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Nexos liberales: la Constitución de Estados Unidos y la española de 1812
Nexos liberales: la Constitución de Estados Unidos y la española de 1812
Nexos liberales: la Constitución de Estados Unidos y la española de 1812
Libro electrónico311 páginas4 horas

Nexos liberales: la Constitución de Estados Unidos y la española de 1812

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Aunque la influencia de las constituciones francesa e inglesa en la Constitución de Cádiz de 1812 ha sido ampliamente estudiada, resultan menos conocidas sus conexiones con la Constitución de Estados Unidos de 1787, aún vigente. El propósito de este libro no es calibrar la influencia de la Constitución norteamericana sobre la española, sino evaluar sus similitudes y diferencias a la luz de los principios liberales derivados de la Ilustración, desde los que se promovió la independencia de Norteamérica y el fin del absolutismo en España. A pesar de que ninguna de las dos promulgaba la soberanía universal y hubieron de hacer frente al encaje constitucional de la esclavitud, en el caso de Estados Unidos, y de las “castas pardas”, en el español, sus principios, relativos a la separación y limitación de poderes, la igualdad ante la ley, las libertades individuales, la soberanía nacional y la supremacía de la Constitución sobre cualquier otro poder, siguen constituyendo los fundamentos de las actuales sociedades democráticas. Su autor ofrece un pormenorizado y riguroso análisis tanto de los aspectos filosóficos e ideológicos que fundamentaron dichas constituciones como del contexto sociohistórico del que surgieron, condicionando su desigual fortuna.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 dic 2023
ISBN9788413529042
Nexos liberales: la Constitución de Estados Unidos y la española de 1812
Autor

José Antonio Gurpegui Palacios

Catedrático de Estudios Norteamericanos en la Universidad de Alcalá y rector honorífico de la Universidad Americana de Europa (UNADE), fue visiting scholar en la Harvard University entre los años 1994-1996 y es fellow de la Matthiessen Room de dicha universidad. Ha publicado una veintena de libros en editoriales como Cátedra, Espasa-Calpe, Huerga y Fierro, etc. En Estados Unidos ha publicado en editoriales universitarias como Duke University Press, University of Iowa Press, Bilingüal Press, etc., y es miembro del Board of Editorial Advisors del proyecto Recovering the U.S. Hispanic Literary Heritage. Es colaborador habitual del diario El Mundo.

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    Nexos liberales - José Antonio Gurpegui Palacios

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    Índice

    INTRODUCCIÓN

    CAPÍTULO 1. PRINCIPIOS FILOSÓFICOS Y CONCEPTUALES DEL LIBERALISMO

    Protohistoria del liberalismo

    La Ilustración

    CAPÍTULO 2.LAS CONSTITUCIONES EN SU CONTEXTO HISTÓRICO

    Estados Unidos

    España

    El Concepto de nación: soberanía popular y separación de poderes

    Consecuencias de la victoria sobre los franceses

    CAPÍTULO 3.SOBERANÍA NACIONAL, SEPARACIÓN DE PODERES, DERECHOS INDIVIDUALES

    Antecedentes

    Los textos constitucionales: los preámbulos

    Coincidencias de los principios liberales en las constituciones de Estados Unidos y española de 1812

    CONCLUSIÓN

    BIBLIOGRAFÍA

    NOTAS

    José Antonio Gurpegui Palacios

    Nexos liberales.

    La Constitución de Estados Unidos

    y la española de 1812

    colección investigación y debate

    Serie Estudios norteamericanos

    © Ilustración de cubierta: ‘La promulgación de la Constitución de 1812’ (1912), Salvador Viniegra (Museo de las Cortes de Cádiz).

    © diseño de cubierta: Marta Rodríguez Panizo

    © José Antonio Gurpegui Palacios, 2018

    © Instituto Universitario de Investigación en Estudios Norteamericanos Benjamin Franklin DE LA UNIVERSIDAD DE ALCALÁ, 2018

    © Los libros de la Catarata, 2018

    Fuencarral, 70

    28004 Madrid

    Tel. 91 532 20 77

    Fax. 91 532 43 34

    www.catarata.org

    Nexos liberales. La Constitución de Estados Unidos

    y la española de 1812

    isbne: 978-84-1352-904-2

    ISBN: 978-84-9097-396-7

    DEPÓSITO LEGAL: M-1.847-2018

    IBIC: JPB/JPHC/1KKB/1DSE

    este libro ha sido editado para ser distribuido. La intención de los editores es que sea utilizado lo más ampliamente posible, que sean adquiridos originales para permitir la edición de otros nuevos y que, de reproducir partes, se haga constar el título y la autoría.

    Para Derek Walcott

    y José Miguel Fernández, in memoriam.

    INTRODUCCIÓN

    Ubi societas, ibi ius; ubi ius, ibi societas, donde hay sociedad, hay derecho; donde hay derecho, hay sociedad. La palabra latina ius, con la que los romanos se referían a lo que es lícito (su opuesto sería injuria, lo que no es lícito) equiparable a la actual noción de derecho, plantea una serie de cuestiones todavía no resueltas por los filólogos¹. La primera en cuanto a su procedencia, pues no todos asumen que provenga de justicia, además tampoco existe unanimidad en cuanto a la palabra matriz: para unos la primitiva es jus y la derivada justitia; para otros, como Domicio Ulpiano en ad Sabinum, es justamente lo opuesto.

    Singular en segundo lugar la traducción occidental de ius por derecho; entrecomillada la palabra traducción porque en realidad no se trataría de tal concepto, sino que en el medievo —bien de forma consciente o inconsciente— se siguió explícitamente la tradición romana que no establecía una diferencia precisa entre las palabras que designaban a la justicia y las que designaban al derecho. Es a partir del siglo IV cuando se utiliza el término directum (lo que es recto) en referencia a los preceptos religiosos que conducen al hombre por el camino recto; acepción que posteriormente sería aplicable a todo tipo de normas humanas. Aurelius Cassiodoro, en Liber de anima (¿538?), afirma que el derecho representa la justicia porque es un instrumento de progreso social al tiempo que el verdadero método del bienestar². También san Isidoro de Sevilla equipara en sus Etimolo­­gías (627-630) ambos conceptos cuando asegura que el derecho es justo; aproximación que seguirá santo Tomás de Aquino. En su Summa Theologiae (1265-1274; lla llae, 57, 1), afirma que el derecho (jus) recibe tal nombre porque es justo y llegará a relacionar el concepto, la idea y principio de derecho, con justicia y bien común. Según Alex Zambrano Torres en El derecho en la mente de Santo Tomás de Aquino, el derecho en Santo Tomás de Aquino es estudiado como la idea de la participación de la justicia, y la creación del Estado aparece como expresión libre de la actividad humana³.

    El término derecho deriva del verbo latino dirigere (más concretamente, de su participio pasivo, directum, lo que está conforme a la regla); el prefijo di- implicaría la continuidad del hecho y rigere se traduciría por guiar o conducir. Es decir, etimológicamente el vocablo derecho (en terminología legal) sería la forma habitual de gobernar.

    Ya Aristóteles, personificando el pensamiento de los clásicos, entendía que la necesidad humana de vivir en colectividad convertía al hombre en un animal social, lo que equivalía a ser un animal político, pues la política resultaba consustancial a la naturaleza humana. La cita latina al inicio de esta introducción —Ubi societas, ibi ius; ubi ius, ibi societas— implica, por derivación, que donde hay derecho debe haber personas que lo regularicen creando normas jurídicas… y aplicándolas. El mismo principio parece indicar que el derecho es organización y estructura tanto como norma. De esta forma, el derecho configuraría el Estado, que sería una organización social regida por un orden jurídico. Víctor García Toma, en Teoría del Estado y Derecho Constitucional (2010), afirma que no es posible la existencia de un Estado en el que se ignoren las normas jurídicas, pues entre las nociones de Estado y derecho, existen relaciones estrechas y complejas que implican una acción recíproca y, además, el derecho no puede independizarse totalmente del Estado, ya que el ordenamiento jurídico carece de plenitud fuera del cuerpo político que lo elabora, lo reconoce y aplica (p. 153).

    Cuando este orden jurídico es legalmente independiente de cualquier control externo y cohabita con un Gobierno organizado y democrático, podemos hablar de un Estado de derecho. Para que se produzca esa irrenunciable independencia conducente al referido Estado de derecho, resulta necesario el marco jurídico superior y referencial que ha venido en denominarse Constitución. Participo de la apreciación de Hans Kelsen, quien en su obra La teoría pura del derecho (1960) expone que el ordenamiento jurídico del derecho se organiza mediante jerarquías, siendo la Consti­­tución el ordenamiento que ocupa el vértice superior de la pirámide a partir del cual surgen el resto de normativas y códigos. Además, la Constitución es la ley de leyes, la ley fundamental que definirá el sistema de fuentes formales de derecho. Aprobar o refrendar una Constitución equivale a reconocer la supremacía de ese marco legal sobre cualquier otro como orden normativo, constituyéndose en el principio rector del ordenamiento jurídico.

    Tal principio quedó patente en los primeros compases de la ya ratificada Constitución de los Estados Unidos cuando en 1803 se planteó el intrincado caso Marbury contra Madison. En 1800 se celebraron las primeras elecciones en las que participaron por primera vez lo que hoy denominaríamos partidos políticos. El candidato Thomas Jefferson, un republicano demócrata⁴, derrotó al entonces presidente federalista John Adams. En los últimos días de su gobierno, la Cámara de Representantes, con mayoría federalista, nombró 42 jueces de paz para el distrito de Columbia, que fueron ratificados por el Senado. El secretario de Estado del Gobierno saliente de Adams olvidó entregar las actas de nombramiento de 4 de estos jueces —entre ellos, William Marbury— y John Madison, secretario de Estado entrante, se negó a entregar las olvidadas actas en un intento de disminuir el poder de los federalistas, que parecían haber dejado todo bien atado tras la derrota presidencial. Marbury recurrió ante la Corte Suprema para que esta obligara a Madison a entregar las actas.

    El asunto resultaba ciertamente complejo, pues el Tribunal Supremo obligaba a Madison a entregar el acta a Marbury y aquel se negaba, pero no se disponían de herramientas legales necesarias para hacer cumplir la sentencia. Por otro lado, el hecho de resolver negativamente la solicitud de Marbury podía ser entendido como una subordinación del poder judicial al ejecutivo. La resolución fue un tanto salomónica: por una parte, se decretó que la negativa de Madison a entregar el acta era ilegal, pero al mismo tiempo la demanda de Marbury a la Corte Suprema también era inconstitucional al requerir de la Corte que fuera más allá de sus atribuciones de acuerdo a lo establecido en el artículo III de la Constitución. Finalmente, la Corte Suprema se declaró no fa­cultada para dirimir este caso, con lo que la petición fue denegada. Sin embargo, al no decidir en este caso, el Tribunal Supremo se garantizó el papel de exégeta entre los distintos poderes del Es­­tado de acuerdo, precisamente, a principios constitucionales. Al mismo tiempo, la resolución del caso puso de manifiesto que la Constitución aprobada hacía tan solo un par de décadas, además de ser el referente legal, adquiría un novedoso significado empírico que situaba al texto constitucional por encima de cualquier otro poder. Se convertía en el documento que no solo delimitaba la frontera entre los distintos poderes del Estado, sino que también establecía los límites de cada uno de esos poderes en base al texto constitucional.

    Por lo hasta ahora expuesto, resulta obvio afirmar que el proceso constitucional en cualquier Estado representa uno de los momentos fundamentales en la historia de la nación en cuestión. La Constitución, cualquier Constitución, refleja la ideología de los ciudadanos o súbditos que se regirán por unos postulados y leyes concretas. Representa, al mismo tiempo, la máxima expresión del libre albedrío y, por consiguiente, de la libertad de un pueblo, nación o Estado. La elaboración y posterior aprobación de una Constitución no implica únicamente la aceptación de unos principios legislativos determinados, sino que va mucho más allá, pues marcará el modelo social que regirá a esa sociedad, lo que en definitiva es tan importante o más que la propia legislación. La adopción de una Constitución conlleva la aceptación, por parte de los gobernantes y los gobernados, de un sometimiento al imperio de la ley que ha quedado establecida en el documento referido.

    Las afirmaciones y enunciados expuestos en el párrafo anterior resultan en nuestros días auténticas verdades de Perogrullo. En España, para los más jóvenes, son irrefutables tautologías, pues ellos son la primera generación que ha nacido y vivido en un sistema constitucional que garantiza sus libertades fundamentales. Sin embargo, para llegar a este momento de la historia española han sido necesarios más de dos siglos de disputas, enfrentamientos, guerras… y hasta 8 constituciones anteriores (Constitución de 1812; Estatuto Real de 1834; Constitución de 1837; Constitución de 1845; Constitución de 1856 —Constitución no nata—; Constitución de 1869; Constitución de 1876; Consti­­tución republicana de 1931) hasta llegar a la Constitución de 1978, que en los momentos de escribir este libro está siendo cuestionada por algunos de forma un tanto irresponsable. Los Estados Unidos, por el contrario, han tenido una única Constitución desde su creación como Estado, la de Filadelfia de 1787.

    Raúl Ferrero, en Ciencia política, teoría del Estado y derecho constitucional (1975), argumenta que, si bien los conceptos de Estado y derecho no pueden identificarse entre sí al ser esencias distintas y separables conceptualmente, sí que son indisolubles, pues ninguno de ellos tendría existencia separados de la colectividad humana que lo formula, lo remodela y lo aplica (p. 183). Las instituciones políticas y los hechos políticos responden, según Ferrero, a tres planos de conocimiento: filosófico, jurídico y sociológico.

    Comparto la teoría de Ferrero y, como él, también entiendo que la elaboración y aprobación de una Constitución es uno de los hechos políticos —tal vez el más importante— a los que se refiere. Para los profesionales del derecho, el componente jurídico del texto constitucional es lo prioritario y probablemente son exclusivamente esos principios de derecho(s) los únicos que deben considerarse al establecer cualquier tipo de sentencia o resolución constitucional en los litigios que se planteen. No es el propósito de este trabajo entrar en pormenorizado análisis de cuestiones legales, las meramente normativas traducidas en normas jurídicas, en las dos constituciones a estudio. La premisa de partida en este estudio tiene que ver con la constatación de que en una Constitución, cuando menos en el proceso de debate y elaboración, sí que entran a colación aspectos de índole filosófica —próximos a la ideología en tanto en cuanto universo de ideas— y sociológicos —próximos a la historia en tanto en cuanto marco histórico referencial—. Son estos los puntos que se pretende exponer, estudiar y analizar al comparar la Constitución de los Estados Unidos de 1787 y la Constitución española de 1812, la po­­pularmente conocida como la Pepa. Un ejemplo servirá para exponer claramente lo que se pretende. El concepto de nación, uno de los primeros que se exponen y definen en cualquier Cons­­titución, íntimamente ligado al de soberanía nacional, pertenece tanto al ámbito de la ciencia política como al de la sociología. En el campo relativo al derecho constitucional, el concepto de nación se entiende de manera formal y la normativa a ello referida se fundamenta e interpreta exclusivamente en las normas escritas. El concepto de nación se asemeja al concepto de Estado hasta el pun­­to de ser comúnmente admitida la premisa francesa de que el Estado es la nación política y jurídicamente organizada. Sin embargo, y al mismo tiempo, una nación no deja de ser una comunidad de individuos y por mor lo que sería un entendimiento societario, según terminología utilizada por Carlos Cossio en La filosofía latinoamericana (1982). Además de regirse por una misma normativa, la sociedad ostenta la soberanía nacional como un principio natural más allá de nociones políticas y jurídicas y cuyo objetivo —el de esa comunidad— es simplemente el bien común y la felicidad —tal como estableció la Ilustración— de los individuos que conforman la referida comunidad, dos derechos que estarían por encima de cualquier otra valoración.

    Fue precisamente esta última acepción de nación como comunidad de individuos lo que planteó no solo enconados debates constitucionales, sino serias dudas morales sobre la legalidad de las dos constituciones: en la norteamericana, al tratar el encaje constitucional de la esclavitud, y de las castas pardasespañoles que por cualquier línea son habidos y reputados por originarios del África— en la española. Este es precisamente el ámbito que pretende iluminar este libro. Se deberá recurrir, por ejemplo, a postulados próximos al iusnaturalismo —fundamental en planteamientos liberales sobre el derecho— para entender los porqués y los cómos sobre este tipo de cuestiones más allá del aparato normativo y formal. No se pretende con ello escenificar un divortium aquarum entre ambas aproximaciones —la jurídica y la filosófica-sociológica—; más bien ofrecer una aproximación al concepto de filosofía del derecho constitucional en la línea de Germán J. Bidart Campos en Estado y Constitución (1993), cuando afirma que todo Estado tiene una Constitución porque está constituido de una manera determinada, es una afirmación habitual y corriente en el derecho constitucional (p. 25).

    La afirmación interesa desde distintos niveles interpretativos: a) que todo Estado, en cuanto unidad política, es singular e individual y, por ende, distinto a los demás estados; b) que su Constitución es la suya propia, de él, y, por tanto, tan singular e individual como él; c) que su Constitución expresa el modo como está organizado y estructurado; d) que la noción reenvía al modelo aristotélico de politeia; e) que la Constitución — equiparable al régimen político— es dinámica, es un estar siendo que le imprime al Estado existencia también dinámica, en curso o devenir⁵.

    También se asumen los presupuestos de Darío Herrera Paulsen en Curso de Derecho Constitucional (1970), quien entiende que el derecho constitucional es a la vez ciencia jurídica y ciencia política (p. 13) y sus planteamientos en lo relativo a las ciencias políticas, coincidiendo con él en que estas estudian los fenómenos de todo tipo que surgen en una sociedad organizada (p. 16). Entre los campos que abarcarían estas ciencias estaría el de la historia de las instituciones y la sociología política.

    El objetivo de este libro es analizar el contexto sociohistórico en el que surgen las constituciones norteamericana y española de 1812. Se pretende poner de manifiesto cómo los nexos existentes entre ambas, en base a su elaboración y redacción de una manera determinada, tienen que ver con la premisa de que las dos responden a una serie de condicionantes filosófico-ideológicos y sociológico-históricos determinados, comunes en ambos casos y fundamentalmente liberales. Tal como también afirma Bidart Cam­­pos en su Manual de la Constitución reformada (tomo 1, 1997): Cual­­­­quie­­ra que desea conocer cómo es el régimen político de un Esta­­do […] se preocupa por indagar qué otros contenidos constitucionales han ingresado a la dimensión sociológica a través de diferentes fuentes… tiene la certeza de que el texto de la Consti­­tución solo le arrimará normas escritas, pero sin darle el dato acerca de su vigencia sociológica, de su aplicación. Esto tendrá que buscarlo en la dimensión sociológica (p. 6).

    En esa misma obra establece el jurista argentino los tres tipos puros de constituciones: 1) el racional-normativo; 2) el historicista; 3) el sociológico. Afirma que "… el tipo historicista y el tipo sociológico se apartan (total o parcialmente) de la planificación racional y abstracta, porque ven a la Constitución como un producto del medio social, o sea, como Constitución material" (p. 13).

    Este estudio parte de la premisa de que las constituciones, y no únicamente las dos a estudio, son efectivamente un producto del medio social o una Constitución material fruto de un momento histórico determinado. El articulado y espíritu de la Constitución alemana, técnicamente denominada Ley Funda­­mental para la República Federal Alemana (Grundgesetz für die Bundesrepublik Deutschland), aprobada el 8 de mayo de 1949, no puede entenderse sin la realidad histórica que supuso el nazismo. El artículo 1, dedicado a la Protección de la dignidad humana, vinculación de los poderes públicos a los derechos fundamentales, o el 9 (2), que reza literalmente: Están prohibidas las asociaciones cuyos fines o cuya actividad sean contrarios a las leyes penales o que estén dirigidas contra el orden constitucional o contra la idea del entendimiento entre los pueblos, estando pe­­nadas por ley tanto las organizaciones nazis como la exaltación del nazismo, no son sino la respuesta social a lo que acababa de ocurrir en la Alemania de Hitler. Incluso se llega a mencionar el na­­cio­­nalsocialismo en el artículo 139 incluido en las Disposiciones transitorias y finales que reza: Las disposiciones jurídicas dictadas para la (ANF) liberación del pueblo alemán del nacionalsocialismo y del militarismo (ABF) no se verán afectadas por las disposiciones de la presente Ley Fundamental.

    También la Constitución francesa de 3 de septiembre de 1791 participa de idéntico espíritu. El preámbulo es una declaración de intenciones que presupone la ruptura total con la derrocada monarquía. Tras abolir irrevocablemente las instituciones que hieren la libertad y la igualdad de derechos, expone: "Ya no hay nobleza, ni procerato [pairie], ni distinciones hereditarias, ni distinciones de órdenes, ni régimen feudal, ni justicias patrimoniales, ni ninguno de los títulos, denominaciones y prerrogativas que de aquellas derivaban, ni ningún orden de caballería, ni ninguna de las corporaciones o condecoraciones, en las que se exigían pruebas de nobleza, o suponían distinciones de nacimiento, ni ninguna otra superioridad, más que la de los funcionarios públicos en el ejercicio de sus funciones".

    Mencionábamos hace unos párrafos la desigual fortuna que tuvieron las dos constituciones objeto de estudio. Si ello fue así, la explicación no se encontrará en las normas escritas, sino en la dimensión sociológica inherente a cada una de ellas. La Cons­­titución norteamericana estuvo a punto de fracasar por la au­­sencia original de derechos individuales, pero el ejercicio de aggiornamento que supuso la inclusión de la Bill of Rights la salvó. La española, por el contrario, sí que recogía en cierta forma algunos derechos individuales y, sin embargo, naufragó por condicionantes de índole fundamentalmente histórica y sociológica. En resumen, fue el consenso social lo que hizo triunfar a la norteamericana y la falta de ese mismo consenso el motivo por el que fracasó la española. A fin de cuentas, tal como menciona Carlos Cossio en La filosofía latinoamericana (1982), la historicidad le adviene a las ideas por obra de quienes, en correspondencia con las ideas del taumaturgo, las asumen y comparten o las rechazan con una suficiente dimensión colectiva que todos ellos constituyen conjuntamente como un ‘nosotros’ (p. 189).

    Hasta la fecha, los estudios sobre la influencia de otras constituciones en la Constitución española de 1812 mencionan con cierta uniformidad la Constitución francesa de 1791 como el referente que tuvieron presente los diputados españoles que se reunieron primero en el Teatro de la Comedia de la Isla de León y, posteriormente, en la capilla de San Felipe Neri en Cádiz. Argumentan que, pese a su intención de huir de todo aquello con el menor atisbo de francés o afrancesado, la realidad pone de manifiesto que el texto constitucional bebe de las mismas fuentes que el francés. Tan solo dos años después de su aprobación, el padre Vélez publicó un panfletito de 20 páginas en el comparaba ambas constituciones, mostrando la influencia que la francesa había tenido en la española. Miguel de Burgos, traductor de la Constitución francesa al castellano, ya se hacía eco de tal influencia: Empéñanse algunos en que la Constitución española tiene mucho de la célebre que los franceses no supieron conservar. Otros pretenden que la nuestra sea original. Para que todos cotejen y se desengañen sale la presente traducción (Da Paz Silva, 2016: 44).

    Tal como apunta Joaquín Varela Suanzes-Carpegna (2011) en Las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812: No resulta extraño, por todo ello, que el modelo constitucional más influyente entre los liberales doceañistas fuese el que se había vertebrado en Francia a partir de la Declaración de Derechos de 1789 y de la Constitución de 1791. Un texto este último que se tuvo muy en cuenta a la hora de redactar la Constitución española de 1812, aunque entre ambos códigos haya notables diferencias, como luego se tendrá oportunidad de comprobar (p. 195).

    También Cruz Villalón en el referido ensayo menciona el referente francés, incluso va más lejos al afirmar que el Estatuto de Bayona, antecedente de la Constitución de 1812 y que él considera con el rango de Constitución, pertenece a un singular género que él denomina constitucionalismo napoleónico: Desde luego, no es polémico que la Constitución española de 1808 pertenece a un género, tal como no ha habido más remedio que adelantar ya, como es el del constitucionalismo napoleónico" (84).

    El francés era el modelo o referente más en línea con los principios y postulados liberales, pero los diputados realistas de Cádiz también disponían de su propio referente en el modelo británico, que, además de estar sustentado y admitir sin cortapisas la figura del monarca, otorgaba representación y capacidad de legislar a la aristocracia por mor del sistema bicameral que disponía de una Cámara de los Lores y de la Cámara de los Comunes⁶. Si­­guien­­do de nuevo a Joaquín Varela:

    A este respecto, trajeron [los realistas] a colación la teoría de los cuerpos intermedios, acuñada por el autor de El espíritu de las leyes, e insistieron no tanto en la importancia de un ejecutivo monárquico fuerte al estilo del británico, cuanto en la necesidad de una representación especial para la nobleza y sobre todo para el clero, estamento al que pertenecía buena parte de los realistas. Una representación especial, similar a la Cámara de los Lores, que Jovellanos había defendido en su mencionada Memoria

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