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La ilegitimidad del poder político en el Perú
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Libro electrónico292 páginas4 horas

La ilegitimidad del poder político en el Perú

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Nuestra casi perenne crisis política no solo tiene que ver con la baja calidad del actual régimen democrático, sino también con los acuerdos y experiencias básicas sobre las que se construye y opera el vínculo entre Estado y ciudadanía. Partiendo de esta base, Aragón y Sánchez sostienen que poder, dominación y legitimidad son conceptos centrales para entender este complejo vínculo. Al estudiarlos, se centran en analizar lo que las personas piensan y creen en relación con las autoridades, funcionarios e instituciones públicas que las gobiernan y que, por lo tanto, intervienen en múltiples aspectos de su vida cotidiana. El presente libro nos obliga a preguntarnos cómo funciona un país como el Perú, en el que el poder político carece, en lo fundamental, de legitimidad: cómo se mantiene y reproduce una sociedad donde las autoridades ejercen su poder sin ser percibidas como legítimas.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 nov 2023
ISBN9786123262532
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    La ilegitimidad del poder político en el Perú - Jorge Aragón

    Capítulo 1

    Poder, dominación y legitimidad

    1

    The limitations of any field of study are most strikingly revealed in its shared definitions of what counts as relevant.

    Weapons of the Weak

    James C. Scott

    Poder y dominación

    En su definición más básica, el poder es una relación social que contempla la posibilidad de que un actor pueda imponer su voluntad o ejercer influencia sobre el comportamiento de otro, es decir, la realización de determinados efectos deliberados en la conducta de una o varias personas.2 Una de las características más importantes de este tipo de relación o vínculo es la posibilidad de distinguir dos tipos de roles entre los actores involucrados: el de principal, quien ejerce influencia, y el de subalterno, quien se ve sujeto o expuesto a dicha influencia. Dicho de otra manera, por el poder mandan unos y por el poder obedecen los otros (Escalante 2002 [1992]: 44-45).

    De este modo, una característica fundamental de cualquier relación de poder es que, de diversas formas y en distintos grados, implica siempre la restricción de la libertad y la autonomía de los actores involucrados; de manera particular, de quienes se desenvuelven como subalternos o subordinados. Sin embargo, cabe reconocer que el grado en que libertad y autonomía son afectados varía significativamente según el contexto o situación, y que en muy pocos casos vemos una privación que pueda ser absoluta o completa. Es además inevitable que quienes aparezcan como principales en una relación de poder sean también subalternos en relación con otros actores.

    Ahora bien, la misma naturaleza de las relaciones de poder rápidamente nos lleva a la necesidad de ir más allá de esta aproximación inicial o básica. Como bien lo señalan autores como Beetham (1991), J. Scott (2001) y Lukes (2007), la influencia en el comportamiento de los subalternos puede ocurrir aun cuando esta no se ejerza de manera presencial, directa, deliberada y consciente. En esta dirección, si bien la imagen más común y simple que existe acerca de la idea de poder hace referencia a una relación que involucra la presencia deliberada y consciente de una persona en un curso de acción con el fin de producir un determinado efecto, también ocurre que un agente puede influir o afectar a otro y, de este modo, lograr sus propósitos sin tener que intervenir de manera directa y presencial. Esta situación, por ejemplo, se da cuando las personas que desempeñan un rol subordinado anticipan las intenciones del principal y actúan de acuerdo con estas expectativas por su convencimiento de que serán afectadas significativamente si no las toman en cuenta. Esto último obliga a considerar la relevancia que tienen las creencias, expectativas y cálculos de los actores subalternos dentro de una relación de poder, pero también a no perder de vista la manera en que las experiencias de vida de estos actores subalternos influyen en sus creencias, expectativas y cálculos.

    Adicionalmente, es necesario considerar que existe una diversidad de medios y mecanismos —sobre los que profundizaremos más adelante— a través de los cuales las personas que desempeñan el rol de principales en una relación de poder pueden llegar a influir directa e indirectamente en quienes ocupan el rol de subalternos. Generalmente, estos mecanismos se sustentan en la posesión de recursos o capacidades superiores, ya sea de fuerza, conocimiento, bienes materiales o cualquier combinación de estos.

    También es importante reconocer que alguien puede conseguir influir en el comportamiento de otra persona por medio de la persuasión u ofreciendo una recompensa que puede ser aceptada o, eventualmente, rechazada o negociada. En tales casos, no se puede hablar estrictamente de una relación de poder. Solo en los casos en que resulta prácticamente imposible o excesivamente costoso sustraerse a algún tipo de privación se puede decir que existe una relación de poder (Beetham 1991: 42-46, J. Scott 2001, Weber 2014a).

    Las relaciones sociales asociadas al poder son también complejas en otro sentido. Afirmar, como lo hemos hecho, que tener poder sobre alguien implica la capacidad de influir en sus intereses o propósitos no implica necesariamente que esta relación se realice del todo a expensas del subordinado. No hay duda de que, dado el valor que las personas otorgan a su autonomía y a la realización de sus fines, las restricciones que implican las relaciones de poder aparezcan con frecuencia bajo una luz negativa. Sin embargo, en principio nada impide que en ciertas circunstancias las relaciones de poder también puedan incorporar los intereses de los subalternos, aunque sea de manera parcial (Beetham 1991: 42-46, J. Scott 2001: 1-3). Además, los subordinados rara vez son completamente impotentes frente a las relaciones de poder en las que se encuentran inmersos, y, con frecuencia, reaccionan de diversas maneras a las pretensiones de influencia que los agentes principales tratan de ejercer sobre ellos. En ciertas ocasiones, estas reacciones pueden tomar la forma de confrontaciones violentas o repertorios de protesta masivos, pero también pueden aparecer como acciones veladas de desacato que rara vez desafían la relación de poder en sí misma, aunque sí muestran su disconformidad con los términos en los que esta se lleva a cabo (J. C. Scott 2000, J. Scott 2001: 1-3). En cualquier caso, lo subalternos dentro de una relación de poder suelen tener la posibilidad de escoger entre diferentes cursos de acción por más limitados que estos sean; y no es poco frecuente que logren modificar los términos de estas relaciones de poder y subordinación.

    Un tema no menor está vinculado también con la existencia de diferentes tipos de relaciones de poder. En esta dirección, hasta ahora hemos abordado el poder como un asunto entre actores e individuos sin hacer mención explícita a estructuras, órdenes y jerarquías que pueden ser sociales, económicas o políticas. No obstante, los actores individuales participan en relaciones de poder en tanto pertenecen a determinadas categorías o grupos sociales. Aún más, lo que comúnmente se conoce como el orden social o vida pública no se podría explicar sin reconocer la existencia de un conjunto de relaciones de poder. El vínculo entre las relaciones de poder, por un lado, y la existencia de un orden social y una vida pública, por el otro, volverá a aparecer más adelante. Por ahora hacemos nuestra la manera en que Escalante se aproxima a la noción de orden social y a su relación con la política:

    Vale la pena aclarar desde el principio, que el orden no tiene por qué ser justo ni bueno. Es un conjunto de regularidades, de normas, que sin duda permite que unos se beneficien más que otros, que unos manden y otros obedezcan, pero lo que importa es que es vivido y reproducido como orden. No es un ideal, es un hecho. (2002 [1992]: 45)

    Por tal motivo, a fin de contar con una definición algo más delimitada y útil para lo que más nos interesa, en este trabajo nos centraremos en aquellas relaciones de poder que no son esporádicas u ocasionales, es decir, aquellas que muestran cierto grado de permanencia y recurrencia en el tiempo. De igual modo, vamos a enfocarnos en las relaciones de poder sistemáticas y continuas que, de una u otra manera, organizan las relaciones entre individuos que pertenecen a diferentes categorías o grupos sociales (clase, género, estatus, etnia, entre otras).

    Para lo que acabamos de mencionar, resulta de mucha utilidad el tratamiento que Max Weber (2014a) ofrece sobre la dominación entendida como la probabilidad o posibilidad de ejercer poder o influencia. Para Weber, la dominación no es cualquier tipo de ejercicio del poder. Por el contrario, se trata de un tipo de influencia específica basada en algún tipo de jerarquía y destinada a un fin preciso: obtener obediencia dentro de una comunidad determinada a ciertas normas, personas o mandatos de manera duradera y estable. Aquí nos interesa destacar que la obediencia significa que la voluntad manifiesta de un grupo (a través de normas y mandatos) influye de manera rutinaria sobre la acción de otros como si esta fuera adoptada por ellos mismos y se hubiera convertido en guía de sus conductas. De esta definición se desprende que un elemento distintivo de este tipo de relación de poder es que, para ser duradera, se apoya, al menos mínimamente, en un elemento voluntario por parte de los subordinados. En palabras de Weber: un determinado mínimo de querer obedecer, es decir, de ‘interés’ en obedecer es esencial en toda relación de dominación (2014a: 334-335). En ese sentido, todo tipo de dominación consta de uno o más grupos que dominan, uno o más grupos que son dominados, la voluntad del grupo dominante de influir en sus subordinados y alguna manifestación de esa influencia en el comportamiento de los dominados.

    Acerca de las reglas que sostienen las relaciones de dominación, es importante aclarar que estas pueden tener una forma habitual y convencional, o formar parte de un orden jurídico. En la mayoría de las sociedades, las reglas básicas que determinan el acceso a los medios de poder llegan a definirse en forma legal, incluso cuando pueden tener su origen en una convención. Sin embargo, también hay que señalar que, incluso en el mundo contemporáneo, persiste la fuerza de la convención, ya sea para calificar y subvertir un estado de igualdad jurídica formal o limitar el poder en áreas donde la ley misma guarda silencio. En repetidas ocasiones, estas formas convencionales han sido iguales o más efectivas que el orden legal vigente para limitar el poder de los grupos dominantes (Beetham 1991: 64-69).3

    Este vínculo entre poder y dominación nos permite perfilar aún más nuestro interés en un tipo particular de las relaciones de poder; aquellas que no se pueden desacoplar de las normas e instituciones básicas que permiten la existencia y el funcionamiento de una sociedad. Desde la perspectiva de las normas, se enfatiza la existencia de directivas para la acción, es decir, prescripciones acerca de aquello que se puede hacer, cómo se puede hacer y lo que no se puede hacer. Estas normas, surgidas de los procesos cotidianos de interacción, no siempre están codificadas de manera explícita. Las normas expresan valores existentes en una determinada sociedad, y la gente las sigue precisamente por ello, no por una conveniencia o interés abstractos, sino porque son reglas que dicen cómo funciona y debería funcionar el mundo y porque, generalmente, implican algún tipo de sanción social ante su incumplimiento. Aunque estas pautas se cruzan, a menudo, con intereses materiales y diversos tipos de situaciones, no pueden reducirse a estos ni son pretextos o meras justificaciones (Portes 2009).

    Desde la perspectiva de las instituciones, se suele enfatizar el conjunto de reglas —formales e informales— que guían las relaciones entre los miembros de diversos tipos de ámbitos como la escuela, las empresas, las burocracias estatales, las iglesias, entre otros. Se trata, en suma, de las reglas de juego con las cuales operan las organizaciones. Como tal, especifican las funciones y prerrogativas de los roles entre sus ocupantes, definen su estructura y jerarquía, y establecen los alcances con los que estas operan (Portes 2009: 23-25).

    Llegados a este punto, se vuelve impostergable preguntarse cómo se logra que las personas acaten —en diversos grados y no sin resistencia o negociación— ciertas normas, instituciones, reglas y mandatos. En esa línea, nos es útil identificar cuáles son los medios y mecanismos típicos mediante los cuales un grupo social puede dominar a otros, es decir, asegurar la voluntad de obedecer sus normas y mandatos. Para comenzar, según Weber (2014a: 334-340), la obediencia descansa en múltiples motivos, que van desde la habituación inconsciente hasta consideraciones puramente racionales o materiales, y la naturaleza de estas motivaciones que producen la voluntad de obedecer determina en gran medida el tipo de dominación que existe en una sociedad específica. Aunque estos medios y mecanismos de poder se encuentran operando juntos en la realidad, reforzándose mutuamente, es útil separarlos analíticamente en aras de mayor claridad.

    Más allá de Weber, lo cierto es que la teoría social ha ofrecido diversas entradas a la pregunta sobre cómo se explica el acatamiento de determinadas normas, instituciones, reglas y mandatos. Al observar mecanismos o sistemas de dominación y los diferentes tipos de medios que las sustentan, salta a la vista la existencia de distintas razones o motivaciones en torno a la obediencia o acatamiento; sin que sea extraño que varias de ellas tengan una naturaleza moral. Lo importante aquí es no perder de vista que estas diferentes razones o motivaciones no son excluyentes entre sí, sino que, por el contrario, constituyen modalidades complementarias y simultáneas a través de la cuales se asegura el cumplimiento de distintos tipos de directivas (Araujo 2016: 182; Beetham 1991: 25-41; J. Scott 2001: 15-16; Weber 2014a: 334-340, 1071-1086).

    En relación con lo que acaba de ser mencionado, una primera entrada al tema de la dominación ha destacado el peso que tiene la posesión de recursos materiales, dentro de los cuales los medios de coerción física y de producción serían los más relevantes para asegurar la voluntad de los subordinados a obedecer. En este enfoque, se entiende que el acaparamiento de este tipo de recursos facultaría a determinados grupos a utilizarlos a manera de sanciones e incentivos que alinearían las motivaciones de los subordinados a su propia voluntad principalmente a través de dos mecanismos. Por un lado, la amenaza o la expectativa de utilización de la fuerza puede ser utilizada para restringir a los subordinados a tomar determinados cursos de acción por temor a las consecuencias que podrían derivar de su desobediencia. Por otro lado, la promesa o la expectativa de obtener beneficios o remuneraciones de diverso tipo puede ser usada para orientar a este tipo de actores a seguir ciertos cursos de acción que tienen el fin de satisfacer sus propias necesidades. En ambos casos nos encontramos frente a mecanismos que producen la voluntad de obedecer a través algún tipo de constreñimiento que es impuesto externamente a quienes obedecen (Araujo 2016: 182-184, Beetham 1991: 46-56, J. Scott 2001: 6-14).

    Otra entrada al tema de la dominación enfatiza la relevancia que conlleva el control de las actividades socialmente necesarias y la posesión de las habilidades asociadas con su desempeño. En este caso, se entiende que la propiedad de este tipo de recursos faculta a ciertos grupos en la sociedad —cuyas opiniones están investidas de un carácter especial en virtud de la creencia de su competencia particular en un tema específico— a producir distintas formas de conocimiento especializado que llevan a las personas a definir situaciones de determinada manera. La producción y difusión de este tipo de conocimiento reforzaría la voluntad de los actores subordinados para optar y acatar determinados cursos de acción y desarrollar la convicción de que estas acciones son técnicamente apropiadas. Las sociedades modernas han experimentado, en esa línea, la masiva expansión de sistemas de conocimiento técnico y científico, los cuales son aplicados e interpretados por expertos que cotidianamente convencen a otras personas de aceptar sus ideas a partir de sus competencias en determinadas áreas de la vida social (Beetham 1991: 46-56, J. Scott 2001: 92-93).

    Existe una tercera entrada al tema de la dominación que enfatiza el hecho de que la obediencia a ciertas normas y mandatos puede ocurrir también porque, por una diversidad de razones, las personas los consideran correctos, justos o válidos de alguna manera. En este caso, a diferencia del primer enfoque, se trata de una voluntad no forzada externamente sino, más bien, interiorizada por las mismas personas y convertida en imperativos morales que no siempre se encuentran plenamente conscientes para ellas (Araujo 2016: 182-184, J. Scott 2001: 6-20). Volviendo otra vez a Weber (2014a), él mismo reconoce que ninguna relación de dominación puede basarse solo en los intereses de los actores más poderosos o en la amenaza de violencia sin generar inestabilidad. Para ser estable, esta relación tiene que ser vista como válida o vinculante, y, precisamente por ello, debe buscar también el reconocimiento de los subordinados. En sus propias palabras:

    La costumbre y la situación de intereses no pueden representar [por sí solas] los fundamentos en los que la dominación confía ni tampoco pueden los motivos puramente afectivos y racionales con arreglo a valores. […] Ninguna dominación se contenta voluntariamente con tener como probabilidades de su persistencia motivos puramente materiales, afectivos o racionales con arreglo a valores. Antes bien, todas procuran despertar y fomentar la creencia en su legitimidad. (Weber 2014a: 335-336)

    Llegamos así al fenómeno y al concepto de legitimidad. En este sentido, y también según Weber (2014a), la legitimidad se refiere siempre al conjunto de creencias socialmente compartidas por los dominados acerca de la validez de la dominación que viven en el día a día. En la misma línea, Morlino (1985: 177-179) señala que este concepto puede definirse como el conjunto de actitudes, convicciones o percepciones positivas acerca de la bondad de las instituciones y reglas políticas vigentes creadas para disciplinar y resolver los conflictos existentes y proteger determinados derechos. Ambos autores subrayan también el hecho de que este abanico de percepciones, criterios o principios solo son relevantes en la medida que permitan a las personas justificar (o no) la idoneidad de las normas y mandatos existentes en un determinado contexto e influir en el tipo de apoyo o lealtad hacia ellos.

    Cabe resaltar que, en la tradición weberiana, dentro de la cual se enmarca este concepto, el calificar a una relación de poder como legítima no implica realizar un juicio normativo externo basado en criterios éticos abstractos acerca de si determinado esquema de dominación es bueno o malo, sino corroborar empíricamente la existencia o no de creencias acerca de la validez de este a partir de las convenciones existentes dentro de una misma sociedad. Se trata, en suma, de un concepto sociológico que opera en el ámbito de la realidad social empírica, que tiene efectos concretos sobre esta y cuyo propósito es fundamentalmente explicativo. Su interés, por lo tanto, no se centra en solucionar debates éticos acerca de cómo debería desarrollarse el ejercicio del poder sino, más bien, identificar las consecuencias empíricas que las diversas creencias acerca de la legitimidad tienen dentro de este tipo de dinámicas (Gil Villegas 2014).

    Resumiendo lo planteado hasta aquí, hemos mencionado que el poder alude a una relación que contempla la posibilidad de imponer la voluntad o influencia deliberada de una persona o grupo sobre otro. Un elemento distintivo de este tipo de vínculo se refiere al hecho de que, en una amplia diversidad de grados y formas, implica la restricción de la libertad y autonomía de los involucrados, aunque en mayor medida para los actores subordinados. Esta característica, inherente a las relaciones de poder, hace que estas contengan un elemento de tensión y conflicto que puede expresarse de diferentes maneras. También acerca de las relaciones de poder hemos destacado que pueden abarcar una infinidad de manifestaciones, por lo que hemos optado por profundizar una modalidad específica: las que se encuentran vinculadas al concepto de dominación y orden social, y que, por lo tanto, tienen la condición de ser recurrentes. La dominación —entendida como un conjunto de relaciones de poder— constituye una forma de influencia específica destinada a obtener obediencia de manera permanente a determinadas normas y mandatos dentro de una comunidad, que pueden ser de naturaleza convencional o legal. En buena parte, el que no se trate de relaciones sociales esporádicas u ocasionales está relacionado con que el hecho de que estas organizan o regulan la interacción entre individuos o grupos de personas que pertenecen a distintas categorías, estratos o clases sociales; lo que Escalante llama el funcionamiento general de la vida pública (2002 [1992]: 52).

    Hemos dicho también que existe una multiplicidad de razones o motivaciones que explicarían el acatamiento a estas instituciones, reglas, normas y mandatos. Estas se basan en el tipo de recursos que acaparan los grupos dominantes, así como en la manera en que estos los utilizan con el fin de conseguir la obediencia de los subordinados. Algunas de tales motivaciones se sustentan en el temor o la amenaza de recibir sanciones físicas, pero otras lo hacen en un cálculo interesado basado en la expectativa de obtener algún beneficio material. Otro grupo de ellas se sostiene en consideraciones acerca de lo que se percibe como técnica o moralmente aceptable y justificado.

    Asimismo, con frecuencia estas razones y motivaciones no se manifiestan de manera aislada en la realidad. Por el contrario, constituyen modalidades complementarias a través de las cuales se asegura el acatamiento o la aceptación de relaciones de poder y dominación. Desde Weber en adelante, la mayor parte de la teoría social ha señalado insistentemente que, para ser duradera, ningún tipo de dominación puede sostenerse exclusivamente en la violencia o en los intereses. La tabla 1 da cuenta de la relación entre poder y dominación, así como de la variedad de recursos, mecanismos y motivaciones que sustenta la obediencia a instituciones, normas y actores.

    Tabla 1

    Recursos, mecanismos y motivaciones en las relaciones de poder y dominación

    Fuente: Elaboración propia a partir de J. Scott 2001.

    La obediencia —como también la desobediencia— puede ser explicada entonces por una diversidad de recursos, mecanismos y motivaciones, que en conjunto resultan claves para comprender mejor la influencia que persiguen y, eventualmente, logran instituciones, normas y actores. El hecho de que algunas relaciones de dominación se expliquen a partir de un marco de incentivos y sanciones otorga plausibilidad a una visión realista del poder, la cual afirmará que la obediencia se produce solamente por una cuestión de recursos disponibles por parte de los poderosos que les permiten asegurarla en relación con sus deseos. Sin embargo, esta perspectiva —que incorpora una diversidad de recursos, mecanismos y motivaciones— permite considerar también que las personas son agentes morales, que reconocen la validez de ciertas reglas, asumen compromisos vinculantes a partir de

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