal o simplemente cultural nos empujaría a dedicarnos varias páginas sobre la revisión del estado de la cuestión. Lo importante es dejar bien en claro que el asunto de la feminidad o no-feminidad en un texto no pasa sólo por lo que cuenta una mujer sino por cómo lo cuenta, por su cuerpo y por los rastros de ese cuerpo que se quedan en el texto (la huella derridiana), por la deconstrucción de un yo literario masculino «enmascarado» como neutral y por las significaciones que surjan de estas confluencias (el subrayado es mío).
Como se podrá deducir, son justamente «el cuerpo y los rastros de ese cuerpo» lo que nos interesa reconocer en la escritura de Silva Santisteban en este breve prólogo: las formas con las que se cuenta el «asunto de la feminidad o no-feminidad» de las cuales pueden encontrarse múltiples ejemplos en los relatos reunidos en este volumen.
El primero de los «rastros de ese cuerpo» sugiero describirlo como la presencia de una «voluntad perturbadora» en la mayoría de sus relatos que es, finalmente, el legado más valioso de toda literatura. No creo equivocarme si digo que en ellos quien lee se encuentra violentamente «extrañado» —en el sentido en que la palabra «extrañamiento» se utiliza para caracterizar a los textos literarios— frente al mundo representado en ellos: la mayoría de los personajes —tanto femeninos como masculinos— se desplazan a través de territorios devastados en los que solo parece reconocerse la huella de la desolación y la deshumanización: sus habitantes son personajes despojados de sensibilidad y cobran la apariencia de los sobrevivientes de una catástrofe (el desamor, la soledad, el hastío, el engaño, la violencia) cuyas causas el lector implícito debe deducir con lucidez. Así, en un relato como «El espantajo» —incluido en Reina del manicomio (2013)— el protagonista, dueño de Galaor, un perro adiestrado «para la cacería»— entra en contacto con una niña de «no más de trece años»:
—¿Me puedes acariciar el pelo? —le dijo como si se tratase de lo más natural del mundo.
El Espantajo cada vez más nervioso se quiso apartar, pero Galaor se acercó a ambos y se echó tranquilo a los pies de la muchacha. El Espantajo, con las manos algo sudorosas, fue acariciando el pelo de la chica. Lo tenía muy suave, casi imperceptible, era terriblemente agradable hacer eso (el subrayado es mío).
Paradójicamente, desde el momento en que el personaje descubre su capacidad para estremecerse ante la belleza de la niña —un rasgo que él mismo describe como un síntoma «femenino, amanerado, maricón»— llega a pensar que «quizás eso sienta la gente que alguna vez jugó con una madre: él nunca tuvo infancia, del puericultorio pasó a la calle a los siete años, y en la calle se hizo de su fama apenas supo cómo robar para comer». Sin embargo, la sola posibilidad de humanizarse —y, por extensión, «feminizarse», según él— transforma al protagonista en víctima cuando, poco después, es asesinado por un grupo de «cuatro individuos armados con metralletas recortadas y fusiles ligeros» quienes resultan ser cómplices de la niña. Dadas las características de los dos protagonistas al final del relato, podría decirse que se produce una inversión de las tipificaciones convencionales que, en la ideología patriarcal, definen lo «masculino» y lo «femenino»: a pesar de lo que dictan las convenciones de género, el muchacho —violento, desalmado e insensible— es finalmente una presa fácil de los encubrimientos de la aparente «débil, frágil y dulce» niña quien, además, se ha coludido con un grupo de asesinos.
La mutilación, el desamparo o la orfandad de los personajes —nunca presentados desde una perspectiva compasiva o solidaria— también se hacen presentes en uno de los mejores relatos de este volumen, «El Limpiador» (remake de «El campeón de la muerte» de Enrique López Albújar), publicado inicialmente en Me perturbas (1994). Al dialogar con un texto producido por uno de los exponentes más connotados del indigenismo y del realismo en nuestra tradición literaria, la narradora desenmascara el hipotético «yo masculino neutral» que por décadas se apoderó de la facultad de representar la violencia en nuestra literatura. Tomemos un ejemplo:
A los muchachos del barrio les fascina ese deporte. Manejan revólveres y pistolas automáticas como si se tratara de juguetes. Además de ser expertos en desarmar carrocerías al instante o de vender hasta lo imposible por unos cuantos ketes, el filón de esta gente es su desquiciante obsesión por las armas de fuego. Los preparan desde chicos, cuando todavía sorbiéndose los mocos cogen con las dos manos alguna Smith and Weston para darle en el aire a un gorrión distraído. Luego, a los once o a los doce, tratan con Lugers automáticas y el primer gran desafío es dispararle en movimiento a una patrulla de caminos. Luego de dejar al policía tirado al borde de la carretera, le roban la moto y el Webley o la Beretta, según se trate de un cabo o de un sargento.
La narradora se apodera de las connotaciones asociadas a la desbordante proliferación de armas presente en el pasaje —armas que operan, además, como evidentes símbolos fálicos— para introducirse —o, si se prefiere— penetrar en el supuesto universo «masculino» del hampa. Silva Santisteban, una vez más, desmonta una convención de larga data en nuestra tradición literaria y revela la impostura de la pretendida «mirada masculina» del mundo, la falacia de aquellos «asuntos» que por mucho tiempo fueron solo prerrogativa de los (escritores) hombres, a la vez que reelabora el relato de López Albújar al incorporar un feminicidio más en él: no solo la hija de Plomo es asesinada por Mostrenko, sino también su esposa ha sido victimizada por el propio sicario a quien contrata para consumar la venganza, Limpiador ³. Con ello, Silva Santisteban intensifica la violencia ejercida sobre las mujeres en su relato a la vez que sugiere que la cosificación de sus cuerpos y su consecuente mutilación obedecen a la necesidad de los hombres de reafirmar su poder no solo sobre ellas sino entre ellos mismos.
La posibilidad de la rebelión de los personajes femeninos está también latente incluso en aquellas mujeres sometidas a la vigilancia y disciplina de instituciones como el hospital psiquiátrico, como sucede en «Reina del manicomio» con Melisa, la protagonista, relato en el que la figura del Doctor Jefe —representante del poder y prestigio de la ciencia médica— y sus adjuntos —la enfermera sin nombre propio que «cuida» de la salud de Melisa en el pabellón de esquizofrénicos— ejercen un poder despótico sobre los pacientes. Esa posibilidad de rebelión y autoafirmación es la misma que subyace en la protagonista de «Boletos», relato en el que una mujer asume las consecuencias de sus actos —ha quedado embarazada por un hombre que decide no comprometerse más con ella—:
«No voy a pensar jamás que esto es una imagen de lo que me está sucediendo», se dijo a sí misma tratando de resistir el agobio que le producía esa sensación de abandono y hastío, esa inmutable expresión de Reiner que ella adivinaba sin voltear: su cara pálida e inexpresiva esperando un movimiento en falso para decir algo intranscendente que lo calmara y exculpara, mientras se acomodaba nerviosamente la corbata.
Estas mujeres solas —presentes en «Mujer sola», «La tumba de Argumosa» o «Efecto visual», por ejemplo— deben hacerse fuertes a pesar de las adversidades: «Quiero dar la imagen de una mujer fuerte, que no piensa demasiado en su cuidado ni en la belleza, ni en las otras banalidades a las que dedican mucho tiempo las otras mujeres» —reflexiona la protagonista del primero—; «Se pasó la mano por la barriga, redonda y dura, estirada la piel a más no poder, y se sintió un tambor. Un tambor de guerra» —la muchacha embarazada del segundo—; «Ella abortará a solas en una posta médica o en una clínica de última. No habrá complicaciones físicas inmediatas, ni posteriores. Todo pasará como una rutina» —la propia narradora reconociéndose a sí misma en una escena del pasado, en el tercer ejemplo. En ellas también, pero de una forma distinta, reconoceremos los «rastros de sus cuerpos» indeleblemente inscritos en la escritura.
Las protagonistas de los relatos de Rocío Silva Santisteban se resisten a someterse a las mezquindades que les ofrece el mundo en el que viven y son, en última instancia, las verdaderas portadoras de la posibilidad de su transformación. Y eso es precisamente lo que ha de perturbar al pasivo lector que espera de la literatura las viejas ofrendas del patriarcado.
Alejandro Susti
1 Hace ya un tiempo, en su texto «La canonicidad» Wendell V. Harris (1998) propuso una serie de acepciones para la palabra «canon». En una de ellas, Harris hace referencia al intercambio de favores, que explica a partir de la idea de que «los escritores han conseguido entrar en el canon del día no solo por el poder de sus obras (‘poder’ podría entenderse como ‘interesante para unos intereses críticos o sociales existentes’) sino también por la aceptación activa de textos o criterios compatibles con sus propios objetivos» (53, el subrayado es mío). Esta acepción es del todo aplicable a lo que sucede en nuestro campo literario.
2 Véase, por ejemplo, el ensayo «¿Basta ser mujer para escribir como mujer?», en R. Silva Santisteban (ed). El combate de los ángeles. Literatura, género, diferencia. Lima: Fondo Editorial PUCP, pp. 111-126.
3 Esta diferencia la hace notar Rigo de Alonso: «(…) el sicario también tiene una deuda que pagarle a Plomo y Plomo viene a cobrársela: Mira, muchacho, yo te voy a dar la metralla y tú vas a matar a ese hijo de puta de diez tiros, me oyes, de tiros y no se diga más, tú me debes una
, le dice al asesino a sueldo. Y agrega Tú la dejaste sin madre, ahora tienes que vengarla…
. Es aquí que el quedarnos sin mujeres
cobra sentido ya que la madre de la adolescente, la mujer de Plomo había mantenido una relación signada por la voluptuosidad sexual con el joven sicario y éste la había matado».
ME PERTURBAS
[1994]
Nuestras derrotas solo prueban
que somos demasiado pocos luchando
KONTR∀ la Infamia
y de nuestros espectadores esperamos, al menos,
que se avergüencen.
Grafiti en un muro de la Kasa Okupa de Minuesa
Madrid, 1993
(hoy derruida)
Aura
—Para matarlo tienes que emborracharlo primero —aconsejó la vieja mientras se tocaba una pequeña herida en el antebrazo.
—¿Así nomás? —preguntó ella.
—Depende de ti —dijo.
Las dos permanecieron mirándose un largo rato.
—No sé qué tan sensible puedas llegar a ser —esta última acotación la hizo con evidente sorna.
—¿Y cómo lo emborracho?
—¿Cómo?… No sé —contestó restándole importancia a la pregunta, concentrada en rasparse el pellejo de la herida— pero hazlo con pisco, es lo mejor, estoy segura de que es lo mejor… evidente, ¿no?
—Evidente —repitió ella como si se tratara de un eco.
—Después hay que esperar. Esperar que empiece a tambalearse, a chocar contra las paredes, a golpearse… A perder el sentido.
Ella trató de imaginar la escena pero no pudo.
—Pero antes —continuó la vieja— se escoge un cuchillo, ni muy grande ni muy chico. Afilado, por supuesto. Puedes untar el filo con una grasa de animal, de cualquier animal, pero si fuera posible conseguir grasa de tortuga, mucho mejor; resbala con mayor suavidad y así puedes ser más certera con menos fuerza. Ni siquiera necesitas tener buena puntería.
—¿Le meto un golpe al corazón?
—¡Estás loca! No, de ninguna manera.
—¿Entonces? —preguntó ella, desconcertada.
—Primero le tienes que cortar la lengua.
—Pero no se va a dejar —argumentó.
—Tiene que estar absolutamente borracho, ¿te das cuenta? —replicó la vieja bastante inquieta—, si no nada puedes hacer, tienes que emborracharlo bien.
—¿Le saco la lengua y se la corto?
—No —volvió a contradecir la anciana trasluciendo en los ojos un sentimiento de malestar e intolerancia—, debes meter el cuchillo dentro de la boca, así —e hizo un gesto de guerrero tras la presa, levantando el brazo derecho y juntando los dedos de la mano para simbolizar quizás una punta aguda de lanza o de daga cayendo sobre la otra mano que formaba, a su vez, una argolla con todas las falanges de los dedos dobladas sobre la yema del pulgar.
De pronto el cuarto, que tenía una ventana de tres cuerpos, ensombreció. Las paredes encaladas adquirieron un leve tono plomizo y la cara de la muchacha, a contraluz, brilló entre las sombras. La vieja había bajado los ojos hacia la labor —un paisaje de olas en punto de cruz— buscando el dobladillo donde, minutos antes, había colocado la aguja ensartada con hilo escarlata.
—¿Has comprendido? —preguntó levantando los ojos.
La muchacha hizo un pequeño ademán con la cara, bajando ligeramente la barbilla. Parecía que iba a pararse para salir de ese cuarto, del sopor de verano de ese cuarto. Pero no lo hizo. Se quedó inmóvil, con una pregunta en el umbral del pensamiento, una pregunta vital que no se atrevía a hacer, pero que la rondaba como un gallinazo girando en el mismo y pequeño espacio del cielo.
—¿Qué te pasa? —le dijo la anciana.
—¿Me puedo ir? —preguntó con una timidez lastimosa.
—¿Crees que ya lo sabes todo?
—No sé qué decir —le contestó, apretando mandíbula contra mandíbula, tratando de no dejarse vencer por el horror.
—Está bien lo que has dicho, muchacha. Todavía no sabes nada, casi nada… pero eres prudente y la prudencia es una virtud que en estos tiempos debemos estimar. Inclusive más que la bondad, según mi manera de ver las cosas.
—No me interesa la bondad —replicó airosa la muchacha tras la sentencia moral que no venía al caso.
—No sé si sea bueno o malo que a tu edad no te interese la bondad… ni la maldad, porque si no te interesa lo uno, tampoco lo otro, ¿o me equivoco? —aseveró con las palabras masticadas sin levantar los ojos de la aguja sobre el cañamazo. Sin dar resuello para esperar alguna respuesta, siguió inquiriendo:
—Pero me da miedo que lo digas, no sé por qué… en realidad, me huele mal. Sí, me huele mal, es puro instinto, puro instinto, hija —y estas últimas palabras las alargó como si fueran la última línea de la última estrofa de una canción o de un bolero.
—¿Ahí termina el asunto? —ella estaba afectada, su pregunta se escuchó casi jadeante, impaciente.
—No —le susurró, y el polvillo del ambiente adquirió forma bajo un haz de luz. Alzó la voz:
—Después de la lengua debes cortarle la cabeza.
—Pero… ¿con la lengua no basta? —la chica estaba aún más nerviosa.
—No basta, no basta, es necesario que la cabeza sea zafada de un solo corte, con hacha.
—¡¡¿Pero por qué?!! —eso fue un grito.
—Porque por la cabeza se desangra —fue la respuesta más rotunda de la tarde.
La mujer joven se dejó vencer por el peso del paisaje: el muelle entrando al mar como una barreta en un cuerpo convulsionado, las olas destrozando y pulverizando los cientos, los miles de fragmentos de conchitas, erizos y cangrejos, el sol en pleno centro del cielo, totalmente limpio, sin nada que distraiga la mirada de ese punto.
Volteó los ojos, pero al girarlos hacia la oscuridad del cuarto se fue perdiendo la esencia de la forma de las cosas; enceguecida por la luminosidad de la ventana, no pudo ver la silla ni a la vieja ni a sus manos de una piel parecida a la tela, ni a la tela cruzada por hilos rojos.
—Está bien, señora —terminó