Crónicas tribales
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El repliegue en la tribu conduce al absurdo, el ridículo o... algo peor.
Colección de relatos cortos que narran diversos episodios de la historia de la tribu de los soleros y otros pueblos de la región circundante. Las crónicas cuentan de manera dispersa la evolución de los soleros y sus vecinos, su reacción al transformarse de sociedades rurales agrícolas a sociedades urbanas industriales, su repliegue ante la globalización y el comportamiento contradictorio, unas veces, absurdo, otras y, a menudo, desquiciado de los líderes y gobernantes tribales.
Pablo Torres Núñez
Pablo Torres Núñez nació en 1958 en Getxo (Vizcaya), municipio en el que reside. Está casado y no tiene hijos. Lleva más de treinta años ejerciendo la docencia como profesor de primaria y de personas adultas. Actualmente trabaja en un centro vizcaíno de educación de adultos impartiendo Lengua Española e Inglés. Aunque ha escrito cuentos para medios locales, Crónicas tribales es su primera publicación.
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Crónicas tribales - Pablo Torres Núñez
Crónicas tribales
Pablo Torres Núñez
Crónicas tribales
Pablo Torres Núñez
Crónicas tribales
Primera edición: 2019
ISBN: 9788417915391
ISBN eBook: 9788417915766
© del texto:
Pablo Torres Núñez
© de la portada:
Escena bélica de Les Dogues (Ares del Maestre). Enfrentamiento entre distintos grupos humanos con la presencia de personas flechadas. Calco de J.B. Porcar
© de esta edición:
CALIGRAMA, 2019
www.caligramaeditorial.com
info@caligramaeditorial.com
Impreso en España – Printed in Spain
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Sabré que mi patria es el mundo
SÉNECA
Los niños de la tribu
Todos los niños asistían a la misma escuela, se sentaban en sillas iguales, tenían mesas iguales, libros iguales y profesores iguales. Aparentemente, los niños no eran muy diferentes unos de otros; vestían de forma parecida y sus rasgos físicos eran muy semejantes. Además, todos hablaban el mismo idioma. Sin embargo, pertenecían a tribus distintas. ¿Y cómo podía saberse a qué tribu pertenecía cada uno si eran tan parecidos en todo? Muy sencillo: preguntando al profesor.
Solo que a veces el profesor tampoco sabía a qué tribu pertenecía cada niño; eran tan parecidos... Entonces, había que recurrir a los padres de los niños. Ellos, naturalmente, sabrían de qué tribu eran sus hijos. Aunque... no siempre. Algunas veces los padres también dudaban. Claro, ¡cómo no iban a dudar si en muchas parejas uno de los miembros era de una tribu y el otro de otra! Y esto había sido así durante siglos. Pero, entonces, ¿cómo sabía un niño cuál era su tribu? Además, ¿había realmente dos tribus?
Por supuesto que había dos tribus; no había más que ver con qué desprecio trataban los cabecillas de la clase a «esos coneros» y el orgulloso tono de superioridad con que se referían a «nosotros, los soleros».
Sin embargo, muchos niños vivían ajenos a las diferencias étnicas y no realizaban ningún tipo de distinción a la hora de elegir a sus compañeros de juego.
Por ello, algunos dirigentes tribales se propusieron acabar con el estado de confusión en que vivían los infantes —así como el resto de la población—, e inspirándose en un antiguo rey de Egipto que quiso evitar la proliferación de israelitas en su reino, decretaron una solución drástica y definitiva: eliminar a todos los niños coneros recién nacidos.
Mas ¿cómo distinguirlos de los soleros?
Cuando tal distinción se mostró imposible de realizar, los líderes de la tribu propusieron que se hiciera mediante un método justo y equitativo: por sorteo.
En efecto, el sorteo se llevó a cabo rodeado de gran expectación y presidido por las máximas autoridades tribales, que al inicio del acto declararon solemnemente:
—A quien Dios se la dé, san Pedro se la bendiga.
Los jóvenes
(iniciación a la vida adulta)
«¿A quién honran los pueblos y las artes?
Al que deja montañas de cadáveres
para salvarlos de su error: ser distintos».
José Emilio Pacheco
Los niños soleros y coneros crecían y llegaban a la pubertad. Como los antiguos ritos de tránsito a la madurez habían sido abolidos, los enfrentamientos entre los adolescentes de ambas tribus habían desaparecido. Aparentemente. Los muchachos y muchachas de ambos clanes se reunían en los mismos lugares, se divertían juntos y, excepto por algún detalle en su indumentaria —imperceptible para los no avezados—, carecían de signos externos de identificación étnica; a simple vista no existían diferencias.
Los chavales elegían su grupo de amistades por afinidad y por conveniencia. No obstante, sus progenitores, sabedores de la enorme influencia que el grupo ejerce en los chicos a esa edad, les instaban a seleccionar bien sus compañías. Pero en una sociedad compuesta por dos clanes tan difusos era fácil equivocarse. Por ello, los adolescentes escuchaban con atención a sus compañeros para distinguir a quienes manifestaban con orgullo su identidad solera de quienes mantenían un discreto silencio sobre su linaje.
La adolescencia terminaba tarde o temprano y los jóvenes debían asumir sus responsabilidades sociales. Todos sabían que un elemento importante para su felicidad era elegir a la pareja adecuada. Sí, pero ¿cuál? Pues, lógicamente, una de antigua y probada «solera». Aunque, claro, con semejante mestizaje nunca existían garantías plenas sobre el abolengo de nadie. Por lo que los chicos y chicas se mostraban cada vez más recelosos y desconfiados en sus relaciones, hasta el punto de que su vida afectiva y sexual se veía afectada muy severamente.
Los jóvenes también sabían, ¡cómo no!, lo importante que era para su prosperidad hacerse con un buen empleo y lograr una holgada posición social. Discurriendo sobre esto, a unos cuantos muchachos se les ocurrió que algo que facilitaba mucho la tarea de encontrar a la pareja idónea y la posición social más conveniente era eliminar la competencia. Dicho y hecho. Se pusieron manos a la obra y asesinaron uno a uno a sus antiguos compañeros de pupitre sospechosos de pertenecer a la tribu maldita.
Los guerreros
«Dulce et decurum est pro patria mori».
Horacio
Presumían los soleros de ser una tribu indómita de insigne tradición bélica. En las numerosas luchas que mantuvieron en tiempos pasados siempre habían destacado por su fiereza en la batalla, lo que motivó que fueran contratados como mercenarios por los ejércitos más poderosos de la época para luchar en muy diversos frentes y defender las más variadas causas.
En los últimos tiempos, sin embargo, los soleros no habían tenido ocasión de demostrar su ardor guerrero en ninguna contienda. No por falta de enemigos, pues así consideraban a todos sus vecinos, sino más bien por falta de vocaciones militares.
Por eso, para restaurar la antigua gloria de los soldados soleros, se encontraban reunidos aquellos muchachos. Miraban y remiraban el anuncio en el periódico sin leerlo, pues sabían de memoria lo que decía. Sus miradas se mantenían fijas en la parte inferior de aquella página de la sección de anuncios del diario local, mientras sus mentes daban constantemente vueltas al mismo asunto. Sopesaban los pros y los contras. Dudaban. Y,