Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Terrenos
Terrenos
Terrenos
Libro electrónico708 páginas11 horas

Terrenos

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Desde el mundo oculto de la casuística paranormal, para un muchacho que mantenía un conflicto interior con su propio yo y su propia realidad, se abre un plano nuevo en el acontecer de su vida en el que el ultramundanal trasfondo no es más que una oportunidad irrechazable para establecer nuevos puntos de mira. En estos, dedicar su vida a una vocación que nació de un trauma del que pugnaba por salir, obteniendo posibles respuestas en un contexto de lo más voluble y etéreo, como es el de la parapsicología.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 feb 2024
ISBN9788410680494
Terrenos

Relacionado con Terrenos

Libros electrónicos relacionados

Ficción general para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Terrenos

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Terrenos - Adanhiel

    1500.jpg

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Adanhiel

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de cubierta: Rubén García

    Supervisión de corrección: Celia Jiménez

    ISBN: 978-84-1068-049-4

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    Capítulo I

    TERRENO

    Despuntan, melancólicos y tenues los primeros fulgores del alba en la pequeña ciudad de Aviñón. La noche, remisa a relevar su argente dominio ante el matutino anuncio crepuscular del ciclo diurno, no tiene por más que retirarse parsimoniosamente, apartando el fino tul sombreador de casas y distantes espesuras. El brillo de la mañana restaura progresivamente las formas y el todavía tenue colorido; tímidos, durmientes detalles que a ojos del solitario espectador permanecían ocultos bajo la especuladora penumbra.

    El Ródano refleja en sus reposadas aguas la refulgente claridad advenidora de un plomizo día invernal. Observando el cauce, en la proximidad de la ribera, una inmóvil figura, casi solemne, cual escultura estatuaria clásica cincelada por el mismo Fidias, forrada por el fresco aliento del rocío, permanece absorta, con la mirada perdida en un horizonte en el que parece querer fundirse mediante una simbiosis puramente contemplativa.

    En la lejanía de su fija visión se yergue ahora, majestuosa, mayestáticamente, la monumental estructura pétrea de un bien conservado castillo Papal al que los siglos, repletos de sucesos relevantes de la historia política y religiosa del país, no han podido sino rezumar de recóndito y añejo misterio cada una de las murallas, poternas, almenas y aspilleras que lo componen.

    Súbitamente, acompasando el lento transcurrir de unas escasas y oscuras nubes y la refrescante caricia de la lozana brisa, nuestro anónimo personaje rompe su detenimiento buscando en el fondo de unos bolsillos que hasta el momento habían servido de cálido refugio a unas frágiles y desnudas manos empeñadas en asir sendos objetos que parecían resistirse a ser hallados en tan angosto margen. El muchacho, pues su aspecto imberbe e informal, aunque pulcramente atildado, no le hacía parecer menor de dieciocho ni mayor de veintidós, refunfuñó sordamente y, al fin, consiguió su propósito extrayendo de los flancos de la cazadora un minúsculo mechero desechable y una cajetilla de cigarros puros de marca, recuerdo que unas buenas amistades le habían traído como obsequio y prueba fidedigna de unas cortas pero sustanciosas vacaciones en Cuba. Posteriormente a dos infructuosos chispazos provenientes del diminuto artilugio de gas acertó a crear la llama con la que saciar aquel tan particular vicio, aspirando una larga bocanada de balsámico y aromático humo caribeño que paladeó con especial deleite.

    Mientras candentes tabas escarlata iban cayendo paulatinamente del intersticio de los dedos donde el cigarro, firmemente afianzado, se consumía, Gustavo Atienza, pues tal era su nombre, daba la impresión de apurar entre calada y calada unos últimos momentos meditativos como objeto extraño, intruso en una escena paisajística que ha querido disfrutar de la manera más respetuosa posible, es decir, con pasajera y silenciosa nocturnidad.

    Sus ropajes eran de lo más usual, muy acordes a los presumidos en un chico de su edad: Vestía pantalones vaqueros muy gastados, descoloridos y algo deshilachados por los dobladillos sin duda vencidos por el constante roce de unas botas de grueso cuero y ancha suela especialmente confeccionados para los periplos andariegos campestres a los que Gustavo aficionaba de cuando en cuando, a pesar de pertenecer a la extendida especie que él mismo había bautizado con el hilarante designativo de «ave de urbe». Una camiseta de blanco impoluto, una gruesa camisa de un rojo bermellón estampada a cuadros superpuestos de tonos ocres resguardada por un plumífero azul marino de embozador cuello completaban vigorizando si acaso la enjuta y desgarbada apariencia de una silueta espigada y algo cargada de hombros. Su rostro era de facciones delicadas muy angulosas; la nariz fina y desmesuradamente respingona acentuaba la expresividad de unos ojos profundos color caoba cuyo brillo dejaba escapar una viveza no exenta de la languidez inherente al pensador; su pelo moreno, lacio, largo y desmelenado era el único aspecto de su fisonomía que, mecido por el viento, parecía incitar al resto del cuerpo a tomar una dirección determinada en una marcha que se antojaba larga e incluso fatigosa.

    Aplastando enérgicamente en el verde y húmedo césped la famélica colilla, Gustavo suspiró profiriendo una expresiva frase de despedida acompañada por un simple y original ademán reverencial dicha en el idioma autóctono: «Monsieur Rodano, madame Aviñón... Votre présence d´espirit c´est sublime»; dicho esto cargó a sus espaldas la pesada mochila que esperándolo estaba recostada entre unas matas y con premioso paso dirigiose hasta la carretera provincial más cercana. Una vez en ella y surcando el flanco izquierdo, como corresponde a un buen peregrino, prosiguió su caminar imprimiendo una marcheta regular que le permitiera cubrir mayor distancia con el menor gasto energético posible. Las piernas, delgadas pero fibrosas, de muy engañosa apariencia a pesar de estar curtidas en el salubre deporte del senderismo, recorrían kilómetros y kilómetros sin dar muestras de agotamiento; no obstante en cada extenso trecho era preceptible realizar una pequeña parada de reponimiento en la que poder adoptar la típica postura internacionalmente conocida, por utilizada, del autoestopista.

    Normalmente las trazas de buen chico de Gustavo inspiraban una natural confianza a los automovilistas que veíase ratificada en el incipiente diálogo previo a la ulterior recogida. Mas en esta ocasión, en una mañana gris opaca de lunes que preludiaba tormenta, el tránsito era pobre, y en tal escasez no era muy factible dar con alguien que no anduviera con la rutinaria premura de llegar a tiempo a su trabajo o quehacer cotidiano. Gustavo, o «Gustav el tétrico», apodo peyorativo asignado por las malas lenguas y que por el contagio del boca a boca se había ido extendiendo hasta afincarse en el reducido entorno de proximidad social debido a causas prolijas de narrar, se sentó en un abrevadero situado en el recodo de un pastizal adyacente resignado a la evidencia de su mala fortuna ante la que debía portarse con cuerda paciencia.

    Escudriñando a tientas entre la ropa y los utensilios convenientemente ordenados en el interior de la mochila, extrajo una pieza de fruta que consumió con avidez; sin darle ocasión de apurarla, una furgoneta de transporte emergiendo de la rasante muy de súbito se detuvo al borde del asfalto haciendo sonar su estridente claxon. Gustavo se incorporó de la laxa posición en la que relajadamente reposaba como si accionado fuera por un eléctrico resorte recogiendo sus pertenencias apresuradamente para recorrer los veinte metros que escasamente le separaban del inesperado «salvador». «¡Un moment, monsieur!», exclamó mientras corría desbarajustadamente hacia la ventanilla del auto:

    Excuse moi, ne parle bien votre idiome, je suis espagnol… Comprend vous?

    —No se agobie, caballero, puede ahorrarse el esfuerzo de consultar el diccionario —respondió sonriendo bonachonamente el amable chófer.

    —¡Ah! ¿Habla mi idioma? ¿No será usted español por casualidad? —aludió Gustavo con un rictus que deambulaba indeciso entre la estupefacción y el alivio.

    —Bueno, más se debe a la intervención paterna que a la furtiva ventura. Soy hijo de emigrante, ¿sabe? Mi progenitor es asturiano y mi señora madre de Lyon; desde pequeño se me acostumbró a hablar castellano, sobre todo a la hora de dirigirme a mi padre, hombre patriótico donde los haya. Además, suelo veranear en España reforzando el vínculo ancestral con mis raíces. Has tenido suerte, muchacho, porque no pareces muy ducho en el manejo del francés, ¿me equivoco?

    —Dando por hecho que no habla en doble sentido le diré que es usted muy perspicaz, señor; apenas controlo unas cuantas frases hechas, y no muy bien, que unidas a unas pocas palabras, reminiscencias de mi etapa escolar, me sirven para salir del paso; bueno, y cuando esto no funciona la mímica siempre ayuda.

    Atusándose un escaso y alborotado pelo blondo de lo que en otros tiempos fuera tupé, el bienvenido conductor esbozó un guiño asentidor:

    —En fin, si me dices a dónde te diriges quizás pueda ayudarte. Los transportistas que hemos de meternos entre pecho y espalda kilometradas espantosas teniendo la acuciadora responsabilidad de respetar escrupulosamente un plazo recortadísimo de entrega agradecemos sobremanera la compañía que espanta el tedio como no lo hace ningún otro remedio contra el sopor. Por otra parte, y dicho sea de paso, el mayor y más traidor de nuestros enemigos en carretera.

    —Siempre que se dirija hacia el oeste me es indiferente el lugar en el que decida usted que debo apearme. Yendo equipado con mi inseparable tienda de campaña, el pernoctar al aire libre, a ser posible en zonas boscosas, me gratifica, pero si las circunstancias lo ponen en bandeja no le hago ascos a una buena posada que garantice una mullida y limpia cama, así como un caliente y nutritivo desayuno. A su altruismo me encomiendo agradeciéndole que acepte la barata contraprestación que mi humilde compañía pueda ofrecerle.

    —¡Ea, pues, ni una palabra más! Nunca el tiempo y la velocidad estuvieron tan reñidos como en estos instantes de receso.

    Gustavo abrió la puerta en la que estuvo apoyado durante la expedita conversación no sin antes haberse zafado del plúmbeo lastre instalado en su estrecho pero resistente espaldar. Afortunadamente la cabina de la furgoneta, vista interiormente, era bastante amplia, y aun estando convenientemente acomodado pudo observar que sobraba espacio.

    —Me llamo Ernest —dijo el conductor poniéndose en marcha—; es decir, y siendo fieles al castellano: Ernesto. Si fueras una de mis amistades del terruño me enojaría si dejases escapar la ocasión de llamarme Nestón, que, como supondrás, es una simpática abreviatura de Ernestón, aumentativo de lo más evidente, decididos a redondear la deducción, ja, ja.

    Nestón, sin apartar la vista de la carretera, carcajeó ininterrumpidamente hasta parecer faltarle el resuello. Era un tipo risueño y gordo, caracteres, contra lo que se piensa, independientes; tenía unos cuarentaitantos años, aunque más que gordo la definición adecuada sería la de orondo, de ahí su pegadizo estallido risoteador producido por el último e intencionado giro de su jocosa presentación. Daba la sensación de ser de ese género de personas que prefieren reírse de sí mismos antes que los demás se les adelanten; una disciplina preservativa más que consabida que asemejaría algo similar a un hipotético cartel que rezara: SI QUIERES HERIRME, POR AHÍ VAS MAL. Mayúscula y loable advertencia.

    A decir verdad no había mucha descripción en él que disociase del concepto de la redondez: partiendo de su cabeza, pasando por las orejas, pequeñas y desobuladas, sus ojos saltones, rechonchas manos; y qué no decir de una turgente barriga que traqueteaba al ritmo impuesto por las incontadas protuberancias del camino en forma de baches, constantes irrespetuosos con la castigada suspensión del vehículo.

    —Encantado de conocerte, Ernesto —respondió Gustavo—, y dado que somos, como quien dice, vecinos de comunidad, si no te importa y abusando de tu confianza, te trataré de Nestón.

    —Desde luego, eso está mucho mejor; los formalismos me ponen de los nervios. ¿Así que eres vecino comunitario, dices? ¿Santanderino?

    —Cántabro, por mejor decir, mi querido amigo astur, mas ¿hice referencia?

    —Hecha o no me resultaba evidente, y no me digas por qué, posiblemente el deje. Lo sé porque he estado en Santander más de una vez, es una ciudad preciosa; también he visitado… Déjame recordar… Laredo, Reinosa, Castro Urdiales… Y algún que otro sitio más que ahora no viene a mente.

    —¿Y Santillana del Mar? —añadió Gustavo.

    —Por supuesto. Desgraciadamente solo la conocí de paso; mi obsesión por aquel entonces era visitar la famosa cueva de Altamira, pero, según pude enterarme, y para mi disgusto, la entrada estaba rigurosamente restringida debido a su delicado estado de conservación. Me quedé con las ganas.

    —Como tantos y tantos otros; de eso puedo dar fe ya que allí he nacido y resido actualmente. Altamira es nuestra joya más internacionalmente apreciada, pero la pequeña villa de Santillana tiene otras maravillas que mostrar al mundo y que merecen casi tanta atención como la demostrada a nuestro preciado legado rupestre; por ejemplo: la hermosa colegiata romana, la torre de los Borjas, o el palacio del marqués de Santillana.

    Al pasear por las agradablemente estrechas callejuelas empedradas uno tiene la sensación de viajar en el tiempo siglo tras siglo desde la Edad Media hasta épocas próximas al XVIII. La noción de modernidad se pierde en la memoria y esa imaginativa pero vívida impresión es harto conmovedora.

    —Y envidiable, diría yo —añadió Nestón—. Pero, cambiando un poco de tema, te confesaré que estoy algo sorprendido ya que no es muy habitual que digamos el encontrar en pleno invierno a una persona tan joven como tú recorriendo el sur de Francia sin medio alguno de locomoción y tan alejado de su lugar de origen. No te ofendas, pero dejas la impronta de ser un estudiante universitario perdido a la buena de Dios.

    —Esta vez tu ojo clínico te ha fallado. Mi etapa estudiantil está finiquitada, al menos a efectos oficiales; prefiero aprender de la propia experiencia, de los temas que considere relevantes y concernientes a mi idiosincrasia a estar a expensas de unas directrices formativas que no me complementan, sino todo lo contrario.

    —¡Mon dieu! ¡Un bohemio! —interrumpió educadamente Ernest—. Y yo que pensaba que erais una especie extinguida, o en vías de extinción, meramente sustentada por la fantasía a la que, dicho sea de paso, soy adicto…

    —Digamos entonces que soy uno de esos personajes que en su identificadora rebeldía ha traspasado las delgadas tapas de la ficción escrita. Pues la ficción, señor Nestón, es mera realidad idealizada, y ambas esferas están tan unidas como la uña a la piel.

    Tras esa tajante declaración de principios Nestón declinó el aire de jovialidad para adquirir un semblante meditabundo. Porque, a pesar de vestir de forma peleada con lo peripuesto, muy a la estereotipada usanza del camionero en ruta, despreocupadamente descamisado, con las mangas remangadas y la pechera abierta, como si las bajas temperaturas no le afectasen, su imagen, a todas luces tosca, encerraba un espíritu sensible y un intelecto medianamente instruido. Esto fue algo que Gustavo, experto en estas lides deductivas, pudo sonsacar de la atenta, sincera y cristalina mirada del interfecto, síntoma de una rica vida emocional no del todo reprimida.

    Unos instantes de silencio fueron el reposado interludio de Nestón antes de retomar el hilo coloquial que se escabullía, cual escurridiza anguila, del derrotero informal en principio y, como es común, pretendido.

    —No voy a atreverme a apostillar nada por no parecer más estúpido de lo que ya soy. Mis conocimientos son de los de andar por casa, ya me entiendes. Pero como quien no quiere la cosa te me has escabullido un tanto y no me has explicado la razón de tu periplo, de dónde vienes y a dónde te diriges.

    —Bueno, vengo de Marsella —respondió Gustavo—, en donde he tenido el privilegio de visitar el castillo de If, la Cannebiere, la zona portuaria, etcétera, hasta venir a parar a Aviñón; y dependiendo de cuál sea tu destino variaré mis nada preconcebidos planes; de todas maneras quiero pasar por Andorra, bordear la cordillera pirenaica y, si las fuerzas no me abandonan, haré lo posible por llegar hasta San Sebastián de una tirada donde pasaré unos días antes de emprender el regreso a Santillana; pero no me hagas mucho caso, eso es lo que pienso ahora, si me preguntas dentro de diez minutos quizás no lo tenga tan claro. Y las razones del viaje son fundamentalmente tres: ejercicio, esparcimiento e inspiración. Este es el método más efectivo que he encontrado para recargarme purificando cuerpo y mente a una misma vez. Si he elegido estas fechas no es por casualidad ni por excentricismo, los calores y el gentío turístico no van conmigo y la naturaleza se encuentra en un estado menormente adulterado que en la época estival.

    —Sí, pero ¿y las tormentas, no te amedrentan? Eso por no hablar, y no pretendo desmoralizarte, del pillaje.

    —No especialmente; mi pequeña tienda ha resistido lo que no está en los escritos, dispongo de ropa de abrigo, algún dinero y víveres suficientes para no depender de nadie en días; en el infortunado caso de que me atracasen, y sería la primera vez, escondida en un bolsillo interior del pantalón llevo una tarjeta de crédito con la que salir del apuro. Soy despistado pero cuando la ocasión lo reclama también puedo ser muy previsor; de todas maneras cualquier aventurilla, por alocada que parezca, lo es por anexión al riesgo; el secreto consiste en reducirlo al mínimo, toreándolo al natural, y no en buscarlo, como hace algún que otro enganchado a los subidones adrenalínicos. Estos no se contentan con la virtualidad, anhelan el contacto inmediato del peligro real. Me gusta escapar de vez en cuando de la prudencia, no es mal ejercicio, pero si hay algo que sé de primera mano es que ni la desgracia ni la muerte son compañeras de baile que se dejen llevar del talle.

    —Hablas con sensatez —contestó Nestón.

    —Lo procuro. Pero hablemos de ti; ¿te queda mucho para llegar a destino?

    —Decir mucho es quedarse a medias, chaval; he partido de Niza y no debo demorarme hasta llegar a Orthez.

    —¡Buf! No está ahí al lado, precisamente.

    —Con suerte podré pegarme una cabezadita en la menor ocasión que se me presente, esto es, si el reloj no me apura demasiado.

    —¿Y qué es lo que llevas? —preguntó Gustavo.

    —Pertenezco a una empresa fabricadora de maquinaria especial, componentes para sedería, repuestos y cachivaches que no sé ni para qué diantres sirven. —Nestón, dejando escapar un leve suspiro, hizo uso de un recapacitador impás y prosiguió con un: «Ahora te toca a ti, cántabro».

    —Verás, tengo una tienda de antigüedades heredada de un tío mío que sucumbió durante un largo proceso canceroso. Por desgracia ya conocía, y muy de cerca además, a la parca.

    Siendo muy niño mis padres murieron en un desgraciado accidente de tráfico; digo muy niño no por la edad, que no era excesivamente temprana, sino por la ingenua ternura que me perduraba. Finalmente quedé como único beneficiario. Alguien más capacitado que yo, otro tío mío por parte de padre, es quien se encarga de llevar el negocio y de supervisar las cuentas mientras yo me dedico por entero a la investigación. Las ganancias son poco boyantes pero suficientes para costear los gastos más imprescindibles; por otra parte la herencia me reportó un ostensible patrimonio al que poder recurrir si me viniesen mal dadas.

    —Así pues, y si no he oído mal, ¿te dedicas a la investigación privada?

    —Podríamos decirlo de esa manera —contestó Gustavo—. Pero no te dejes llevar por la imaginación influida por las series de acción e intriga televisivas. Mis indagaciones son… Cómo diría… Algo fuera de lo ordinario, aunque no tanto, y con ellas gano algo mucho más importante que el dinero.

    —¡Sí, señor! —arguyó Nestón—. Bohemio pareces, ¡y de los de pura cepa!

    Ambos se miraron con un marcado gesto circunspecto y no pudieron contener la risa; fueron unos momentos muy agradables hervidos de anécdotas e historias banales que cumplieron sobradamente con la intención de hacer grato el dilatado recorrido.

    —¿Y qué es esa cosa? —preguntó Nestón sin dar la impresión de poder venir a cuento.

    —No te entiendo.

    —Sí, hombre. Dijiste que salías ganando algo más importante que el dinero en tu dedicación, y a mí, si no es mucho pedir, me encantaría que me desvelases la incógnita.

    —Cómo no. Es la razón de la vida.

    Nestón quedó ciertamente desconcertado y, después de tomar una curva con prudente destreza, respondió con aire desesperado.

    —Te lo suplico, no hiles tan fino, conmigo, que uno no puede concentrarse en su trabajo y filosofar a un mismo tiempo.

    —Perdona, Nestón. Te lo expondré de otra manera: ¿No has tenido alguna vez en tu vida una sensación, más bien certeza interior, de que hay una opción esperando a ser tomada exclusivamente por ti y que no incumbe a nadie más?

    —¿Hablas de una especie de llamada vocacional? —dedujo Nestón.

    —Efectivamente, don astur; ¡es el llamado de la cualidad! A veces coincidente con nuestros pequeños delirios pasajeros, atractivos en calidad de ensoñaciones, mas no siempre fieles con respecto a la verdadera actitud de cada uno; pueden ser, incluso, desagradables, pero es el modo de ser que nos corresponde por una extraña e íntima efusión, allá nos suponga disfrutar de los límpidos aires de la egregia cima o restregarnos en las pútridas ciénagas de la inmundicia. Ese flash insiste una y otra vez en nuestro corazón y, por las circunstancias que sean, si no le queremos prestar atención, siempre tendremos una cuenta por saldar con el destino; una factura que, en cuanto a mí concierne, no va a quedar desasida, y ni mucho menos impagada.

    »No me refiero, como pudiera llegar a inferirse, del tren en marcha de la oportunidad. A veces, atendiendo a mi torpe y poco explícito intento de definición, es incluso indicable el dejar pasar ese tren de vagones formados por propicias conveniencias e ilusorias ambiciones para poder visualizar nuestra identidad, me refiero a la verdadera, la que siempre ha estado ahí reclamando tímidamente su momento de observación, por escueto que este fuera. Desafortunadamente las premuras de la vida no facilitan precisamente la recapacitación y meramente nos limitamos a jugar adecuadamente, si cabe con estrategia, las cartas que nos reparten en juego tan cruel e injusto como inexcusable. Yo me esmero, modestamente y con las fuerzas de las que soy capaz, por evitar tan triste sino, pues lo entiendo como mi derecho: derecho a gozar y sufrir en una dirección, quizás presumiblemente errática, ¡pero mía! Por eso busco en donde muy contados esperan encontrar: en un espacio temido, defenestrado, excluido, utilizado por frívolos, farsantes, dolientes e intrigados; por gentes, pues, de toda índole: el limbo difuso de lo paranormal.

    »Un enigma entre enigmas que tantas reacciones procura sin pasar nunca desapercibido, con tan diferentes formas de interpretación, ha de esconder un gran misterio del que sacar la mejor de las lecciones o, probablemente, una gigantesca burla, he pensado multitud de veces, posiblemente para superar el desánimo, pero sea como fuere y desde muy temprana edad he sabido que en este empeño había de irme la vida. Y aquí me tienes, errático, pueda ser, y a la intemperie, como queda manifiesto, pero en mi más puro estado.

    Nestón, cada vez menos perplejo por el inortodoxo giro de la conversación, ahora que estaba comenzando a congeniar con tan peculiar personaje, a la vez que pensaba muy para sus adentros «caray con el tipo raro», no podía remediar sentir una mezcla inconexa de emociones desembocadas en un reposado efecto de llana simpatía. Esta vez no se hizo esperar. Decididamente la extrañeza se había rendido ante la creciente curiosidad.

    Realmente este joven de aspecto tímido y ademán nervioso solo existía en la apariencia y despertaba en el fornido conductor una impresión especial, poco común, y un respetuoso interés apenas salvable por una sucesión martilleante de preguntas que, no obstante, se propuso iniciar a pesar de estar acostumbrado a hablar de sus cosas antes que meterse despreocupadamente en olla ajena. Pero esta ocasión, pensó, era del todo excepcional, además de plenamente sugerente.

    —No dejas de sorprenderme, amigo, pensé que eras uno de esos detectives primerizos dedicados a airear conflictos de cama, ya me entiendes, y de buenas a primeras me encuentro con un idealista husmeador de fantasmas. —Gustavo pareció fruncir el ceño, pero apercibiéndose de su delatadora gesticulación, con suma naturalidad, miró fijamente a su interlocutor esbozando una liviana, franca y sosegada media sonrisa que denotaba cualquier cosa menormente desagradable que la desaprobación; y Nestón prosiguió con su reflexión—. Pero creo que atreverse a hacer conjeturas sobre tu persona es una empresa demasiado aventurada, y ya que procuro aprender de mis errores, no volveré a cometer otro de esta categoría. Aunque no puede decirse que te dediques a una profesión u oficio al uso, puesto que no parece reportarte beneficios económicos, al menos regularmente, ¿estoy en lo cierto? —Como sopesando sus palabras Ernest se rascó la barbilla—. Mira, lo siento mucho pero no acabo de comprender y lo único que consigo es que se me aturullen las ideas; si insisto en proseguir la plática, el zote que hay en mí hace acto de aparición. Te ruego que no me lo permitas, ¡quítame la palabra ahora que puedes!

    —Ya que insistes, no me va a quedar otro remedio. Ante todo —respondió Gustavo—, he de explicarte que el tipo de investigación que acabas de referir, es decir, la detectivesca, efectivamente tiene alguna semejanza con la que yo practico en cuanto al método, dígase: indagación, pesquisa, recopilación analítica y criba de datos relevantes; cada cual, bien es cierto, tiene su procedimiento, pero en grandes rasgos existe un evidente paralelismo. Solo que un investigador como los que tú tienes en mente, sea cual sea su rama, lo es por cuenta ajena. El trabajo que ellos desempeñan se basa fundamentalmente en el estudio, constatación y contraste de hechos, o mejor sea dicho, de evidencias probables. Sin ellas no pueden obtener los resultados por los que les pagan, y este, desde luego, no es mi campo.

    »El delicado terreno que acostumbro a frecuentar, donde la realidad, el mito, las creencias y la indivisible superchería se solapan y conectan entre sí, las manifestaciones físicas, en definitiva: lo probable suele esconderse bajo el amorfo y cambiante pedregal de factores como los que acabo de citarte. Mi campo de acción es precisamente ese, el escudriñar cada palmo, excavando paciente y concienzudamente, como un buen arqueólogo de la psique humana, archivando cada hallazgo y conservándolo para la posteridad, acumulando experiencia e información objetivada que pueda resultar útil en casos venideros. —Gustavo observó que Nestón había adquirido desde el principio de su disertación un aire pensativo, pero su agudizada intuición le decía que el afable asturiano aún no se sentía saciado, y tras una breve pausa apostilló con tino—: ¿No me escuchaste cuando te hablé de la vocación? Pues a ella me encomiendo y a la providencia que me ha permitido una economía lo suficientemente desahogada como para posibilitarme esta labor a la que estoy enteramente dispuesto a dedicar mi vida.

    —Tu entereza es tan encomiable que para sí la quisieran presumidos e ignorantes entre los que, la verdad, no voy a darme la inmodestia de descartarme.

    »Tengo mujer y dos hijos, una familia bien avenida y comprometida, pero he de admitir que no faltas a la razón; al menos en lo que a mí me toca no tengo reparos en confesarte una laguna interior inexplicable para la cual no encuentro palabras. Me causa una sensación… melancólica; es extraño el que prefiera sincerarme con un recién conocido antes que con mis seres más queridos. ¿Acaso eres un maldito psicólogo? —reaccionó Nestón como despertando de un trance, retomando su representativa ufanidad.

    —Está comprobado que cuando te dejas llevar por el entusiasmo acabas, casi sin quererlo, por acertar en el blanco. Pero no te juzgues con tanta severidad; por muy sabios que seamos y por muy buenos consejos y advertencias que sigamos no podemos evitar dejar algo por el camino. La sencillez nos permite advertirlo y de esa virtud pareces bien servido.

    »En cuanto a la psicología, y por muy en broma que lo hayas dicho, es una de mis contadas cualidades, y ya que estamos en dinámica confidencial te diré que sin ella me sentiría desamparado, fuera de lugar, con mayor incidencia si cabe en mis artesanales investigaciones.

    —¿Artesanales? ¿Por qué las calificas de esa manera, si puede saberse?

    —Cuando sale a colación el asunto de la parapsicología es inevitable, si se tiene una mínima referencia, que surja el manido tópico del científico loco, ese excéntrico personaje salido de las mismas entrañas de la tierra cargado de artilugios tecnológicos de última generación. Y entonces aparezco yo con esta estampa juvenil acompañado de un demacrado block de notas y de mi fiel grabadora; la primera impresión que capto es decepción, pero no acostumbro a dejarme intimidar por ella y acabo superándola concentrándome en lo esencial. Por eso me considero artesano. Al utilizar medios de trabajo relativamente sencillos y manejables, la mente y la intuición pueden navegar a sus anchas en el mar bravío de la casuística sin perder ripio de los pormenores donde se enrocan las claves de los casos, más que en el contraste de relatos o, incluso, que en el fenómeno en sí mismo, por otra parte, extraordinariamente registrable. —Gustavo, excitado por el derrotero de la plática absolutamente en consonancia con el tema que a él le embriaga y compete, refrenó su ímpetu como aquel cocinillas que está a punto de no evitar que la leche se derrame en el importuno hervor, prosiguiendo con soltura—. No le hago ascos a la ayuda tecnológica, pero no es mi especialidad y, a fuerza de ser sincero, estoy muy contento de no encarnar a un decano ni a un erudito diplomado, aunque esta reafirmación signifique en ocasiones trabajar a disgusto. Y bien: ¿Me he explicado, señor Ernesto?

    —Cual libro abierto, diría yo. Estoy completamente seguro de tu competencia, pero reconozco que a mí también me sorprendería encontrar alguien tan joven desempeñándose con soltura en este género de temas tan escabrosos, y perdona si he utilizado una palabra inapropiada.

    A la vista de que el contertulio se sentía a gusto con los flecos introductivos de su principal pasión, Gustavo se reclinó en el asiento apoyando su brazo en la abierta ventanilla. El día se había despertado desencapotado y tenue, lucía en esos momentos con la áurea fulgencia de un sol al que apenas unas deshilvanadas nubes se atrevían a desafiar. La temperatura había ascendido y era agradable recibir la brisa en pleno rostro mientras el paisaje natural iba dando celérico paso a una constante sucesión de solares, establecimientos, edificios y personas. Estuvo a punto de solicitar por condescendencia un cambio de tema, pero Nestón no parecía dispuesto a ello, circunstancia que Gustavo aceptó con disimulada complacencia.

    —Hace muchos años —prosiguió Nestón—, en la juventud, me llegaron a interesar estos asuntos del más allá y demás anécdotas del mismo corte; ya se sabe, en ciertas edades uno es impresionable. Conste que no lo digo con segundas. Pero con el tiempo me convencí de que todo era una paparruchada; hasta que mi mujer, aficionada al tablero Ouija, en una de las sesiones celebradas con sus amigas, en casa de una de estas, a la pregunta de: «¿Alguna de nosotras tendrá contratiempos con la salud?», obtuvo una predicción en una concisa respuesta. Piedra.

    »Como ya sabrás, la mayoría de contestaciones obtenidas por ese procedimiento no tienen ni pies ni cabeza y nadie dio a esta mayor importancia ni significación, y menos Elene, pues así se llama mi mujer. Pero al cabo de unos meses, al menos nosotros, sí que pudimos dársela, ya que hubo de internarse afectada de un dolor renal muy intenso; ¡y adivina el diagnóstico!

    —Me lo pones fácil: ¿Piedra en el riñón? —respondió Gustavo arqueando su ceja izquierda—. En jerga clínica sería…

    Pero Nestón no le dejó concluir.

    —Suena increíble, ¿verdad? Pero nos dejó muy impactados, especialmente a este que te habla; desde entonces prefiero no opinar a la ligera y me siento incómodo y muy molesto cuando escucho que tales experiencias son tomadas a modo de chanza o con frivolidad. Hasta Elene, que asistía a esas sesiones por mero entretenimiento, tardó más de un año en decidirse a volver, y eso que ella es una persona bastante racional.

    —¿Sabías que el procedimiento Ouija también es conocido como «el telégrafo de los espíritus»? —interrumpió Gustavo—. Debido a esa connotación espiritista que nos lleva definitivamente al concepto de la muerte y a la incertidumbre extraterrenal y, por antonomasia, a nuestro temor más profundo: la parca, la Ouija ha sido, y sigue siendo aún, mal afamada, principalmente en los ambientes profanos tendentes al negativismo, tomada como una especie de ventanal abierto a una dimensión oscura, engañosa y maléfica, creadora y pronosticadora de funestos augurios y calamidades.

    —¿Y crees que esa acepción popular tiene alguna base? —preguntó Nestón.

    —No necesariamente. Aun dando por buenas las creencias espiritistas, lo que puedo asegurarte es que si en el inconsciente del grupo reunido existe el miedo y la seguridad de, quizás obedeciendo una morbosa querencia, comunicarse con un espíritu maligno, el resultado será el secretamente pretendido. También sé que si una voluntad fuerte trastoca la unanimidad emocional grupal no hay lectura interpretable, a no ser que esa voluntad sea detectada, excluida o quebrantada por la mayoría.

    »Por lo que he podido verificar, el tablero Ouija es un medio, si acaso un catalizador de fuerzas esquivas y muy sutiles que precisan del apoyo colectivo, de una concentración decidida y sincera de cada uno de los participantes, interiormente sincera, me refiero a que no tiene por qué ser positiva. La cuestión está en la procedencia de las supuestas entidades que se dan a conocer, y en torno a este dilema se debaten diferentes teorías, cada una de ellas con sus respuestas y fundamentos. Pero a mí no me gusta el decantarme decididamente por ninguna de ellas por mucho que la labor de campo recogida hasta la fecha me decline hacia una de las conclusiones intelectuales. Lo que sí puedo asegurarte es que en la fenomenología paranormal no hay ni hubo constancia de directa peligrosidad física aun cuando la rumorología insista en destacar lo contrario, quizás para reclamar la atención estimativa del escepticismo; claro que este mundo metafísico es lugar idóneo especialmente acicalado para lo extraordinario, aunque esa extraordinariedad brote y muera en nuestros absurdos miedos.

    —Pues menuda tranquilidad que me das con este último e intencionado suspense. Lo que yo quería saber es si mi mujer debería dejar de asistir a esas dichosas sesiones. Aunque no sé por qué digo esto, al final hará lo que le apetezca; Elene es muy suya y no admite sugerencias si se trata de su tiempo libre.

    —Por lo que me has contado, una vez superada su remisión volvió a ser parte activa de esas reuniones de Ouija, ¿has advertido algún cambio en su comportamiento?

    —No, ninguno que yo sepa —respondió Nestón mientras cambiaba de marcha.

    —Pues si no se dan indicios de alteraciones emocionales no deberías preocuparte. Ya sé que te habrán dicho que la Ouija es como una ruleta rusa de infortunios, contándote alguna que otra historia sobrecogedora, pero no las tengas muy en cuenta. Hay que cuidarse antes de los vivos que de los muertos, eso suponiendo que a ellos nos refiramos, lo cual es, a mi entender, mucho suponer. Si sus amistades sienten como tales no hay Ouija que rompa ese círculo afectivo.

    »En esa o en cualquier otra actividad la afectividad es un magnífico colchón anímico que previene y amortigua toda caída. Además, el caso que le ocurrió a tu querida mujer debería, todo lo más y descartando alegremente el incómodo factor causalidad, ser interpretado como advertencia y no como supuesta maldición. Con este ejemplo digo que somos nosotros los negativos y que nos servimos de la Ouija para encubrir y desviar los ya difusos rastros de íntima aversión.

    »Un error relativamente frecuente es tomar la Ouija como un simple juego de mesa cuando es algo más; pero de ahí a creer que se vislumbre en ella un pozo al infierno…

    »Francamente, solo dista el temor extremista y la ignorancia popular. Te lo dice alguien curtido en este tipo de prácticas que supusieron mi iniciación en el mundillo esotérico.

    —¿Eso qué? —preguntó Nestón con gracejo.

    —Temas ocultos no resueltos ni por la ciencia ni por la religión; asturianillo de pro.

    —Tus reflexiones me inspiran confianza y me tranquilizan. No sé qué es lo que tienes, chaval, pero puedo asegurar lo que no eres: un charlatán, a esos «especímenes» acierto a distinguirlos. Si tengo la suerte o la desgracia de ser protagonista de hechos incomprensibles, a ser posible no motivados por la estulticia humana, tendré en cuenta a tu persona.

    —Te tomo la palabra —respondió Gustavo depositando con sutil elegancia su tarjeta de presentación sobre el salpicadero—, y aunque no sean muy serios, gracias por los cumplidos.

    —Lo que yo decía: Bohemio y, por si fuera poco, con estilo, ja, ja.

    Sin desviar la vista del tráfico, Ernest sacudió el hombro de Gustavo contundentemente en lo que daba todos los aspectos de ser un zarandeo de confraternización. Gustavo lo apreció con una amplia sonrisa, aunque, si hasta el momento se notaba un tanto agarrotado por las contadas horas de incumplido sueño y el rígido asiento forrado en resbaladizo skay, después del afectuoso sacudimiento supo con seguridad que ya no lo estaría más.

    Capítulo II

    SUSTANCIOSA RUTA

    Las horas transcurrían y la tarde se asomaba radiante desembarazándose del matinal velo gris con el que la mañana aún jugueteaba por no quererlo extraviar. El cansancio había hecho mella en Gustavo, que hacía ya un buen rato se decidió, después de cabecear durante unos minutos, a echar una pequeña siesta siempre y cuando las condiciones del camino se lo permitiesen; de todas formas tal era la profundidad de su sopor que ni el estridente aullido de una sirena industrial daba impresión de poder sacarlo de él.

    De vez en cuando el voluminoso Ernest miraba a su derecha como para revisar el estado de su acompañante esgrimiendo una sonrisa que resaltaba, aunque tal cosa pareciera inverosímil, sus protuberantes carrillos, mientras jugueteaba en la comisura de los labios con una pequeña cruz de plata que llevaba colgada al cuello en una cadena de finísimos eslabones del mismo material. Si recurría a esta singular distracción era porque comenzaba a sentirse algo fatigado descartando conectar la radio por no despertar a quien tan apaciblemente dormitaba a su diestra.

    —Qué envidia me das —susurró.

    La furgoneta recorría en esos momentos una desigualmente alquitranada carretera comarcal, puesto que Nestón había variado la ruta cogiendo un atajo sobradamente conocido por él. Al cabo de un rato Gustavo abrió los ojos y observó a unos lugareños montados en un mal pintado carro entoldado tirado por un viejo percherón realizando trabajosas maniobras con la intención de dejar todo el espacio posible para facilitar el preferente paso de los vehículos motorizados que apenas tenían que variar su dirección para sobrepasarlo.

    —El progreso tiene la vez —exclamó mientras se desperezaba.

    —Pronto despiertas —dijo Nestón—, mismo da, de todas formas estaba a punto de espabilarte yo mismo o mi estómago no me lo perdonaría. Ya va siendo hora de almorzar, más bien diría que transcurrió hace un buen rato, y una reunión de sapos hacen coro en mis entrañas.

    —¿Dónde estamos? —preguntó Gustavo.

    —En los alrededores de Albi, a punto de llegar a la entrada de un pueblucho de mala muerte pero con una taberna en la que se come barato y en abundancia.

    —Si te apetece en mi mochila tengo…

    —Déjate en paz de tentempiés para boy scouts, lo que necesitamos es una buena pucherada calentita y vigorizante bañada con vino de marca o una cerveza espumosa bien fresquita, si es que este húmedo calor nos lo demanda, y a fe que hasta ahora viene haciéndolo.

    —Excúseme el cielo de discutirte nada en cuestiones de mesa y mantel, pero yo con poca cosa me apaño.

    —Ni que decir tiene a juzgar por tu aspecto. Estás demasiado delgado para ser tan joven, a tu edad hay que alimentarse en condiciones para estar rebosante de energías, y te advierto que allí donde te llevo se toman a mal el no rebañar cada colmado plato.

    Nestón rio una vez más al advertir la cara de circunstancias de Gustavo, que de buena gana se hubiera propuesto quedarse en la desvencijada furgoneta esperando a que el gran estómago que tenía a su vera diese rienda suelta a su presumible voracidad. Temiendo no estar a la altura de los más intemperantes comensales que por estas latitudes sin duda se estilaban, se propuso firmemente aceptar la invitación como si de una cuestión de Estado se tratase, no se diera pie a pensar que un norteño de la península ibérica fuera uno de esos pajaritos remilgados acostumbrados a la exquisita frugalidad de los ambientes selectos.

    Ahora que se intentaba preparar para la prueba de fuego recordó no haber probado otro bocado en toda la mañana que aquella solitaria manzana precedente a la recogida. Después de todo no le vendría nada mal una buena comida por mucho que pudiera verse degenerada en opípara comilona; en esos instantes ya no era solamente su depurada educación la que le impedía renunciar al ágape, pues un gusanillo juguetón e insinuante crecía en su interior despertando el apetito que Gustavo nunca había recibido con tan oportuna satisfacción.

    Nestón, disminuyendo la velocidad, se aventuraba por caminos de tierra sinuosos y repletos de socavones hasta doblar un rocoso recodo; tras sobrepasar una gruesa hilera de secos zarzales que custodiaban los costados del árido terreno, el horizonte aparecía bellamente despejado mostrando a lo lejos tejados, cobertizos, cuadras y gallineros de unas casas encantadoramente rústicas. La entrada del pequeño pueblo, de no más de cincuenta habitantes, recibía a los forasteros con serena curiosidad únicamente turbada por unos escuálidos chuchos que saludaban a golpe de nervioso ladrido la llegada de los nuevos visitantes.

    El mesón no estaba muy lejos de allí, apenas unos doscientos metros calle arriba bajo la perenne sombra de unas arcadas que circundaban una minúscula plazoleta en cuyo centro se erguía una fontana alrededor de la cual un grupo de niños con edades próximas a la recién abandonada lactancia jugueteaban a la vista de unas madres que encontraban la manera de mantener entretenida cháchara mientras se ocupaban de sus labores hogareñas, desempeñadas con gran naturalidad sin desatender la maternal vigilancia.

    Había más de un coche aparcado en las proximidades de mala manera, como a la buena de Dios. Esa insultante provisionalidad daba a entender que no pertenecían a los habitantes del lugar. Gustavo y Nestón no iban a estar solos en el comedor.

    Nestón estacionó justo enfrente de un solar abandonado y semiderruído en una parcela revestida de una fina grava que crujía crepitosamente bajo la aplastante presión de los neumáticos; estiró los brazos y, acto seguido, abriendo bruscamente la puerta, procedió a hacer lo propio con las piernas.

    —¡Ahhh! —exclamó—. No veía llegar la hora de poner pie en tierra y desentumecerme un poco; en fin, mieux vout tard que jamais.

    —¿Cómo has dicho? He entendido algo de tarde, ¿acaso vamos retrasados? —preguntó Gustavo.

    —No, ame de boue…, es decir: alma de cántaro; lo que has semitraducido es un viejo proverbio que repito cuando me apuran las prisas o, como en esta ocasión, la «hambruna» que reza el consabido: «Más vale tarde que nunca». Y ahora, si no te importuna, sal de una vez de esta caja de sardinas y apresurémonos, aunque no es el tiempo quien me apremia sino mi impenitente metabolismo.

    Gustavo obedeció con presteza y respiró el aire puro tan particular de las zonas rurales singularmente aromatizado por un olor con el que estaba familiarizado, fertilizadora fragancia natural proveniente de un corral cercano.

    Dirigiéndose a la plaza donde los críos todavía retozaban y siguiendo los pasos de su fornido guía, Gustavo pudo ojear el local en el que habrían de reponer fuerzas. Sus dimensiones eran aproximadamente de sesenta metros cuadrados: a mano izquierda, adornada con un estropeado mosaico bicolor de tonos verdes y azules y coronado con un pasamanos excelentemente barnizado de oscura caoba, estaba la barra; a la derecha, parpadeando con lucecitas multicolores una máquina comercial del azar emitía una rítmica y contagiosa musiquilla que, si bien no invitaba a la danza, bastaba al menos para reclamar la ludópata atención de los que por allí pasaban. Ese era el único ejemplo de modernidad en un ambiente tan tradicional.

    Una maltratada mampara de mimbre separaba la zona del comedor del resto del local, sita en el fondo de este parcialmente resguardada de la incontinente y altisonante charla de los contados bebedores reunidos en la barra formando reducida piña.

    —Bienvenido a la petit lampion, o pequeña candileja, como más te guste —dijo Nestón—. Hemos tenido suerte, no hay demasiada clientela; tanto mejor, así nos servirán con inmediatez. ¿Qué te parece, cántabro?

    Gustavo siguió mirando a su alrededor antes de responder.

    —Bueno, es una tasca a la vieja usanza, tan agradable al menos como cualquiera de las que abundan en mi tierra.

    —No pareces muy impresionado, lo esperaba. Pero cambiarás de opinión cuando pruebes el marmitako tan excelente que aquí se sirve; es la especialidad de la casa.

    —¿Marmitako? —exclamó el sorprendido Gustavo—. No soy un experto en arte culinario pero si no me equivoco ese es un típico plato vasco, a no ser que exista una variante gala de igual nombre.

    —Sí, señor, vasco es, como el propietario y regente de este mesón; un guipuzcoano con todas las de la ley. Magnífica persona y mejor cocinero con quien tengo el honor de compartir una gran amistad.

    Casi sin dar tiempo para concluir las aclaraciones y recorriendo el interior de la barra de un extremo al otro, un hombrecillo de corta estatura entrado en años y carnes con el pelo rapado al cero y nariz pugilística se acercó con inusitada presteza teniendo en cuenta que antes de llegar al sitio pretendido tuvo que cobrar a dos personas y servir unos vinos a otras tantas.

    —Bien hallado, grandullón. Has esperado mucho para dignarte a volver por estos andurriales, no sé si perdonártelo; pero a pesar de los pesares, y como no soy rencoroso, no voy a hacer uso del derecho de admisión para evitar que me vacíes la despensa.

    —Ni yo del libro de reclamaciones o de una llamada anónima a Sanidad —respondió Nestón voz en alto.

    Los dos amigos se estrecharon fuertemente las manos palmoteándose los hombros en franca muestra de compartida alegría. Remitida la espumosidad del jubiloso reencuentro, Nestón hizo las pertinentes presentaciones:

    —Este es mi buen amigo Santi, y aquí el muchacho autoestopista que he tenido la fortuna de recoger por el camino… ¡Mecachis la mar! —Y se rascó la cabeza haciendo esfuerzos por recordar—. Pues que me aspen, pero no me acuerdo del nombre.

    Gustavo, después del pertinente saludo con el vasco Santi, se apresuró por sacar del apuro a Nestón.

    —No culpes a tu memoria, que malamente se puede recordar lo que no se conoce.

    —¿Quieres decir que ni siquiera me dijiste cómo te llamabas? C´est ne pas posible!

    —Pues, efectivamente, no solo es posible sino verdad —respondió Gustavo—. Después de todo no me lo preguntaste.

    —¡Diablo de muchacho! —exclamó Nestón llevándose las manos a la cabeza—. Pues no sé a qué diantres esperas para sacarme del atolladero en el que tan obtusamente me he metido.

    —Me llamo Gustavo Atienza, nacido y crecido en la verde hermosura de Santillana del Mar, para servir a usted.

    —Encantado de conocerte, y no te preocupes que para servir ya estoy yo —replicó Santi con llana agudeza—. Mas conociendo al interfecto que tienes al lado estoy por asegurar que tampoco es que te haya otorgado la oportunidad de explayarte verbalmente. Cuando suelta la lengua es un auténtico ciclón desencadenado.

    —No es problema para quien, como es mi ejemplo, disfruta escuchando, preferiblemente cuando la compañía resulta así de amena. Además, creo que ha sido comedido conmigo en el aspecto que presumes, imagino que con buen conocimiento de causa.

    —De verdad que me encantaría seguir charlando con vosotros —concluyó Santi— pero, aunque no estemos lo que se dice a rebosar, he de atender el negocio; si venís a comer podéis ocupar mesa y enseguida os atenderán. Yo mismo me ocuparé de preparar exclusivamente vuestro menú.

    Santi regresó a sus quehaceres cuando una camarilla de ancianos del pueblo, boina calada y bastón en mano, hicieron parsimoniosa entrada. Eran cinco, y tres de ellos, o bien estaban gagás o tenían algún grado etílico por encima de la media recomendable, con mayor razón en edades tan avanzadas. Venían contándose chistes picantes de viejo verde enseñando bien a las claras la catadura moral que pudiera indicarse como contraria a lo que se entiende por venerable. Su educación brillaba por ausente.

    Trastabillándose y a molestos empellones, aun sobrándoles espacio en el que moverse, lo cual es un decir, ocupaban el sitio que otras personas cedían por reflejo sorprendidas ante un grosero alarde de incultura tan acusado e indeseable, o quizás por secular respeto a la deseada longevidad. Lo cierto es que Gustavo presenciaba la escena con auténtica indignación y, mirando a los ojos de Nestón, sin mediar palabra, le hizo llegar su parecer al que finalmente y sin poderlo remediar tuvo que hacer mención hablada.

    —Para que luego vayan diciendo aquello de que la juventud está perdida. Con patrones de conducta como el que acabo de presenciar podríamos incluir una edad más a la sentencia.

    Uno de los vejestorios, el de peores trazas y no el mayormente castigado por el traicionero alcohol, frunciendo las gruesas y pobladas cejas miró con el rabillo del ojo hacia donde Gustavo y Nestón estaban, es decir, situados a unos escasos metros, y afanándose por no mostrar ostensiblemente su desaprobación ante la anécdota acaecida, escupiendo una lapidaria frase, concisa, clara y en perfecto castellano:

    —Asquerosos españoles.

    Nestón hizo un ademán de dirigirse hacia los componentes del grupejo que mezquinamente se burlaban enseñando sus escasos dientes haciendo juegos de equilibrio para no bambolearse más de la cuenta y aferrándose al tercer punto de apoyo del que hacían achacosa gala, descontando el vidrio al que tanta afición parecían tener.

    Gustavo se interpuso inmediatamente al contemplar el aire de oso enfurecido que había cobrado un hombre hasta hace pocos instantes afectuoso al ciento por ciento.

    —No te equivoques —le dijo—. Nada de lo que digas o hagas servirá de mucho a cualquiera de las partes. Resulta penoso tener que admitir que ni siquiera los años son capaces de mitigar algunos tipos de decadencias, además de la puramente física; ya sé que es difícil mantener la serenidad cuando se te hiere sin motivo aparente, pero si no lo hiciéramos sería aún más complicado solventar el entuerto sin perjuicio propio. Dejémosles compartiendo el veneno de su mezquindad que recién nos acaba de salpicar y vayamos a lo nuestro, ¿de acuerdo? Cuando estoy en un tris de enojarme se me abre el apetito; ahora solo espero que no vayas a ser tú quien lo pierda o la situación resultaría harto chocante.

    —¡Ah no! —reaccionó Nestón—. Ni siquiera la estupidez humana puede competir con mi entrenada gula; a sot compliment pas de réponse. Solo faltaría que a estas alturas de la vida una persona que trata a la honradez como principal de sus guías acabase aplastando palurdos pasados de fecha, por muy insolentes demuestren ser.

    —No esperaba menos de ti —contestó Gustavo señalándole la dirección adecuada buscando oportunamente el desahogo de la distancia.

    Ambos se internaron en el comedor tomando cómodo asiento, y sin mayor dilación una joven con el pelo trenzado les entregó la carta antes de darles ocasión para echarla en falta. Si el conato de conflicto anterior perduraba en la retina del grandullón franco-asturiano, la presencia de la atractiva mozuela hizo desaparecer los últimos rastros de contenida ira casi por ensalmo.

    —Hola, Cecile, cada vez que te veo te encuentro más guapa —le dijo Nestón—. Si no fuera porque soy demasiado viejo para tan exquisita belleza te seguiría piropeando hasta el fin de los días. Pero como no deseo ponerte en ningún apuro me contentaré con presentarte a mi amiguete Gustavo.

    —Es un placer —respondió la lacónica Cecile eludiendo la mirada.

    —Bien. A mí no me hace falta pensar si esto es más o menos apetecible que aquello, ponnos la especialidad de la casa de primero, de segundo un buen chuletón con patatas y una jarra de sangría bien fresquita —apostrofó Nestón sin poder reprimirse.

    —Yo tomaré lo mismo. Y el placer ha sido mío —contestó Gustavo haciendo oídos sordos a la mala interpretación que podría llegar a dársele a la indeliberada interrupción de su glotón amigo.

    Cecile, entre las flores de Nestón y la caballerosa correspondencia de Gustavo, no pudo por menos que sonrojarse. Tras tomar cumplida anotación dibujando la mejor de las sonrisas en sus finos y delicados labios hizo el pedido en cocina y, rauda como una gacela de la sabana, dispuso mantelería, cubertería y vajilla en un dos por tres. Su diligencia hablaba por sí misma.

    —Tan rápida y esmerada como siempre —apuntó Nestón—. ¿Verdad que es una auténtica maravilla?

    Pero sin tiempo para las congratulaciones la muchacha hubo de recoger una de las mesas adyacentes que acababa de quedar desierta. El trabajo se le acumulaba a medida que el comedor se iba llenando, generalmente de aldeanos provenientes de las labores campestres.

    —Es bastante guapa. Mas aunque no lo fuera da no sé qué verla tan atareada, casi agobiada, y sin nadie que la ayude —comentó Gustavo.

    —No te dejes engañar por su delicada figura, galanoso, ni por ese carácter tímido que acabas de comprobar; ya ves que es muy desenvuelta. Cuando no atiende las mesas sirve en barra o ayuda en cocina, y por si esto fuera poco, es la responsable de la limpieza. ¿Sorprendido? Pero lo más importante es que le gusta lo que hace, y ante todo para quién lo hace.

    —Más le vale. ¿Es acaso familia de Santi?

    —¿Familia dices? Es su hija. La más pequeña de las cuatro que Dios tuvo la gracia de concederle. Sus hermanas prefirieron tomar el camino del estudio cursando una carrera e intentando labrarse el futuro en la capital, pero la buena de Cecile es diferente, prefirió quedarse a vivir en esta pobre aldea ayudando a sus padres en todo lo que bien pudiera, que es mucho, sin una contraprestación mayor, fuera aparte del amor y la cordial estima de quienes tenemos la fortuna de conocerla desde que era un retoño. Es muy reservada y de pocas palabras, aunque yo en verdad creo que maldita sea la falta que pueden hacerla.

    —Adorable criatura —dijo Gustavo siguiéndola con la mirada.

    —Sí, adorable y, por lo que sé, comprometida, así que no te hagas ilusiones, Don Juan.

    —Y por tal razón prefieres cortarlas de raíz, ¿verdad?

    Una vez más los contertulios volvieron a disfrutar de la compartida amenidad lanzándose, en plan de complaciente camaradería, finas puyas hilarantes que hicieron volar el margen de tiempo precisado por Santi para preparar los manjares apetecidos y expertamente condimentados. Sin mayores dilaciones y haciendo magistral uso de la bandeja depositó la preciada carga a oloroso tiro de hambrientas impaciencias sin disimular el orgullo motivado por las cosas bien hechas. Parecía un afamado pintor a la hora de descubrir cara al público su más preciado lienzo, y lo cierto es que el penetrante aroma refrendaba la admiración de los interesados consumidores ansiosos por degustar la humeante exquisitez.

    —Como es costumbre en un profesional de categoría como tú has respondido a nuestro intranquilo deseo con pronta ligereza, pero igualmente a la inmediatez del servicio, puntualmente óptimo, te aseguro que haremos cumplido despacho en un santiamén, y nunca sea la expresión más oportuna —aseguró Nestón.

    —Ya estamos con el recochineo habitual —replicó Santi—, pero si prosigues con esa actitud y dejas que el guiso se enfríe mínimamente, patatas y bonito entrarán en reñido conflicto y se malogrará mi toque especial. Yo de vosotros dejaría descansar la lengua para activar el gaznate.

    —Se hará como usted diga, excellentisime cousinier —asintió Nestón.

    —Pues no se hable más, y bon appétit —rubricó el bueno de Santi pulmón abierto de regreso a la cocina.

    Al tiempo que Nestón y Gustavo daban buena cuenta de tan sabrosa vianda, los vejestorios, paseando insolentemente su irreverente desfachatez, fijaron cochambrosa atención en un clímax que por amigable los tenía en envidioso y hostil desconocimiento.

    Habían tomado asiento e intentaban pasar el rato enfrascados en una partida de dominó en la que no parecían estar muy concentrados.

    Prácticamente mediaban entre ambas localizaciones casi tantas personas como metros; «La petit Lampión» hacía honor a su nombre, sustancial y calificativamente. Todo tipo de gente se congregaba en su interior convenientemente guarecida del deslumbrante fulgor del sol que presidía con calurosa exultancia la naciente tarde fuera del reanimador frescor de la porticada sombra. Pero tan animada afluencia suscitada

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1