Pasión en el trópico
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Pasión en el trópico - Marco Antonio Ruiz Granados
© Derechos de edición reservados.
Letrame Editorial.
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info@Letrame.com
© Marco Antonio Ruiz Granados
Diseño de edición: Letrame Editorial.
Maquetación: Juan Muñoz Céspedes
Diseño de portada: Rubén García
Supervisión de corrección: Ana Castañeda
ISBN: 978-84-1181-784-4
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AGRADECIMIENTOS
A la compañera de toda una vida: mi esposa Minerva.
A mis hijos Marco y Mariana con todo mi amor por su inspiración y confianza.
A mi nuera Mariana, mi argentina favorita.
Y un muy especial agradecimiento a mi querida consuegra Marta Zelaya por su valiosa colaboración para la edición de este libro.
CAPÍTULO 1
Una carreta desvencijada recorre lentamente las callejuelas empedradas del pueblo igual que lo hace todos los lunes muy temprano por la mañana. Avanza rechinando estrepitosamente por la avenida principal hasta alcanzar la orilla sur del villorrio, donde termina la calzada y empieza la barranca, un acantilado cubierto por una espesa maleza desde donde se puede contemplar el océano Pacífico cuando el sol calienta y levanta la bruma que lo cubre eternamente. Muy despacio, el carromato da la vuelta en la última esquina y comienza de nuevo a rodar por el mismo camino, pero ahora el conductor se detiene un momento en cada intersección y ordena a la bestia que le sirve de tracción entrar en algunas de las calles donde imagina pueden requerir sus servicios. Aún no amanece del todo y la luz es escasa, pero el cochero y su caballo conocen de memoria la ubicación de cuanta cantina, hotel y prostíbulo hay en el pueblo y los recorren todos puntualmente al iniciar cada semana.
Ninguno de los propietarios de los muchos burdeles, tabernas, hoteles o casas de asistencia de Villa Nelly quiere tener problemas con el gordo Foley, el capataz de la compañía, por lo que gustosos ayudan a Wilson, el negro que conduce el carromato, a llevarse a todo aquel que trabaje en la plantación, en el estado en que se encuentre y aunque sean cadáveres, como frecuentemente ocurre en un fin de semana más o menos normal en la zona de los Cotos.
Terminada su labor y con un cargamento de borrachos y heridos que se corrieron una juerga de padre y señor mío desde la tarde del viernes anterior y con los dólares de su salario semanal evaporados, el carretero regresa por el camino de la playa, sombreado por los racimos de plátano que cuelgan a ambos lados de la vereda. Antes de que el carro desaparezca entre los platanales, en el tablón de uno de los costados se alcanzan a leer el emblema y el nombre de la United Fruit Company, dueña de vidas y haciendas en toda la región.
La zona de los Cotos, como es conocida esta porción suroeste de Costa Rica, en la frontera con Panamá, es agrestemente bella, selvática y hostil, como la mayoría de sus habitantes. La mitad de ellos trabaja en los plantíos bananeros de la zona costera, principal producto agrícola de exportación del país, comparable solo con el inmejorable café de altura que se produce en la meseta central. La otra mitad se dedica al comercio y a brindar servicios a aquellos que trabajan en las plantaciones. En la región llueve torrencialmente durante casi todo el año y el calor, sofocante y húmedo en extremo, solo contribuye, junto con la vegetación exuberante del lugar, a darle formas caprichosas a la neblina que los envuelve siempre, perennemente.
Se puede llegar por avioneta, directo a la costa, o por medio de una carretera sinuosa y medianamente aceptable hasta la población de San Isidro el General, donde el camino se convierte en una brecha de tierra y piedras que cruza los Palmares, Norte y Sur, hasta llegar a la frontera con Panamá y a las poblaciones de Golfito y Villa Nelly, ciudades distantes unos cinco kilómetros una de la otra, cubiertas a los ojos del viajero que se aproxima a ellas por tierra o volando, por una eterna selva verde de platanares de todos los tamaños y cercadas siempre por el océano.
Adentrarse en esta zona es como viajar en el tiempo y por otra dimensión diferente al resto del país, o del mundo, aunque seguramente existen muchas otras regiones semejantes a la zona de los Cotos en algunas otras partes del planeta. Esta extensión verde sembrada de platanales interminables y coronada por montañas semiocultas por la neblina, es algo único, sobrecogedor y salvaje, hasta diríamos intimidatorio, en algunas noches sin luna. Esta visión inicial es un poco un adelanto del extraño carácter de la región y de sus habitantes, donde las pasiones y la violencia se entrelazan con las fuerzas desbordantes de la naturaleza que las cobija, donde las personas viven y gozan con una intensidad desconocida para la mayoría de los humanos. Asimismo, sus sentimientos y sus penas parecen calar más hondo en este lugar y en esas almas inquietas, rebeldes y, en muchos casos, envejecidas prematuramente por la amargura de increíbles historias vividas en muchos otros sitios, tan complejas como el mismo ser humano.
Son muchos los elementos que contribuyen a darle personalidad a un lugar así, sin que esto resulte ser una garantía de calidad. Puede tratarse de una gran ciudad o de un villorrio en la selva y hasta de una pequeña zona suburbana en cualquier metrópoli del orbe. Se requiere, según la teoría más aceptada y teniendo como condición primordial el fenómeno de la migración humana, de la conjunción forzada de una gama multiétnica de personajes, con variedad de lenguas, culturas, costumbres y hasta hábitos alimentarios diferentes entre sí. Debe existir también en dicho entorno algo valioso, preciado o útil, que unifique el interés general y que promueva la movilización de un tipo bien definido de personas. La lejanía de los centros administrativos y de justicia, brinda seguramente un elemento importante de «elasticidad» en cuanto a las normas legales establecidas en cualquier otra parte del mundo, lo que contribuye a hacer estos lugares más apetecibles.
Agregaremos que existen algunas zonas fronterizas en diversas partes del mundo, sobre todo en las naciones subdesarrolladas, en las que millones de habitantes conviven y comparten ciudades situadas justo al lado de una línea imaginaria o cercada, es igual, que divide a dos o más países, que podrían ser una buena aproximación al carácter disfuncional de una población como la que habita en la zona de los Cotos. Su confusa identidad nacional, el trastrocamiento de la historia y de los símbolos patrios conocidos y la lejanía de la familia y hasta de la comida local, son factores que tomar en cuenta también para lograr una aproximación al momento de definir el carácter especial de estos personajes.
En el campamento y oficinas de la compañía, distante unos cuantos kilómetros de la población de Villa Nelly, en la línea divisoria con Panamá, el vecino país del sur, el capataz renegaba y lanzaba maldiciones como un trueno contra el propietario de La Esmeralda, el bar, casino y resort más famoso y elegante del pueblo, y en contra de todos los taberneros del lugar también, mientras revisaba el contenido de la carreta de Wilson, recién llegada a la plantación, y decidía, furibundo, quién podía trabajar y quién no estaba en condiciones de hacerlo ese día.
Un importante cargamento de plátano, ya con varios días de retraso, debía ser enviado de inmediato al cercano puerto de Golfito para ser embarcado en una nave con bandera holandesa que esperaba ya por más de una semana.
El capitán de ese barco, un marino inglés que seguramente fue pirata en sus años mozos, además de alegre participante de varias guerras alrededor de los siete mares, no era alguien al que se le pudiera estar dando largas por el retraso en la carga. La empresa para la que trabajaba, con base en Rotterdam y dueña de ese barco carguero, era cliente muy importante para la United Fruit y tenía influencias con los big shots (jefes) en los Estados Unidos. El viejo había amenazado, en un español champurrado, aprendido a la mala en los puertos de Cartagena de Indias, La Habana y Veracruz, con zarpar sin la mercancía, pues alegaba que debido al retraso sus hombres estaban tan borrachos que él mismo tendría que subir y acomodar cada maldito plátano dentro del barco. Recordemos, además, que la mercancía de la que hablamos tiene un corto lapso de vida útil.
William S. Foley era la máxima autoridad en el campo y dentro de los límites de la compañía, que estaba cercada a lo largo y a lo ancho por alta alambrada. Oficialmente, era el superintendente y, por ende, el amo de todos los que laboraban en la plantación, también conocida como Coto 45. Decían de él que había nacido en algún lugar de los Estados Unidos, seguramente de un huevo de cuervo o algún otro animal semejante. No tenía sentimientos ni el menor miramiento para mandar azotar a un insubordinado, o para dispararle a quemarropa al infeliz que tuviera la osadía de amenazarlo con el machete de labor o con cualquier otra arma. Era enorme. El gordo levantaba más de dos metros y su cuerpo estaba cubierto de una repugnante masa gelatinosa, aun en la cara, lo que le daba una apariencia extraña, un tanto infantil y que a primera vista lo hacía parecer una persona afable y bonachona, hasta que se descubrían en su rostro y en su inhumano comportamiento, la maldad y crueldad extremas que lo habían hecho famoso en la región de los Cotos y en todo el Caribe.
Sudaba el gordo a raudales por todos los poros del cuerpo todos los días del año, incluso en la temporada más fresca de las lluvias grandes (habría que señalar que casi todo el año hay precipitaciones más o menos ligeras). No mostraba afecto por nada ni por nadie, despreciaba a todos y disfrutaba castigando a los que tenían la desgracia de caer en sus manos. El poder ilimitado que le había concedido mister Roberts, otro gringo que era el general manager de la plantación, que vivía en la zona del Canal en Panamá y solo visitaba los Cotos dos veces por año, le brindaba total impunidad, pues su patrón solo se limitaba a recomendarle mesura con los boys, «muchachos», como gustaba llamar a los trabajadores.
Había muchos colombianos, la mayoría, también ticos, brasileños, panameños y hasta gringos y salvadoreños. Decía un marinero avejentado que se había establecido hacía muchos años en la zona después de recorrer varias veces todos los puertos del mundo, que no existía un lugar mejor, después de Hong Kong, para ocultar a tanto delincuente como había en la región. Muchos estaban ahí desde antes de que concluyeran las obras del Canal de Panamá en 1914, época dorada de toda la región centroamericana, semejante a la prosperidad comercial que tuvo la colonia istmeña en el siglo XVII, cuando piratas de los cinco mares asolaban la región, al decir de aquellos que durante la construcción del canal trasatlántico sobrevivieron al trabajo extenuante, al