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Sagitaria A
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Libro electrónico407 páginas6 horas

Sagitaria A

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Información de este libro electrónico

Edo vive solo y alejado de la civilización cuando recibe la terrible noticia de la muerte de su única hija, de modo que decide volver a la metrópoli para tratar de averiguar lo que realmente ha pasado.
A su regreso se verá obligado a lidiar con mentiras, remordimientos, intrigas y manipulaciones, sumido en un mundo futurista y distópico que se ha retorcido aún más si cabe desde que dos décadas atrás, hastiado por el asfixiante estilo de vida socialmente implantado por el estado, tomó la drástica decisión de distanciarse de todo y de todos.
Ahora ya sólo le importa la verdad, sin medias tintas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 may 2023
ISBN9788411449878
Sagitaria A

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    Sagitaria A - J. A. Muñoz

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © J.A. Muñoz

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1144-987-8

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    Quisiera agradecer a Núria Domènech, Gerard Palazón, Antonia Lima y a Dolors Agustí por su mecenazgo y apoyo incondicional.

    También reconocer el inestimable asesoramiento temático de Joan Riba Pellisé, experto en micología.

    Y, para terminar, dar las gracias a mi mujer, Sarai, por estar siempre ahí ofreciendo incondicionalmente su excelsa ayuda.

    .

    Para mis hijos, Annaïs y Nolan, por hacerme entender que las cosas pueden ser tan fáciles como uno sea capaz de imaginarlas.

    .

    «Ninguna cantidad de evidencia logrará convencer a un idiota»

    Mark Twain

    Z

    Anochece.

    Nunca ha dejado de sobrecogerme la implacable forma en que oscurece en el bosque.

    Reconozco que cuando llegué aquí hace ya casi dos décadas, incluso me daba cierto pánico que me pillara la noche por ahí, lejos de la Guarida. Así que siempre recogía los bártulos un buen rato antes de la caída del sol y regresaba tranquilamente al refugio. No era tanto por temor a desorientarme en la vuelta sino por un irracional miedo a la noche en sí.

    Quizá solo fuese un recelo, algo absurdo heredado de mi vida metropolitana. Pero la verdad es que en este lugar jamás ha dejado de sobrecogerme ese preciso instante en que el sol se esconde tras la frondosa arboleda y la noche cae sobre todo implacablemente.

    Aunque a día de hoy, ya hice callo, no me queda otra. Ahora suelo regresar cuando me place ignorando todas esas ilógicas alertas cerebrales.

    —¿Qué hora es?

    No puedo creer que esté preguntándome esto. Y además en voz alta. Ni siquiera puedo recordar los años que hace que no me hacía esta pregunta…

    Sin falta, mañana mismo iré al Centro de Aprovisionamiento, hace meses que no me acerco por allí. Tengo que registrar algunas cosas que he ido posponiendo y de paso hablaré un rato con mi viejo amigo Noel, que es el gerente. Fijo que me sentará bien tratar con alguien…

    Hablar en voz alta no es algo muy típico de mí y es un claro indicativo de que es un buen momento para pegarme un viajecito de ocho kilómetros de ascenso, en el mejor de los casos. Si finalmente la lluvia no hace acto de presencia, no abandonaré el sendero del reguero seco, que serpentea por el este.

    Aquí casi todo me llega vía Automáticos, siempre aéreamente, ya que la mayoría de entregas terrestres son exclusivas de las metrópolis. También mis envíos de material los mando del mismo modo. O sea que casi todas mis visitas en persona al centro son por temas estrictamente burocráticos, o por puro capricho de romper la rutina de una vida solitaria en el bosque.

    Antes de salir de ruta, debería pasar por la plantación de Libras. Debo regar. Hace semanas que no llueve y por lo menos una vez al mes deben hidratarse bien para poder florecer adecuadamente. De momento la canalización de riego que reparé hace unos meses está aguantando perfectamente.

    Esta es mi única fuente de ingresos. Mis tickets duraron mucho menos de lo que imaginé cuando decidí irme de la ciudad para instalarme a este lado de la Frontera para vivir con los Emancipados. Fue Noel quien me sugirió la idea de dedicarme a las Libras.

    La verdad es que fue una propuesta muy acertada y aunque costó lo suyo ponerlo todo en marcha, gracias a mi plantación, a día de hoy no me hace falta nada de nada.

    De hecho, si regresara a la civilización con mis tickets actuales pasaría de saque a pertenecer a la casta de los Elitistas. Pero antes muerto que regresar a la metrópoli, a la reglamentación estatal, al control absoluto acérrimo, a dejar de ser dueño de cada uno de mis minutos, a no poseer absolutamente nada propio, al dispositivo palmar, al tedio de la monotonía diaria, etc.

    Llegó un punto en el que todo ese tipo de cosas se me hicieron imposibles de tragar y no pude seguir allí a pesar de mi cómoda situación sociocultural, de mi casta y de mi apacible situación económica.

    Incluso pesaron más que mi matrimonio y aunque suene mal decirlo, también de la compañía diaria de mi hija de siete años. Tuve que dejar atrás a ambas después de comprobar que era inútil seguir tratando de convencer a mi mujer para largarnos juntos.

    Visto ahora, con la certera perspectiva que solo el paso del tiempo puede ofrecerte, he de confesar que mi llegada al bosque fue una locura en todos sus estratos.

    Mi salida de la civilización fue un proceso largo y tortuoso. Debo reconocerlo. Lo primero que inició este serpenteante recorrido fue el hecho repentino de perder mi trabajo en la Central.

    Vivíamos en una de las últimas colonias de factorías que quedaban en el mundo. Antiguamente había sido un pueblo fructífero de los millones que había repartidos por toda la geografía, hasta que prohibieron residir fuera de las colosales metrópolis, salvo casos muy excepcionales. Y trabajar en la vieja Central nuclear entraba dentro de esos parámetros admitidos.

    En las metrópolis solo trabajaban algunas castas y en trabajos muy específicos. Estaba terminalmente prohibido dejar el trabajo asignado voluntariamente. Aunque hay un sinfín de reducciones horarias posibles y compensaciones comunitarias que podían hacerlo desaparecer casi por completo de tu dietario. En verdad, solo una minoría de ciudadanos trabajaban.

    En mi caso, los Meridianos, estábamos autorizados a trabajar en el sector de la seguridad y en toda la amplia gama que lo engloba. Los Autómatas todavía no habían acaparado completamente esa parte del tejido empresarial, simplemente por meros motivos económicos.

    Por todo ello, mi familia estaba autorizada a vivir en la colonia, ya que yo trabajaba como técnico contra incendios en la vieja Central, que había sido clausurada y descontaminada hacía décadas.

    Fue de las últimas de este hemisferio. Tras la gran transformación posterior a La Definitiva, como se la conoce en los libros de historia, a la que sería para mis bisabuelos entendida como la Cuarta Guerra Mundial. La Tercera, se limitó al mundo virtual, millones de ataques y contraataques, pero todo cibernético, no se disparó ni un solo tiro, aunque igualmente hubo millones de muertos y heridos derivados de aquellas tácticas despiadadas que barrieron los todavía presentes miles de estados mundiales.

    Pero fue La Definitiva, la que trajo la guerra propiamente entendida y la que aportó la categórica transformación del mundo, tanto en su reestructuración estatal, fronteriza, económica, social, ecológica, energética, humanística y otras docenas de temas capitales para el planeta entero. De ahí el nombre.

    Justo al lado de la Central nuclear desmantelada, se había instalado la planta de Fusión Media y también la de procesamiento de Helio3. En ellas, durante los primeros años después de instalarnos, todavía trabajaban personas. Aunque no tardaron en mandarlos a casi todos para Metrópoli Delta, la metrópoli más cercana.

    Esto sucedió después de que los Autómatas se hiciesen con el noventa y ocho por ciento del empleo, exclusivamente dedicado a la manufactura y producción industrial. Momento tras el cual, a duras penas quedaron allí una veintena de familias viviendo en la Colonia dependientes directamente de esas plantas activas.

    Por otro lado, en la vieja central nuclear, trabajaban una cincuentena de familias, entre las que se incluía la mía. Todos los que trabajábamos allí, nos dedicábamos exclusivamente a los departamentos de prevención contra incendios, supervisión eléctrica, control ecológico o al de instalaciones mecánicas.

    Después de su desmantelamiento, aquellas instalaciones habían pasado a ser un enorme cementerio de residuos industriales de toda índole. Dichas instalaciones también disponían de un almacén especial para todo tipo de piezas y unidades que todavía fueran activas radiactivamente. Protocolariamente se debía controlar su correcto almacenamiento.

    De modo que vivíamos allí y la vida era saludable, tranquila y apacible. Era un pueblo fantástico y muy bonito franqueado por un caudaloso río, el cual hacía de límite natural visitable. No podías cruzar el cauce, ya que como en el resto de colonias estaba prohibido abandonar las zonas urbanizadas del pueblo e ir más allá de cualquier área no asfaltada.

    Vivir allí era lo más parecido a cómo vivieron mis bisabuelos y me recordaba mucho a las historias que siempre había escuchado de crío en las eternas sobremesas de mi familia.

    Mi mujer echaba de menos la metrópoli y siempre estaba dando la vara para solicitar el traslado allí. Yo por el contrario me sentía el tío más afortunado del mundo y no solo por tener un trabajo ciertamente bueno, sino por poder seguir lejos del esclavismo mal disimulado que pringaba todos los aspectos de vivir en cualquier metrópoli.

    La mayoría de las casas del pueblo no ocupadas estaban en muy mal estado de conservación. En las que vivía gente, las reformas eran gratuitas por parte del Estado y solo había que rellenar una treintena de formularios para conseguirlas. Raramente eran denegadas estas licencias.

    Vivíamos a escasos diez kilómetros de la Frontera. Desde mi azotea se podían ver las luces brillar durante la noche a lo lejos, tras una loma verdosa con la que siempre fantaseaba poder visitar algún día.

    Jamás me concedieron ni un permiso para salir del área asfaltada y eso que inventé un montón de excusas para que me autorizaran una salida. Incluso solicité un par de veces una visita guiada a la Frontera con mi hija, por motivos educativos. Todos fueron denegados en menos de veinticuatro horas.

    Sin embargo, ella sí pudo ir con la escuela en unas pequeñas colonias programadas cuando cumplió los cuatro años. La escuela es la forma más fácil de venderles cualquier cosa por más infumable que a una minoría nos parezca todo.

    Pues toda esa bonita forma de vida semirrural que duró los primeros ocho años de mi matrimonio, se vino abajo con el incendio. Han pasado muchos años desde entonces y cada vez tengo más claro que fue provocado, ya que jamás se nos dejó realizar inspección alguna.

    La orden vino rápida y sin medias tintas. De repente teníamos tres días para abandonar el pueblo. Nadie, ni siquiera los trabajadores de las plantas activas, podían continuar viviendo en la Colonia. A todas las unidades familiares desplazadas se le asignaría un apartamento acorde al número de personas en Metrópoli Delta y una reasignación de trabajo o la exención, según cada caso en particular.

    Los pocos que continuaron asignados a las plantas energéticas deberían desplazarse desde la metrópoli hasta su puesto de trabajo, con la mareante, pero híper veloz Cápsula Flotante.

    El fuego se declaró a tan solo dos kilómetros del pueblo y aunque el sistema de extinción urbano instalado estaba más que preparado para extinguirlo, en tan solo unas horas, algo hizo que fallara y que llegara a afectar algunas de las casas habitadas más próximas a la zona no asfaltada.

    Recuerdo que estaba de turno cuando se nos notificó. La palma de mi mano de repente empezó a iluminarse de color violeta, conocido coloquialmente como Luz violeta, que era el distintivo de aviso grave de respuesta inmediata.

    No contestar a un aviso de aquella índole podía suponer una penalización económica o incluso ser arrestado por obviar un aviso con distintivo violeta.

    Salí a toda prisa del almacén de herramientas contaminadas y me dirigí al Edificio de Control dando grandes zancadas.

    Aquí se acabó todo lo que bajo mi punto de vista puede definirse como vida en la civilización, pues lo que vino después fue una letal agonía que tragué a sorbitos.

    Además, dejar la Colonia fue a todas luces el principio del fin de mi matrimonio.

    Y

    Nada más llegar a Metrópoli Delta me prohibieron trabajar y me tramitaron La Global, que era una asignación económica propia de mi casta. Aquello me dejaba fuera del mercado laboral indefinidamente, pero nos alcanzaba para vivir tranquilamente con mucho tiempo disponible para dedicarlo a mis obligaciones civiles que cada vez eran más y más y más.

    En una de esas actividades horripilantes conocí a Nacho, el cual se convertiría en muy poco tiempo en mi mejor amigo y a la postre en mi pasaporte para abandonar definitivamente la metrópoli unos años después.

    Nacho era biólogo marino y trabajaba en un moderno laboratorio de esos con acceso megarrestringido, en el que debías firmar con tu dispositivo palmar mil documentos de confidencialidad cada vez que vas al baño.

    Mi hija Zoe crecía rápido y vivía ajena a la tortura psicológica en la que estaba enfrascado su padre. Asistía a diario a sus clases de Formación Urbana, allí era donde te iniciabas antes de acceder al SPEO, Sistema Público de Educación Ordinaria.

    Por otro lado, mi mujer también tenía una asignación Global, pero ella a diferencia de mí, estaba encantada con todo y se pasaba todo el tiempo posible solicitando actividades civiles más allá de las reglamentadas. De modo que pasaba casi todo su tiempo fuera de casa, ya que las actividades no obligatorias siempre duraban un mínimo de cinco horas.

    En mi caso, por ejemplo, acudía a la actividad reglamentada diaria, me pegaba tres horas de falso voluntariado y luego tenía el resto del día para dedicarlo a la familia o a mis aficiones autorizadas.

    Nacho estaba organizando un evento de conferencias para colegas de otros territorios en su laboratorio, así que le concedieron varias horas de actividades civiles a su disposición.

    A las dos primeras fui tres horas en el turno de tarde. Recuerdo perfectamente cómo le di sin querer con el culo, mientras arrastraba de espaladas un par de sillas, a un extraño artilugio electrónico que alguien había dejado por el medio y se cayó de la diminuta mesa con ruedas en la que estaba colocado. Se hizo añicos y se armó un buen alboroto.

    Salió gente de todas partes para vocearme y abroncarme. No tardé en empezar a encararme con el que tenía más cerca. Por entonces ya estaba tan quemado de mi vida en la metrópoli que me importaba todo bien poco. Si Nacho no hubiese salido de una de aquellas puertas, me hubiese cargado de una patada en la cabeza al tiparraco que me estaba gritando enloquecido y casi sacando espumarajos por la boca.

    Nacho me llevó a tirones hacia una de las salas contiguas y trató de calmarme hablándome de cosas insulsas. Primero pensé que tan solo quería curiosear con uno de mi casta, vamos con el populacho. Los Meridianos teníamos fama de gente bregada que había pasado por un sinfín de variopintos trabajos y vidas poco sencillas.

    Él era Elitista gracias a su condición académica, la cual le aportaba directamente esa excelente posición social, pero como contrapartida, también le otorgaba esa visión cerciorada de la realidad que le rodeaba.

    Así que le vi con ganas de pegar un profundo vistazo a su alrededor, aprovechando la situación tensa que se había producido. Sé que fue una intervención espontánea de buen tipo que quiso evitar que alguien como yo tuviese problemas serios. Pero siempre he sospechado que, en el fondo de su psique de investigador científico, habitaba la curiosidad de conocer algo más allá de lo que se le había permitido conocer por la vía reglamentada.

    Al día siguiente cuando llegué al laboratorio para cumplir con mis obligaciones de voluntariado impuesto, me hicieron ir directamente a su despacho. Allí me sonsacó varias cositas sobre mí y mi vida. Pero la que hizo que iniciáramos una buena y continuada relación creo que fue mi pasión entregada por la Historia.

    Jamás me gradué y solo estuve tres años en el CES, Centro de Estudios Superiores. El sistema entero está viciado, pero si en algún punto estos retorcidos estrangulamientos del pensamiento se manifiestan descaradamente, es sin lugar a dudas, en los contenidos de la carrera de Historia. Simplemente no tuve estómago para seguir lidiando con todas aquellas patrañas que fácilmente para los que siempre nos había interesado la materia eran todo un desvergonzado retorcimiento de la verdad y los hechos.

    Se podría decir que continué mis estudios por libre. Así que, digamos que soy un autodidacta. Mi ímpetu por esta materia quedó intacto a pesar los procesos retorcidos del Estado. Toda esa desfachatez inventora sobre hechos fácilmente comprobables, no consiguió quitarme mis ganas por seguir aprendiendo Historia y siempre, incluso durante mis años de currela, invertí todo el tiempo no asignado del que disponía a seguir curtiéndome y documentándome por libre.

    Desde niño he conservado ese interés desbocado por la Historia. Y ya con la perspectiva que me dan los años, diría incluso que, verdad e Historia deberían ser lo mismo.

    Gracias a Nacho tres años después conseguí el popularmente conocido como Permiso de Acompañante, que en realidad era un 320 HF, formulario estándar, el cual te autorizaba a salir de la civilización y cruzar la Frontera.

    No fue nada fácil y hubo miles de horas previas de cálculos y preparativos secretos una vez que Lena me dejó clarísimo que prefería divorciarse que ser una Emancipada.

    Con Lena, mi mujer por aquel entonces, lo intenté de todos modos. Incluso le propuse una situación intermedia que no era ni la insufrible vida que llevaba en Metrópoli Delta, ni la pura libertad que disfrutaban los Emancipados.

    A esos miembros, de ese estrato libre e intermedio del sistema de castas, se les llamaba los Acogidos, que no eran otra cosa que los herederos de los que una vez fueron unos simples refugiados climáticos, los cuales vivían fuera de la Frontera, sin ciudadanía, pero tutelados completamente por el Estado.

    Hace décadas, cuando ocurrieron los primeros y épicos desastres naturales, se empezaron a levantar enormes e interminables muros electromagnéticos por todos lados y muchas de esas comunidades quedaron instaladas fuera de las metrópolis. Aunque disponían de todo tipo de asistencia estatal. Vamos, que no tenían autonomía alguna, pero vivían en comunidades externas, cuya forma de vida y organización interna se parecían mucho más a las de las sociedades de preguerras.

    Pero no hay que olvidar que estos lugares pertenecían en todos los aspectos a las metrópolis que quedasen más próximas a dichos asentamientos. Así que aquel estilo de vida se balanceaba en una zona intermedia. No era la vida libre a la que yo aspiraba, pero tampoco la asfixiante vida en la civilización que me estaba matando por dentro cada día un poco más.

    Pero Lena no quiso ni siquiera debatir el tema en profundidad.

    En la civilización no está permitido tener propiedades salvo un centenar de excepciones muy pero que muy controladas estatalmente. Se pueden resumir en dos grandes bloques: los pertenecientes a la categoría de bienes sentimentales y los denominados de fuerza mayor.

    Por ejemplo, las joyas familiares se englobarían dentro del primer grupo exento y las herramientas o instrumentales propios, derivados de actividades laborales, pertenecerían al segundo grupo de bienes autorizados a poseer como propios.

    El Estado te proporcionaba cualquier bien que pudieras necesitar categorizado como fuerza mayor, que no son otra cosa que bienes básicos o imprescindibles, bajo la subcategoría de rotativo o permanente, dependiendo del bien en cuestión.

    Todo lo demás podías rentarlo por tu cuenta siempre a plazos, cantidades y condiciones completamente reguladas, supervisadas y asignadas exclusivamente por ellos…

    Parecido, aunque un pelín más complejo, funcionaba el sistema orientado al control del sector servicios.

    Esa fue la primera normativa que me salté, nada más decidirme a tirar para adelante con mi sueño de largarme de allí. Me alquilé un dosímetro mineral por un valor de cuarenta tickets mensuales durante diecisiete años.

    Toda la operación fue validada sin más. Lo hice a través de una organización poco conocida y dedicada al renting en la cual, si tenías los suficientes contactos oscuros, podrías comprar algunas cosas fuera del control estatal.

    Aunque siempre sospeché que simplemente era el propio Estado quien ponía todo aquello en marcha para adueñarse también del reducido espacio residual que ocupaba el mercado negro, siempre imprescindible en cualquier organización social que pretenda prosperar.

    Así fue como me hice con las escrituras de propiedad de un modesto terreno con una diminuta caseta de herramientas agrícolas al otro lado de la Frontera. Por cierto, jamás recibí aquel barato dosímetro mineral, en su lugar solo llegó la documentación de la propiedad.

    Aquel sería mi refugio durante mi estancia en el bosque y estaba situado treinta kilómetros al norte de la colonia donde residí mientras trabajé en la Central.

    El segundo paso, fue buscar la excusa para salir de manera legal de la metrópoli. Esto mucho más dificultoso, corrió por cuenta y riesgo de Nacho y tras muchas ideas especulativas al respecto, finalmente se fue concretando hasta que se materializó como un 927 IM, o sea, una autorización para investigación marina avanzada.

    Durante todo este tiempo noté la tensión y la implicación motivada de Nacho, el cual no paró de alucinar con toda aquella loca idea de largarme para siempre de la metrópoli y convertirme en un Emancipado.

    Mis preparativos familiares fueron complejos, ya que por un lado debía dejar las cosas bien con Lena para que me permitiera mantener alguna clase de contacto con Zoe, mi hija de siete años, a la que dejaría atrás para evitar enloquecer con toda aquella vida urbanita que me estaba asfixiando por capítulos.

    También debía vigilar que Lena no tuviese muy claro ni cuándo ni cómo iba a llevar a cabo mi plan, para evitar chivatazos o alguna medida traicionera por su parte para hacerme daño.

    Fueron meses de mucha tensión entre nosotros y medias tintas por todos lados. Pero, tengo que admitir que, a la hora de la verdad, me lo puso todo muy planito, primero para facilitar mi divorcio, en unas condiciones ventajosas para mí, y segundo siendo discreta con mis intenciones de cruzar la Frontera.

    Afortunadamente acordamos que los dos pelearíamos para conseguir un régimen de visitas que me permitiese, de una forma u otra, seguir ejerciendo de padre.

    Pero con Zoe, lamentablemente la cosa se torció a última hora ya que no pude despedirme de ella ni explicarle personalmente la nueva situación con la que se iba a encontrar.

    No pude y me hubiese gustado, teniendo en cuenta su edad, intentar por lo menos hacerla participe de mi lógica y motivos por los que la dejaba atrás. Confieso que no poder hacerlo me atormentó durante años.

    Las cosas van como van y hubo una serie de problemas con los permisos y no sé qué rollo del ciclo de corrientes marinas que obligaban a realizar los experimentos río arriba, diez días antes de lo previsto inicialmente para mi partida.

    Nacho repentinamente me envió un Aviso naranja al dispositivo palmar, que es el equivalente a una emergencia privada de primer nivel. Estos avisos están exentos de sanciones y penalizaciones, pero deben ser atendidos en las siguientes cuatro horas para que te dejen en paz.

    Aquel día recuerdo que estaba acabando mi actividad reglamentada en un viejo teatro del centro. Así que puse una excusa sin mucha preocupación por si me creían o no, rellené los formularios de renuncia voluntaria a mis obligaciones civiles para ese día y salí pitando para casa.

    Tenía una hora escasa para recoger las cosas de mi pequeño apartamento de divorciado y salir disparado por la puerta para llegar a tiempo al convoy que saldría del laboratorio hacia la Frontera, conmigo o sin mí.

    Zoe y Lena nunca estaban a esas horas en su casa. Y ni siquiera me sentí inspirado cuando les escribí a la vieja usanza, papel y lápiz, mi nota de despedida para meterla a toda prisa en su caja de notificaciones físicas.

    Por cierto, mi hija conservó ese torpe escrito mío, durante años. Al menos eso me dijo hará unos meses cuando no sé a colación de qué conversación nuestra, salió a relucir este tema sobre mi escrito torpe, penoso y seco con el que me despedí como metropolitano.

    Lena se casó de nuevo relativamente rápido y mucho antes de agotarse el plazo legal que establecía por aquella época el Estado.

    Con Zoe la cosa no salió tan fácil, ya que me costó tres largos años después de mi marcha el conseguir la autorización 720 FE, para su pase especial para familiares de Emancipados.

    Desde entonces vino de visita durante un mes entero todos los veranos hasta que los estudios, la vida de metropolitana, su vida social y la edad, supongo, le hicieron tomar la decisión de interrumpir aquellas, para mí, mágicas visitas anuales.

    Admito y entiendo que para alguien que no ha escogido este tipo de vida y que está acostumbrado al ritmo de la ciudad, pueda suponer un tostón esas estancias al otro lado de la Frontera. De modo que un año, sin más, de repente empezó a decir que no pensaba venir y así fue. Aunque esta decisión no comportó en ningún caso que dejásemos de mantener contacto.

    A partir de entonces nuestra relación fue muy distinta y se fortaleció en otros aspectos debilitándose evidentemente en otros, que hasta entonces había dado por sentado que serían siempre inquebrantables. Pero soy una persona con gran capacidad adaptativa y supe reinventar nuestra relación padre-hija, convirtiéndola en algo distinto y completamente nuevo a lo que otros estilaban.

    Fue de aquella precipitada manera, como si de una catarata de sucesos se tratase, como aquella misma noche crucé la Frontera con otros treinta colaboradores y científicos. Todo gracias a Nacho, con el cual, he mantenido el contacto discretamente durante los casi veinte años que llevo ya por aquí.

    Por cierto, el pobre tuvo que pagar una buena suma de tickets a modo de sanción, por haberme ayudado. También le repercutió en algunas penalizaciones de carácter académico, de cierta importancia en su trabajo y fue vetado en algunas prometedoras investigaciones del momento. Todo por haber perdido a uno de sus supervisados en aquella salida al otro lado de la Frontera.

    Pero Nacho jamás me ha reprochado nada de nada de todo aquello. Y creo que, secretamente, está incluso orgulloso de mi valiente decisión, ya que me ha confesado en alguna que otra de nuestras conversaciones a distancia, que siempre ha presumido en sus eventos sociales de conocer personalmente a un Emancipado.

    Antes de ir a mi caseta y nada más llevé a cabo el plan para abandonar la expedición sigilosamente y desaparecer en el bosque, fui directo al CA, Centro de Aprovisionamiento y cambié todos mis tickets por lo que ellos llaman créditos.

    Los créditos vienen a ser lo mismo que lo que llamaban dinero los antiguos o tickets los metropolitanos, pero la gran diferencia reside en que dependes del CA para hacer de intermediario con la metrópoli de turno.

    Lo único que al principio debes tener en cuenta es su valor, ya que equivalen a la mitad de los tickets digitales, y que los créditos también existen físicamente.

    De manera que debes borrar el dispositivo palmar de tu ecuación mental cuando realizas un intercambio o una sencilla compra. A mí me costó bastante interiorizar ese sencillo mecanismo y durante meses inconscientemente tenía la manía de estirar el brazo tras realizar una compra para identificar mi dispositivo palmar y eso no solo te ridiculiza con los Emancipados, sino que incluso puede encarecer tus futuras adquisiciones.

    En verdad, a ningún metropolitano corriente se le ocurriría anular voluntariamente su dispositivo palmar, por él pasaba todo lo que uno podía necesitar como ciudadano, tickets, salud, meritorios sociales, así como los puntos específicos otorgados por tu casta, entre otros miles de motivos que harían impensable que un ciudadano de bien pensara en renunciar a este dispositivo.

    Quizá por eso no fue algo complejo el anular mi dispositivo palmar. Había visto muchos tutoriales al respecto. Sabía que la mayoría de esos sistemas de anulación no eran otra cosa que simples cebos de los largos y sombríos tentáculos del Estado, para descubrir a posibles Reticentes sociales, como les llamaban a los inadaptados al sistema que vivían dentro del propio sistema. Pero allí estaba a salvo, así que fui probando sin prisas un sistema tras otro hasta que lo logré.

    Mi cuerpo físico se desconectó de la red general de manera silenciosa. No sé por qué había fantaseado durante meses con la idea de que cuando por fin lo lograra se escucharía un sonido fatídico de desconexión o un pitido de alerta, pero no fue así. Todo fue silencioso.

    Tan solo los CA disponen de conexión con la metrópoli. Aquí al otro lado se vive el lema de: sin conexión, solo vida. Y está grabado a fuego en los corazones de los habitantes que viven fuera de las metrópolis.

    Solo tras la anulación del dispositivo palmar, pasé a ser anónimo, libre, ilocalizable y sin acceso a la nanotecnología de salud que hasta entonces me había asegurado una vida larga, medicada y saludablemente idónea.

    No fue posible extraerlo completamente de mi cuerpo, ya que seguramente hubiese muerto por las ramificaciones que el mismo había desarrollado por mi sistema nervioso. Pero por lo menos dejó de estar operativo convirtiéndome en un Emancipado, o, mejor dicho, en un Salvaje, tal y como se nos conoce a los que vivimos en este lado de la Frontera.

    Sentí una sensación especial y muy emocionante en el preciso instante en el que vi cómo se oscurecía para siempre el dispositivo. Ya era un hombre libre como dicen por aquí, o un hombre vivo, como me gusta sentirlo a mí.

    X

    Treinta y dos, treinta y seis, treinta y siete.

    Es una pasada. Me hechiza mirarlas. Llevo años haciéndolo casi a diario. Vengo aquí y me siento en el viejo banco de travesaños de maderos que me hice para alargar las estancias, ya que el suelo es pedregoso y después de diez minutos ahí sentado me dolía hasta el pelo.

    Cincuenta y nueve, cincuenta y cinco, cincuenta y uno… Cuarenta y ocho, cuarenta y tres… Ya empieza…

    Siempre me pregunto dónde van con tanta

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