Mi pasaporte azul americano: El precio de la libertad
Por Ziad Makarem
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Mi pasaporte azul americano - Ziad Makarem
INTRODUCCIÓN
La vida no es fácil, eso ya lo saben todos. El problema es cuando logras lo que tanto añorabas después de mucho esfuerzo, obtienes paz, calma, éxito, estabilidad y, al poco de saborearlo, viene la gran debacle. Caída en picado, pérdida absoluta de todo lo que construiste durante años. Empezar de cero pasados los cincuenta habiendo sido despojado de tu país, tu familia, tu profesión y tu idioma: ahí es cuando de verdad te das cuenta de lo crudo que puede ser este mundo, porque ni siquiera dependió de mí. No se trató de un fracaso personal, sino de una situación nacional, política y social que destruyó todo lo que yo era, todo en lo que yo creía. ¿Qué haces entonces? Solo queda huir con la esperanza de, al menos, sobrevivir. Sin embargo, sobrevivir y vivir son dos conceptos completamente diferentes.
¿Cuántas veces puedes reinventarte? ¿Cuántas renuncias podemos llegar a hacer? ¿Cuánto debemos hundirnos antes de tocar fondo y tomar impulso?
Por desgracia, esta no es una historia de ficción ni mucho menos aislada. Sin embargo, tampoco ha de ser tomada como un relato triste; al contrario.
Sé que son muchos los que han padecido vivencias similares, por eso estas páginas dan forma y luz a todos esos caminos oscuros que, de algún modo, han intentado enmendarse. Todas las luchas, independientemente de la nacionalidad, raza, profesión, creencias e ideologías, merecen la pena. Todos merecemos la pena. Este libro es la muestra de que solo nos hacemos pequeños y perdemos nuestra voz y nuestro ser cuando lo permitimos. Nunca es tarde. Mientras hay vida, hay esperanza.
Nunca dejes de luchar, tampoco te confíes. He estado en la cima sin sospechar que el abismo se estaba abriendo a mis pies.
No, esta vida no es fácil, debemos estar siempre preparados. La pregunta es: ¿realmente lo estamos?
CAPÍTULO 0. EL PRINCIPIO DEL FIN
—¿Papá? —preguntó mi hijo Andrés desde el asiento trasero de nuestro coche, con el gesto lleno de pavor. A su lado, con reacciones igual de confusas, Gabriel y la pequeña Mariana, de tan solo unos meses de edad.
—Tranquilos, niños, todo estará bien —asentí con firmeza, ocultando mi nerviosismo y buscando con una silenciosa mirada el apoyo de mi esposa Susana, que también se anclaba al asiento terriblemente asustada mientras las hordas chavistas, con sus gritos, empujones y amenazas, comenzaban a zarandear nuestro vehículo como si fuera de paja.
—Tenemos que salir de aquí. Ya. Sin miramientos —acertó a balbucear Susana ante la exaltación que nos rodeaba.
Aquella gente había formado una potente barricada con diversos puntos de fuego y cortes al paso que volvían la calle un auténtico infierno, convirtiendo la noche estrellada de la que habíamos estado disfrutando hasta entonces en una ratonera prendida en llamas y odio.
Era el año 2003. Chávez llevaba tres años ocupando la presidencia gracias a sus promesas electorales de cambio que, entre otras cosas, interpelaban a la clase social más desfavorecida del país y al hartazgo de muchos sectores con la clase política que había actuado hasta la fecha y que él mismo trató de derrocar unos años antes, en 1992, con un golpe de Estado. Con esta idílica situación es fácil presagiar la ruptura que se avecinaba. El prometido cambio llegó, pero no fue para bien. La revolución chavista había llegado a su máximo punto de radicalización y apogeo, donde la inquina y el rencor hacia las clases pudientes impregnó todo, culpabilizándolas de malestares impensables e impulsando una esperpéntica revolución armada que idealizaba el comunismo cubano e invitaba a imitarlo.
A día de hoy todos conocen este relato, todos saben lo que pasó e implicó para el desarrollo y la bonanza económica de Venezuela. Pero pocos saben cómo fue vivir en las entrañas de esta guerra camuflada.
Yo, reputado médico que llevaba años desarrollando y aplicando técnicas pioneras en medicina, impartiendo formaciones, clases, aprendiendo y medrando para ofrecer lo mejor a mis pacientes, fui rápidamente diana de una repulsa sin sentido que empezó a amenazar mi hogar y mi seguridad. Nadie jamás me regaló nada. Por el amor de Dios, era hijo de inmigrantes libaneses, había forjado mi propio destino con tesón y voluntad. Fui el mejor ejemplo de la buena democracia venezolana, aquella que encumbró a muchos. Aquel país que prometía éxito, refugio de otros tantos extranjeros que encontraban en nuestra tierra prosperidad. Auténtica clase media trabajadora cuya vida, a base de tesón y entrega, era acomodada y poco angustiosa. Ahora pareciera que todo me había venido dado y mi éxito fuera la causa de la pobreza y el fracaso de otros tantos. ¿Cómo se conectaba eso? ¿Dónde radica el futuro idílico de esa premisa?
Las calles llevaban semanas convulsas, agitadas. La violencia crecía y los recelos exasperaban a la población. Aquel día, quizá, escogimos mala hora para salir, pues nunca imaginamos que en tan solo tres años nuestras vidas fueran a cambiar tanto.
—Qué bien se cena aquí —comenté satisfecho, relamiendo el postre.
—Sin duda, mi rincón favorito —confesó mi buen amigo Luis, listo para pedir un café.
Luis González, también cirujano, había sido discípulo y, posteriormente, socio mío. Nuestros caminos se estrecharon aún más cuando me presentó a Susana, compañera ginecobstetra de Beatriz, con quien, por supuesto, me casé tiempo después. Empezamos siendo jóvenes y apasionados estudiantes, y ahora éramos dos familias que compartían no solo el amor por la misma vocación, sino tiempo, cenas, celebraciones y vacaciones juntos. Sus hijos, María Fernanda y Luis, tenían edades similares a Andrés y Gabriel. Organizar planes juntos era algo natural y deseado por todos, congeniábamos a las mil maravillas y siempre era agradable compartir charlas. Aquel día nos vimos en un restaurante de la Terraza del Ávila para cenar, una urbanización en el este de Caracas de clase media alta donde tenían su apartamento.
Desde que tomamos asiento en nuestra mesa reservada, la televisión encendida de fondo marcó la conversación. Cómo no, en la cadena nacional que el bueno de Chávez tenía secuestrada y muy poco influenciada (entiéndase esta última ironía), se veía al presidente lanzando su ya reiterado discurso divisionista de la nación.
—¡Esos miembros escuálidos de la oposición! —clamaba con su voz agitada y brazos teatrales que tanto le caracterizaban, siempre con la bandera amarilla, azul y roja en cada fondo y detalle de su ropa—. ¡Provocadores de la pobreza! ¡Corruptos! Nuestro pueblo está harto de sus manipulaciones… —continuaba exaltado, logrando de alguna forma que la clase social más desprotegida y vulnerable se envalentonara y uniera a su voz valiente, retadora y decidida—. Van a saber quiénes son los venezolanos. De qué somos capaces y qué queremos. ¡No nos van a callar más! El pueblo de Venezuela se echa a las calles, no tiene miedo…
—Lo que hay que escuchar… —susurró Luis, renegando con la cabeza.
—Se me ponen los pelos de punta —coincidí con él, tratando de aislarme de aquella perorata tan poco realista y conflictiva—. Y pensar que ya empezado el siglo XXI aún andemos con estas historias, con rupturas, con incentivo al enfrentamiento…
—¿Qué crees que pasará? —preguntó con cierto tono de preocupación.
—No tengo idea, amigo. Espero que la sensatez prime, supongo que es lo que queremos todos, que la sangre no llegue al río.
—Una mala política puede alterar el curso de la historia de un país, su calidad de vida y, por ende, la nuestra, la de nuestros hijos, su futuro… —Susana y Beatriz se unieron al debate mientras nuestros hijos jugueteaban por la terraza.
Y entonces reinó el silencio, porque todos ahogábamos los mismos desasosiegos, pero no terminábamos de atrevernos a darles palabras, como quien teme que, si lo dice en alto, se convierta en realidad. Perdimos la vista en el televisor y reflexionamos, taciturnos. Se veía venir, es cierto, pero nadie quería creer que pudiera llegar a materializarse. Lo ves en otros países y piensas que no se repetirá, que nadie será tan torpe como para caer en las mismas trampas. Pero la vida, y la historia de la humanidad, por mucho progreso y nuevas tecnologías que nos invadan, no es más que un ciclo que, aunque con matices, se reproduce una y otra vez.
Abonamos la cuenta, nos despedimos con un abrazo y un beso y cada familia tomó rumbo a su casa. Recorrido equivocado, falta de suerte. Frente a la Terraza del Ávila existe un cerro conocido como Petare, una de las barriadas más grandes de Latinoamérica, también la más peligrosa.
Para llegar a nuestro destino debíamos conducir cerca de sus calles y, sin ser plenamente conscientes de ello, ya se había corrido la voz sobre el último discurso del presidente y la amenaza dada de que la gente iba a invadir y tomar por la fuerza casas desocupadas de aquellas urbanizaciones tan lejos de las posibilidades de los habitantes de zonas como Petare, que solían afrontar grandes dificultades para salir adelante día a día. En conclusión, una especie de invasión alentada desde el chavismo, injustificada y carente de sentido. Así que el clamor popular se había adueñado de algunos barrios de Caracas, con grupos chavistas enaltecidos, formando barricadas con fuego y violencia.
Y allí, en medio de aquella locura, fueron a parar